
Del otro lado, Ethel se reintegró al grupo de sus primas. Intentaba parecer normal, pero su andar era un poco rígido y tenía una expresión ausente. Sofía, la prima de los rizos y la mirada más perceptiva, la apartó con el pretexto de ir por otra bebida.
"¿Estás bien, Ethel?" preguntó en voz baja, examinándola.
"Sí… no, es nada," murmuró ella, evitando su mirada.
"Ese cabrón de Iván te hizo algo, ¿verdad?" insistió Sofía.
"No… solo platicamos."
"No me mientas, linda," dijo Sofía, tomándole la mano. "Te veías… diferente cuando volviste. Y él tiene esa cara de haber comido miel."
Tras varios intentos, Sofía logró romper su resistencia. Ethel, con los ojos vidriosos, bajó la voz al mínimo. "El muy cabrón me besó… se la chupé… y luego…" Tragó saliva.
"¿Luego qué, prima?"
"Me rompió el culo, el muy cabrón," confesó Ethel, y un sollozo escape de su garganta.
Sofía la abrazó, consolándola. "Pobre… ¿y no pudiste detenerlo?"
Ethel se separó un poco, limpiándose una lágrima. "Yo… accedí a los besos. E incluso… me gustó chupársela..." Lo admitió en un susurro avergonzado. "Siempre me ha gustado, Sofía. Pero lo último… yo tenía mis dudas. No sabía que… fuera así."
En eso estaban cuando Pedro Portillo se acercó. Su rostro estaba ligeramente pálido, y tenía el celular apretado en un bolsillo como un tesoro robado. "Ethel, hija, es tiempo de irnos."
"¿Y mamá?" preguntó Ethel, sorprendida.
"Se quedará con tus tías. Me dijo que tenía un dolor de cabeza fuerte y que quería irse temprano, pero como aquí sigue la fiesta, le dije que nosotros nos adelantábamos. Voy a llevarte a casa y luego regreso por ella en un rato." El pretexto era endeble, pero en el estado general de la fiesta, pasaría desapercibido. En realidad, Pedro necesitaba salir de allí, necesitaba estar a solas con las imágenes que ardían en su teléfono y en su mente.
Ethel, sintiendo una extraña mezcla de alivio y de querer estar lejos de todo, asintió. "Está bien, papá."
Sofía, al ver que se iba con su padre, se sintió un poco más tranquila. Al menos estaba a salvo con él. "Cuídate, prima. Hablamos mañana," le dijo, apretándole la mano.
Ethel solo asintió, y siguió a Pedro hacia la salida, caminando con cautela, cada paso un recordatorio silencioso de la violenta iniciación que había tenido lugar en la oscuridad.
En la Penumbra de la Cámara
Veinte minutos antes de que Pedro se acercara a buscar a su hija, mientras el rincón oscuro bullía con la tensión entre Iván y Ethel, otro par de ojos, digitales y febriles, eran testigos de todo.
Desde su posición estratégica detrás de la tarima, Pedro había mantenido su celular en alto, el zoom ajustado al máximo, convirtiendo el lente en un voyeur silencioso y tecnológico. La adrenalina de filmar a su hija bailando se había transformado en una fijación obsesiva. Cuando vio a Iván acercársele y alejarla, su pulso se aceleró, pero no bajó el teléfono. Al contrario, buscó un ángulo entre las cortinas desgastadas del escenario que le permitiera una visión clara, aunque distante, del rincón donde se refugiaban los primos.
A través de la pantalla, la escena se desarrollaba como una película muda y perversa.
Primero, vio el acercamiento de Iván, su postura dominante. Luego, captó el momento en que inclinaba la cabeza y Ethel, tras un instante de quietud, se alzaba también para encontrarse con sus labios. Desde su ángulo y con la resolución limitada, no vio titubeo, solo un beso apasionado que parecía mutuo. El corazón le dio un vuelco de rabia y de una excitación aún más retorcida.
"Ese maldito…" masculló para sí, pero sus dedos no soltaron el teléfono. El zoom hacía que los detalles de los cuerpos se perdieran, pero la narrativa era clara: su hija, su Ethel, estaba entregándose a los besos de ese mocoso musculoso.
Luego, la imagen se volvió más explícita. Vio a Iván llevarla hacia un espacio más oculto, detrás de una columna. La cámara, temblorosa por la emoción de Pedro, capturó momentos entrecortados: Ethel arrodillándose. La espalda poderosa de Iván. Y luego, el movimiento rítmico de la cabeza de Ethel, un vaivén que Pedro, con su mente ya envenenada por el deseo y los celos, interpretó de inmediato. ‘Se la está chupando. Se la está chupando y lo está disfrutando.’ No podía ver la expresión de su rostro, pero el movimiento era decidido, constante. En su mente, alimentada por la lujuria y la traición que sentía, Ethel no era una víctima; era una cómplice entusiasta. Una "putita", como el mismo Iván había pensado.
El colmo llegó cuando los cuerpos cambiaron de posición. Vio a Iván ponerse detrás de ella, empujarla suavemente contra la pared. Vio la falda subida, las piernas de Ethel… y el embate. La cámara, desde la distancia, no podía captar la tensión en sus rostros, el dolor en los ojos de ella, los gritos ahogados. Solo veía el movimiento rítmico, brutal, de las caderas de Iván estrellándose contra las nalgas de Ethel. Y oyó, débilmente pero suficiente a través del micrófono, los gemidos. Para Pedro, esos sonidos no eran de dolor desgarrador; en su distorsionada percepción, ahogados por la música lejana y su propio prejuicio, sonaban a placer, a entrega, a ganas.
Cada embestida que filmaba era un clavo más en el ataúd de su cordura. La rabia hervía en su vientre, mezclada con una lujuria enfermiza. Su hija, su tesoro, su niña consentida, estaba allí, gimiendo, recibiendo la verga de otro con aparente avidez. La imagen final que guardó, antes de bajar el teléfono con la mano temblorosa, fue la de Iván abrazándola por detrás en un espasmo final, la pose clara de un hombre que estaba llegando al clímax dentro de ella.
Pedro apagó la pantalla y se apoyó contra la pared fría, respirando con dificultad. La borrachera se había convertido en una nube negra de celos posesivos y deseo frustrado. Miró a su compadre, que seguía roncando, y luego hacia el lugar donde estaba su esposa, Martha, riendo con amargura de algo. Un odio profundo y familiar hacia ella se avivó.
"Ese pedazo de hembra… quiere verga?" pensó, la frase brutal y vulgar retumbando en su cráneo. "Pues en casa hay… No tiene por qué andar buscando por ahí, regalándose al primero que se le pone en frente."
Un plan, torpe pero impulsado por una determinación ciega, comenzó a tomar forma en su mente. Tenía que sacarla de allí. Lejos de ese animal de Iván. Lejos de las miradas de los demás. Tenía que tenerla para él solo, aunque fuera por un rato. Reafirmar su posesión. Mostrarle… lo que realmente necesitaba.
Con pretextos rápidos y una autoridad fingida, localizó a Martha. "Me duele la cabeza, voy a salir un momento a tomar aire y luego regreso," le dijo. Ella, absorta en sus chismes, hizo un gesto indiferente con la mano. Era más que suficiente.
Luego, con el celular que pesaba como un pecado en su bolsillo, se dirigió al grupo de chicas. Vio a Ethel apartada con Sofía, hablando en voz baja. Su hija parecía alterada, sí, pero en su mente, esa alteración era la de una mujer excitada y quizás un poco avergonzada, no la de alguien que acababa de ser violentada.
Se acercó con paso firme, interrumpiendo la conversación. "Ethel, hija, es tiempo de irnos."
La sorpresa en el rostro de Ethel fue genuina. "¿Y mamá?"
"Se quedará con tus tías," mintió Pedro, evitando su mirada. "Me dijo que tenía un dolor de cabeza fuerte y que quería irse temprano, pero como aquí sigue la fiesta, le dije que nosotros nos adelantábamos. Voy a llevarte a casa y luego regreso por ella en un rato." Su voz sonaba extrañamente tensa, pero atribuyó cualquier sospecha a los nervios por lo que había "descubierto".
Ethel, sintiéndose vulnerable y deseando, en el fondo, escapar de todo y de todos —de Iván, de sus propios sentimientos confusos, del lugar donde todo había cambiado—, asintió con un alivio que Pedro malinterpretó como sumisión. "Está bien, papá."
Sofía, aunque recelosa, se tranquilizó al ver que se iba con su padre. Al menos estaba a salvo con él.
Pedro no le dio tiempo a más despedidas. Con una mano en la espalda de Ethel, la guió con firmeza hacia la salida, lejos del bullicio de la posada, hacia el estacionamiento oscuro y fresco. Su camioneta, una pickup grande y antigua, los esperaba como un caparazón metálico.
"Sube, hija," dijo, abriendo la puerta del pasajero.
Ethel subió, con movimientos aún un poco rígidos por el dolor sordo que persistía. Pedro dio la vuelta y se colocó al volante. Encendió el motor, y el rugido familiar llenó la cabina. Pero en lugar de tomar la salida hacia la carretera principal que llevaba a su casa, dio un giro lento y deliberado hacia un camino secundario, de terracería, que bordeaba la parte trasera de la posada y se adentraba en un pequeño bosquecillo de eucaliptos, un atajo conocido solo por los locales.
"¿Papá? ¿Por aquí? Este no es el camino a casa," dijo Ethel, una nota de confusión en su voz.
"Es un atajo, hija. Hay mucho tráfico en la salida principal por la fiesta," respondió Pedro, sin mirarla, sus ojos fijos en el camino iluminado por los faros. Sus manos aferraban el volante con fuerza. Dentro de él, el deseo, los celos y la rabia cocinaban a fuego lento, listos para hervir. Tenía a su "hembra" lejos de todos. Ahora solo faltaba reclamar lo que, en su mente distorsionada, siempre había sido suyo.
La camioneta avanzaba con lentitud deliberada por el camino de terracería. Los faros cortaban la oscuridad como dos cuchillos amarillentos, revelando un sendero flanqueado por altos eucaliptos que susurraban con el viento nocturno. El rugido del motor parecía demasiado fuerte en la quietud del bosquecillo, ahogando el distante eco de la música de la posada. Dentro de la cabina, el silencio era espeso, cargado, solo roto por la respiración un tanto agitada de Pedro.
"No conocía este atajo, papá," murmuró Ethel, mirando por la ventana con inquietud creciente. La explicación sobre el tráfico le había sonado plausible en un principio, pero algo en la tensión de los hombros de su padre, en la forma en que evitaba su mirada, no cuadraba.
"Es viejo, de cuando trabajaba por estas tierras," contestó Pedro, su voz extrañamente ronca. La camioneta dio un último viraje, saliendo del sendero estrecho para adentrarse en un claro pequeño y oculto. Era un lugar usado tiempo atrás como punto de descarga de leña, ahora solo un parche de tierra compacta rodeado por un semicírculo de árboles, completamente aislado de la vista y el sonido de la posada. Allí, detuvo el motor.
La quietud que siguió fue absoluta y repentina. Solo el tic-tac del reloj del tablero y el crujido ocasional del metal del motor al enfriarse. La oscuridad era casi total, apenas mitigada por el tenue reflejo de las luces de la ciudad en el horizonte lejano y el brillo frío de la luna, que se filtraba entre las ramas.
"¿Por qué nos detenemos aquí?" preguntó Ethel, y esta vez el tono ya no era de confusión, sino de una alarma sorda que comenzaba a latir en su pecho. Su mano buscó inconscientemente el seguro de la puerta, encontrándolo bajado.
Pedro no respondió de inmediato. Soltó un suspiro largo, como si estuviera soltando un peso. Luego, giró lentamente en su asiento para mirarla. En la penumbra, sus facciones se veían duras, extrañas, transformadas por una sombra que ella nunca antes le había visto. La luz de la luna le caía de lado, iluminando un ojo que la observaba con una intensidad que la heló.
"No nos vamos a casa todavía, Ethel," dijo al fin, y su voz tenía una calma espeluznante. "Tenemos que hablar."
El aire en la cabina se volvió irrespirable. Ethel podía sentir su propio corazón martilleando contra las costillas. La palabra "hablar" sonaba hueca, falsa, como una cortina delgada que ocultaba algo mucho más denso y peligroso. Todo lo que había sucedido esa noche —el beso forzado, la violación por parte de Iván, la confusión y el dolor— se agolpó en su mente, creando un pánico nítido y afilado. Y ahora, su padre, su refugio, la había traído a este lugar oscuro y aislado, con esa mirada en los ojos.
"¿H-hablar de qué, papá?" logró articular, retrayéndose levemente contra la puerta.
Pedro la miró fijamente, y en la oscuridad, Ethel no pudo ver el torbellino de celos, lujuria distorsionada y posesión enfermiza que ardía tras esa mirada. Solo vio la determinación, y era suficiente para que el miedo se anudara en su garganta, más fuerte y más aterrador que cualquier cosa que hubiera sentido en el rincón con Iván. Porque esto era su padre. Y el abismo que se abría frente a ella en ese claro desolado, era infinitamente más profundo.
La camioneta se detuvo frente a una silueta oscura que sobresalía entre los árboles. No era solo un claro; allí, semiderruida pero con las paredes aún en pie, había una pequeña construcción de ladrillo y teja. Una ventana única, sin vidrio, parecía un ojo ciego que los observaba.
"Bajemos," dijo Pedro, su voz aún ronca pero ahora con un dejo de algo que pretendía ser familiaridad. "Quiero mostrarte algo."
"¿Aquí? Papá, tengo frío, mejor vámonos," suplicó Ethel, el instinto gritándole que no saliera del vehículo.
"Es rápido. Ven." Él ya había salido, cerrando de golpe la puerta. El sonido la hizo estremecer.
Con el corazón latiéndole en la garganta, Ethel bajó, las piernas débiles. La siguió hacia la puerta de madera gastada. Pedro empujó y entró, encendiendo una linterna que llevaba en la guantera. El haz de luz reveló un espacio pequeño, polvoriento, que olía a tierra húmeda y madera vieja. Había una mesa rústica, dos sillas torcidas y un sillón destartalado con el relleno asomándose. En un rincón, unas botellas vacías de cerveza y un cenicero lleno.
"Lo empecé a construir hace años," dijo Pedro, pasando la luz por las paredes, su voz tomando un tono lejano, casi soñador. "Un sueño tonto. Una casita de campo, con gallinas, un huerto… un lugar donde pudiéramos ser felices, lejos de todo. De tu madre." La luz se posó en el sillón. "Ahora solo vengo aquí a pensar. A tomar. A estar solo."
Ethel sintió una punzada de tristeza por ese hombre, pero el miedo era más fuerte. Pedro cerró la puerta tras de sí. El chirrido del gozne oxidado sonó como un portazo final.
Y entonces, en el centro de ese refugio polvoriento, se volvió hacia ella. La calma espeluznante había regresado a su voz.
"No nos vamos a casa todavía, Ethel. Tenemos que hablar."
El aire en la cabaña se volvió irrespirable. La palabra "hablar" era un cuchillo sin filo, amenazante por su falsedad. Todo el horror de la noche con Iván volvió a ella, y ahora su padre, su ancla, la había encerrado aquí.
"¿H-hablar de qué, papá?" retrocedió hasta tocar la pared fría.
Pedro no respondió con palabras. Con movimientos lentos, casi ceremoniales, sacó su celular del bolsillo. La pantalla se encendió, iluminando su rostro desde abajo, dándole un aspecto espectral. Buscó algo, sin apartar los ojos de ella, y luego le extendió el teléfono.
"Esto," dijo simplemente.
Ethel lo tomó con manos temblorosas. En la pantalla, bajo la luz azulada, se veía la grabación. Ella, en la tarima. Su falda, sus movimientos. Luego, el cambio de ángulo. El rincón oscuro. Iván acercándose. El beso. La secuencia borrosa pero inconfundible de ella arrodillándose. El vaivén de su cabeza. Y luego… la posición contra la pared, la falda arriba, el movimiento rítmico y brutal de Iván detrás de ella. Los gemidos distorsionados por la distancia y el micrófono, pero que en el silencio de la cabaña sonaban atronadores.
Un grito ahogado se le escapó. Las lágrimas brotaron de sus ojos, calientes y urgentes. "¡Papá! ¡No, eso… eso fue un mal entendido! ¡Él me forzó, no quería, yo…!"
Pero la mirada de Pedro no mostró compasión, ni preocupación paternal. Mostró fuego. Un fuego verde de celos y posesión que había consumido toda racionalidad. El hombre que había sido su padre se había desvanecido, dejando atrás a un extraño endemoniado por la lujuria y la rabia.
"¿Un mal entendido?" Su voz era un susurro áspero, cargado de desprecio. "No, hija. Es lo que es. Y yo… yo no voy a permitir que seas la putita de ese tipo."
Antes de que pudiera reaccionar, Pedro, con un movimiento brusco, se desabrochó el cinturón de cuero y lo sacó de los pasadores con un sonido sibilante y cruel.
"¡Papá! ¿Qué vas a hacer?" El pánico la paralizó.
"Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo," rugió él, sus ojos inyectados. "¡Educarte!"
Arrastró una de las sillas al centro de la cabaña, bajo el haz de la linterna que había colocado sobre la mesa, creando un cono de luz macabro. Se sentó con pesadez.
"Ven aquí," ordenó, y su tono no admitía réplica. "Ponte sobre mis piernas."
"¡No! ¡No soy una niña chiquita!" protestó Ethel, sollozando, encogiéndose contra la pared.
"¡Eso me queda más que claro!" gritó él, golpeando el muslo con la palma de la mano. El sonido seco reverberó en la cabaña. "¡Ahora ven, o te arrepentirás de verdad!"
El miedo a una violencia mayor, la confusión total, la sensación de estar atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar, quebraron su resistencia. Con sollozos que le sacudían el cuerpo, avanzó como un autómata hacia la silla. Con movimientos torpes, se inclinó sobre las piernas de su padre, sintiendo la tela áspera de su pantalón contra su vientre.
Pedro, respirando entrecortadamente, le subió la falda por la espalda con un tirón. El aire frío de la cabaña golpeó su piel. Y entonces, él se quedó sin aliento.
Allí, bajo la luz cruda, estaba su trasero. Las nalgas de Ethel, perfectas, redondas como melones maduros, altas y firmes. La piel, de un tono dorado pálido, era suave y tersa, sin una imperfección. Las curvas se unían en un surco profundo y definido, y en los costados, unas leves marcas rojizas —huellas de la brutalidad de Iván— solo acentuaban, a sus ojos enloquecidos, la sensualidad del conjunto. Era una obra de arte de carne y tentación, y la visión le hizo arquear las cejas, olvidándose por un segundo de su ira en un éxtasis de pura lujuria.
Ethel, sintiendo la mirada ardiente sobre su piel desnuda, contuvo el llanto. Oyó un golpe sordo en el suelo de tierra: el cinturón de cuero, descartado. Un destello de alivio irracional la recorrió. Quizás solo serían nalgadas con la mano. Doloroso, humillante, pero no lo otro. No lo que temía en lo más profundo.
Fue entonces cuando sintió el primer contacto.
No fue el golpe seco de una mano. Fue la presión cálida, enorme, de la palma de Pedro posándose completamente sobre la redondez de su nalga derecha. No era un gesto correctivo; era una caricia posesiva, un amasamiento lento y deliberado. Su piel de gallina se erizó al instante.
"Ah…" escapó un gemido corto de Ethel, más de shock y repulsión que de dolor.
Pedro bufó, un sonido profundo de placer animal. "Dios… qué culazo tienes, hija," murmuró, casi para sí mismo, mientras sus dedos se hundían en la carne firme y elástica.
Y entonces, sin retirar la mano, con la otra levantó la suya en el aire. La sombra de su brazo se proyectó, gigante y amenazante, en la pared.
La primera nalgada llegó.
¡SMACK!
Un sonido fuerte, carnoso, que estalló en el silencio de la cabaña. No fue un azote disciplinario; fue una bofetada llena de fuerza bruta y deseo contenido, que hizo temblar toda la carne del trasero de Ethel, dejando al instante una marca roja vibrante sobre el dorado de su piel.
"¡AAAAY!" gritó Ethel, un grito agudo de dolor genuino y sorpresa. El escozor fue inmediato y feroz, un fuego que se expandió desde el punto de impacto.
Pedro volvió a bufar, más fuerte esta vez. "Uff…" Un sonido gutural de satisfacción perversa. Dejó reposar su mano otra vez sobre la nalga abofeteada, acariciando la piel que ya empezaba a calentarse, disfrutando del temblor que recorría el cuerpo de su hija. El diálogo, ahora, era solo de gemidos y respiraciones: el sollozo entrecortado de ella, la respiración cada vez más pesada y acelerada de él.
La "educación" había comenzado. Y en el corazón de aquella cabaña olvidada, la línea final entre padre e hija fue borrada por el sonido de un golpe y el eco de un deseo convertido en monstruo.
¡SMACK! Otra nalgada resonó en la cabaña, haciendo que Ethel se arqueara con un nuevo grito de dolor.
"¿Desde cuándo, eh?" rugió Pedro, su voz entrecortada por el esfuerzo y la excitación. "¿Desde cuándo follas con ese animal?"
"¡No follé con él!" lloriqueó Ethel, el rostro empapado en lágrimas, la mejilla pegada al áspero pantalón de su padre. "¡Soy virgen, papá!"
¡SMACK! Otra bofetada en la misma nalga, ahora con más fuerza. La piel, ya enrojecida, brillaba bajo la luz.
"¡No mientas! ¿No me basta la prueba del video?" Su mano volvió a posarse, no para acariciar, sino para apretar con crueldad la carne lastimada. "¡Dime la verdad!"
El dolor, la humillación y la desesperación quebraron su última resistencia. Con la voz rota, ahogada por los sollozos, confesó lo que creía que lo calmaría, lo que quizás le daría algo de compasión. "¡Me dio por el culo, papá! ¡Yo no quería, pero… me dio por el culo!"
El movimiento de Pedro se detuvo bruscamente. Su mano, levantada en el aire para propinar otro golpe, quedó suspendida. La respiración, que era pesada, se volvió un silbido lento y pensativo. El dato había penetrado la neblina de su rabia, abriendo un nuevo y retorcido camino en su mente. "Por el culo…" repitió, en un murmuro. Su mirada, antes llena de furia ciega, adquirió un brillo calculador, avaro.
"Si me mientes, me voy a molestar más," advirtió, pero su tono ya no era el del furioso; era el de un inquisidor hambriento.
"No es mentira, papá… Iván me forzó, y como no… como no pudo de la otra forma, me dio por el culo, el imbécil," lloró Ethel, sintiendo una mezcla de vergüenza y un tenue halo de esperanza.
Pedro dejó escapar un sonido que no era ni risa ni gruñido. "Bueno… pues solo hay una forma de averiguar si lo que dices es cierto."
Con movimientos ahora deliberados, lentos, casi clínicos, usó ambas manos. Con una, mantuvo a Ethel en su lugar. Con la otra, se llevó dos dedos a la boca, los humedeció profusamente con saliva, y luego bajó la diminuta tanga color nude de su hija, deslizándola por sus muslos temblorosos, hasta los tobillos. Ethel gimió, un sonido de puro terror, pero estaba paralizada.
"Quietita," susurró Pedro.
Sus dedos húmedos y cálidos encontraron su centro, tocando los labios exteriores. Ethel contuvo la respiración. Los dedos de Pedro, con una presión suave pero insistente, comenzaron a introducirse. Avanzaron muy poco, apenas un par de centímetros, hasta que encontraron una resistencia firme, elástica, una barrera infranqueable.
El corazón de Pedro dio un vuelco salvaje. Un gozo primitivo, una posesión enfermiza, lo inundó. ‘¡Está intacta! ¡La maravilla… la voy a estrenar YO!!!’ pensó, y un estremecimiento de lujuriedad absoluta lo recorrió.
Sin retirar los dedos de allí, movió la otra mano. Con los dedos aún húmedos de saliva, buscó el otro orificio, el que según ella había sido violado. Introdujo un dedo con más decisión. El camino estaba despejado, menos tenso, y encontró una humedad residual y una laxitud que contrastaba brutalmente con la estrechez virginal que acababa de tocar. ‘El muy cabrón… sí se la empotró por ahí,’ confirmó con un rencor mezclado con una excitación aún más retorcida.
Al introducirle el dedo ahí, Ethel gimió de nuevo, pero este sonido fue diferente. No fue solo de dolor o asco. Fue involuntario, un espasmo que salió de lo más hondo. La combinación del dolor en sus nalgas, la humillación absoluta, el miedo paralizante y la estimulación física, aunque brutal y no deseada, provocó una reacción confusa en su cuerpo, un eco perverso de placer que la horrorizó aún más.
Pedro notó el gemido, el ligero temblor. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.
"Bueno, hija…" dijo, retirando sus dedos lentamente, "creo que así no lograré averiguar del todo si lo que me dices es verdad…" Su voz era engañosamente suave. "Pero lo que sí vi en el video… fue una boca muy gustosa, muy aplicada, mamando. ¿O en eso también te obligó?"
Ethel guardó silencio, tragando saliva. Negarlo era inútil. El video era la prueba. Asintió ligeramente, un movimiento casi imperceptible, admitiendo su culpa en ese acto, el único en el que su cuerpo, traicionado por el shock y la sumisión, había respondido de alguna manera.
"Bien," dijo Pedro. Su tono era ahora de autoridad total. "Levántate. Ponte de rodillas. Aquí, frente a mí."
Ethel, con movimientos de muñeca rota, se incorporó temblorosa. Las lágrimas no cesaban. Se arrodilló en el suelo de tierra fría, frente a la silla donde su padre estaba sentado. Él se inclinó hacia adelante. Con manos que ya no temblaban, se desabrochó el pantalón y lo bajó, junto con su ropa interior, liberando su erección. Era considerable, gruesa y palpitante, inflamada por los celos, la lujuria y la escena que acababa de presenciar y protagonizar.
Ethel la miró, aterrada. Su mente gritaba, pero su cuerpo estaba encadenado por el miedo y una extraña, terrible sensación de inevitabilidad.
"Chúpala," ordenó Pedro, su voz grave y sin apelación. "Chúpala como lo hiciste con el pendejo de Iván. Demuéstrame que con tu papá también sabes portarte bien."
"Por favor, no…" suplicó ella, con la voz quebrada.
"O puedo llevarte de vuelta a la posada y mostrarle el video a tu madre, a todos… y contarle exactamente qué fue lo que hiciste con tu primo," dijo Pedro, su chantaje frío y calculado. "O puedes portarte bien conmigo, y esto se queda aquí, entre nosotros. Yo te cuido, Ethel. Yo te protejo de los que quieren hacerte daño. Pero tienes que ser mía."
La trampa era perfecta. El miedo al escándalo, a la vergüenza, a la reacción de su madre, a que creyeran que ella lo había deseado… y la retorcida promesa de "protección" de la única persona que en ese momento parecía un ancla, por podrida que estuviera. Con un sollozo final de rendición, Ethel inclinó la cabeza.
Y comenzó.
Fue, para Pedro, la mamada de su vida. No por técnica, sino por el contexto, por la sumisión absoluta, por el tabú roto. Los labios carnosos y rosados de Ethel, que él siempre había visto sonreír, ahora se abrían para recibirlo. Su lengua, tímida al principio, luego moviéndose con una desesperación por terminar pronto, recorría su longitud. Sus manos, pequeñas y frías, se posaron en sus muslos para no caer. Los gemidos ahogados de ella, la sensación de sus lágrimas cayendo sobre su piel… todo se combinaba en una tormenta de sensaciones prohibidas que lo llevaban al borde del éxtasis con una velocidad aterradora.
Pedro lo sintió. La presión en la base de su espina dorsal, la tensión que anunciaba el fin. Pero no. No así. No en esa boca, por más divina que fuera. Él tenía un plan mejor, el premio mayor.
Con un gruñido de esfuerzo supremo, agarró a Ethel por el cabello y la apartó suavemente, pero con firmeza. Ella lo miró, confundida, jadeante, con los labios brillantes.
"No…" jadeó Pedro, conteniendo su propia explosión. "Ven… vamos a constatar de una vez por todas, y de la manera correcta… si aún eres virgen."
Pedro se levantó de la silla, su mirada fija en Ethel, que aún temblaba de rodillas en el suelo. La tomó de la mano con una fuerza que no admitía resistencia, tirando de ella hacia el viejo sillón destartalado que había en un rincón.
"No, papá, por favor… no puedo…" suplicó ella, pero sus palabras carecían de fuerza, ahogadas por la confusión y la corriente de sensaciones que aún le recorría el cuerpo.
"Calladita," murmuró él, casi paternal, pero con una chispa oscura en los ojos. La recostó boca arriba sobre el desgastado terciopelo del sillón. La falda ya estaba subida, sus nalgas enrojecidas y su sexo expuesto a la fría penumbra de la cabaña. Pedro se arrodilló entre sus piernas, separándolas con sus manos. "Vamos a ver… déjame comprobar algo."
Antes de que ella pudiera protestar de nuevo, Pedro bajó la cabeza. Su boca se posó sobre su sexo con una precisión devastadora. No fue un gesto torpe o salvaje; fue el ataque calculado de un hombre que, aunque frustrado en su matrimonio, conocía su oficio. Su lengua, amplia y húmeda, encontró el clítoris de Ethel de inmediato, trazando círculos lentos y luego rápidos, fijos, insistentes.
"¡Ay! ¡No, papá, para…!" gritó Ethel, arqueándose involuntariamente, pero sus manos se aferraron a los brazos del sillón, los nudillos blancos.
Pedro no hizo caso. Continuó su asedio oral, alternando succiones suaves con lamidas largas y planas. Al mismo tiempo, con la mano que tenía libre, llevó un dedo, aún húmedo, a su otro orificio. Comenzó a jugar con el perímetro, presionando suavemente, recordando la violación de Iván pero reclamándolo ahora para sí.
El efecto en Ethel fue catastrófico para su resistencia. La combinación fue letal: el dolor punzante y ardiente de las nalgadas se mezclaba con el placer eléctrico y vergonzoso que brotaba del sexo oral experto de su padre, y a ello se sumaba la estimulación tabú, dolorosa pero extrañamente intensa, en el lugar donde había sido forzada. Su cuerpo, traicionado por el shock, el miedo y una química brutal, comenzó a responder contra su voluntad.
"Ah… ah… papá, no… para… hmmm…" Sus gemidos ya no eran solo de protesta. Había una queja de placer en ellos, un jadeo que se le escapaba. Sus caderas empezaron a moverse, un leve balanceo inconsciente, buscando más presión de aquella lengua que la estaba llevando a un borde del que no quería caer.
Pedro sintió el temblor en sus muslos, escuchó el cambio en sus gemidos. Un rugido de triunfo interno retumbó en su pecho. ‘La tengo. La tengo justo donde quería.’ Se sabía experto, y estaba aplicando toda su perversa maestría en el cuerpo virginal de su hija. Intensificó el movimiento de su lengua, concentrándose en el clítoris, mientras su dedo penetraba un poco más en su ano, sincronizando ambos movimientos.
Ethel perdió el control. Sus gemidos se volvieron escandalosos, agudos, desesperados. "¡Ay, Dios! ¡Ay, papá, para…! ¡Ah, no puedo…!" Se retorcía, no para escapar, sino porque la ola de placer involuntario era demasiado fuerte. Su orgasmo la alcanzó de manera brutal, un espasmo eléctrico que la hizo arquearse violentamente, gritando un largo y tembloroso "¡AAAAYYYY!" que resonó en las paredes de la cabaña.
Pedro se retiró lentamente, limpiándose la boca con el dorso de la mano, una sonrisa de lobo satisfecho en su rostro. La miraba jadear, vulnerable y completamente expuesta, física y emocionalmente.
"Ahora sí," dijo, su voz ronca por la excitación y la saliva. "Ahora sí vamos a salir de dudas de la manera correcta."
Se puso de pie, su erección, enorme y palpitante, se cernía sobre ella. Se colocó entre sus piernas, que aún temblaban por los ecos del orgasmo. Con una mano guió su miembro hasta la entrada de aquella gruta virginal, húmeda ahora por sus propios jugos y la saliva de él. El glande, ancho y cálido, rozó los labios sensibles.
Ethel abrió los ojos, vidriosos. "Por favor… duele…" susurró.
"Calladita, mi niña," murmuró Pedro, y con una presión firme e implacable, comenzó a introducirse.
El avance fue lento, una invasión milimétrica y agonizante. Ethel gritó, un sonido desgarrado, cuando el grosor de su padre empezó a abrir un camino que nunca había sido transitado. Pedro bufaba, conteniéndose, sintiendo la estrechez abrumadora, la resistencia hermética que lo envolvía.
"Eres… tan… apretada…" gruñó, empujando un poco más.
Con un último empujón, más fuerte, decisivo, se lo enterró por completo. Un grito agudo y doloroso de Ethel fue la banda sonora del himen roto. Pedro sintió el desgarro, el momento de ruptura, y un gemido profundo de puro placer animal escapó de sus pulmones.
"¡Ah, sí! ¡Así! ¡Ese era mi lugar!" jadeó, sus caderas ya pegadas a las de ella. "Este… este agujerito tan bonito… era para mí… solo para tu papi…" Cada palabra era perversa, un clavo más en el ataúd de la inocencia.
Empezó a moverse. Al principio, con lentitud, para que ella se acostumbrara al dolor y al intruso. Pero pronto, el deseo salvaje lo dominó. Sus caderas comenzaron a embestir con fuerza, con un ritmo brutal y posesivo. El sillón crujía con cada embate, protestando bajo el peso y la violencia del acto.
Ethel lloraba, pero entre los sollozos, nuevos sonidos emergieron. Gemidos. Gemidos que ya no eran solo de dolor. A medida que su cuerpo se adaptaba, la fricción, la profundidad de las embestidas, la sensación de estar siendo poseída de manera tan total y prohibida… comenzó a generar un placer retorcido, inconfesable. Intentó morderse los labios para callar, pero no pudo.
"¡Ah! ¡Ah, papi! Más… más despacio… no, así… ay…" Sus palabras eran contradictorias, un reflejo de la guerra dentro de ella.
"¿Así, mi putita? ¿Así te gusta?" jadeaba Pedro, cada embestida más fuerte, más profunda. "¿Ves? Esto es lo que necesitabas… la verga de un hombre de verdad… no la de ese mocoso…"
Ethel, perdida en el torbellino de sensaciones, en la confusión total, dejó de luchar. Su cuerpo comenzó a responder, a moverse al encuentro del de él. Sus gemidos se hicieron más abiertos, más llenos de un placer que la aterraba y la enloquecía al mismo tiempo.
"¡Dámela toda, papi! ¡Más! ¡Más fuerte!" gritó, sorprendiéndose a sí misma, sus uñas clavándose en los hombros de él.
Esa súplica fue el detonante final para Pedro. Con un rugido gutural, la sujetó con fuerza por las caderas y la embistió con una furia final, descontrolada. "¡Toma! ¡Toma toda la leche de tu padre! ¡Es tuya!"
Y con un último espasmo violento, se hundió hasta el fondo y soltó su semilla, caliente y abundante, en lo más profundo de su hija recién desflorada. Un grito ahogado escapó de ambos: de él, de liberación animal; de ella, de una mezcla de dolor, placer y una rendición absoluta.
Pedro se desplomó sobre ella, pesado, jadeante, cubierto de sudor. Ethel, por un instante, quedó inmóvil. Luego, en un acto que nació de la más profunda confusión, del lazo retorcido que ahora los unía, rodeó su cuello con sus brazos y, buscando sus labios, le dio un beso profundo, de lengua, lleno de lágrimas saladas y el sabor a pecado compartido.
En el silencio que siguió, solo roto por sus respiraciones entrecortadas, el viejo refugio de Pedro, pensado para criar animales y soñar con una familia, se convertía para siempre en el testigo mudo del primer y más prohibido apareamiento.
Pedro recibió aquel beso salado y desesperado como la ratificación de su victoria absoluta. Cuando por fin se separaron, jadeantes, una luz de triunfo perverso iluminó su rostro sudoroso. Acariciando el cabello húmedo de Ethel, comenzó a murmurarle al oído, con una voz ronca y cargada de posesión:
"Eso, mi niña… Así. Eres mía. Lo has sido desde que naciste, y lo serás hasta que me muera. Lo sabes, ¿verdad? Esto… esto es para siempre. De tu madre me olvido esta misma noche. Esa vieja amargada nunca me dio lo que tú acabas de darme. Tú eres mi mujer ahora. Mi princesa, mi putita santa…"
Sus palabras eran un veneno dulce que se filtraba en la confusión de Ethel. Ella lo escuchaba, sus ojos vidriosos fijos en las vigas del techo, incapaz de estructurar un pensamiento coherente. El placer físico aún reverberaba en sus nervios, mezclado con un dolor sordo y una culpa que empezaba a formarse como un nudo de hielo en su estómago. Pero la calidez de su cuerpo, la intimidad brutal que acababan de compartir, la hacían aferrarse a él en un abrazo que era tanto refugio como prisión. Permitió que sus labios volvieran a encontrarse con los de él, en un beso más lento, más profundo, de una rendición que la aterraba.
Cuando por fin se separaron, Ethel respiró hondo, creyendo, con un alivio cándido, que el calvario había terminado. Que lo peor había pasado. Intentó incorporarse, un movimiento doloroso y torpe.
Pero una mano firme la sujetó por la cadera.
"Aún no, princesa," murmuró Pedro, su voz era una caricia áspera. Su otra mano se posó en la nalga enrojecida de ella, acariciando la carne caliente antes de apretarla con intensidad. "Falta terreno por conquistar. Falta reclamar lo que ese agresor mancilló."
Ethel lo miró, sin comprender al principio. Entonces, vio la determinación en sus ojos y sintió cómo la guiaba para que se pusiera a gatas sobre el desvencijado sillón, su espalda arqueada, sus nalgas, marcadas y voluptuosas, ofrecidas a su vista.
"Papá, no… por ahí duele…" suplicó, un último estertor de resistencia.
"Ya no va a doler," aseguró él, con una convicción aterradora. Se colocó detrás de ella. Con la punta de su miembro, aún húmedo de su virginidad y su propia sangre, buscó y encontró el otro orificio, el que Iván había violado. "Voy a borrar su huella con la mía. A llenarte donde él te ensució. A que solo recuerdes a tu papi aquí dentro."
Y, sin más preámbulo, con un empuje firme y sostenido, comenzó a introducirse.
El grito de Ethel esta vez fue ahogado. Era una sensación diferente: más estrecha, más prohibida si cabía, una invasión que provocaba un dolor agudo pero conocido. Pero Pedro no se detuvo. Una vez embutido por completo, soltó un gruñido animal. "¡Dios… esto está más apretado que el cielo! ¡Y es mío!"
Comenzó a moverse, y esta vez el ritmo fue desde el principio brutal, posesivo, un martilleo constante destinado a marcar y reclamar. El sillón gemía con cada embestida.
"¡Dime que este culo es mío!" jadeó Pedro, agarrando sus caderas con fuerza.
"¡Es tuyo, papi! ¡Todo es tuyo!" gritó Ethel, y para su propio horror, no era una mentira forzada. El dolor inicial se transformó, acelerado por la memoria del placer reciente, en una ola de sensaciones intensas y retorcidas. La fricción, la profundidad, la total sumisión de esa posición, la perversa afirmación de su padre… encendieron su cuerpo de nuevo.
"¡Sí! ¡Grita! ¡Grita que te encanta que tu padre te folle el culo!" la incitaba él, cada embestida más rápida, más profunda.
"¡Me encanta! ¡Ah, papi, me vas a matar de gusto!" gemía ella, perdida en un éxtasis culpable, sus propias palabras alimentando el fuego de ambos. El placer era obsceno, eléctrico, y anulaba toda capacidad de juicio.
Pedro, sintiendo acercarse el clímax, redobló la fuerza. "¡Voy a llenarte! ¡A sembrarte por aquí también! ¡A que no quede rastro de él!" Con un último y prolongado gemido de esfuerzo y placer, se hundió hasta el fondo y vació otra descarga de su semen en las profundidades de su hija, reclamando simbólicamente hasta la última violación.
Media hora más tarde, Ethel iba sentada en la camioneta de su padre, rumbo a casa. El cuerpo le dolía en lugares nuevos y prohibidos, pero una sensación física de relajación profunda, de haber sido follada de manera exhaustiva y, en un sentido puramente animal, deliciosa, la embargaba. Recostada en el asiento, miraba por la ventana la noche que se disipaba. Luego, la culpa llegó. Fría, nítida, brutal. Se le encogió el estómago. Había gozado. Había gritado pidiendo más. Había besado a su padre. El peso de esa verdad la aplastaba, alternándose con los ecos de placer que aún le hacían estremecerse los muslos.
A la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol, Pedro ya estaba en el claro. No fue a su trabajo. Tomó sus herramientas y retomó, con una energía renovada y un propósito siniestro, la construcción de aquella cabaña. Martillaba, serraba, silbaba. Cada clavo que hundía era una promesa. ‘Este será nuestro nido de amor,’ pensaba, una sonrisa satisfecha en los labios. ‘Aquí vendremos. Aquí la tendré todas las veces que quiera. Lejos de todos.’
Mientras tanto, en casa, Ethel se preparaba mecánicamente para salir. Se duchó, frotándose la piel hasta que estuvo enrojecida, como si pudiera lavar la memoria. A las siete en punto, como le había dicho Iván el día anterior, sonó su teléfono. Él quería verla, "hablar". Ella lo ignoró, el mensaje sin leer, el timbre apagándose en el vacío de su habitación.
Lo que Ethel no sabía era que quien sí le había dicho, con una calma aterradora mientras desayunaban en un silencio cargado, que saliera con Iván, había sido el propio Pedro.
"Ve con tu primo," le dijo, untando mantequilla en un pan tostado sin mirarla. "No queda bien que lo dejes plantado. Arreglen las cosas como primos. No le cuentes nada de… lo nuestro, claro."
Ethel asintió, confundida por la aparente normalidad de su padre, por esta concesión inesperada que le daba un respiro de su presencia abrumadora. No podía entender su lógica.
La lógica de Pedro era simple, fría y retorcida como una serpiente. Mientras observaba a Ethel alejarse, un plan se gestaba en su mente. Iba a poseerla, repetidamente, en su "nido de amor". Iba a llenarla de su semen cada vez que pudiera. Y cuando el vientre de su hija comenzara a hincharse, cuando la evidencia de su pecado fuera imposible de ocultar, Pedro señalaría a Iván. El video, el historial de "noviazgo" forzado, la "confesión" de Ethel sobre lo que Iván le hizo… sería suficiente. El mocoso cargaría con la culpa de un embarazo incestuoso. Lo destruirían social y legalmente. Y él, Pedro, el padre y ahora amante, podría quedarse al niño. Criarlo como un "abuelo" dedicado. Tendría a Ethel y a su propio hijo, unido a ella por un lazo sanguíneo doble y perverso, para siempre.
La mañana avanzaba, y en el claro, el sonido del martillo de Pedro era rítmico, implacable, como el latido de un corazón que había encontrado, en la depravación, su razón final para construir
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