La camarera de debajo de mi casa

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(los nombres, oficios, y demás posibles datos de carácter personal han sido modificados para proteger la identidad de los implicados, empezando por yo mismo)

Hace un par de meses tomé la decisión de mudarme de piso. En la misma ciudad, claro, pero mejor comunicado con todo. Y al mismo tiempo quería que fuese un sitio tranquilo. Por lo que después de siete meses, al encontrar un piso que encajase con mi presupuesto y mis gustos, no dudé en lanzarme de cabeza para allá. Dos habitaciones era un poco excesivo para mi, pero no había mucho problema en tener un dormitorio deshabitado… Salvo tener que limpiarle el polvo de vez en cuando.

Y claro, un cambio de barrio también implica un cambio en las costumbres. El bar al que habitualmente iba a tomarme algo, por ejemplo, ahora me pillaba demasiado lejos como para plantearme ir con frecuencia. Tal vez los domingos, excepcionalmente. Así que, una búsqueda por Google Maps, y… ¡bingo! El mejor valorado estaba justo en la acera de enfrente.

Bajé con la tablet, con la intención de tomar una taza bien cargada de café y animarme a hacer algo productivo. Lo responsable sería terminar un informe que me había pedido mi jefe para el lunes (como si me pagaran por trabajar en fin de semana) y lo irresponsable sería pasar el rato mirándo páginas por internet.

El sitio era bastante acogedor. Varias mesas bajas para sentarse donde diferentes personas tomaban lo que fuera que hubieran pedido, y una larga barra… detrás de la cual había una diosa de melena pelirroja recogida en una trenza que le caía por el hombro, gafas de pasta, ojos azules, piel pálida, y una expresión angelical que me dejó atontado. Sacudí la cabeza y me dirigí a la única mesa que había libre.

“Buenos días. ¿Qué le pongo?”, preguntó apareciendo de pronto por mi espalda con una libreta en las manos. Noté unas ligeras pecas en su rostro, y las uñas de la mano sin pintar. Me gustó más todavía. Odio los maquillajes y los cosméticos.

“Un café con leche, por favor”, pedí.

“¿Quiere algo de comer?”

“No, gracias. Y no me… tutees” terminé pero ella ya se había dirigido detrás de la barra para poner la cafetera en marcha. Joder. Desde luego Google me había recomendado un buen lugar.

Puse en marcha la tablet y pensé en leer las noticias, pero me di cuenta de que no era capaz. Mis ojos se desviaban con demasiada facilidad hacia aquella jovencita. Calculé que debía tener, desde luego, menos años que yo. Por suerte, mis ojos son rápidos por lo general y evité que me viese mirarla en varias ocasiones, fingiendo que me apasionaba el estilo de las paredes, blancas por arriba y marrones madera por debajo.

“Qué bonito sitio”, dije mientras me acercaba a pagar.

“Sí, es un sitio agradable. El orgullo de mi jefe”, respondió ella mientras tomaba el dinero y abría la caja registradora. “Yo solo trabajo aquí para poder pagarme los estudios”.

“Oh, ¿y qué estudias?”.

“Quiromasajes. Me gustaría montar mi propio negocio”, me contó. “Su vuelta, caballero”.

“Gracias, y no hace falta que me tutees”.

“Perdone, la costumbre”, bromeó. “Como es la primera vez que viene por aquí...”

“Me acabo de mudar hacer poco.”

“Pues a ver si te veo más por aquí”, me dijo con una sonrisa que me idiotizó.

Volví para mi piso, y al verme rodeado por cajas de mudanza llenas de libros y películas me arrepentí de no haberme quedado un rato más en el bar. Bueno, mejor ponerme a ver la televisión.

Durante toda la semana fue bajando a aquel bar después de ir a trabajar a tomarme el café. En alguna ocasión fui con algún amigo, lo cual me quitaba oportunidades de hablar con Abigail, que así se llamaba según me dijo el segundo día que estuve por allí.

“Pero odio mi nombre. Prefiero Abbby”, me dijo.

“Pues en ese caso, Abby, así te llamaré”

Recuerdo que en ese momento el patán de su jefe dio un grito que dijo algo así como “¡Abigail, atiende la mesa cinco!”. Los dos nos reímos y no la entretuve hasta que volvió, diez minutos después. Y por estirar un poco la conversación, me tomé otro café.

Llegó el sábado y pensé en dejarme ver por allí un rato por la mañana, pero me llevé un chasco, ella no estaba allí, sino un chaval que tenía pinta de dejado. Pelo despeinado, barba de tres días… Definitivamente, nada que ver con Abby. Me atendió con una expresión de seriedad absoluta como si le diera igual que yo le pidiera un café o un litro de lejía para beber.

Por la tarde ya no me pude asomar. Había quedado con unos amigos para conocer un nuevo centro de ocio que habían abierto, y nos pasamos la noche probando sitios nuevos. Conocimos a unas chicas que, con la tontería, se unieron a nosotros. Una me llamó la atención especialmente, tenía aspecto de gótica y el pelo teñido en azul. Pero no llegué a nada con ella, así que al volver a casa, me eché solo en la cama y empecé a ver episodios repetidos de Friends hasta que me quedé dormido.

El domingo decidí darme un pequeño homenaje y bajar a desayunar al bar. Aunque me tuviera que atender aquel sieso del día anterior. Pero no, no fue así. Abby estaba detrás de la barra. Pero no estaba tan espectacular como siempre. Es decir, seguía siendo guapa, pero el pelo no lo llevaba en una trenza, sino suelto y mal peinado. Y sus preciosos ojos estaban adornados por dos feas ojeras. Joder.

“Buenos días, fiestera”, bromeé y me arrepentí en seguida pues me lanzó una mirada asesina. Además no había más clientes en el bar, podría haberme asesinado y ocultado mi cadáver sin testigos.

“No estoy de humor”, me soltó. “¿Café?”

“Por favor…” pedí. “Lo siento, no quería ofenderte”.

“No me ofendes… Todos los sábados y domingos igual… El hijoputa de mi jefe me pone el turno de tarde-noche el sábado, y el domingo por la mañana me toca volver a atender esto...”

“¡No me jodas!”, así que por eso no la había visto ayer.

“Ya te digo. Ayer salí de aquí a las dos y media… y no llegué a casa hasta casi las cuatro. No hay transporte público a esas horas, y un taxi tardó la vida… Estoy reventada...”

“Bueno, al menos a estas horas no viene mucha gente”.

“Les quedan… treinta minutos para empezar a venir. Estaba a punto de echarme una cabezada cuando has entrado”, me confesó.

“Vaya, lo siento”

“No te preocupes”

“Pues si queda media hora hasta que vengan los habituales, ¿por qué no te tomas un café mientras tanto?”

“Pues sí, qué cojones. Aunque ese imbécil me quiera echar. Estoy hasta las narices”.

Mientras se servía un café empecé a pensar. Debía poder ayudarla de alguna manera. Salió de detrás de la barra para sentarse a mi lado y en ese momento me di cuenta. Podía ser un poco descarado, pero al fin y al cabo era lo único que podía hacer por ella.

“Oye, Abby, a lo mejor te puedo echar una mano”.

“¿Con mi trabajo de mierda?”

“Con tus horarios de mierda”, venga, una dos, y tres. “Yo tengo una habitación libre en mi casa. Si los sábados sales tan tarde, podrías subir y pasar allí la noche, sin tener que ir hasta tu casa a esas horas y madrugar tanto para venir aquí”.

“… ¿No sería un poco inapropiado?”

“Bueno, vas a subir a dormir solamente. Y teniendo la habitación muerta de risa no pasa nada si la usas una vez por semana”.

“¿Sabes qué? Acepto” dijo, poniéndose en pie. “Voy a empezar a preparar esto para que llegue la gente. Gracias”, me dijo, y me dio un beso en la mejilla.

Creo que me puse colorado pero ella estaba colocando bien las mesas y no me pudo ver. Sonreí.

Así que el sábado siguiente yo hice mi rutina habitual de salir con mis amigos a algún sitio. Fue un sábado peor, ya que ninguna gothic girl se unió a nosotros. Estuvimos a nuestra bola. En realidad teníamos una especie de acuerdo entre los cuatro de que si alguno se emparejaba no podía traer a la novia a la noche. Por evitar tener a los demás de sujeta-velas.

Con la tontería, mi amigo Carlos se perdió en el camino de vuelta así que cuando quisimos llegar eran las dos de la mañana. Me dejó en la esquina de la calle y me apresuré en llegar a mi piso. Y justo en ese momento, Abby salía del bar.

“¡Hola!”, saludé en la distancia.

“Hola. Me había asustado al no ver luces en tu piso”.

“Hemos tardado un poco de más en volver. ¿Subes?”

“Por favor. Necesito dormir”, me dijo.

Subimos las escaleras y Abby entró por primera vez en mi piso. Ese que había olvidado recoger antes de que ella subiera. Pero ni ella tenía fuerzas para comentarlo ni yo para fingir que había estado demasiado ocupado, así que me limité a llevarla a su habitación.

“La cama está hecha. Lo mejor que he podido, no soy un experto”, le dije. “Y el baño es aquella puerta”.

“Gracias”, me dijo.

“Buenas noches, Abby”.

“Buenas noches”

Se metió a dormir y sin molestarse en taparse se echó encima del colchón con los ojos cerrados. Dejé la puerta cerrada y me fui a dormir yo también. O a intentarlo. Aunque me acosté relativamente relajado, me desperté como una hora después o así con ganas de ir al servicio.

Me levanté y fui para allá, sin taparme (suelo dormir en boxers) y me dispuse a mear. Pero en ese momento se abrió la puerta. Vi en un destello a Abby, solo con la camiseta puesta y en braguitas, antes de cerrar la puerta rápidamente.

“¡Perdón!”, gritó.

“No te preocupes, no tardo” le dije.

Terminado el trabajito me lavé y salí de allí.

“Todo tuyo”

“Perdona, qué casualidad”, dijo mientras se metía al baño.

“Buenas noches”, le dije y volví para mi habitación, mientras pensaba “Qué sexy estaba en braguitas”. Me eché a la cama e intenté dormir de nuevo, y sobra decir que Abby se apareció esa noche en mis sueños. Casi podía oler su delicado aroma y tocar su delicada piel…

Por la mañana escuché un pequeño ruido. Me levanté bostezando y asomé la cabeza. Abby ya estaba vestida, y su calzado era lo que me había levantado. Debía llevar un buen rato despierta, porque se había podido peinar su característica trenza, y no tenía ojeras. Había sido una buena idea dejarla pasar ahí la noche.

“Buenos días”, saludé. “¿Has desayunado?”

“Oh, no, no. Desayuno ahora abajo, no te preocupes. Es temprano pero tengo que estar ahí”.

“Bueno, como prefieras. Yo tengo que poner un poco de orden por aquí. Luego me pasaré a tomar algo, sobre el mediodía”.

“Puedes bajar a comer, la cocinera hace una tortilla excelente”.

“No rechazaría ese plato”, sonreí.

“Oye, y… muchas gracias por dejarme descansar aquí. Hacía muchos sábados que no dormía así de bien”.

“No hay de qué”, le respondí, pero de pronto me vi abrazado por Abby. “Qué efusiva...”

“No conozco mucha gente que haga favores”, me dijo Abby, “y menos con el trabajo que tengo. Mis amigos se la pasan saliendo y yo condenada en esa estúpida barra. Me ha venido bien tu compañía”.

“Pues luego andaré por allí”.

Me sonrió y tras un beso en la mejilla salió de mi casa.

Aunque las semanas siguientes no pude pasar con tanta frecuencia a tomar mi refrigerio habitual, por aquello de tener un jefe muy cabrón que me obligaba a terminar imposibles, Abby no iba a escaparse de mi presencia. La verdad, me gustaba bastante, y seré un imbécil por decir que no me importaba mucho el hecho de que aquella diosa estuviera fuera de mi alcance. Me conformaba con esos momentos que pasábamos juntos.

Hasta que el sábado pasado, cuando subió a mi piso y fue a recibirla, me sorprendió lo temprano que era.

“La una. ¿Ya habéis cerrado?”

“No había gente. Así que...” levantó una bolsa, “¿te apetecen unas patatas y unos nachos?”

Yo había cenado antes con mis colegas pero por qué negarme a cenar de nuevo. Nos sentamos en la mesa y la acompañé picoteando un poco mientras ella aprovechaba para cenar. Al parecer su jefe había impuesto la estúpida norma de no poder cenar hasta que las mesas estuvieran atendidas.

“Creo que las cinco estrellas en Google Maps las tiene por tí ese gilipollas”, le dije.

“Exageras”, me dijo aunque la noté sonreír. “Oye, no creas que no me he dado cuenta”.

“¿De… qué?”, pregunté antes de hacer alguna pregunta comprometida.

“No me has hecho pagar nada por quedarme aquí. Los alquileres en esta zona no son baratos.”

“Tengo la habitación en desuso. ¿Qué hago, cobrarte por una noche a la semana? Qué absurdo”

“Aún así no me parece justo. Escucha, sabes que los lunes cerramos. ¿Te parecería bien si, en compensación por tenerme acogida, te hago un masaje de los míos? Te noto bastante estresado, y no te sientas recto...”

“Las sillas de la oficina son una puta basura”, le dije. “Pero no es necesario tampoco que me des un masaje...”

“Porfa”, pidió. “Me siento culpable por abusar de tu hospitalidad”.

“No es necesario que...”

“O eso o te pago algo simbólico”.

“De acuerdo. Acepto que el lunes me des un masaje”.

“¿Dónde trabajas?”

Le di la dirección de la oficina.

“Pues mira, te paso mi dirección”, me dijo mientras me enviaba un WhatsApp. “Vivo cerca de allí, así que puedes subir directamente”.

“Vale. Pero oye, ¿no estarán tus padres? A ver si van a pensar alguna tontería...”

“¿Mis padres?”, se rió. “No, convivo con dos universitarias, se pasan el día fuera de casa. Vaya, como yo”, volvió a reír. “Llama al portero y te abro, ya tendré todo preparado”, me dijo.

“Perfecto. Muchas gracias entonces”.

“¿Te apetece la mousse de chocolate?”

“No, gracias. Creo que voy a ir a dormir”, le dije. La verdad estaba un poco cansado aquel sábado.

“De acuerdo. Buenas noches”, me dijo.

El domingo se me pasó rápido, muy al contrario que el lunes, que parecía no llegar la hora de salir en ningún momento. Miraba el reloj con impaciencia, ya que me había dado cuenta de que sería la primera vez que viera a Abby fuera de lo que era su entorno de trabajo (al fin y al cabo, mi casa era una zona de paso para ella), y me preguntaba cómo sería su casa.

Cuando por fin llegó la hora no me molesté en ir al coche como de costumbre, sino que caminé por un par de minutos entre las calles y no tardé en llegar al piso de Abby. Llamé al portero y no tardó en abrirme la puerta. Subí un par de pisos (no suelo usar ascensor cuando voy solo) y llamé al timbre.

“Bienvenido”, me dijo Abby con un suave tono de voz. “Pasa”.

“Hola, Abby. Qué… guapa te veo”, comenté, porque me había recibido con una bata negra. Muy profesional.

“Bueno, aunque sea por un amigo, hay que hacer los masajes bien. Además me da movilidad”, dijo mientras me llevaba a su dormitorio. Era sencillo. Pareces blancas, muebles marrón claro (una mesa, un armario y una silla), la cama a juego, y entre la cama y el armario, había montado la camilla. “Avísame cuando estés listo”

“¿Listo?”

“¿Nunca te has dado un masaje?”, me preguntó. “Te quitas la ropa, la dejas bien doblada… usa mi cama, si quieres, te subes a la camilla y te tapas con la toalla.

“Oh… de acuerdo”.

“Espero fuera”.

Cuando cerró la puerta (dejando una rendija, me imaginé para escucharme llamarla) hice lo que me había indicado. Me desnudé por completo y me subí a la camilla. Me puse la toalla por encima del culo, y me tumbé bocabajo. Me dolió un poco, porque por culpa del morbo de aquella situación me había empalmado y ahora mi erección estaba aplastada por mi propio cuerpo.

“¡Abby!”, llamé intentando no levantar mucho la voz. “Estoy listo”.

Entró en la habitación y cerró la puerta. Tenía el móvil en la mano. Puso una lista de Spotify de música de relajación, y se acercó a mi. Se echó sobre las manos una loción de masajes y noté sus manos encima de mi espalda. Qué a gusto.

“¿Un largo día?”, me preguntó manteniendo el tono de voz bajo.

“Sí. Los lunes son el peor día de la semana. Supongo que tú habrás descansado”.

“Un poco”, empezó a trabajar mi cuello. “Pero bueno, al final todo ha acabado...”

“Te noto tenso”, comentó mientras me seguía tratando. “Relájate”.

Tú lo tienes fácil, no tienes a una tía buena sobándote todo el cuerpo”, pensé pero no lo dije, claro. Intenté tomarlo con calma mientras Abby seguía cuidando de mi. Qué maravilla. Tras unos minutos bajó por mis piernas, las cuales al parecer tenía muy cargadas. Hice un ruido raro, aceptaba sin pensar todos sus consejos. Aquellas manos eran mágicas.

“¿Me permites?”, me preguntó mientras suavemente subía la toalla. “Espero que no te sientas violento”, comentó mientras me empezaba a trabajar los glúteos. “¿Bien?”

“S-Sí muy bien”, respondí, pues no me esperaba aquello. La verdad era que aquel masajito de culo me gustaba bastante.

“Date la vuelta”, me indicó con suavidad.

“¿La… La vuelta?”

“Sí, tengo que trabajarte el pecho también”, me dijo.

“No… no es necesario...”, dije. ¿Lo estaba deseando? Sí. ¿Me daba vergüenza que me viera empalmado? También.

“Hazme caso”, dijo, levantando la toalla hasta que se tapó los ojos. “Date la vuelta”, repitió.

Me giré y suavemente cubrió mi desnudez. Cerré los ojos mientras ella me seguía tratando, esta vez con menos fuerza de la que había empleado en mi espalda. Al parecer el pecho era más delicado. Joder, con aquel sobamiento era imposible no tener el pene erecto. Abrí los ojos y la vi sobre mi, sonriendo. Bajó por mis piernas nuevamente, mientras yo me creía estar en el paraíso.

“¿Te encuentras mejor?”, me preguntó. “Ya estoy acabando”.

“A las mil maravillas”, respondí.

“Me alegro. Cierra los ojos”, me indicó. “Te voy a hacer unos pases relajantes”.

Volvió a sobar mi cuerpo con las yemas de los dedos, muy suavemente, apenas unos roces… ¿Por qué un gesto tan simple hacía temblar a mi pene? Esperé que no se hubiera dado cuenta, pero incluso con la toalla puesta yo me lo notaba moverse. Quería morirme.

“¿Te ha gustado?”

“Mucho”, respondí. “Muchas gracias, Abby...”

“Aún puedo hacer algo más… Creo que sigues un poco tenso”, susurró.

“¿Qué vas a hacer?”

“Dame la mano”, me dijo. “Y cierra los ojos”

Volví a sumirme en la oscuridad mientras ella me daba su delicada manita. Me pregunté qué haría. Y de pronto noté que su otra mano se posaba encima de mi pene, aún cubierto por la toalla. Pero estaba ahí.

“¡Abby!”

“Dime”, susurró mientras empezaba a meter la mano por debajo.

“¿Qué… me haces?”, la pregunta realmente era bastante tonta. Me había empezado a pajear. Lentamente, pero con la mano firme. Joder, era maravillosa.

“¿No conoces los masajes con final feliz?”, me preguntó. “Puedo parar si no te gusta”.

“Claro que me gusta, pero ¿por qué?”

“Porque me gustas”, dijo mientras soltaba mi mano. “Cuando me ofreciste que me quedase a dormir en tu casa no lo hiciste con segundas intenciones”, añadió mientras que usaba la mano que me había soltado para acariciarme las bolas. “Eres agradable conmigo, no me tratas como si fuera una sirvienta cuando pides en el bar”, añadió mientras seguía dándome placer. “Soy rara, lo sé. Pero eres el primero en mucho tiempo que me trata como una persona. Y eso me gusta”

“Abby, tú… también me gustas… podríamos haber hablado y…”

“No le des tanta importancia” dijo y se reclinó para besarme sin que su mano dejase de darme placer. Diablos, no… Por qué aceleraba el ritmo. Maldición, no podía contenerme, me había excitado demasiado mientras había empezado a pajearme. Sin poder evitarlo, me corrí una barbaridad, manchando toda su mano y mi propio pecho con el semen.

“Qué desastre…” comentó Abby, pero parecía contenta. “No te muevas aún, te podrías caer al suelo”.

Empezó a limpiarme con la toalla con la que había estado tapado. Lo cierto era que notaba muy poco la cabeza en ese momento. Dejé que me limpiase y al final se quedó de pie a mi lado.

“Has dicho que yo también te gusto… en el fondo contaba con ello”, dijo.

“¿De verdad?”

“Mira”, me dijo y abrió un poco su bata. Le vi las tetas descubiertas. Qué hermosos pezones. Luego me pidió que metiera la mano por debajo de la prenda, y para mi sorpresa toqué su culo desnudo. Estaba apenas cubierta por aquella bata negra, nada más. Y para mi.

“Me gusta cómo lo tienes”, comenté. “Y esto…” añadí al darme cuenta de lo mojada que estaba. Debía haberse puesto cachonda con las pajas.

“¡Aaaaaah!” gimió. “No hagas eso… sin avisar…”

“¿Te gusta, nena?”

Asintió despacio.

“Escucha… ¿Esto nos hace novios?”, preguntó intentando controlarse.

“Sí… quiero, sí…”

Y con un impulso subió a la camilla donde yo estaba. Levantó su bata, dejando al descubierto su coñito. Sujetó mi duro pene y lo dirigió hacia su interior. Suavemente entré dentro de ella. Empezó a cabalgarme a buen ritmo. Del masaje habíamos pasado a estar follando. Abrió su bata hasta que apenas parecía una chaqueta puesta, permitiéndome ver sus tetas rebotando. Arriba, abajo, arriba, abajo…

“Sabía que esto sería maravilloso”, gimió. “Dame más… Me gustas… Aaaaaah….”

“¡Aaaaabbyyyy!”, gemí. “Si te mueves así… ¡me voy a correr!”

“¡Yo también!”, gimió Abby. “Acabemos… juntos… ¡aaaaah!”

Y logramos corrernos a la vez. Ella se tendió encima de mi y nos comimos los labios mientras dejábamos que el orgasmo perdiera intensidad. Había sido realmente intenso. Con todo el descaro, tiré suavemente de su bata hasta que estuvo por completo desnuda. Toqué su espalda, su culo, todo su cuerpo mientras descansábamos.

“¿Sabes? Mi colchón es aún más cómodo”, me susurró al oído.

De forma que nos movimos hasta allí, donde de pronto me volví a ver superado por ella. Antes de que me diera cuenta su cabeza estaba entre mis piernas… y sus labios acariciaron mi glande. Me la empezó a chupar, al igual que la paja que me había hecho, despacio, recreándose en su acto. Iba con los ojos cerrados, pero no parecía disgustarle. Me pregunté si pasaría algo por acariciarle la cabeza… Sí pasó, más intensidad.

“Abby… escucha, soy feliz… por poder estar contigo… no necesitas hacer esto…”

“Sssssh…”, me susurró. “Calla, bebé… solo disfruta”, me pidió antes de seguir chupándomela. Tal vez ahora un poco más intensa. Sus manos acompañaban acariciándome las bolas. No hay hombre hetero en el mundo capaz de resistir a semejante ataque.

“Abby… me corro” le avisé, “por favor, para… ¡Abby! ¡Me corro, Abby!”

Y sin que ella se inmutara, me corrí dentro de su boca. No muy intensamente, claro, ya había eyaculado dos veces. Pero aún así…

“Abby… no tenías que hacer eso…”, le dije cuando volví a ser consciente de la situación.

“Lo sé”, me dijo ella mientras volvía a subir sobre mi. “Tengo un pequeño problema… me gusta llevar el control durante el sexo. Gozo mucho haciendo de todo”.

“Pero también hay que aprender a dejarse hacer”, le dije.

“Supuse que tú eras de esos”, dijo con una sonrisa. “¿Me harás el amor? ¿Me enseñarás a tumbarme y disfrutarlo?”

Unos momentos después ella estaba tumbada bocarriba en la cama con las piernas apoyadas sobre mi pecho. Yo la tenía bien sujeta por la cintura y mi polla entraba y salía de ella repetidas veces. Lo hice despacio, recreándome como a ella parecía gustarle. Gimió varias veces, pidiéndome más velocidad, más caña, y aunque me resultaba tentador, debía enseñarla un poco de sumisión.

“¿Esto te gusta?”, pregunté mientras le acariciaba los labios con el dedo. Me lo chupó.

“Me encanta”, respondió y siguió jugando con mi dedo.

“¿Quieres más?” pregunté penetrándola más duramente pero sin aumentar la velocidad.

“Sí… Pero no me lo darás…” dijo sonriendo.

“Eres muy lista”, respondí y seguí follándola por unos largos minutos hasta que finalmente nos corrimos los dos.

“Me gustas mucho”, dijo Abby. Nos estábamos recuperando del polvo. Me había corrido mucho dentro de ella, pero yo ya no estaba para un quinto polvo, no al menos hasta pasado un buen rato.

“Y tú a mi. Me alegro de lo que ha pasado entre nosotros”.

“¿Sabes? Estuve pensando en qué pasaría si… lo nuestro iba bien”, me dijo.

“¿Y qué has pensado?”

“Que de momento, podemos seguir como hasta ahora. Es decir, siendo novios”, aclaró, “pero a mi me conviene tu piso los sábados… A ti te vendría bien dormir aquí los domingos para no madrugar los lunes”

“Tienes razón”, le dije.

“Así que, si te parece bien, podemos mantenernos así. Si todo va bien, yo no tardaré mucho en mandar al del bar a tomar por culo. Y tendremos más tiempo para nosotros”

“Me parece bien. Seré paciente, mi amor”.

Sonrió y se acurrucó sobre mi pecho. Estábamos cansados, y lo mejor sería echar una siesta antes de cenar.

Espero que os haya gustado la historia. En principio, os podría contar algo más… pero es domingo, estoy en casa de Abby, y está empezando a besarme por el cuello y acariciarme el pecho… así que lo dejaré para otro día. Adiós.

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4 comentarios - La camarera de debajo de mi casa

Aceby +1
Genial, me encantó! Van puntos 👌👌
PepeluRui
¡Muchas gracias!
sergiolats +1
Muy muy buen relato Excelente
Saludos
PepeluRui
¡Mil graciaS!