Dos nuevas vecinas (1)

(los nombres, oficios, y demás posibles datos de carácter personal han sido modificados para proteger la identidad de los implicados, empezando por yo mismo)

Poco antes de la mierda de crisis del COVID de los cojones este, estaba buscando un nuevo piso para vivir. Firmé el contrato cuando apenas quedaban unos días antes de que se decretara el confinamiento, todas esas cosas que nos prohibían salir de casa salvo tener que ir a trabajar, a comprar, nada de relacionarnos con gente de fuera de casa, etc. Por suerte para mi, la mudanza estaba contemplada dentro de los permisos que tenía la gente, así que pude terminar de llevar las cosas al nuevo piso. Claro que hacer eso yo solo, sumado a las críticas de alguna vieja de mi edificio protestando porque “mi irresponsabilidad iba a matarla”, pues fue bastante duro.

El caso es que al final logré tener mi nuevo piso de confinado, en una primera planta sin ascensor. Un piso no muy viejo, de dos viviendas por cada planta. De modo que me acostumbré a vivir allí, mientras seguía trabajando en remoto y salía del piso únicamente para ir a comprar, a primera hora de la mañana, con la mascarilla puesta y limpiando todo lo que entraba en casa.

No sabía nada de aquel vecindario, salvo que prácticamente todo el bloque salía a aplaudir a las ocho de la tarde. Yo, por el contrario, me alejaba de las ventanas y aprovechaba para hacer ejercicio en mi habitación, aprovechando mi vieja Wii y la tabla de ejercicios. Sí, tiene muchos años, pero funciona. De modo que no empecé a saber mucho de mis vecinos hasta hace relativamente poco.

Como aquí todo el mundo aplaude pero luego sale todo el mundo, no me cruzaba con mucha gente en mis entradas y salidas del portal. Pero a principios de septiembre, la convivencia empezó a complicarse mucho.

Fue un lunes por la mañana. Yo estaba reunido en videoconferencia con mis compañeros de departamento hablando sobre los objetivos para final de año cuando un ruido terrible, como una manada de animales metidos en una triturara, empezó a colarse en mis pabellones auditivos. Cómo sonaría, que incluso mis compañeros preguntaban si tenía problemas con la cobertura. Me hice entender como pude, y terminamos la reunión, interrumpidos de vez en cuando por el sonido de aquel asqueroso taladro

El martes se repitió una escena similar, solo que aquel día me tocaba hablar con el Director de la Sección. Encima ese hombre tenía ya unos años y su oído no era muy fino, de modo que las palabras que no me entendía se las escribía por el chat. Una chapuza.

El miércoles estuvo tranquilo, pero el jueves otra vez volvió a empezar el ruido. Menos mal que ese día no tenía ninguna reunión. Agudicé el oído y determiné que el taladro no venía del piso de enfrente, sino del superior, de modo que me preparé para salir. Por supuesto, con mi mascarilla. Subí los escalones y llamé al timbre una vez.

No hubo respuesta, por lo que volví a llamar con un par de toques. Y esta vez sí hubo respuesta.

Un bombón de tía. De cabello rubio que le caía hasta los hombros, dos ojos preciosos en color perla, la piel más bien pálida… Y una camiseta de color negro muy ceñida que me permitía comprobar que sus tetas no eran especialmente grandes, aunque no importaba mucho al ver su generoso escote. Un pantalón corto tejano dejaba al descubierto sus piernas depiladas.

“¿Puedo ayudarte en algo?”, preguntó. Ni buenos días ni nada.

“Eh…”, mi cerebro tardó en funcionar unos segundos. Probablemente porque verla me había puesto cachondo y la sangre se me bajaba a la otra cabeza. “Hola, soy tu vecino de abajo”.

“Hola, vecino de abajo. No recuerdo haberte visto. ¿Tú eres el que nunca salía a aplaudir a las ocho”

“Eso es”.

“Ya me parecía raro. ¿Qué quieres?”, volvió a preguntar.

“Oye, estoy trabajando, y ese taladro tuyo es muy molesto. ¿Sería posible que lo usaras en otro momento?”

“Joder…”, dijo ella. “Mira, entiendo tu problema. Pero entiéndeme a mi. Tenía unos muebles comprados justo antes de que pasara toda esta mierda y me la trajeron la semana pasada. Quiero terminar cuanto antes, y así podrás trabajar tranquilo, ¿vale? ¿O prefieres que lo haga el sábado mientras roncas?”

“No… No, claro, disculpa, no lo sabía…”

“Pues eso. Paciencia, cariño, que me queda poco. Adeu”, dijo, y sin más, cerró la puerta de su casa.

Volví a bajar a la mía para seguir trabajando, aunque la visión de aquella joven diosa me había embotado la mente. Seguro que su novio disfrutaba follando con ella, pensé. Luego pensé que no había escuchado ruido de folleteo… y luego me acordé de que no debía acercarse por aquí en la pandemia. Así que, o no tenían novio, o follaban en casa de él.

El caso es que el viernes, antes de la hora de comer, el taladro ya había dejado de sonar. Pensé que la rubia había decidido darse prisa en terminar de montar sus muebles. Me sentía culpable por haberle recriminado el uso de la herramienta. Así que pensé en tener un detalle con ella. ¿Con intenciones de sexo? Probablemente, aunque no conocía a nadie que hubiera follado por un bizcocho.

No soy un gran pastelero, pero los bizcochos se me daban bien. Cierto que no había preparado ninguno desde el encierro (o probablemente ahora pesaría 30 kilos más) pero no tardé mucho en prepararlo. Todo calculado para, al terminar el trabajo de por la tarde, que estuviera frío para subírselo a mi vecina.

Con mi mascarilla puesta volví a subir las escaleras, mientras llevaba el bizcocho en una bolsa de plástico transparente. Llamé al timbre, y aguardé.

Fue extraño. No me abrió la diosa rubia. Otra chica estaba en la puerta. Esta era de pelo castaño, atado en una coleta. Dos gafas de pasta ocultaban sus ojos, y no tenía cara de felicidad. Su atuendo era más o menos normal, una sudadera de Piolín y un largo pantalón de chándal.

“¿Qué?”, preguntó con voz de malhumorada.

“Hola… soy el vecino de abajo”.

“Carol ya ha terminado con el taladro, pesao”, dijo. “¿O es que pisamos demasiado fuerte?”

“¡No! Yo quería dilculparme por lo del otro día”

“Le daré tus disculpas”, dijo la desconocida.

“¡Os he subido esto!” dije, alzando el bizcocho, en un intento de que no me diera con la puerta en las narices. Literalmente.

“Oh… espera. ¡Carol! ¡Un novio tuyo que trae un bollo!”

“¿Qué dices?”, preguntó Carol, apareciendo. “Oh, hola”, saludó al verme. “¿Y ese bizcocho?”

“Para disculparme por lo del otro día. Y además he podido terminar sin problemas el trabajo de la tarde, así que… gracias”.

“A ti por esto”, dijo Carol, aceptando mi regalo. “¿Lo llevas a la cocina, Marta?”

“Va”, respondió Marta, y casi le arrancó la bolsa de las manos para llevársela a la cocina.

“Perdónala”, me dijo Carol en un susurro. “Es un poco misándrica”.

“¿Un poco qué?”

“Que no le caen muy bien los hombres”, me explicó.

“Oh, vaya”.

“De verdad, gracias por el bizcocho”.

“De nada. Os dejo, que estaréis ocupadas”.

Ciao.

Al día siguiente yo estaba desayunando cuando alguien llamó a mi puerta. Extrañado, porque tampoco estaba esperando nada de Amazon, me levanté a abrir. Pese a la mascarilla que vi por la mirilla, la melena rubia me revelaba que Carol era quien llamaba.

“Buenos días”, saludé al abrir.

“¡Hola!”, saludó con jovialidad. No os hacéis a la idea de lo bien que le quedaba el conjunto de salir a correr. “Iba a pasar por el supermercado un momento. ¿Necesitas que te traiga algo?”

“¿Eh? ¡Ah, no, gracias! Tengo que traer varias cosas, voy a pasarme ahora en un momento”.

“¿Seguro? ¡Ultima oportunidad!”

“De verdad, no hace falta. Gracias”.

“Nos vemos, pues”

Y se marchó al trote. Cuando se dio la vuelta pude verle por primera vez el culo, y sin duda me apetecía mucho pasar ahí las horas.

Aquella tarde yo estaba leyendo un rato cuando volvieron a llamar al timbre. Me levanté a mirar. Y para mi sorpresa, no era Carol, sino Marta la Misándrica quien llamaba. Abrí, por supuesto.

“Hola”

“Hola. Ten”, dijo, pasándome mi bolsa de plástico y el plato dentro. “Gracias. Estaba rico”.

“De nada”, le dije. Desde luego, Marta no podía ser menos expresiva, ni siquiera me miraba a la cara al hablar. Tomé la bolsa y ella se fue a las escaleras, pero parece que se arrepintió y dio media vuelta hacia mi.

“Casi se me olvida. Dice Carol que si vienes a cenar”.

No se le había olvidado, yo estaba seguro.

“Creo que no, gracias. Subiría, pero es obvio que tú no quieres”, le dije.

“Eso no importa, si quieres subir, puedes”.

“Es tu casa también”, le dije.

“Nunca recibimos visitas. Supongo que estará bien”.

“Vale. ¿Queréis que suba un vino?”

“¡NO!”, gritó, “no hace falta que lleves nada”.

“Valep”.

Y volvió para su casa, dejándome con muchas preguntas sobre su actitud. Ni que le tuviera miedo a las botellas de vino. Aunque bien pensado, igual la cena no era para tanto. De hecho, lo más probable era que fuera algún plan tipo pizzas o hamburguesas.

No iba desencaminado cuando subí. Carol me recibió y me invitó a entrar. Tenían una casa muy minimalista, y estaba seguro de que la mayoría de los muebles eran los que había escuchado los días anteriores con el taladro. Algunos no pegaban con el resto de la decoración. Los más baratos, supuse.

“Bienvenido a nuestra humilde morada”, dijo Carol, mostrándome el salón. Un mueble bajo para la televisión, otro sofá muy bajo, la mesa a la misma altura, y una alfombra con cojines para sentarse en el suelo. En uno de ellos estaba sentada Marta, con su chándal característico. O eso pensé, me fijé mejor y era otro diferente, aunque del mismo estilo. Ella hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. “Podrías estar más animada, no viene un chico guapo a vernos todas las noches”, le dijo, y yo me puse colorado.

“Lo se”, dijo ella. No tenía pinta de que yo le interesase en exceso. “Te gusta la pizza, supongo”.

“Sí”, respondí.

“Voy a ver cómo va”, dijo, levantándose ágilmente y dejándonos solos con las manos metidas en los bolsillos.

“Perdónala. Le cuesta un poco relacionarse con la gente, pero es muy buena chica”, dijo Carol.

“Me imagino”.

La cena fue muy agradable. Aunque realmente, prácticamente solo hablamos Carol y yo. Marta apenas intervenía de vez en cuando para apostillar algo, pero estuvo más concentrada en su pizza que en nosotros.

Y aunque Carol me parecía una chica estupenda (y que estaba estupenda) su compañera de piso (no eran hermanas) me llamaba la atención de algún modo. Posiblemente por lo raro de su trato con la gente. Finalmente, terminamos de cenar, y…

“Me voy a mi cuarto. Hasta mañana”, dijo Marta como despedida y nos dejó solos. Escuché a Carol suspirar.

“¿Qué pasa?”

“Nada… perdona, no puedo hablar de ello”, me dijo Marta.

“No pasa nada. Lo entiendo”, dije, sin ánimos de cotillear, aunque el cuerpo me lo pedía.

“Una cosa, ¿tú ves gente? Es decir, ¿quedas con tus amigos y eso?”

“No. La mayoría no viven por aquí. Los que sí, uno de ellos no se atreve a salir de casa por si acaso. Y al otro… ya le han multado por estar en bares en los que no se respetaban las medidas antiCOVID. ¿Por qué me preguntas?”

“Bueno, yo no soy de aquí, y Marta tampoco”, me dijo. “Aún no habíamos hechos amigos al venir. Y no sé si te has dado cuenta de que la media de edad del barrio es de unos sesenta años”, bromeó, “así que me gustaría poder quedar contigo algunos días y hacer algo. Ver una peli o lo que te apetezca. Me fío más de eso que de salir por ahí a cenar, la verdad”.

“Por supuesto”, le dije. “Eso sí, la próxima en mi casa. Estáis invitadas. Si Marta quiere, claro”.

“Yo me ocupo de ella”, aseguró Carol.

“Bueno, es tarde. Me voy a bajar.”

“De acuerdo. Buenas noches”.

“Buenas noches”.

Y volví a mi casa.

Durante las semanas siguiente no tuve mucho tiempo de ir a ver a mis queridas vecinas, pero intentaba asomarme. Cuando supe que también se levantaban temprano, me ofrecí a ir a por algo de la tienda para ellas, y llegamos a un trato: yo iba un día por la mañana y si nos faltaba algo, ella se ocupaban de traerlo por la tarde. Pero era extraño, porque siempre era Marta quien me entregaba mis bolsas.

“Mierda… mis llaves”, dijo Marta al darse cuenta de que no las llevaba.

“¿Carol no puede abrirte?”

“Ha ido a Correos. Mierda”

“Puedes esperar en mi casa”, le ofrecí.

“No quisiera molestar”.

“No es molestia”, dije.

Pareció dudar pero al final entró. Le ofrecí sentarse en el salón mientras le llevaba un vaso de agua. Marta no parecía atreverse a beber, pero al final le dio un sorbo.

“Mañana cenáis aquí, ¿no?”, le pregunté, intentando romper el hielo.

“Sí”

“Espero que te gusten las hamburguesas”.

“Tengo intolerancia a la carne picada”, me dijo.

“Me lo contó Carol. Así que he comprado filetes de pollo para tu hamburguesa. Puedo hacerlo a la plancha o empanado. Como prefieras”, le ofrecí con una sonrisa.

“Empanado, por favor”, murmuró ella. Parecía avergonzada. “Gracias”.

“No hay de qué”.

De pronto llamaron a la puerta.

“Será Carol”, dije, y fui a abrir. “Hola”, la saludé.

“Hola. ¿Está mi compañera?”, preguntó. “Marta, lo siento, me llevé las llaves de las dos”.

“No pasa nada. Ha sido muy amable”, dijo Marta. “Gracias por el agua. Adiós”.

Y se marchó, nuevamente sin mirarme a la cara.

“Al menos te ha aceptado el agua”, dijo Carol.

“¿Me vas a contar de qué va?”

“Tal vez mañana”.

Asentí, aceptando que no tenía el control sobre ellas.

La cena del día siguiente fue algo más pausada que la vez anterior. Ya había ido conociendo cosas de las dos. Al parecer estaban de auxiliares en un centro comercial, tramitando devoluciones de los clientes mientras terminaban sus estudios. Aquella noche tocó hablar un poco de amistades… novias, novios… Y al parecer, las dos estaban solteras.

“Muchas gracias por la cena”, dijo Marta cuando la conversación se iba apagando, “pero mañana debo levantarme pronto, así que voy a subir, ¿vale?”

“Tú misma”, dijo Carol. “Yo aún tardaré un poco”.

Y Marta nos dejó solos. De pronto, sentí a Carol echarse encima de mi.

“¡Carol!”

“¿Pasa algo? Te he visto cómo me miras”, dijo ella, “y ya te he dicho que estaba soltera y sin novio”.

“¿Por eso se ha ido Marta? ¿Porque vamos a follar?”

“No. Ya te dije que era un poco misándrica. Me alegro de que te haya conocido”

“Me faltan datos”, le dije.

“A ver… A Marta casi la violan. Pasó hace tiempo, yo ni la conocía entonces. Por lo que me dijo, había quedado con unos compañeros de clase. Ella jamás bebía, y no lo hizo, aunque muchos intentaron darle alcohol. El caso es que cuando los otros ya iban pedo intentaron propasarse. Pero Marta, que aunque no lo parezca tiene mucha fuerza, se pudo librar de dos de ellos. Otro, en cambio, la empujó y apretó contra la pared, le bajó el pantalón… Pero habían montado tanto escándalo que apareció la policía. Desde entonces no se atreve mucho a acercarse a ningún chico”.

“Ya veo. Por eso me esquiva”

“Y por eso no quería vino, y dudó con el agua, eso es. Me lo contó Aunque yo he intentado que se abra un poco. Por eso pensé en que nos vendría bien que te acercaras a nosotras”.

“¿Y cómo sabías que yo no era peligroso?”

“Me arriesgué, como con todo el mundo”, dijo Carol. “Y no me arrepiento. Eres un buen tipo. Y los buenos tipos… consiguen un premio”. Y me besó.

Empezó a subir encima de mi, deslizando la pierna por encima de las mías. De pronto tenía a aquella chica sobre mi cuerpo, y dispuesta a echar un buen polvo. Prácticamente me arrancó la camiseta mientras me besaba con pasión. Joder, estaba desatada completamente. Y besaba genial.

“Oye, ¿no serás tan parado, verdad?”, me preguntó. “Quiero marcha”

Arrancarle una camiseta tan apretada era algo más complicado, pero lo hice. Y qué sorpresa. Mi amiga no tenía sujetador. Por fin podía ver aquellas tetas. Y lamerlas. Y morder aquellos pezones. Y ella gemía. Y acaricié su culo por debajo de la falda.

“Es más fácil si me quitas las bragas”, me dijo con una risita.

Y le desabroché la falda y le quité las bragas. Completamente desnuda y entregada en mi sofá.

“A ver qué escondes”, dijo mientras me abría la bragueta del pantalón. Parecía ansiosa por ver mi falo. Y me gustó que silbara al verlo. “No está bien guardarse estas cosas”, me dijo antes de empezar a chupármela. Su mano me acariciaba los huevos mientras lo hacía. El problema era que yo estaba muy cachondo y no iba a tardar en correrme por su culpa.

“Carol, me corro. ¡Me corro!”, grité, pero ella siguió mamándomela hasta que lo hice. Mi semen inundó su boquita, y se lo tragó sin problema.

“Joder, colega. Deberías follar más a menudo”, bromeó.

“Eso depende de ti”, le dije con una sonrisa.

“No, eso depende de cómo te portes”, me respondió separando las piernas al aire para mi. “Tomo la píldora. Vamos, fóllame. Hace meses que no siento nada entre mis piernas”

Froté mi polla contra su coñito rosado mientras recuperaba la erección. No tardé mucho en lograrlo, y se la metí de un movimiento. Carol gimió y se aferró a mi con las piernas. Estaba atrapado pero no tenía intención de detenerme.

Carol se adaptaba genial a mis embestidas, y no sabéis lo bien que se sentía dentro de ella. Mi polla resbalaba fácilmente de lo mojada que estaba. Yo aprovechaba de nuevo para comerle las tetas, me había vuelto adicto a ellas con probarlas una vez. Cuando estaba a punto de correrme, bajé la mano y con el pulgar le acaricié el clítoris, y conseguí que se corriera a la vez que yo.

“Esto me ha sentado de maravilla”, dijo. Seguíamos en pelotas en mi sofá.

“Me alegro. Aunque esto qué significa exactamente?”, le pregunté.

“¿A qué te refieres?”

“No conozco a muchas chicas que se acuesten conmigo después de hablar una semana”

“Ah, eso. Creo que te haré un favor si te digo que no seremos novios. No de momento. Lo que me viene bien es un follamigo. No creo que te parezca mal”.

“En absoluto”, admití. “Si estás bien con eso”.

“¿Después de lo de hoy? De maravilla. Podríamos hacerlo un día en tu casa y otro en la mía, por ejemplo. El sexo viene muy bien para dormir”

Un polvo diario nocturno con mi vecina. Un gran trato.

“¿Y si nos apetece por las tardes?”

“Lo decimos, y si nos parece bien, follamos”.

“¿Y no será arriesgado hacerlo en tu casa con Marta?”

“Tranquilo, ya hablé con ella. No le importa. Solo te tengo que pedir una cosa”.

“Dime”

“Si follas con otra, dímelo. Es decir, no te estoy pidiendo un compromiso ni explicaciones, pero si te acuestas con otra, igual nos arriesgamos a que pilles COVID, y a eso no estoy dispuesta. Catorce días desde vuestro polvo”.

“Eres muy responsable”, le dije.

“Tengo que serlo, estoy sola en la ciudad, ¿no?”

Tenía razón, por supuesto, pero los términos de nuestro acuerdo eran muy beneficiosos.

De modo que al día siguiente subí a su piso a dormir. Después de la cena, Marta volvió a escaparse a su cuarto, y Carol y yo nos fuimos al suyo. Era simple, pero tenía una buena cama y un espejo, que era bastante morboso en realidad.

Ese día Carol se había puesto especialmente atractiva. Su camiseta era más holgada, sin mangas. En su lugar, dos grandes agujeros para pasar los brazos y dejarme ver sus tetas. Ese día sí se había puesto sujetador, y llevaba toda la cena deseando arrancárselo. Obviamente, delante de su compañera de piso me debía contener. Pero ahora estábamos solos.

“Estás muy guapa esta noche”

“¿Significa eso que otras noches estoy fea?”, me dijo. Y esa pregunta, tan de novia, me acojonó por un momento. Pero se rió. “Es broma, tonto. ¿Te gusta mi camiseta?”

“¿Es mi impresión o me has dejado ver mucho?”, pregunté.

“Solo para que no olvides nuestro trato”.

“¿Cómo iba a olvidarme?”, le dije mientras me acercaba por la espalda y pasaba las manos por los grandes agujeros de sus mangas. “Oye, sé que no somos novios, pero es verdad. Eres preciosa. Y me encantas”.

“Y ya veo que esas dos también te encantan”, me dijo cuando le acariciaba las tetas. “Tú pórtate igual que ayer y vas a seguir teniendo sexo asegurado”, suspiró cuando colé las manos por debajo de su sujetador, alcanzando sus pezones.

“Voy a ser más bueno que ayer”, le dije. Me empezaba a imponer a ella y la llevaba hacia su propia cama. Iba a follármela y ella iba a dejarse sin ningún problema. La tumbé sobre el colchón y busqué su corto pantaloncito por debajo de la camiseta. Se lo quité y pude ver su culo a medio tapar por el tanga. Pero se dio la vuelta rápido.

“Pervertido”

“Y eso te pone”, le dije mientras me arrodillaba. Por suerte tenía alfombra en el suelo. “Te debo una comida”, añadí mientras le quitaba las bragas. Me encantaba el tacto de sus piernas. Pero ella protestó.

“¿Es necesario?”

“¿Es que no te gusta que te lo coman?”

“Por lo general, no”, admitió. “Los tíos tenéis ese problema”.

“¿Y por qué no me vas indicando?”, le dije mientras la atraía hacia mi y hundía mi lengua en su coñito.

La escuché gemir. De momento empezábamos bien. Varios lametones arriba y abajo, disfrutando del sabor que tenía. Y pronto empezó a indicarme.

“Un poco más abajooooo, ahí, justo ahí”, decía gimiendo. “Sube un pocooo, ah, maloooooo” su cuerpo se retorcía mientras yo le metía un dedo al mismo tiempo. “Me gustaaaaah, sigueeee, aaaaaah”. Su coñito chorreaba por mi lengua. Probé a meter un segundo dedo, y sentí que se sujetaba a mi cabeza. “Ya llegoooo ya llegooooo”

Me mantuve sin descanso hasta que se corrió. Se quedó derrotada en la cama y yo aproveché para desnudarme. Ella me llamó y me puse sentado sobre ella, con mi pene apuntando directamente hacia su cabeza. Sonriendo, me lo empezó a chupar. Era muy buena en su oral, y parecía estar un poco cansada en ese momento como para hacer algo más movido. Por supuesto, no me quejaría del trato recibido.

“Carol, estoy a punto de correrme”, le dije, y ella, por supuesto, iba a dejarme hacerlo. Lo malo es que en aquella posición era más difícil apuntar en condiciones y cuando solté mi semen le manché no solo la boca, sino su carita entera. Por suerte tenía pañuelos a mano y pude ayudarle a limpiarse.

“Vamos, cariño. Sé que aún no lo has dado todo”, dijo poniéndose en cuatro frente al espejo. Yo le acaricié el culo pero ella negó. “Aún no estoy lista para eso”

“Tranquila, preciosa”, dije apuntando con mi polla a su coñito. “Iremos a tu ritmo”

Y de un empujón estaba de nuevo dentro de ella. Ella parecía disfrutar en especial al poder vernos reflejados en su espejo, yo la tenía sujeta de las caderas mientras la embestía. Era la amante perfecta. Su coño estaba un poco menos apretado que la noche anterior, modestia aparte, gracias a la comida que le había hecho hacía un rato. Lo que me sorprendía era que no controlaba su tono e voz, gemía y gritaba y yo me dejaba llevar también, por supuesto.

“Soy una chica mala”, dijo entonces. “Castígame. ¡Ay!” protestó cuando le di un azote. “Sí, me gusta. ¡Dame más!” pidió y acompañé mis acometidas con más azotes. “¡Dios, eres el mejor!”

“Joder. ¡Estoy a punto!”

“¡Yo también! ¡Aguanta un poco!”, me pidió ella.

Bajé el ritmo, muy poco pues mi cuerpo en ese momento funcionaba por inercia, y finalmente logramos corrernos los dos. Pero después del polvo yo me ponía tontorrón y le besuqueé por toda la espalda, y ella no protestó.

“Has estado genial”, me dijo.

“Gracias. Y te ha gustado cuando te lo comí?”

“Sí, y mucho. Tenía mis dudas”

“¿Por qué?”

“Porque muchos tíos usáis nuestro clítoris como si fuera un rasca y gana o un botón del mando de la Play”, dijo, y se echó a reír. “Tú al menos me has escuchado lo que te pedía”.

“Y lo seguiré escuchando”.

“Entonces, ¿te puedo decir que te quedes a dormir?”

“Claro. Pero me tengo que ir temprano, mañana me conecto a la oficina”.

“Vale”, dijo mientras entrábamos en la cama. “Si te traes el portátil cuando follemos no te hará falta bajar a tu piso temprano. Salvo que sea eso lo que quieres”.

“Estoy muy bien contigo. Pero me preocupa Marta”.

“Creo que empieza a tenerte confianza, no sufras por eso. Buenas noches”.

“Descansa”

Nos echamos a dormir. Pero aquella noche no tardé mucho en despertarme. Miré el reloj. Las tres de la mañana y yo con muchas ganas de mear. Busqué mi calzoncillo y me lo puse antes de ir al servicio. Sabiendo lo que sabía de Marta, no quería aparecer delante de ella en pelotas.

Ya había estado las bastantes veces en aquella casa como para poder moverme a oscuras, así que llegué al servicio y me liberé.

La sorpresa fue a la vuelta. Escuché de pronto una vibración. Algo muy leve. El típico WhatsApp que te manda alguien fuera de horas, pensé. Pero al pasar por la puerta del dormitorio de Marta, se hizo más audible. Me giré. Había una rendija abierta. Y, lo admito, miré por ahí.

Me quedé helado. Y excitado a la vez. Marta estaba completamente desnuda sobre su cama. Así vista, sin la ropa que tapaba todos sus atributos, podía comprobar que estaba buenísima. Joder, si hasta tenía mejor cuerpo de Carol. Debía ser su hora de los juegos, pues tenía las piernas separadas, y podía ver que deslizaba un vibrador dentro y fuera de su coño. Muy despacio iba, eso sí. Nada parecido al ritmo con el que me lo montaba con su compañera de piso.

Me di cuenta de que empezaba a chupar otro vibrador. El ritmo era igualmente lento, se recreaba en su masturbación. Y llegó un momento en que los intercambió. El que estaba recién lubricado lo llevó a su coñito, y el otro lo lamió, como si devorase sus propios fluidos. Noté algo duro entre mis piernas. Mi polla estaba erecta, con ganas de entrar en ese momento y hacerla gozar con un hombre. Pero me contuve como pude y me di la vuelta.

Lo último que recuerdo antes de volver al dormitorio de Carol fue un susurro de Marta. Pronunciando mi nombre.

CONTINUARÁ

CAPÍTULO SIGUIENTE: PARTE 2

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3 comentarios - Dos nuevas vecinas (1)

AlmaAlm +1
Muy bueno ya quiero la segunda parte!!!!! van +10.
PepeluRui
La tendré pronto, muchas gracias!
eduardohot2 +1
Una librería con tus relatos
PepeluRui
Ojalá pudiera, de verdad!