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Posada incestuosa

Posada incestuosa


El aire de la posada “La Joya dela Noche” vibraba con la algarabía navideña. Guirnaldas de colores brillabansobre paredes de adobe, y el aroma penetrante del ponche con frutas, el moleespeso y las carnitas recién hechas se mezclaba con el humo de la leña y elperfume dulzón de las veladoras. En un rincón, una banda de música norteña, consus acordeones y saxofones, había soltado al aire villancicos rancheros durantedos horas, llenando de calor el amplio salón de fiestas. Ahora, los músicoshabían hecho una pausa, dejando un eco melódico y el bullicio de casi cienpersonas entre risas, brindis y el tintineo constante de botellas y vasos.
Entre la multitud, dos figurascontrastaban.
Pedro Portillo, de 48años, era un hombre que llevaba la huella del tiempo y la rutina con una mezclade resignación y cansancio. De estatura media, su complexión, alguna vezatlética, se había suavizado, concediendo a su vientre una curva suave ypersistente que su camisa de vestir, un tanto apretada, no lograba disimular.Su cabello, en retirada decidida, dejaba al descubierto una frente amplia yreluciente bajo las luces de colores. Sus ojos, de un color avellanadesgastado, miraban el mundo con una chispa de nostalgia y una ansiedad sorda.Su esposa, Martha, a quien desde hacía años veía como una presencia amarga ydistante —una “vieja bruja malhumorada”, pensaba a veces con rabia—, estaba alotro lado del salón, enfrascada en una conversación acalorada con sus hermanas.Pedro llevaba ya varias copas de whisky con soda; una mareadora neblina dealcohol comenzaba a nublar sus sentidos, suavizando los bordes ásperos de surealidad.
A escasos metros, en el centrodel bullicio juvenil, estaba Ethel. Ella parecía existir en unadimensión distinta, bañada por una luz propia. Su rostro, de óvalo delicado,era un lienzo de cálida piel bronceada donde destacaban unos ojos grandes yoscuros, profundos como pozos de noche estival, capaces de sostener la miradacon una mezcla hipnótica de dulzura inocente y un misterio latente. Sus labios,naturalmente rosados y carnosos, tenían una curva que sugería una sonrisaperpetua y cómplice. Su cabello castaño oscuro, ahora pesado y mojado por elrocío de la noche y algún chapuzón temprano en la alberca de la posada, caía enondas sueltas sobre un hombro, acariciando la línea de su clavícula.
Vestía un conjunto sencillo perodevastador: una blusa blanca de tejido ligero que, al moverse, se adheríasugerente a la piel, y una falda corta de denim azul que apenas cubría la mitadde sus muslos. Su figura era una sinfonía de curvas armoniosas, una clásicasilueta de reloj de arena. Su cintura, estrecha y definida, hacía la transiciónfluida hacia unas caderas amplias, redondeadas y poderosas. Desde atrás, lalínea de su espalda baja se arqueaba suavemente, mostrando una musculaturatrabajada y tersa que se perdía bajo el borde de la falda. Sus piernas, largas,firmes y perfectamente tonificadas, parecían interminables.
Padre e hija compartían unvínculo especial, un refugio mutuo. Ethel despreciaba la amargura constante desu madre, su carácter agrio y controlador. En cambio, adoraba a su padre.Pedro, en su silenciosa infelicidad, había volcado en su hija toda la ternuraque le negaba su matrimonio. La consentía, la procuraba, y trabajaba sindescanso para darle los lujos y la libertad que él nunca tuvo. Ethel era sujoya, su razón para sonreír.
Esa tarde, Ethel había estadoinmersa en el mundo de sus primos. Bailando, riendo, dejándose llevar.Estaban Iván, cuya presencia física era imposible de ignorar. Eraun monumento a la disciplina: torso ancho como un barril, pectorales definidosque tensaban su camisa negra, brazos cuyo volumen y definición hablaban de añosde esfuerzo metódico. Todo en él gritaba potencia contenida y una seguridadanimal. Junto a él, siempre un paso atrás, estaba Claudio, delgado,de rasgos finos, una sombra silenciosa que asentía a cada palabra de Iván. Yluego estaba Poncho, el primo mayor, cuyo gracejo alegre y gestosafeminados dejaban claro su orientación, siendo el alma de la fiesta entre laschicas.
Las primas, cinco en total, eranun ramillete de juventud. Estaba Luisa, la más alta y atlética; Sofía, de rizosrebeldes y pecas; Valeria, con una sonrisa gigante y gafas; Ana, la tímida demelena lisa. Pero entre todas, como una orquídea entre margaritas, resplandecíaEthel. Su belleza no era solo física; era una energía, una suavidad magnéticaque atraía todas las miradas.
Aprovechando que los adultosestaban distraídos en sus propias conversaciones y brindis, y que la bandahabía dejado la tarima vacía, las chicas, con el ánimo caldeado por los vasosde ron cola que habían estado tomando a escondidas, subieron al escenario entrerisas sofocadas y miradas de complicidad. Tenían dieciocho años, pero en esanoche mágica, se sentían dueñas del mundo.
Pedro, por su parte, habíabuscado un poco de tranquilidad. Mareado por el alcohol y el ruido, se refugiócon su compadre Javier en un rincón oscuro, justo detrás de la tarima vacía,desde donde podían ver el salón sin ser vistos fácilmente. Apoyados contra lapared, compartían un cigarro y un silencio cómplice entre hombres cansados.
Fue entonces cuando, desde suposición ligeramente elevada y lateral, Pedro vio.
En la tarima, bajo los hilos deluces multicolores, las primas comenzaron a bailar. Alguien conectó un teléfonoa los altavoces y sonó una cumbia navideña, pero con un ritmo bajo, sensual ypegajoso. Al principio fueron risas y movimientos torpes, pero pronto, elalcohol y la euforia les dieron gracia y atrevimiento.
Ethel estaba en el centro.Cerrando los ojos, dejó que la música se apoderara de ella. Sus caderascomenzaron a oscilar con un movimiento fluido, hipnótico. La falda corta, ya depor sí mínima, se levantaba con cada giro, mostrando destellos de los muslosbronceados y fuertes. Pedro, casi sin querer, clavó la mirada. La neblina delalcohol pareció disiparse por un instante, aguzando un sentido de maneraobscena: la vista.
El ritmo se aceleró. Ethel,riendo, se volvió de perfil y luego de espaldas al salón —pero de frente alrincón oscuro donde su padre estaba escondido—. Agachándose sutilmente alcompás de la música, luego arqueando la espalda de aquella manera que hacía destacarla curva perfecta de su trasero. La falda, en ese movimiento de vaivén, desubida y bajada al ritmo de la cumbia, se levantó lo suficiente.
Pedro contuvo el aliento. Ungolpe de calor seco y violento le atravesó el vientre hasta la entrepierna,donde una presión incómoda y familiar comenzó a crecer.
Desde su ángulo privilegiado yprohibido, vio. Vio las bragas, mínimas, de un encaje color nude, que como unsegundo pellejo se hundían en el surco profundo que separaba las nalgas de suhija. Nalgas que eran redondas, altas, firmes como melones maduros, con unapiel que bajo la luz tenue parecía de seda pulida. Cada movimiento de suscaderas, cada oscilación al ritmo de la música, hacía que aquellos glúteos setensaran y se relajaran en una danza obscena e involuntaria. La tela de lafalda jugaba al despiste, ocultando y revelando en fracciones de segundo esepaisaje vedado.
“Por Dios…” pensó Pedro, y la vozen su cabeza no sonó a su propia voz, sino a un extraño ahogado. “Qué… quénalgas.”
Una lucha moral instantánea yferoz estalló en su pecho. El amor puro, la ternura de padre, el instintoprotector, chocaron contra un muro de puro deseo físico, primitivo y arrasador.Era su hija, su niña. Pero en ese instante, bajo la luz tenue y el hechizo dela música y el alcohol, era simplemente una mujer joven, deslumbrante,sexualmente explosiva, exhibiéndose sin saberlo ante sus ojos. La imagen lequemaba las retinas. El recuerdo de años de abstinencia, de una cama compartidasin pasión, de una esposa que lo rechazaba, se sumó a la tormenta. La moral,debilitada por el whisky y la soledad, se quebró con un crujido seco.
No podía apartar la mirada. Elbaile de Ethel se volvía más suelto, más provocador. Se agachaba, giraba, reíalanzando la cabeza hacia atrás, mientras sus caderas escribían en el aire unmensaje que Pedro, en su estado, solo podía interpretar de una manera. Suentrepierna ardía. La presión se volvió una congestión dolorosa y palpitante.Un sudor frío le recorrió la nuca, mezcla de vergüenza, excitación y una culpaque, por ahora, había sido completamente aniquilada por el fuego de aquellavisión prohibida.
La noche seguía su curso festivo,ignorante. La cumbia sonaba. Las primas reían. Y en la penumbra, detrás delescenario, un hombre llamado Pedro Portillo acababa de cruzar, sin dar un solopaso, una línea de la que ya no habría retorno. Todo, efectivamente, habíacambiado.
La voz ronca y regular de sucompadre Javier, que había pasado de los suspiros cansados a un ronquido suavey constante, fue el único sonido en el pequeño rincón oscuro. Para Pedro, fuecomo una campanada de permiso. La lucha interna había cesado, reemplazada porun impulso febril que le nublaba cualquier pensamiento que no fuera la imagenhipnótica en la tarima. Con manos que temblaban levemente, ya no de duda sinode una excitación concentrada, sacó su celular del bolsillo del pantalón.
La pantalla se encendió,iluminando su rostro sudoroso con un brillo frío. Con dedos torpes alprincipio, pero que pronto adquirieron una precisión voraz, abrió la aplicaciónde la cámara. La lente, un ojo digital y obediente, se enfocó en el centro del escenario.En Ethel.
Ajustó el zoom. El mundoalrededor de ella se desdibujó, convirtiéndose en un borrón de colores y luces.Ahora, en el rectángulo de la pantalla, solo existía ella. El zoom le permitíaver detalles que antes eran solo destellos: la textura del encaje de susbragas, el brillo de sudor en el hueco de su espalda baja, la tensión precisadel músculo en sus muslos con cada movimiento. Pedro comenzó a grabar. Elcelular capturaba el vaivén de sus caderas, el juego de luz y sombra en aquelvalle prohibido que la falda mostraba y ocultaba al ritmo de la música. Luego,cambiaba a fotos. Click. Una imagen donde su rostro, embriagado yrisueño, miraba al cielo. Click. Otra donde, de espaldas, la faldase levantaba en el ángulo perfecto. Cada click era un latidomás fuerte en sus sienes, una oleada de calor más intensa que bajabadirectamente a su entrepierna, donde la presión se había vuelto casiinsoportable, un nudo de deseo que palpitaba contra el tejido de su pantalón.Se calentó aún más, si eso era posible. La pantalla era una ventana a un pecadoíntimo, y él, su único espectador, se consumía en el fuego que él mismoalimentaba.
Mientras tanto, en el piso debaile, Claudio se acercó a Iván. Este último noquitaba los ojos de la tarima, o más específicamente, del centro de la tarima.Su mirada no era la de un primo divertido, sino la de un halcón evaluando a supresa: calculadora, intensa, cargada de una autoridad silenciosa.
“Ya viste qué bien se ve Ethel,¿no?” murmuró Claudio, siguiendo la dirección de la mirada de Iván.
Iván ni siquiera parpadeó. Unligero movimiento en su mandíbula, apenas perceptible, fue la única señal deque había escuchado. “¿Cómo no verla?” respondió, su voz grave y plana, como unrodillo de acero. “Está buenísima la condenada.”
Claudio, siempre el incitador, elque vivía a la sombra de la audacia de su primo, sonrió con nerviosaexcitación. “¿Y qué piensas hacer?”
Iván finalmente giró la cabezahacia Claudio. Sus ojos oscuros, bajo el flequillo corto, brillaban con unadeterminación absoluta. “Tomar lo que merezco,” declaró, sin un ápice de duda.“¿O no crees que merezco una novia así como ella?”
“Sí, pero… es nuestra prima,”objetó Claudio, aunque su tono era más de formalidad que de verdaderaoposición.
Iván esbozó una sonrisa lateral,desafiante y perversa. “¿Y? A la prima se le arrima.” Hizo una pausa, dejandoque sus palabras cargaran de significado. “Y a una como Ethel… no solo se learrima. Se le mete. Y se le da bien duro.”
Claudio tragó saliva, una mezclade incredulidad y fascinación recorriéndole el cuerpo. Iván ya había vuelto amirar a la tarima. Su decisión estaba tomada.
La fiesta continuó su cursoebrio. Claudio, animado por el fuego que había avivado, se subió a la tarima yconvenció a las chicas de bajar para bailar unas “quebraditas” norteñas. Lamúsica cambió a un ritmo más marcado, de zapateado y vueltas. Las primas, entrerisas, formaron parejas. Iván, con la elegancia segura de un depredador que nonecesita correr, se dirigió directamente a Ethel.
“Bailamos, prima,” dijo, no erauna pregunta. Extendió una mano ancha, de dedos fuertes y nudillos marcados.
Ethel sintió una oleada de calorsubirle por el cuello. “No, Iván, qué pena… no sé bien ese baile,” murmuró,desviando la mirada. Su corazón, sin embargo, comenzó a latir con una fuerzadesacostumbrada.
Ana, una de sus primas, se rió yle dio un codazo. “¡Anda, Ethel! Está bien bueno el primo. ¿Qué tiene de maloun baile?”
Ethel se apenó aún más. Suspensamientos se embrollaron. ‘Está bien guapote… y esa sonrisa… y todoél. Su cuerpo, su cara…’ Iván siempre había estado ahí, en reunionesfamiliares, pero ahora, bajo la luz de la fiesta y con la confianza que le dabasu físico imponente, se le antojaba abrumadoramente atractivo. Siempre le habíagustado, claro, pero como a un primo lejano, casi un personaje de película. Laidea de algo más nunca había cruzado su mente… conscientemente.
Iván insistió, acercándose unpaso más. Su presencia era física, un campo de gravedad que tiraba de ella.“Una sola, Ethel. Te guío yo.”
Ella, finalmente, con un nudo enla garganta, dejó que su mano más pequeña desapareciera en la de él. Fue comoun contacto eléctrico.
Iván no la llevó al centro delgrupo. Con la excusa del baile, la fue alejando, giro a giro, del núcleo de susprimos. Su mano no se posó educadamente en su cintura, sino que la rodeó confirmeza, palmeándole el costado, casi la curva inferior de su cadera. Al giraren una “quebradita”, la atraía contra su cuerpo. En uno de esos movimientos,Ethel sintió, con una claridad que la hizo contener la respiración, la presiónfirme y abultada de su entrepierna contra la suya. Fue un contacto breve,brutalmente revelador, que le incendió la piel bajo la ropa.
La música sonaba, pero entreellos empezó a sonar otro ritmo. Iván bajó la cabeza, su aliento cálido rozó suoreja, superando el bullicio.
“Qué guapa te ves hoy, prima,”murmuró, su voz un ronroneo grave que le recorrió la columna.
“Gracias,” contestó ella, tantímida que apenas se escuchó, sintiendo cómo sus mejillas ardían.
“Si no fueras mi prima,” continuóél, sin apartar los labios de su oído, “te pediría que fueras mi esposa.”
Ethel rió, un sonido nervioso ycorto. “¿Tu esposa, eh?” El comentario era tan absurdo, tan directo, que ladejó sin aire. Pero en su tono no había burla, solo una turbación excitante.
“Sí,” afirmó él, serio, haciendogirar su cuerpo contra el de ella en otro movimiento del baile que los aislabamás. “Porque los primos no se pueden casar… pero sí pueden ser novios.” Hizouna pausa, dejando que las palabras se asentaran. Sus ojos la mirabanfijamente, sin permitirle escapar. “Así que… ¿quieres ser mi novia?”
“Iván, no digas tonterías,” tratóde evadir ella, girando la cabeza, pero su cuerpo no se separaba del de él.“Somos primos, es… raro.”
“¿Raro?” repitió él, como siprobara la palabra y la encontrara insípida. “Lo raro es ver algo tan bueno yno tomarlo.” La sujetó más fuerte, deteniendo el baile por un instante. Yaestaban en un rincón semioculto, cerca de una puerta que llevaba a los jardines,lejos de las miradas directas. La música seguía sonando, un ritmo contagiosoque contrastaba con la tensión estática que ahora los envolvía. “Dime que no tegusta. Dime que no has pensado en esto.”
Ethel abrió los labios paraprotestar, para decir algo, cualquier cosa que restaurara la normalidad. Perono salió nada. Solo un jadeo leve. Porque sí había pensado en eso. En él.Y en ese momento, con su fuerza rodeándola, su olor a colonia cara y sudormasculino invadiéndola, y el recuerdo de aquella presión contra su cuerpo, nopodía negarlo.
Iván no esperó una respuestaverbal. Leyó la rendición en sus ojos oscuros, en la manera en que su cuerpo yano se resistía. Con un movimiento decisivo, inclinó la cabeza y capturó suslabios.
No fue un beso de primo. Fue unbeso de conquista. Apasionado, húmedo, profundo. Sus labios, mucho más grandesy firmes que los de ella, los cubrieron por completo. Su lengua no pidiópermiso; invadió, exploró, reclamó. Ethel emitió un gemido ahogado, unavibración que fue absorbida por su boca. Sus manos, que antes estabantímidamente en sus hombros, se aferraron a su camisa negra, arrugando la tela.La barba incipiente de Iván le rozó la piel sensible alrededor de la boca, unasensación áspera y excitante. Él la apretó contra la pared, y todo su cuerpopoderoso se fundió contra la suavidad del de ella. El mundo, la fiesta, lafamilia, todo se desvaneció en aquel rincón oscuro, reducido al sabor a alcoholy a deseo, al sonido de sus respiraciones entrecortadas mezclándose con lalejana música navideña.
El beso de Iván no era unapregunta; era una declaración de dominio. Mientras sus labios devoraban los deEthel con una hambre voraz, sus manos, grandes y diestras, comenzaron arecorrer su cuerpo con una seguridad que no admitía titubeos. Una palma se deslizópor su espalda, hundiéndose en la curva de su cintura para atraerla con másfuerza contra su duro torso. La otra ascendió por su costado, rozando el bordeinferior de su seno a través de la fina blusa, un roce eléctrico que hizoarquear a Ethel.
Ella intentó escapar, pero no conla fuerza de quien rechaza, sino con la resistencia débil y trémula de unagaceta que siente las fauces del león. Su mente gritaba un "no" quesu cuerpo no obedecía. Cada caricia, cada presión de sus músculos contra susuavidad, cada exploración audaz de sus manos, le robaba un pedazo de voluntad.Era demasiado fuerte, demasiado abrumador, y lo que sentía—un cóctelvertiginoso de miedo, tabú y un placer crudo que nunca había imaginado—ledesarmaba por completo. Con un gemido ahogado contra su boca, se rindió. Susbrazos, que antes se aferraban para empujarle, ahora se enredaron en su cuello,acercándole más.
Iván, sintiendo la rendicióntotal, intensificó su ataque. Sus besos bajaron a su cuello, mordisqueando lapiel sensible de su garganta, provocando escalofríos que recorrían todo sucuerpo. Sus dedos encontraron los botones de la blusa y, con una destrezaimpaciente, comenzó a abrirlos.
"Aquí no, Iván… alguienpodría vernos… espera, primo…", susurró ella al oído de él, su voz un hilode aliento entrecortado.
Él no accedió. Solo gruñó, unsonido bajo y animal de negación, y continuó su camino. La blusa abierta revelóun sostén sencillo de encaje. Un tirón seco y el cierre cedió. Sus senos,redondos, firmes y de pezones rosados y erectos por el frío y la excitación,quedaron libres ante él. Iván los contempló por un segundo, con ojos oscuros yhambrientos, antes de inclinarse y capturar uno en su boca.
Ethel lanzó un grito ahogado,ahogándolo contra el hombro de él. Su boca caliente, húmeda, la lengua que seenroscaba alrededor del pezón, los dientes que mordisqueaban con suavidadcalculada… Era una sensación tan intensa, tan directamente conectada a sucentro, que le hizo olvidar dónde estaban. Gemía, una sucesión de sonidoscortos y quejumbrosos, mientras sus dedos se enterraban en su cabello corto. Élse dedicó a uno y luego al otro, devorándolos, marcándolos como suyos.
Luego, sin previo aviso, la hizoarrodillarse frente a él. El piso de cemento era frío y áspero contra susrodillas. Con movimientos rápidos, Iván desabrochó su pantalón y se lo bajó losuficiente. Ante los ojos atónitos, casi incrédulos, de Ethel, emergió suverga. Era tan imponente como el resto de él: gruesa, larga, con venasprominentes que latían bajo la piel, y un glande grande y oscuro que parecíamirarla con su propio ojo ciego. Los testículos, pesados y enormes, colgabandebajo.
"Chúpamela, primita,"ordenó, su voz ronca por el deseo.
Ethel, con el corazón a punto deestallarle en el pecho, obedeció. Al principio era torpe, sus labios apenasrodeaban la cabeza, sus movimientos tímidos. Pero Iván no era paciente. Con unamano en su nuca, la guió.
"Así no… más hondo… usa lalengua, ahí… sí, así… joder, qué rico…", bufaba él entre dientes, suscaderas comenzando a empujar suavemente, metiéndose más en su boca.
Ethel, estimulada por susgruñidos de placer y por una curiosidad perversa que nacía de su propio cuerpoexcitado, aprendió rápido. En cinco minutos, ya movía la cabeza con más ritmo,su lengua bailaba alrededor del frenillo, una mano acariciaba y masajeaba sustestículos enormes y pesados mientras con la otra, siguiendo sus indicaciones,masturbaba la base que no cabía en su boca. El sonido húmedo y los jadeos de élllenaban el rincón oscuro.
Iván, encendido como unaantorcha, la puso de pie de un tirón. La giró y la empujó suavemente contra lapared, alineando su cuerpo detrás de ella, listo para penetrarla.
Pero en ese instante, el instintoy el miedo sacudieron a Ethel. Cerró las piernas con fuerza. "¡No, Iván,no! ¡Soy virgen, y la tienes enorme!!!" Su voz temblaba, el pánico realasomando tras el velo del deseo.
Él no se detuvo. Sus manosrodearon su cintura, tratando de abrirla. "No… Iván… si quedo embarazadanos matan… ¡Estoy ovulando!" suplicó, buscando cualquier razón.
En el forcejeo, en el vaivén desus cuerpos, la posición cambió. La falda de Ethel, ya subida, dejaba sutrasero completamente expuesto. Iván, un amante experimentado del sexo anal,vio la oportunidad. Sin más preámbulo, guió la cabeza empapada de su miembrohacia esa otra entrada, más estrecha y virgen también.
"¡Iván, no! ¡Espera…!¡Aaaaah!" El grito de Ethel fue de shock y dolor agudo. Él empujó,implacable. "¡Está enorme! ¡Sácala! ¡Está bien gruesa… aaaaah… nooo!"Lloriqueaba, sintiendo cómo la carne parecía desgarrarse, cómo esa masa implacablela abría de una manera para la que no estaba preparada. "¡Me estásquemando! ¡Me partes en dos!"
Iván no cedió. Agarrándola fuertede las caderas, con los dedos hundiéndose en su carne, avanzó centímetro acentímetro, superando la resistencia inicial con una determinación feroz."Cállate… ya pasó lo peor… relájate, primita… es tu culo, y ahora esmío," gruñó, y cuando por fin estuvo completamente dentro, se detuvo unmomento, dejando que ella se acostumbrara a la invasión insólita y dolorosa.
Luego comenzó a bombear. Alprincipio, cada embestida arrancaba un gemido entrecortado y un "no"débil de Ethel. Pero poco a poco, el dolor se mezcló con otras sensaciones: unallenura extrema, una fricción cruda que, en medio del caos, comenzó a encenderchispas de un placer retorcido. Sus "no" se transformaron en unsollozo constante entrecortado por jadeos, y su nombre, "Iván…Iván…", ya no era solo una súplica, sino un mantra que salía de sus labiosentre lágrimas.
"¿Ves? Tu culito lo quiere…apriétame más… sí, así… eres una putita de primos, ¿verdad?" le susurrabaél al oído mientras su cadera chocaba contra sus nalgas con un ritmo cada vezmás rápido y brutal. Finalmente, con un rugido ahogado, Iván se enterró hastael fondo, su cuerpo convulsionando mientras vaciaba su semen caliente en lasprofundidades de aquel nuevo territorio conquistado.
Después, en silencio, ambos sevistieron. Ethel se movía con torpeza, un dolor sordo y ardiente recordándolecada segundo lo que había ocurrido. Antes de que pudiera irse, Iván la tomó dela barbilla y la besó en los labios, ahora con una posesividad más calmada peroigual de intensa.
"Recuerda una cosa, primita…ya eres mi novia. Y soy bien pinche celoso. Así que no quiero verte con ningúnpendejo. Mañana a las 7 pm paso por ti a tu casa y vamos a ir al cine.¿Entendido?"
Ethel, con la mirada baja y elcuerpo aún tembloroso, asintió. "Sí."
Él hizo una señal con la cabeza,indicando la puerta. Ella dio un paso, pero él la detuvo de nuevo. Sin decirpalabra, señaló sus propios labios. Ethel, comprendiendo, se levantó depuntillas y le dio un beso profundo, esta vez con una sumisión aprendida. Soloentonces la dejó ir.
Iván regresó al bullicio unosminutos después. Claudio se le acercó de inmediato, con los ojos brillando decuriosidad malsana. "¿Y qué pasó, primo?"
Iván se sirvió un trago de whiskydirecto de una botella que estaba sobre una mesa y esbozó una sonrisa de lobosatisfecho. "Pues lo que tenía que pasar. Ya somos novios. Y la chulada deEthel… ya me pertenece."
"Eres un chingón,primo," rió Claudio, chocando su vaso contra la botella.

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