Martín ya no era el mismo. Se notaba en su cuerpo, en su forma de mirar, en la manera en que caminaba. Desde que Vanesa apareció en su vida, se sentía otro hombre. Más fuerte, más viril, más… dominado por el deseo.
Pero también empezaba a tener miedo. Vanesa se volvía cada vez más intensa.
Lo esperaba todas las noches en su departamento, muchas veces ya desnuda. Apenas él entraba, se arrodillaba frente a él, sin saludar siquiera. Le desabrochaba el pantalón con ansiedad, le sacaba la pija y se la metía en la boca como si no hubiera comido en días.
—Te amo, papi… tu leche es mi vicio… —le susurraba entre mamadas profundas, mirándolo a los ojos mientras se la tragaba entera, sin dejar una gota.
Martín acababa en su boca, y ella tragaba con una sonrisa, como si fuera un ritual sagrado.
Luego se lo pedía por atrás. Cada vez más. En cualquier parte. En la cocina. En el ascensor desierto. En la escalera de incendios.

—¡Metémelo en el culo, papi… no puedo vivir sin eso…! ¡Rompeme, haceme mierda, por favor…!
Martín la cogía con furia. Vanesa acababa gritando, llorando, suplicando más. Era insaciable.
—Sos mi dueño… mi macho… mi droga… —le decía, empapada en sudor, con el culo enrojecido, goteando.
Pero mientras ella se volvía adicta a su cuerpo, Martín recibía malas noticias.
En la oficina le informaron que no le renovarían el contrato. Reestructuración. Recorte de personal. Blah, blah, blah… La única verdad era que en dos semanas estaría sin trabajo. Y no tenía visa para quedarse sin uno.
Esa noche volvió al apart hotel con el alma hecha mierda. Se sentó en el sofá, en silencio. Vanesa apareció en tanga y remera corta, lista para montarlo… pero notó su mirada perdida.
—¿Qué pasa, papi?
Martín la miró con tristeza.
—Me quedé sin laburo. Me tengo que volver.
Ella lo miró como si le hubieran metido un cuchillo en el pecho.
—¿Qué…? No. No podés irte. No me podés dejar.
—No tengo opción, Vane. No puedo quedarme ilegal.
Vanesa se le tiró encima, llorando, besándole el cuello, los labios, el pecho.
—Yo te consigo algo. Lo que sea. Pero no te vas. ¡No quiero que te vayas! ¡No sé vivir sin vos, Martín!
Él la abrazó fuerte. El corazón le latía como loco. No quería dejarla. No podía. Pero todo estaba en contra.
Ella se bajó la tanga, se subió a su cuerpo, le sacó la pija del pantalón y se lo metió en la concha, se movía llorando, gimiendo, como si fuera la última vez.

—¡Acabame adentro! ¡Llename de vos! ¡Quedate conmigo, aunque me muera! ¡Quedate, Martín…!
Él acabó adentro de ella, mordiéndole el cuello, abrazándola con fuerza. Hundido en su calor. En su locura. En su amor.
Y en ese momento, supo que no podía dejarla. Que algo haría. Algo, lo que fuera… pero no podía dejar a Vanesa.

Vanesa no iba a permitir que Martín se fuera.
No después de todo lo que habían vivido, de lo que se daban el uno al otro. De cómo él la hacía temblar con solo una mirada, de cómo la cogía como ningún otro. Ella necesitaba su olor, su cuerpo, su leche caliente corriéndole por la garganta o por el culo. Lo necesitaba en su cama, en su piel, en su vida.
Y por eso tomó una decisión.
Le escribió a Darío, un viejo amante, casado, empresario, alguien que todavía babeaba por ella aunque le hubiera dicho mil veces que lo suyo estaba muerto. Él tenía contactos. Y poder.
El encuentro fue discreto. Un café de hotel. Vanesa le explicó todo. Darío sonrió.
—Claro que puedo ayudarte, nena. Pero vos sabés cómo funcionan las cosas.
Ella lo miró sin pestañear.
—¿Una noche?
—Con eso basta —respondió él, con la sonrisa sucia.
Y así fue.

Lo vio en una suite. Se quitó la ropa sin amor, sin deseo. Se dejó coger sin pasión. Él la tomó como un hombre que se sentía con poder. La poseyó por todos lados, como si quisiera marcar territorio. Ella gemía, fingía, cerraba los ojos… y pensaba en Martín. En su pija. En su voz. En su olor. Porque solo así podía soportarlo.
Cuando terminó, se vistió en silencio. Darío le entregó una tarjeta.
—Ese es el nombre. Un puesto técnico en mi empresa. Nada glamoroso, pero es tuyo.
—Gracias —dijo ella, seca.
Regresó al apart hotel esa noche, con lágrimas contenidas y el cuerpo usado, pero con el corazón firme. Le entregó a Martín la tarjeta con una sonrisa temblorosa.
—Tenés una entrevista mañana. Ya está todo hablado.
Él la miró confundido. Y cuando entendió, se le heló la sangre.
—¿Qué hiciste?
Vanesa lo miró a los ojos, sin mentir.
—Pagué un precio. Pero valés cada centavo, papi.
Martín se sintió hundido. Pero también agradecido. Conmovido. La abrazó como si fuera a romperse.
—No sé cómo agradecerte esto, Vane…
Ella lo besó despacio.
—Ya lo hacés cada vez que me cogés como un animal. Pero si querés compensarme… hacelo esta noche. Sin límites.
Y así fue.
Se mudaron juntos días después, a un pequeño departamento en un barrio más barato. Pero era suyo. Con colchón nuevo, cocina pequeña, y una ducha en la que se cogían con fuerza mientras el agua caía entre jadeos.
Esa noche, Martín la besó largo. Y luego la desnudó lentamente. Le lamió el cuerpo entero, le comió el culo con pasión, la hizo acabar tres veces con la lengua antes de metérsela por detrás y llenar su interior como un volcán en erupción.
—Gracias, mi amor… —le dijo mientras ella le tragaba cada gota—. Gracias por no dejarme ir.
Vanesa sonrió con la boca llena, tragó, y lo miró con devoción.
—Sos mío, papi. Para siempre.

Martín llegó a casa esa tarde sin saber que su vida estaba a punto de estallar… otra vez.
Cumplía años. Estaba cansado por el trabajo, todavía adaptándose al nuevo empleo que Vanesa le había conseguido con tanto sacrificio. Pero no podía negar que estaba feliz. Tenía un techo, una mujer que lo volvía loco… y unas ganas constantes de meterle la pija apenas la veía.
Abrió la puerta, y todo estaba en silencio. Pero había una luz tenue. Velas encendidas en la cocina. Vino servido. Música suave. Y al fondo, de pie en el pasillo… ella.
Vestida con un disfraz de enfermera erótica: minifalda blanca, escote profundo, medias hasta los muslos y una pequeña cofia roja. No llevaba ropa interior.
—Buenas tardes, señor paciente… —dijo con voz sensual, moviéndose despacio como en cámara lenta—. Me dijeron que hoy es su cumpleaños… y vine a hacerle una revisión completa del sistema reproductor.
Martín se quedó mudo. Solo podía sonreír como un idiota mientras su pija ya se endurecía dentro del pantalón.
Vanesa caminó hasta él con un estetoscopio falso. Le desabrochó el pantalón y se arrodilló lentamente.
—Primero vamos a inspeccionar el bulto… —murmuró mientras sacaba su pija dura como una piedra.
La agarró con ambas manos, la besó despacio en la punta, y luego la metió entera en la boca, tragándola como una ninfómana en servicio nocturno.
—Mmm… sin duda funciona perfecto… —dijo con la voz suave, escupiéndola, mamándola con intensidad, jugando con los huevos, mirándolo desde abajo—. Pero necesitamos probarlo en acción en una concha mojada…
Lo llevó a la cama. Se subió sobre él y se la metió con un gemido largo. Lo cabalgó lento al principio, luego con fuerza, como una salvaje. Sus tetas rebotaban, su pelo volaba, el sudor les bajaba por el pecho.
—¡Te amo, papi! ¡Feliz cumpleaños! ¡Acabame el alma, te lo suplico! Le dijo mientras saltaba sobre su pija.
Martín la agarró de la cintura, la hizo girar y le levantó la faldita blanca. Le escupió el culo y se lo metió de una, haciéndola gritar de placer.
—¡Sí! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Me encanta que me rompas el culo en tu cumpleaños!
Martín se la cogía con rabia. Vanesa gritaba, se mordía las sábanas, se tocaba la concha mientras él le llenaba el culo con su leche caliente.
—¡Feliz cumpleaños, mi amor! —gritó ella mientras tragaba cada gota—. Soy tu regalo, tu enfermera, tu puta personal. Y esta clínica está abierta las 24 horas.
Se abrazaron desnudos, empapados, jadeando. Vanesa lo besó largo y le susurró al oído:
—No importa cuántos cumplas… siempre voy a estar para curarte el alma… y chuparte la leche.
Martín se despertó con la luz suave de la mañana entrando por la ventana. A su lado, desnuda y dormida, estaba Vanesa, abrazada a su pecho como una gata satisfecha.
Hacía meses que no se iba. No se levantaba pensando si era temporal. Había dejado de contar los días. Ya no era un extranjero: era un hombre con hogar, con trabajo, con amor. Y todo gracias a ella.
Vanesa ya no era solo la vecina caliente que lo llamaba “papi” y lo volvía loco. Seguía siéndolo, claro. Pero ahora era mucho más. Su compañera. Su mujer. La que cocinaba con él, se reía de sus tonterías, lo esperaba con una copa de vino y una mamada gloriosa… o simplemente lo abrazaba en silencio.
Ella también había cambiado.
Atrás había quedado la chica promiscua, la puta, la adicta al sexo sin sentido. Ahora lo quería solo a él. Él era su droga. Su hombre. Su refugio.
Aquella mañana, Vanesa despertó y lo miró con esa sonrisa suya que parecía poder apagar todos los fuegos.
—¿En qué pensás, papi?
—En que no puedo creer todo lo que pasó. Vos y yo. Lo que somos ahora.
Ella se subió sobre él, lo besó despacio y frotó su cuerpo desnudo contra su piel caliente.
—¿Y sabés qué es lo mejor? —le susurró— Que ya no necesito que me cojan mil veces… solo necesito que me cojas vos.
Se la metió despacio, mirándola a los ojos. No fue salvaje. Fue intenso, íntimo, sincero. Una cogida con alma. Ella gemía bajito, mordiéndose el labio, susurrándole cuánto lo amaba. Y él sentía que sí, ahí estaba su lugar.
Ella acabó abrazada a él, temblando. Y cuando él la llenó por dentro con su leche caliente, Vanesa lloró de emoción.
—No me dejes nunca —le dijo.
—Nunca. Este… es mi hogar —respondió él.
Y así terminó todo lo que había empezado como una calentura en el ascensor. Con una mujer redimida. Un hombre en paz. Y dos cuerpos entrelazados, que ya no solo buscaban sexo, sino amor.
Pero también empezaba a tener miedo. Vanesa se volvía cada vez más intensa.
Lo esperaba todas las noches en su departamento, muchas veces ya desnuda. Apenas él entraba, se arrodillaba frente a él, sin saludar siquiera. Le desabrochaba el pantalón con ansiedad, le sacaba la pija y se la metía en la boca como si no hubiera comido en días.
—Te amo, papi… tu leche es mi vicio… —le susurraba entre mamadas profundas, mirándolo a los ojos mientras se la tragaba entera, sin dejar una gota.
Martín acababa en su boca, y ella tragaba con una sonrisa, como si fuera un ritual sagrado.
Luego se lo pedía por atrás. Cada vez más. En cualquier parte. En la cocina. En el ascensor desierto. En la escalera de incendios.

—¡Metémelo en el culo, papi… no puedo vivir sin eso…! ¡Rompeme, haceme mierda, por favor…!
Martín la cogía con furia. Vanesa acababa gritando, llorando, suplicando más. Era insaciable.
—Sos mi dueño… mi macho… mi droga… —le decía, empapada en sudor, con el culo enrojecido, goteando.
Pero mientras ella se volvía adicta a su cuerpo, Martín recibía malas noticias.
En la oficina le informaron que no le renovarían el contrato. Reestructuración. Recorte de personal. Blah, blah, blah… La única verdad era que en dos semanas estaría sin trabajo. Y no tenía visa para quedarse sin uno.
Esa noche volvió al apart hotel con el alma hecha mierda. Se sentó en el sofá, en silencio. Vanesa apareció en tanga y remera corta, lista para montarlo… pero notó su mirada perdida.
—¿Qué pasa, papi?
Martín la miró con tristeza.
—Me quedé sin laburo. Me tengo que volver.
Ella lo miró como si le hubieran metido un cuchillo en el pecho.
—¿Qué…? No. No podés irte. No me podés dejar.
—No tengo opción, Vane. No puedo quedarme ilegal.
Vanesa se le tiró encima, llorando, besándole el cuello, los labios, el pecho.
—Yo te consigo algo. Lo que sea. Pero no te vas. ¡No quiero que te vayas! ¡No sé vivir sin vos, Martín!
Él la abrazó fuerte. El corazón le latía como loco. No quería dejarla. No podía. Pero todo estaba en contra.
Ella se bajó la tanga, se subió a su cuerpo, le sacó la pija del pantalón y se lo metió en la concha, se movía llorando, gimiendo, como si fuera la última vez.

—¡Acabame adentro! ¡Llename de vos! ¡Quedate conmigo, aunque me muera! ¡Quedate, Martín…!
Él acabó adentro de ella, mordiéndole el cuello, abrazándola con fuerza. Hundido en su calor. En su locura. En su amor.
Y en ese momento, supo que no podía dejarla. Que algo haría. Algo, lo que fuera… pero no podía dejar a Vanesa.

Vanesa no iba a permitir que Martín se fuera.
No después de todo lo que habían vivido, de lo que se daban el uno al otro. De cómo él la hacía temblar con solo una mirada, de cómo la cogía como ningún otro. Ella necesitaba su olor, su cuerpo, su leche caliente corriéndole por la garganta o por el culo. Lo necesitaba en su cama, en su piel, en su vida.
Y por eso tomó una decisión.
Le escribió a Darío, un viejo amante, casado, empresario, alguien que todavía babeaba por ella aunque le hubiera dicho mil veces que lo suyo estaba muerto. Él tenía contactos. Y poder.
El encuentro fue discreto. Un café de hotel. Vanesa le explicó todo. Darío sonrió.
—Claro que puedo ayudarte, nena. Pero vos sabés cómo funcionan las cosas.
Ella lo miró sin pestañear.
—¿Una noche?
—Con eso basta —respondió él, con la sonrisa sucia.
Y así fue.

Lo vio en una suite. Se quitó la ropa sin amor, sin deseo. Se dejó coger sin pasión. Él la tomó como un hombre que se sentía con poder. La poseyó por todos lados, como si quisiera marcar territorio. Ella gemía, fingía, cerraba los ojos… y pensaba en Martín. En su pija. En su voz. En su olor. Porque solo así podía soportarlo.
Cuando terminó, se vistió en silencio. Darío le entregó una tarjeta.
—Ese es el nombre. Un puesto técnico en mi empresa. Nada glamoroso, pero es tuyo.
—Gracias —dijo ella, seca.
Regresó al apart hotel esa noche, con lágrimas contenidas y el cuerpo usado, pero con el corazón firme. Le entregó a Martín la tarjeta con una sonrisa temblorosa.
—Tenés una entrevista mañana. Ya está todo hablado.
Él la miró confundido. Y cuando entendió, se le heló la sangre.
—¿Qué hiciste?
Vanesa lo miró a los ojos, sin mentir.
—Pagué un precio. Pero valés cada centavo, papi.
Martín se sintió hundido. Pero también agradecido. Conmovido. La abrazó como si fuera a romperse.
—No sé cómo agradecerte esto, Vane…
Ella lo besó despacio.
—Ya lo hacés cada vez que me cogés como un animal. Pero si querés compensarme… hacelo esta noche. Sin límites.
Y así fue.
Se mudaron juntos días después, a un pequeño departamento en un barrio más barato. Pero era suyo. Con colchón nuevo, cocina pequeña, y una ducha en la que se cogían con fuerza mientras el agua caía entre jadeos.
Esa noche, Martín la besó largo. Y luego la desnudó lentamente. Le lamió el cuerpo entero, le comió el culo con pasión, la hizo acabar tres veces con la lengua antes de metérsela por detrás y llenar su interior como un volcán en erupción.
—Gracias, mi amor… —le dijo mientras ella le tragaba cada gota—. Gracias por no dejarme ir.
Vanesa sonrió con la boca llena, tragó, y lo miró con devoción.
—Sos mío, papi. Para siempre.

Martín llegó a casa esa tarde sin saber que su vida estaba a punto de estallar… otra vez.
Cumplía años. Estaba cansado por el trabajo, todavía adaptándose al nuevo empleo que Vanesa le había conseguido con tanto sacrificio. Pero no podía negar que estaba feliz. Tenía un techo, una mujer que lo volvía loco… y unas ganas constantes de meterle la pija apenas la veía.
Abrió la puerta, y todo estaba en silencio. Pero había una luz tenue. Velas encendidas en la cocina. Vino servido. Música suave. Y al fondo, de pie en el pasillo… ella.
Vestida con un disfraz de enfermera erótica: minifalda blanca, escote profundo, medias hasta los muslos y una pequeña cofia roja. No llevaba ropa interior.
—Buenas tardes, señor paciente… —dijo con voz sensual, moviéndose despacio como en cámara lenta—. Me dijeron que hoy es su cumpleaños… y vine a hacerle una revisión completa del sistema reproductor.
Martín se quedó mudo. Solo podía sonreír como un idiota mientras su pija ya se endurecía dentro del pantalón.
Vanesa caminó hasta él con un estetoscopio falso. Le desabrochó el pantalón y se arrodilló lentamente.
—Primero vamos a inspeccionar el bulto… —murmuró mientras sacaba su pija dura como una piedra.
La agarró con ambas manos, la besó despacio en la punta, y luego la metió entera en la boca, tragándola como una ninfómana en servicio nocturno.
—Mmm… sin duda funciona perfecto… —dijo con la voz suave, escupiéndola, mamándola con intensidad, jugando con los huevos, mirándolo desde abajo—. Pero necesitamos probarlo en acción en una concha mojada…
Lo llevó a la cama. Se subió sobre él y se la metió con un gemido largo. Lo cabalgó lento al principio, luego con fuerza, como una salvaje. Sus tetas rebotaban, su pelo volaba, el sudor les bajaba por el pecho.
—¡Te amo, papi! ¡Feliz cumpleaños! ¡Acabame el alma, te lo suplico! Le dijo mientras saltaba sobre su pija.
Martín la agarró de la cintura, la hizo girar y le levantó la faldita blanca. Le escupió el culo y se lo metió de una, haciéndola gritar de placer.
—¡Sí! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Me encanta que me rompas el culo en tu cumpleaños!
Martín se la cogía con rabia. Vanesa gritaba, se mordía las sábanas, se tocaba la concha mientras él le llenaba el culo con su leche caliente.
—¡Feliz cumpleaños, mi amor! —gritó ella mientras tragaba cada gota—. Soy tu regalo, tu enfermera, tu puta personal. Y esta clínica está abierta las 24 horas.
Se abrazaron desnudos, empapados, jadeando. Vanesa lo besó largo y le susurró al oído:
—No importa cuántos cumplas… siempre voy a estar para curarte el alma… y chuparte la leche.
Martín se despertó con la luz suave de la mañana entrando por la ventana. A su lado, desnuda y dormida, estaba Vanesa, abrazada a su pecho como una gata satisfecha.
Hacía meses que no se iba. No se levantaba pensando si era temporal. Había dejado de contar los días. Ya no era un extranjero: era un hombre con hogar, con trabajo, con amor. Y todo gracias a ella.
Vanesa ya no era solo la vecina caliente que lo llamaba “papi” y lo volvía loco. Seguía siéndolo, claro. Pero ahora era mucho más. Su compañera. Su mujer. La que cocinaba con él, se reía de sus tonterías, lo esperaba con una copa de vino y una mamada gloriosa… o simplemente lo abrazaba en silencio.
Ella también había cambiado.
Atrás había quedado la chica promiscua, la puta, la adicta al sexo sin sentido. Ahora lo quería solo a él. Él era su droga. Su hombre. Su refugio.
Aquella mañana, Vanesa despertó y lo miró con esa sonrisa suya que parecía poder apagar todos los fuegos.
—¿En qué pensás, papi?
—En que no puedo creer todo lo que pasó. Vos y yo. Lo que somos ahora.
Ella se subió sobre él, lo besó despacio y frotó su cuerpo desnudo contra su piel caliente.
—¿Y sabés qué es lo mejor? —le susurró— Que ya no necesito que me cojan mil veces… solo necesito que me cojas vos.
Se la metió despacio, mirándola a los ojos. No fue salvaje. Fue intenso, íntimo, sincero. Una cogida con alma. Ella gemía bajito, mordiéndose el labio, susurrándole cuánto lo amaba. Y él sentía que sí, ahí estaba su lugar.
Ella acabó abrazada a él, temblando. Y cuando él la llenó por dentro con su leche caliente, Vanesa lloró de emoción.
—No me dejes nunca —le dijo.
—Nunca. Este… es mi hogar —respondió él.
Y así terminó todo lo que había empezado como una calentura en el ascensor. Con una mujer redimida. Un hombre en paz. Y dos cuerpos entrelazados, que ya no solo buscaban sexo, sino amor.
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