Si los hombres lo hacen, ¿por qué nosotras no?

Ese tipo de frases ella solía decirme. Entre otras como: “Aprende a vivir sin miedo al qué dirán”; “Vive la vida con intensidad, sin los temores moralinos que te inculcaron desde chiquilla”; La felicidad una misma se la tiene que conseguir”; “Obtén placer por ti, no dependas de ningún hombre”.


Sé que ahora suenan a consejos motivacionales que te puedes encontrar en cualquier muro de Facebook, pero para aquellos años no era tan común que salieran de la boca de una mujer, y mucho menos que aquella no sólo se conformase con clamar ese tipo de consejos, sino que realmente los pusiera en práctica.


Si los hombres lo hacen, ¿por qué nosotras no?

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Siempre que salíamos juntas, Nila me animaba a vivir sin ataduras. A divertirme sin preocuparme por mi matrimonio. A buscar placer más allá del que pudiera brindarme mi marido. Aunque conociéndola, la verdad, siempre temía hasta dónde llegarían sus intenciones, pues es una mujer muy decidida.


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Y la más libidinosa que he conocido.


Esa noche, por ejemplo, luego de arreglarnos, Nila me llevó a una sexshop ubicada en la Zona rosa. En esos años; mediados de los noventa; no eran tan comunes, de hecho esa fue la primera vez que yo entré en un lugar así.


Las vitrinas y estantes estaban colmados de distintos objetos fálicos; revistas pornográficas; videos; prendas íntimas; disfraces y demás artículos por el estilo. Nila me mostró la calidad y el calibre de unos penes de silicón que tomó de una repisa. Me sorprendió el increíble detalle en ellos. Incluso tenían una textura bastante realista con todo y venosidades. Tomé uno, aunque con cierta vergüenza. Temí las miradas de las personas a nuestro alrededor, sobre todo porque éramos las únicas mujeres que estábamos allí en ese momento. Como ya he dicho, eran otros tiempos. Aunque luego me dio risa su largo tamaño y extremo grosor.


—¿Te imaginas si hubiera hombres con este tamaño de...? —le comenté, mientras comparaba, en tamaño y grosor, aquel miembro fálico con mi propio brazo que era mucho más delgado.


—Pero sí que los hay —afirmó Nila sonriendo.


Me sentí como una tonta. Yo nunca había...


—Mira. Ahí está nuestro almuerzo —me dijo de pronto.


Tardé un poco en comprender. Nila me señalaba a tres chicos que estaban a unos metros.


—¿Cómo ves...? ¿Nos los almorzamos? —me propuso.


—¡¿Qué?! ¡No! ¿Cómo... cómo crees? —dije, sorprendida ante tal propuesta. Y es que aquellos tres eran muy jóvenes, unos chamacos. Se les notaba no sólo en su apariencia sino en su comportamiento, pues se la pasaban riendo y vacilando de cualquier objeto que observaban.


No podía creer que aquello cruzara por su mente. Ella era una mujer casada, ambas lo éramos. Aquellos muchachos eran unos chiquillos comparados con nosotras... bueno, en ese entonces aún éramos jóvenes, pero...


—Mira —me dijo ella, sin embargo—, ¿cuándo has vivido algo así? Te apuesto a que nunca te has atrevido a siquiera pensar en hacerlo con un hombre menor que tú. Y no me digas que no te pica la curiosidad la simple idea de hacerlo.


—¡Pero Nila, estos son unos chamacos! ¡¿Qué tal si nos metemos en problemas?! ¡Podrían acusarnos de...!


—Ay Feli. De seguro son mayores de edad, digo, deben de serlo para que los hayan dejado entrar en una tienda como ésta. Vente, vamos.


Y caminó hacia ellos. Yo me quedé ahí parada, aterrorizada de las posibles consecuencias de los actos de mi amiga. Llegué a pensar en irme, dejarla ahí mismo.


—Hola, mi amiga y yo nos preguntábamos si alguno de ustedes estaría interesado en mostrarnos el funcionamiento de uno de estos aparatos —pude escuchar que eso les dijo, a la vez que tomaba una de las cajas que los jóvenes habían estado curioseando.


Contenían unos cilindros transparentes con una perita de hule, semejante a la de los aparatos con los que toman la presión arterial.


Los tres chicos se quedaron boquiabiertos ante el abordaje de mi amiga.


—Disculpe, pero nosotros no trabajamos aquí —contestó el más correcto (o el más lerdo) de los tres.


—Claro que no. Sé que ustedes únicamente están viendo la mercancía como nosotras. Es sólo que pienso regalarle una bomba de vacío a mi marido, pero antes quisiera ver cómo funciona. Miren, qué les parece si vienen a mi departamento y les invito unas copas a cambio de que me permitan probar una de éstas en ustedes. ¿Eh? ¿Qué les parece?


No puedo describirles la expresión en sus rostros sin quedarme corta. Aquellos tres no podían creer su buena suerte. Era obvio que habían entrado allí sólo para vacilar y andar de calenturientos. ¿Cómo podrían haberse imaginado que iban a toparse con una oportunidad así?


Mientras Nila pagaba el producto los tres chicos no dejaban de observarle su trasero, era evidente lo que los motivaba para irse con dos desconocidas. Luego, mientras ellos recogieron sus mochilas que habían dejado en paquetería, me aproximé a Nila para hablarle en privado.


—¿Cómo puedes hacer algo así? ¿Cómo pones en riesgo tu matrimonio sólo por una aventura? —le dije.


—¿Mi matrimonio? ¿Te preocupas por mi esposo? Mira, es obvio que Heraclio hace este tipo de cosas todo el tiempo. No dudo que él se lleve a tres jovencillas a la cama si ve la oportunidad. ¿Y qué, las mujeres no tenemos derecho a satisfacernos de la misma manera?


Yo no opinaba igual que ella en aquel momento. Después de todo, la educación que me habían inculcado mis padres pesaba. Aún recuerdo los consejos que mi madre me dio el día de mi boda: “El matrimonio es sagrado. Nunca le vayas a faltar a tu hombre. Acuérdate, primero Dios y luego el hombre”. Hoy eso se consideraría machismo (machismo viniendo de una mujer, ¡imagínense!), pero en esos días las propias madres daban esos mandatos.


Aquellos muchachos se nos acercaron. En sus rostros se notaba lo entusiasmados que estaban. También me miraron con avidez y morbo. Nunca antes había sentido unas miradas tan intensas, tan deseosas por mí. Seguro vislumbraban lo que harían con nosotras.


Nila me miró como cuestionándome si decidía acompañarla en la juerga después de todo.


—Bien, vamos —le dije.


Decidí “aventarme al ruedo”, como diría mi padre. A él le fascinaban los toros, y hacía metáforas con la fiesta brava todo el tiempo. Caray, mi Padre. El pobre se hubiese ido de espaldas si me viera en una situación así. Pero es que jamás había sentido lo que esas interesadas miradas provocaron en mí. El ser apreciada así me había alentado el orgullo.


Además, me tranquilicé pensando que en cualquier momento podría irme, si las cosas se ponían demasiado excesivas.


Cuando regresamos al departamento, Nila les invitó a los muchachos diversas bebidas alcohólicas al gusto de cada quien, y nos sentamos en la sala. Allí, entonados y relajados, comenzó a charlar con ellos. Yo guardaba silencio, pero, a decir verdad, me mantenía expectante, atenta.


Noté que el más extrovertido era Pepe, el más varonil y alto de los tres. Domingo; un joven moreno, chaparrón y fornido; era el “cómico” del grupo, diciendo cualquier graciosada, y burlándose a la menor oportunidad, sin miedo al ridículo. Por último, Tomás era el más callado y, supuse, el más inexperto.


Nila les preguntó si ya no eran vírgenes.


Pepe y Domingo reaccionaron con explosivas carcajadas diciendo: “No, claro que no” y “Cómo crees”. Pero Tomás se quedó callado y noté que se sonrojaba.


Les cuestionó cómo habían perdido su virginidad y fue notoria la fanfarronería y exageración en lo que narraron.


Luego de contar sus anécdotas, Pepe se atrevió a preguntarle a Nila sobre su primera vez.


“Bueno, mi primera experiencia sexual la tuve en la secundaria. Yo de por sí llevaba la falda del uniforme más arriba que las demás, y por eso todos me traían ganas. Me gustaba embobar a mis compañeros, aunque eran los maestros quienes no dejaban de mirarme. Un día quise hacerle una jugada a un maestro que me había reprobado y, como sabía que se la pasaba mirándome las piernas durante toda la clase, ese día se las abrí lo suficiente como para que notara que no me había puesto ropa interior. Sabía que aquello lo excitaría, y así fue.


Sólo quería vengarme dejándolo bien caliente, pues para ese tiempo ya sabía que a los hombres les duele cuando se excitan demasiado y no pueden desahogarse. Pero luego, cuando la clase terminó y nos comenzábamos a retirar, el profesor me pidió que me quedara.


Ya ustedes se imaginarán lo que ocurrió. Ese año no reprobé ninguna materia”.


Tras escuchar la anécdota todos reímos. Domingo notó que a Pepe se le había establecido una perceptible erección bajo su pantalón. Inmediatamente realizó comentarios burlones sobre él.


Pero, para sorpresa de los demás, Nila se le acercó y le palpó el bulto.


—Bueno, por lo que se puede observar, tú serás el primer voluntario para mostrarme qué tal funciona el artículo que compré. —le dijo Nila, quien luego ordenó—. Muy bien, desnúdense, es momento de probar la bomba de vacío.


Y mientras fue por ella los chicos comenzaron a desvestirse. Hubo risas y hasta burlas entre ellos. Era evidente que, pese a que presumían de machitos curtidos, estaban nerviosos, en particular en el caso de Tomás, a quien le temblaban las manos mientras se desabotonaba.


«Éste debe de ser virgen », me dije.


En el breve momento que me quedé sola con ellos, también me sentí un tanto avergonzada. Nunca había estado ante tres hombres en una situación así, y mucho menos de esa edad.


Nila regresó con el producto que había comprado y, mientras lo sacaba de la caja y armaba sus piezas, los chicos completaron su desnudés al retirarse los calzoncillos.


Fue un espectáculo que todavía rememoro con añoranza. ¿Han visto esas escenas en las que puedes ver cómo una serie de flores abren sus pétalos de manera natural ante la presencia del sol? Así me pareció, era un espectáculo natural en el que esos tres apéndices (de distintas complexiones, tonos de piel y longitudes) poco a poco iban irguiéndose, influidos por nuestra presencia.


Diría que era algo mágico que nunca había atestiguado de esa manera.


Domingo hizo comentarios burlones sobre el estado de los falos de sus compañeros, y el de él mismo. Los otros rieron. Tomás tenía las mejillas tan coloradas que parecía un jitomate.


Nila, sin embargo, tomó aquello con seriedad.


—Bueno, vamos a ver —y con aquel cilindro transparente en la mano, hizo que el pene de Pepe entrara en la abertura propicia para ello—. Eso, así, ahora muéstrame qué tal funciona la bomba que compré —y Nila comenzó a oprimir la perita de hule bombeando el aire que contenía el cilindro hacia el exterior.


Yo estaba maravillada, el pene, que de por sí era de considerable largueza, se inflamó aún más en el interior del recipiente conforme la mano de Nila bombeaba sacando el aire del receptáculo. Tal acción nos permitió atestiguar el incremento de tamaño en el miembro. Todos estábamos asombrados. Supongo que Nila era la única acostumbrada a ver algo así. Era increíble ver como el ya de por sí erecto miembro de aquel chico crecía aún más, hinchando el glande hasta el punto de amenazar con estallar. Por la expresión de malestar en el rostro del chico, los demás nos dimos cuenta que la presión sanguínea en su pene ya era excesiva, e incluso dolorosa.


—Ya Nila, por favor para ya —le pedí suplicante, temiendo que le hiciera algún daño permanente al pobre muchacho.


Temía que, como película de horror, terminara explotando la sangre ante la vista de todos nosotros.


Nila por fin se detuvo y abrió una válvula permitiendo la entrada de aire nuevamente pero poco a poco. Cuando por fin retiró el cilindro, todos pudimos atestiguar el tremendo tamaño del falo de Pepe. Hasta él mismo se impresionó.


—Bien, pues parece que en verdad funciona esta cosa. Claro que mi marido necesitará más bombeo y, aun así, no espero que su verga crezca tanto —dijo Nila, señalando con uno de sus dedos un tamaño evidentemente pequeño.


Todos rieron, y yo misma no pude contenerme.


—Bueno, ahora quién sigue. ¿Tú? —Nila le preguntó a Domingo.


Con el robusto muchacho Nila realizó la misma operación, y al final, pese al dolor al que fue sometido, éste quedó complacido con su enorme tamaño conseguido.


Sin embargo, cuando llegó el turno de Tomás, éste no pudo soportar el roce de las manos de mi amiga en su área íntima y eyaculó sin poder contenerse. Nila no dudó en regañarlo.


—¡¿Cómo no pudiste aguantarte?! ¡Ahora vas a ser el último que tenga el gusto de penetrarnos, por precoz!


¿Penetrarnos? Oír eso hizo que tomara consciencia de que era el momento de salir de ahí, antes de que las cosas se complicaran. Hasta el momento me había estado divirtiendo con la situación, pero escuchar aquello reveló lo que Nila se propondría a continuación. No se conformaría con aquel juego erótico. Ella estaba decidida a tener sexo con esos chicos, mejor dicho, a que las dos lo hiciéramos. Hasta ese instante yo había sido una observadora y nada más. En cualquier momento podía irme, sin verme implicada, y ese era el momento.


—Oye Nila, yo creo que mejor me voy —expresé y me levanté.


—No seas tonta. Vamos a divertirnos —me respondió y me llevó aparte.


Mientras tanto los jóvenes vacilaban entre ellos, Domingo y Pepe simulaban “espadearse” con sus propias erecciones.


—No seas así, acompáñame. La vamos a pasar genial, mira.


Y en ese instante me los mostró. Me quedé desconcertada ante tales objetos, no entendía su propósito.


—¿Qué son? —le pregunté.


Ella sólo sonrió diablescamente en respuesta, tal gesto presagiaba su utilidad. Picó mi curiosidad, no puedo negarlo, así que la acompañé de regreso con los muchachos. 


—Uno para cada uno.


Y así le entregó a cada cual un aro metálico cromado. Ellos también desconocían la función de los mismos, pude darme cuenta.


—A estos les digo los anillos de compromiso —enunció Nila.


Los chicos rieron. Supongo pensaron que se trataba de una broma. Esas argollas eran demasiado grandes como para ser anillos para un dedo. ¿Y qué pretendía al dárselos? ¿Qué se comprometieran con ella para ser sus novios?


—No, no me mal interpreten. No se trata de nada cursi —continuó Nila y procedió a demostrarles con el ejemplo, tomando el miembro de Domingo e hincándose ante él—. Estos se colocan alrededor del pene, en la base, y no permiten que éste pierda erección. Funciona aprisionando la sangre que erecta sus miembros manteniéndolos duros, como piedra.


Pero Domingo la detuvo, no permitiéndole que se lo colocara. Por mi parte entendí al muchacho, la explicación de Nila me había parecido la descripción del funcionamiento de un aparato de tortura.


Los otros dos pusieron cara de total desagrado.


—Lo sé... no son precisamente cómodos —dijo, a la vez que se ponía en pié—, y es por eso que ponérselos es señal de compromiso. Si ustedes están verdaderamente interesados en tener sexo con nosotras (Nila sin siquiera consultarme ya me incluía en el trato) deberán ponerse el anillo en su pene. Ese es un requisito que les pido.


Los chicos se mostraron reacios a aceptar tal propuesta.


—Miren, esto yo se los ofrezco a su libre voluntad. Yo no voy a tener sexo con ustedes si no quieren, pero tampoco les permitiré hacerlo si se oponen a usar estos anillos —enfatizó Nila—. Con el uso de ellos se comprometen a no perder firmeza hasta dejarnos totalmente satisfechas. Usarlos conlleva cierto dolor, no lo niego, y aceptarlos es decisión de ustedes. Si no están de acuerdo pueden retirarse. Pero eso sí les digo, si quieren disfrutar del delicioso cuerpo de mi amiga y del mío (y aquí me abrazó sugerentemente), tendrán que aceptar este compromiso que les propongo.


—Pues es que nosotros... —comenzó a decir Pepe, pero se quedó callado sin terminar.


—Pero es que miren —intervino Domingo, y meneó su corto pero grueso falo, zangoloteando su virilidad de un lado a otro ante la mirada de los demás —. No necesitamos eso, la tenemos bien parada.


—Sí, no se nos va a bajar tan fácil —expresó Pepe, e imitó a su amigo, pero como el de él era más largo provocó chasquidos al abofetear sus muslos con su tiesa carne.


—Ya sé que ustedes la tienen bien parada ahorita —respondió Nila—, y están más que bien para un palo rápido. Pero lo que estoy por brindarles va más allá de un acostón, va a ser toda una experiencia sexual como no la han vivido, y para eso necesitan aguantar, hacer un sacrificio. No quiero que en el mejor momento se nos pongan flácidos. Además, tómenlo como un detalle para con nosotras. Como un regalo para que tanto ustedes como nosotras quedemos completamente satisfechas.


Como ninguno aceptaba, Nila se puso seria.


—Bueno, si no quieren no voy a obligarlos. Ha sido un gusto conocerlos. Pueden vestirse y retirarse, ya saben cómo salir del edificio.


Obviamente esa era una oportunidad única que no se les presentaría de nuevo en la vida, eso hasta yo lo podía ver, así que...


—Está bien, venga. —exclamó Pepe, y se paró frente a Nila totalmente dispuesto a que le colocara el aro opresivo en el pene.


Mientras que a Pepe se lo colocaban, Domingo y Tomás lo veían como experimentando la misma incomodidad que su amigo parecía sufrir. Aquella argolla aparentaba venirle estrecha, aunque hizo “clic” después de todo, una vez hubo cerrado.


—¡Aaayyy, aprieta un chingo! —exclamó Pepe.


—Así debe ser —repuso Nila—. Tiene que quedar apretado —le dijo, y le empuñó el falo como gesto de consolación.


Pero tales palabras no animaron a ninguno de los otros dos, así que Nila tomó del brazo a Pepe y con su otro brazo me tomó a mí.


—Bueno, ni modo, nosotras nos vamos a almorzar a su amigo, y si ustedes quieren esperarlo pueden hacerlo aquí en la sala, allí está la tele, para que no se aburran —les dijo, con particular desdén.


Los tres caminamos a la habitación de Nila. Mientras lo hacíamos, no pude dejar de admirar el hermoso cuerpo del chico. Bien tonificado, sus músculos estaban muy definidos. «Consecuencia indudable del ejercicio. Si hace ejercicio habitualmente debe tener agilidad para los movimientos en la cama», pensé y me sorprendí de mi propia reflexión.


Mi vista se dirigió, inevitablemente, al largo pene de aquel joven. En clara actitud de combate, se erguía como lanza dispuesta al ataque. Mi humedad vaginal se hizo patente mientras pensaba que, en tan sólo unos minutos, mi intimidad podría tener como huésped a ese largo falo. Miembro que era particularmente grande y lindo. «De verdad que es lindo... más que el de mi esposo», no sé cómo pude pensar eso, pero así lo hice.


Para ser sincera, hasta me olvidé de los otros dos jóvenes quienes, antes de que Nila cerrara la puerta de la habitación, se acercaron.


—Hey, esperen... —gritó implorante Domingo.


Al final los otros dos chicos accedieron a la habitación con nosotras, No querían ser dejados fuera de la jugada. Y jugar fue justo lo que hicimos en aquel cuarto.


Nila era indudablemente quien dirigía toda la situación. Lo que decía se acataba. Estableció un juego en el que, si alguno de los chicos acertaba a contestar correctamente, tendría derecho a retirar y quedarse una de nuestras prendas íntimas.


Nila me pidió girarme, dándoles la espalda a los muchachos. Entonces les preguntó cuál era el color de mis ojos. Esto tomó a los chicos por sorpresa, y, a pesar de sus intentos (uno para cada quien), los dos primeros fallaron.


Afortunadamente, para el tercero (Tomás), las posibilidades se redujeron y así acertó. La verdad a nadie se le había grabado este detalle. Los hombres miran primero otras cosas. Pero el azar le permitió a Tomás ser el ganador.


Yo perdería parte de la ropa.  Nila le preguntó qué prenda quería y el muchacho demostró no ser tan tonto al decir que lo que deseaba eran mis pantaletas. Sus amigos lo ovacionaron por tan acertada selección. Nila animó al chico para que se me acercara, y a mí me pidió no moverme, quedándome quieta mientras aquél procedía a retirarme la prenda acordada. Me quedé expectante y algo nerviosa mientras que Tomás se hincó ante mí y metió sus manos bajo mi vestido para bajar con ellas mi ropa íntima.


La amplitud de mis caderas y lo pegado que estaba mi vestido a mi cuerpo dificultó su maniobra, sin embargo, logró retirarme las bragas. Los otros chicos lo vitorearon, y le sugirieron que la olfateara. Tomás lo hizo, pegó la prenda a su nariz y respiró profundo. El chico quedó extasiado. Yo, por mi parte, me reí sin poder contenerme al ver la cara que ponía aquel chamaco oliendo mis calzones. Ya de por sí era muy chistoso ver a aquellos tres con sus miembros bien erectos, “cabeceando” por doquier (por llamarlo de algún modo) cuando caminaban. Como que era extraño y gracioso a la vez.


Luego de otras preguntas terminé completamente desnuda, cubriéndome pechos y sexo con mis manos, pues me sentía avergonzada. Nila en cambio lucía imponente, aunque ya sólo vestía su brasier y pantaletas. Era evidente que ella; a diferencia de mí; estaba familiarizada con este tipo de situaciones, como la que en ese momento estábamos viviendo, y lucía muy segura de sí misma.


Domingo se quedó con la boca abierta al contemplar a tal belleza de mujer una vez quedó totalmente desnuda. A decir verdad, todos quedaron perplejos ante la hermosura del cuerpo de mi amiga. No había duda de que Nila, además de poseer una belleza natural, cuidaba muy bien de su físico. Y también era indudable que en ese momento ella disfrutaba el ser el centro de atención en aquella habitación, me daba perfecta cuenta de ello.


Ya sin ninguna prenda encima, Nila abrió las cortinas de la habitación. Al principio me pareció extraño. Era de noche y, a pesar de estar en un piso alto, cualquier persona en otro edificio nos podría ver. Pero luego me cayó el veinte, como solía decirse en aquellos años. Justo eso pretendía ella, que pudieran vernos. Para ese momento no dudaba que Nila deseaba ser observada, pues de seguro eso le excitaba. Era una total exhibicionista.


De tal manera, con las ventanas como escaparate del espectáculo del que los cinco formaríamos parte, los chicos se sometieron a la voluntad de Nila.


Para la siguiente dinámica ella estableció que serían atados de pies y manos, cada uno a una silla, y se les vendarían los ojos. A mí me pareció una locura, era demasiado turbio. No podía adivinar qué es lo que se proponía y ellos también reaccionaron extrañados y hasta hubo protestas. Sin embargo ella volvió a amenazar que si no lo hacían no podrían tener el sexo que tanto deseaban, por lo que no hubo más oposición.


Nila no les dijo cuál sería el premio, sin embargo, les prometió que esta vez la recompensa sería aún más grata. Explicó las características del nuevo juego: ella, o yo, nos acercaríamos a cada uno de los tres y les haríamos alguna caricia (ellos estarían sentados, aunque incapaces de moverse). Los muchachos deberían adivinar de quién se trataba, pero atados como estaban no podrían tocarnos, dejando sólo para nosotras la iniciativa de hacer cualquier clase de contacto físico. Además, en esta ocasión, habría un castigo pues, si se equivocaban, Nila o yo les daríamos una buena bofetada.


Nila me animó a ser la primera y no se me ocurrió otra cosa que darle un beso en los labios a Pepe quien, siendo honesta, era quien me gustaba. Éste preguntó si se trataba de Nila y ella misma me indicó que lo “premiara” contundentemente ante tal respuesta. Mi bofetón tomó al chico por sorpresa. Éste emitió un improperio tras del cual los otros rieron al escucharlo. Yo también reí.


Traté de hacerme a un lado, suponiendo que la siguiente sería Nila, pero ella me indicó que continuara con otro de los chicos.


La siguiente víctima fue Tomás, a quien sorprendí sentándome sobre él, pero de frente, y metiéndole mi lengua en uno de sus oídos. El chico me provocaba ternura. Inmediatamente pensó que se trataba de Nila, por lo que recibió otra de mis bofetadas.


Cuando le correspondió a Domingo, sin problema pudo adivinar que de mí se trataba luego de que le di un beso en la mejilla. La verdad no me atraía en lo más mínimo. Nila impuso como premio que me le sentara en las piernas al chico y, con movimientos oscilatorios, le brindara una especie de baile en su regazo.


Al principio no me sentí capaz. Nunca había hecho algo así. Pero Nila me animó. Pese a mi sentir me paré dándole la espalda, y dispuesta a sentarme en él. Con un dedo incliné el pene del muchacho, para no correr peligro de que dicho miembro se me metiera “accidentalmente”, pues con el anillo puesto lo tenía bien erecto. Una vez que reposé mi ser sobre los gruesos muslos de Domingo, y piel a piel nuestros cuerpos hicieron contacto, por un momento me sentí extraña, como si yo fuera otra persona. Jamás había imaginado, ni en las más íntimas de mis fantasías, estar en una situación como esa. Mis nalgas, descubiertas de prenda alguna, descansaban en los muslos de un total desconocido. Uno que, si lo viera en la calle, jamás se me ocurriría intimar con él, por su edad y su aspecto.


Pero de repente algo raro pasó. Mi trasero se empezó a mover en círculos de manera natural. Como si mi cuerpo respondiera automáticamente a aquella situación, mis asentaderas se batían oscilatoriamente en un meneo que puso a aquel muchachón súper caliente, y de paso a mí también. Incluso pude sentir que mi vagina se humedecía, como auto-lubricándose para lo que podía venir. Domingo también soltó un poco de líquido pre-eyaculatorio de la punta de su pene. Aceite que se me embarró en mis muslos, pues con ellos tenía atrapado el falo del chico.


Nila me dio indicación de parar.


—Ya está bien Feli, hasta ahí. Es suficiente.


Me levanté y el muy impertinente me gritó:


—¡No seas manchada! ¡No me dejes así de caliente! Tan siquiera exprímeme la reata, ¡qué no ves que ya no aguanto! —dijo Domingo, quien atado a la silla se movía convulsivamente.


Supuse que de seguro estaba desesperado por no poder eyacular y así desahogarse. Indudablemente, si tuviese sus manos libres, no dudaría en írseme encima.


Nila se le acercó y con voz autoritaria espetó:


—¡Éste es mi juego y yo soy quien impone las reglas!, así que guarda silencio y date por satisfecho —le expresó con total autoritarismo.


Tras lo dicho noté un brillo peculiar en su mirada. Era indudable que gozaba al sentirse con el poder de brindar o negar placer a cualquiera de esos muchachos.


Nila fue la siguiente en dar una caricia a uno de los chicos. Esta vez fue Tomás quien, pasivo, recibió un beso de Nila, pero fue justo en la mera puntita del pene. Claro que yo no hubiera hecho algo así. Por ello me dije: «De seguro que adivina». Y en efecto, el afortunado muchacho adivinó de quién se trataba. Nila se dispuso a presentar su recompensa. Se puso de espaldas al muchacho con las nalgas justo frente a su rostro.


Creí que se sentaría en las piernas del chico, tal como yo lo había hecho, pero no.


Nila tomó su cabeza de los cabellos y estampó su cara contra sus nalgas. La nariz de Tomás se incrustó en la hendidura que las dividía. Los dos gajos de carne eran notablemente más grandes que las mejillas del joven, el trasero por completo era mucho mayor a toda la cara del chico. Nila batió el culo en rítmicos y rápidos movimientos, como si estuviera bailando una danza oriental sin soltar la cara de Tomás.


Yo no sabía si eso era un premio o un castigo. Nila tenía una expresión de lujuriosa insaciable en la cara mientras realizaba tal acto.


Sin poner fin a esa serie de premios y castigos, los tres chicos, aún atados a las sillas, parecían sufrir una cruel tortura. No sólo porque las tremendas erecciones no se les bajaran, sino porque Nila los excitaba pero no les permitía desahogarse. Debían estar sufriendo mucho. Ambas los contemplábamos en tal estado pero mientras que yo sentía pena por ellos, a Nila le provocaba un evidente placer afrodisiaco.


Nila estaba en estado de éxtasis, podía darme cuenta de ello. Pero para mí era distinto. Me sentía angustiada por los chicos al verlos así sometidos. Sentía empatía por aquellos pobres quienes, seguramente, padecerían en sus entrepiernas terrible suplicio. De hecho me hizo recordar cuando de pequeña mi papá me hacía cosquillas. Recuerdo que él se ensañaba no dejándome escapar. No me malinterpreten, aquello no tenía nada de malo, me cosquilleaba en las axilas, no en un área privada. Pero me llevaba a un estado de éxtasis intolerable en el que las lágrimas ahogaban mis ojos. A eso me refiero en mi comparación con la tortura sufrida por aquellos tres chicos.


Los tres penes erguidos se agitaban como anhelantes de ser exprimidos, hasta escupir aquello que ansiaban despedir con toda su fuerza. Era evidente que los anillos les constreñían de forma innatural, evitando que pudieran relajarse siquiera, volviendo a su estado de flacidez.


No podía soportarlo más.


—Por favor Nila, ya retírales esas cosas. Están sufriendo mucho, ¿qué no lo ves? —le rogué a Nila, a pesar de que me daba perfecta cuenta que justo verlos así le provocaba un mórbido placer.


Ella sonrió y asintió.


—Bueno, si de verdad lo quieres lo haré, siempre que me ganes en una competición.


Esa maliciosa sonrisa presagiaba algo perverso.


Fue entonces que, siguiendo sus indicaciones, escogí mi “montura” (por decirlo así). Me dispuse a sentarme sobre Pepe. Nila, por su parte, hizo lo propio a mi lado sobre Domingo.


—A ver cuál de nuestras monturas aguanta más. Acuérdate, esta no es una carrera para ver quien llega más rápido, por el contrario, es una competencia de resistencia.  Si tu potro se viene primero pierdes, pero si es el mío te daré la oportunidad de liberarlos —sentenció.


Y una vez dijo eso, Nila tomó el robusto miembro de Domingo, apuntándolo hacia su vagina, y me indicó que yo hiciera lo mismo con el de Pepe. Las dos estábamos a punto de introducirnos las hombrías de aquellos dos jóvenes por vez primera. No habían perdido las vendas que cubrían sus ojos, por lo que ninguno vería nada y toda la acción la haríamos nosotras, quedando ellos indefensos ante nuestros movimientos. Eso no sería hacer el amor; yo nunca había hecho cosa igual. Esto hizo que, pese a mi preocupación por el sufrir de aquellos, la situación me pareciera de lo más excitante; no lo puedo negar ahora.


Nila hizo un conteo, y al final de éste las dos nos sentamos a la vez en nuestros respectivos “tronos”, como ella les llamó. Sentir el tieso y caliente miembro de Pepe de un sentón fue una total locura. Con mi esposo siempre lo introducía de poco a poco. Y aunque Nila inmediatamente comenzó a cabalgar a Domingo, por mi parte me quedé quieta por un momento, pues, a la vez que me acostumbraba a tan enorme falo, disfrutaba sentir su latir dentro de mí, fue hermoso.


—Pero anda, muévete. Acuérdate que es una carrera —me acicateó.


Así mi propio cuerpo comenzó a menearse. Y poco a poco me moví más rápido, quizás más por instinto que por obedecerla a ella. El ritmo expresaba la avidez de mi propia lujuria que en mí afloraba. Batí el trasero como nunca antes. Nila hizo lo propio sobre Domingo, a quien cabalgó como si quisiera domar a una bestia rebelde que bajo ella se debatía, pues, pese a sus amarres, el vigoroso joven trataba de rebotar, como necesitado de hacer movimientos pélvicos de penetración.


Tomando apoyo en las rodillas de Pepe, me di sentones sobre sus muslos que producían sonoros chasquidos cuando mis nalgas azotaban en ellos. Los sonidos; los jadeos; el calor; el placer era enervante. Dejaba que saliera de mí la larga hombría sólo para luego volvérmela “a tragar” de un solo sentón. La sensación que aquel acto me producía me excitaba. Me incliné para ver cómo se realizaba nuestra unión y la asociación entre esa vista y el ser consciente de que estaba copulando con un total desconocido (mucho más joven que mi marido) me llenó de un placer perverso.


Con eso en mente, me levanté hasta que la puntita de su glande quedaba apenas atrapada entre mis labios, para luego dejarme caer nuevamente, sintiéndolo todo dentro de mí a consciencia. Ver aquel tubo de carne desaparecer por completo dentro de mí estimulaba al máximo mi lujuria.


Aquel tipo de “cabalgata” se volvería una usual competencia entre Nila y yo, habitual en nuestras posteriores aventuras sexuales. Montamos lo mejor que pudimos. Ella meneaba aquel portento de nalgas sobre Domingo, mientras que yo no dejaba de hacer sentadillas sobre el resistente Pepe, quien no daba muestras de cansancio. Se veía que ambos muchachos no eran para nada novicios en el sexo.


Al final fue Domingo quien no pudo resistir más y eyaculó primero, inseminando la vagina de mi amiga. Pero en ese momento me volvió a caer el veinte: aquellos chicos no deberían poder eyacular libremente debido a los anillos. La restricción ejercida por tal argolla no sólo debía impedir que la sangre escapara de su miembro, sino que también evitaría que su semen se abriera paso por este mismo para ser expulsado, por lo menos normalmente.


Fui consciente, entonces, que aquello debió ser una dolorosa eyaculación para el pobre muchacho que Nila tenía debajo. Evidencia de ello fue que Domingo exclamó un gritó muy sufrido a la par de aquella expulsión de espermas. Incluso (más tarde me di cuenta) había rastros de sangre mezclados en el semen que Nila expulsó de ella cuando se levantó. Aquello debió ser de lo más doloroso para aquél, y pese a ello la dureza en el muchachón no bajaba. Comprendí en ese momento hasta dónde podía llegar la lujuria y la malicia de mi amiga.


Sintiendo pena por los aún muy jóvenes muchachos, debido a la restricción de aquellos aros metálicos, yo misma me decidí a liberarlos del cepo que atenazaba sus hombrías. Me levanté para luego arrodillarme frente a Pepe, dispuesta a liberarlo de su suplicio. Tras realizarlo me dispuse a retirarles las argollas a los otros dos.


Nila, supongo por venganza, montó entonces a Pepe, pues de seguro había notado que el chico me gustaba. Mientras tanto me senté en un sillón para tomar un descanso, a la vez que un trago de agua. Desde allí pude observar a Nila cabalgar a Pepe. Me fue inevitable observar la unión de sus sexos, y noté que el falo de Pepe (una vez ella se levantaba) quedaba embarrado del esperma del otro chico. Advertí entonces que ser consciente de ello me provocaba un placer morboso.


Mientras los veía debí poner tremenda cara, pues Nila me dijo:


—Pero no te enceles, sólo lo montaré un rato, luego te lo devuelvo.


Casi se me escapó un trago de agua al reírme. «¿De verdad soy tan transparente?», me dije.


Poco después, como a Tomás ya se le había bajado, le brindé una felación por parte mía. Deseaba ponerlo tan a punto como sus colegas, para que él también disfrutara.


Y sí, ya libres de sus constricciones, cada uno de aquellos tres chicos tuvo el placer de pasar por en medio de nuestras piernas. Nos los íbamos rolando entre nosotras. Nos divertimos mucho. Para ese momento se había generado un ambiente de confianza. En cada cópula conversábamos con nuestra pareja sexual correspondiente, para conocerla un poco más, por lo menos por mi parte. Me gustó complacer alguna que otra de sus fantasías. Por ejemplo, uno de ellos (no diré cuál) me confesó al oído que se le antojaba mucho cogerse a la mamá de uno de sus amigos presentes. Por tanto, mientras lo hacíamos de misionero, yo le decía al oído ser aquella mujer confesándole que me lo quería coger cada que “mi hijo” lo llevaba a casa. Me gustó mucho ese juego de roles.


Los minutos pasaron y yo terminé agotada, tendida sobre la cama mientras que, a lado mío, Nila aún montaba a horcajadas sobre Domingo, quien clavaba su gruesa estaca entre las piernas de mi lujuriosa amiga. Nuestras miradas se encontraron, le sonreí (agradecida de aquella experiencia en la que me había metido), y ella se inclinó hacia mí. Tomándome por sorpresa, me dio uno de los besos más tiernos y francos que he recibido. Nunca había besado a otra mujer. Pero su carácter dominante no desapareció. Me indicó que me parara sobre la cama, con un pie a cada lado de la cabeza de Domingo.


Supuse que quería que le brindara mi sexo al moreno muchacho, y yo no puse reparo. Pero antes de que me sentara sobre el chico, Nila (quien estaba delante de mí) me tomó de las caderas y me acercó a su boca. Ésta y mi sexo se besaron. Luego separó mis labios vaginales con sus dedos e introdujo su lengua en mí. Si no me hubiese provocado tal placer yo me hubiera apartado de inmediato, pero lo dicho, nunca antes había sentido algo así viniendo de una mujer. En mi interior sentí una corriente eléctrica, un delicioso placer lúbrico. Mis paredes íntimas se empaparon, palpitando, dilatándose y contrayéndose.


Excitada por sus caricias, miré mi reflejo en un gran espejo situado frente a mí y a espaldas de Nila. Ahí también vi cómo el miembro del muchacho entraba y salía de ella. Quedé fascinada ante ese espectáculo en el que podía ver cómo se perdía tal pedazo de carne entre las grandes y perfectas nalgas de mi amiga, quien comenzó a concentrar el ataque de su lengua en mi clítoris. Me fue inevitable emitir gemidos de pasión y de placer.


Pepe y Tomás, excitados por lo que veían, se pararon del sofá donde descansaban y fueron a pararse junto a nosotras, anhelantes de recibir atención. Yo los invité a que se colocaran uno a cada costado mío, y así les agarré sus sexos. Nada tontos, cada cual tomó entre sus labios mis pezones y los succionaron.


Pude percatarme que en poco tiempo ya tenían una erección tan perfecta como la del inicio.


La escena que veía en el espejo era desquiciante: Una mujer como yo, que sostenía entre mano y mano dos penes de muchachos mucho más jóvenes, siendo acariciada en su órgano genital por la lengua de otra. Quien a su vez se movía como desesperada al gozar de otro muchacho al que con maestría cabalgaba.


Apreté y acaricié los falos de los dos chicos que me mamaban las tetas. Aquello era mucho más de lo que hubiera podido desear en mis fantasías más secretas. Domingo recorría las nalgas de Nila con ambas manos. Las manos se veían rechonchas pero aun así pequeñas en proporción con los tremendos gajos de mi amiga.


Domingo introdujo uno de sus dedos en el orificio anal de Nila quien no opuso negativa al acto y, fuera de sí por el placer recibido, a la vez succionó con desesperación mi sexo.


—¡Madre mía! —grité mientras sentía el arribo del orgasmo—. ¡Ay... ya no aguanto más!


Me convulsioné; me agité como poseída. La succión de Nila no paró y se hizo irresistible. Sentí que me ganaban las ganas de orinar, y así lo hice. Sobre el rostro de aquel antes desconocido cayó un líquido transparente salido de mi sexo. Grité, desfalleciendo, mientras que mis piernas perdían fuerza y mis rodillas se doblaban. Caí de un sentón sobre la cara de Domingo.


Al abrir los ojos me di cuenta que el orgasmo había sido simultaneo para tres de nosotros: Domingo y Nila incluidos.


Nila fue la primera en reaccionar. Sonriente y victoriosa, desmontó y se fue al baño moviendo sus nalgas sensual y triunfalmente al caminar. Después de verla retirarse me di cuenta que yo hacía movimientos pélvicos instintivos. Mi pelvis se meneaba sobre la cara de Domingo. Éste correspondió dándome lengüetazos muy placenteros allí abajo. Sonriendo recibí el goce que se me brindaba, ya desprendida y superada de la vergüenza de antaño.


Volví a tomar consciencia de la presencia de Pepe y Tomás, que seguían uno a cada lado mirándome como implorantes. Estaban enteros y los dos suplicaban con sus miradas ser “ordeñados”. Sonreí de mi propio pensamiento y tomé aquellos trozos de carne. Los presioné sintiendo su palpitación en mis dedos. Sentí cómo una ola de calor me envolvía. Me miré en el espejo y me desconocí. Tenía en el rostro una expresión de lujuria que jamás había advertido en mí misma. Parecía una fiera en brama. Y actué como tal, como una viciosa sexual, como una desfachatada que ya había perdido todo pudor. Solté los miembros de los muchachos y me coloqué de tal forma que, mientras descansaba sobre mis cuatro extremidades, le di a mamar mis pechos a Domingo y ofrendé mi culo al aire.


—Ponte detrás de mí —le ordené a Pepe, prácticamente—. Y tú ven aquí delante —le mandé a Tomás.


Me dispuse a ser penetrada por Pepe, quien colocó su miembro a la entrada de mi vagina. Me penetró de un solo empujón. El miembro había resbalado fácilmente, pues mi sexo estaba empapado. Comencé a moverme de adelante hacia atrás lentamente. El muchacho aceptó aquel ritmo lento sin acelerar sus metidas. Noté que con cariño me acariciaba las nalgas. Tomé aquello como una muestra de que nuestra relación había evolucionado. Ya no eran los jóvenes impetuosos del principio. Ahora Pepe se esmeraba por provocar goce con su miembro, no sólo recibir placer.


A Tomás, por su parte, le acaricié los testículos, enrollé los dedos en su pene, cerca de la raíz, y me lo llevé a la boca. Lo introduje hasta mi garganta, chupándolo, succionando, ahogándome en momentos incluso, pero siempre en pos de brindarle goce. La sacaba por completo de mi boca sólo para pasarle lengua por la cabeza y recorrerle el tallo de arriba abajo. Tomás jadeaba y se estremecía. El ruido combinado de nuestros gemidos y jadeos invadía la habitación y aumentaba la excitación del grupo.


Cada vez que me separaba de Pepe, haciendo salir su pene hasta el nacimiento de su glande, yo misma me le daba un empellón chocándole mis nalgas contra su pubis. A su vez él hacía chocar sus testículos contra mi zona genital.


—Méteme un dedo en el ano —le pedí.


Lo hizo, provocándome una sensación que aún ahora no puedo describir. El placer crecía, llegaba al máximo y cesaba, para empezar de nuevo. Aquello me enloquecía.


Saqué el falo de Tomás de mi boca y se lo sacudí, masturbándolo.


—No... no, por favor —balbuceó—. Si me chaqueteas así me vas a hacer venir, y quiero hacerlo pero penetrándote.


Me dio ternura. El tímido muchacho, ya con confianza, se atrevía a pedirme eso. A pesar de ello, maliciosamente volví a sacudirle el pene y con más vigor. Tomás aguantó, como todo un hombre, resistiéndose a terminar sin cumplir su anhelo. Esto me animó a premiarle. Pero aún no, pues la entrada del pene de Pepe en mi vagina me producía el más intenso placer, el cual se acentuaba cuando él ponía el dedo en mi culo. Entre las succiones que Domingo hacía en mis pechos y el goce de los dos falos estaba desesperada, apunto de un clímax violento. El que quise experimentar haciendo algo salvaje y único que jamás había disfrutado: una penetración vaginal - anal.


Quería sentir en mi interior dos vergas, y gozar de las eyaculaciones simultáneas de ambas. «Vergas», creo que fue la primera vez que en mi mente las llamé así.


Volteé hacia Pepe y le grité imperativamente:


—¡Sácamela y métemela en el culo!


El chico aceptó de buena gana. Sacó su miembro de mi vagina y se dispuso a metérmelo por mi ano. Ensalivó con su propia lengua previamente mi orificio, sin ningún tipo de asco, y con un escupitajo también lo hizo con su pene. Colocó su tieso miembro en la entrada de mi recto y empujó.


Era la primera vez que practicaría sexo anal por voluntad propia, mis novios y mi propio marido lo habían intentado, pero con ninguno lo había disfrutado. Ahora yo misma se lo pedía a un chico a quien apenas había conocido ese mismo día, y me estaba abriendo tal orificio deliciosamente.


Poco a poco Pepe, o mejor dicho, el largo miembro de él, se clavaba en mi recto. Milímetro a milímetro, Pepe fue introduciendo su delicioso pene.


—¡Duro! ¡Duro! ¡No pares hasta que esté todo dentro! —gemí suplicante—. Métemela toda... toda... atraviésame... mátame... dámela toda —pese al dolor le demandé.


Con el tiempo y el esfuerzo necesario, me la metió hasta que su pubis chocó con mi trasero. Tomándome de la cintura cogió apoyo y empezó a bombearme.


—¡Tú no seas pendejo! ¡Cógeme por la vagina! —le grité a Tomás, quien aún permanecía frente a mí sin saber qué hacer¬—. Dale espacio, por favor ¬—le pedí a Domingo.


Aquél se quitó de mala gana, pues de seguro hubiese preferido ser él quien me penetrara.


Tomás se me metió por debajo, resbalando sus piernas por entre mis muslos, y le ayudé a introducir su hombría en mí. Al sentir los tamaños de ambos falos dentro, al mismo tiempo, me empecé a venir. Una venida que me pareció eterna. Todo mi ser se contraía y se dilataba. Mi ano apretaba salvajemente el miembro de Pepe. Pasado ese primer momento de placer, provocado por estar rompiendo el tabú del primer trío de mi vida, me comencé a balancear oscilatoriamente. Los dos penes parecían pistones que entraban y salían de mí de forma concertada, uno ingresaba y el otro salía. Después de unos minutos, al que tenía detrás lo exprimí por completo. Pepe eyaculó abundantemente mientras que yo, gritando como si agonizara, experimenté el mayor orgasmo de mi vida hasta ese momento.


Me derrumbé hacia adelante, esto provocó que los dos penes que mi cuerpo albergaba salieran de su refugio.


Al volver en mí, me di cuenta de que Tomás no había terminado. De modo que, a pesar de sentirme plenamente satisfecha, sabía que no era decente dejarlo así. Me puse boca arriba y me abrí de piernas para que él me la metiera nuevamente.

—¡Embarázame! Anda, hazlo. Por favor —le dije, sabiendo que esto le excitaría; hacía un momento me lo había confesado cuando me penetró por vez primera.


Ni tardo ni perezoso, Tomás se puso en posición.


Domingo se acercó nuevamente, como no queriendo perder la oportunidad de que se la mamara mientras su amigo me penetraba, cosa que hice.


Tomás me bombeó intensamente; mi intención era solamente que él se desahogara, pues creí que me sería imposible encontrar más placer, pero cuando lo sentí dentro, palpitante, acelerado, me encendí. Pronto me di cuenta de que estaba disfrutando con la misma intensidad anterior.


Casi muerdo el gordo pene de Domingo de puro gusto, al sentirme tan excitada. Tras varios minutos, Tomás me dijo casi sin fuerzas:


—No puedo más, me voy a venir.


—Sí cariño. Préñame, no los aguantes más. Deja que tus espermas naden en mi interior. Quiero quedar encinta de tus hijos. Quiero que se parezcan a ti —le respondí con tono cariñoso, alimentando su fantasía.


Eso bastó. En un instante el semen del menudo muchacho inundó mi vagina, y me llevó a experimentar otro orgasmo. Podía apreciar la tibieza del néctar de Tomás. Grité, me convulsioné, mis músculos se tensaron y me vine en un orgasmo arrollador, abundante, que sentí que me secaba el cerebro. Estaba agotada pero feliz y satisfecha. Sabía que eso jamás lo podría experimentar con mi propio marido.


Nila salió del baño cubierta por una bata. Había tomado una reconfortante ducha y nos invitó a seguir su ejemplo.


Mientras ella preparaba unos bocadillos, Domingo; Tomás; Pepe y yo nos fuimos a bañar.


Bajo el agua los besé, y con ternura los enjaboné, luego ellos me lo hicieron a mí. Sus sexos pronto se irguieron. Yo aproveché y les hice sexo oral a todos. Pero no faltó el que puso el desorden y quiso metérmelo bajo plena regadera. Pero, dado que todos querían, los paré en seco. No me parecía correcto dejar sola a Nila mientras nosotros disfrutábamos. Ella nos esperaba.


Cubierta con una bata, mientras que ellos con toallas atadas a la cintura, mis acompañantes y yo fuimos con Nila, quien nos esperaba en el bar.


Sentados frente a la barra todos degustamos los bocadillos que ella amablemente nos había preparado. Estábamos hambrientos, la energía gastada apenas unos minutos antes nos había dejado con mucho apetito. Nos mirábamos sonrientes unos a otros mientras devorábamos los alimentos y saciábamos nuestra sed con bebidas de la cantina. Los muchachos estaban felices y yo también. ¿Cómo no estarlo en una noche así?


—Ustedes son las mujeres más hermosas y más cachondas que he conocido. Nunca imaginé que el sexo se pudiera gozar así —dijo Pepe.


—Sí... siento que me han hecho un hombre de verdad. Las amo —comentó Tomás, y yo no resistí las ganas de sacudirle el cabello al tierno muchacho, como si de un pequeño cachorro se tratara.


—Ay ternura, nosotras también nos la pasamos bien ¬—dije.


—Quiero cogérmelas todos los días —expuso Domingo, y se le pegó a Nila como perro cachondo que se monta sobre una pierna, ansioso de aparearse meneando su cadera.


Nila lo apartó firmemente.


—Cálmate Nerón. Debemos ser claras. Ustedes son buenos chicos y resultaron estupendos para coger, pero tanto Feli como yo tenemos parejas estables. No dudo que volveremos a arreglárnoslas para estar a gusto junto a ustedes, pero no quiero que piensen que podrán estar con nosotras a cualquier hora y lugar.


—Confíen en nosotros. Nunca las molestaremos —respondió Pepe, exponiendo madurez.


—Así debe ser. Y deben ser discretos. Si quieren volver a estar con nosotras, no deben compartir esta aventura con nadie, nada de andar presumiendo con sus amigos, o no habrá otra ocasión.


Los chicos prometieron no hablar del asunto, pero bueno, eran chicos. Lo más probable es que sí lo hicieran, presumiendo sus hazañas sexuales a otros. Nila les pidió sus números telefónicos, pero no les dio el suyo. Por fortuna en esos días muchachos así no disponían de celulares; de ocurrir en la actualidad nos hubieran tomado fotos comprometedoras con ellos seguramente.


Tras un rato de charla los chicos se vistieron y se retiraron a petición de Nila, quien comentó que tenía un compromiso. Les prometió que les llamaría cuando se presentara la oportunidad de otro encuentro. Supuse que eso sólo era un pretexto para librarse de ellos.


Al quedarnos solas, le comenté:


—Nunca me lo hubiera imaginado. —dije, tratando de asimilar lo que acababa de vivir.


—¿Qué? Que una también tiene el derecho de buscar placer —expresó, sonrió, y me besó—. Y espérate, que aún no termina la noche.


Yo la miré sorprendida. Para mí la juerga ya había acabado. La sesión de sexo desenfrenado me había dejado agotada. ¿Qué más planeaba Nila si los chicos ya se habían ido?


—Hace días descubrí que un muchacho del edificio de enfrente me espía.


exhibicionista

—Seguramente nos estuvo viendo hoy, por eso dejé las cortinas abiertas.


Posteriormente fue por una cartulina donde escribió con un marcador una invitación para que acudiera, que incluía el número del departamento y el piso en el que estábamos.


—Vente, vamos —me dijo, e hizo que la acompañara de nuevo a la recámara donde colocó la cartulina en la ventana.


—¿Crees que alcance a leer eso?


—Sí. Tiene binoculares.


No mucho más tarde sonó el timbre. Nila se levantó y la escuché hablar por el interfono con la recepción del edificio. Dio instrucción de dejar pasar al visitante.


Una vez entró el joven, aquél quedó maravillado ante nuestras presencias. Para el momento sólo las batas cubrían nuestros cuerpos pero, tal como Nila me había propuesto minutos antes, las dos nos desprendimos de ellas al unísono, dejándolas caer al suelo. El jovencillo nos miró con ojos tan grandes como platos.


Evidentemente íbamos a “comernos” al chamaco (cuyo cuerpo, comparado con los nuestros, parecía muy enclenque). Pero antes de ello, fiel a sus costumbres, Nila jugaría con él. Para la ocasión mi amiga le planteó un particular desafío.


—Mira —le dijo al puberto—, si aguantas la respiración por un minuto, sin protestas, podrás tener sexo con nosotras. ¿Qué dices, aceptas el reto?


El otro; aún sin perder aquella cómica expresión de asombro; asintió frenéticamente aunque sin decir palabra. Ahora me pregunto si hubiese aceptado sabiendo las condiciones en las que tendría que contener su aliento.


cogelonas


—¿No crees que ya es demasiado? —le pregunté inquieta a

1 comentario - Si los hombres lo hacen, ¿por qué nosotras no?