Una peculiar Familia 34

CAPÍTULO XXXIV

Tardé en dormirme, no tanto por la incertidumbre que Bea me había dejado con el anuncio de la sorpresita como por la gran satisfacción que me embargaba al ver por fin unido a lo que desde hacía ya tiempo consideraba el conjunto de mi familia. Si radiante estaba mi padre por haber concluido de forma tan dichosa su pesadilla, no era menor mi felicidad y para mí sería un día ya imborrable aquél en que disfruté a la par de quienes, por méritos propios, se habían erigido en mis dos más grandes amores: Dori y Luci, Luci y Dori. Cada vez me costaba más trabajo establecer diferencias entre una y otra.

Mas si costoso me resultó coger el sueño, no menos me costó soltarlo y es posible que hubiera seguido durmiendo algunas horas más si Bea, alrededor del mediodía, no hubiera irrumpido en mi cuarto y abierto de par en par las dos ventanas, apartando cortinajes y alzando hasta lo más alto las correspondientes persianas, para que la luz del día inundara bien hasta el último rincón.

Se acercó a mi cama, se reclinó a mi lado y me depositó un fugaz beso en los labios.

—Te dije que descansaras bien, no que descansaras para siempre.

Es realmente maravilloso despertar teniendo delante un rostro tan hermoso sonriéndote con semejante dulzura.

—¿Qué hora es? —pregunté aún amodorrado.

—Hora de tomar un buen tentempié y afrontar la siguiente prueba.

—¿Prueba? ¿Te refieres a Viki?

—Viki sigue madurando, pero aún le falta un poquito. Aunque no me gusta adelantar acontecimientos, creo que a la noche estará ya lista del todo.

No hubo forma de conseguir que Bea soltara prenda durante el desayuno, que ella misma se encargó de preparar y servirme en la propia cocina, ya que a Pet le habían dado vacaciones durante todo el fin de semana.

—Ahora —me dijo una vez hube apurado la última gota de zumo—, dirígete a la habitación de mi madre y entra en ella sin necesidad de llamar.

—¿Dónde tengo que entrar? —bromeé—. ¿En la habitación de tu madre o en tu madre?

—De momento, limítate a entrar en la habitación. Lo otro ya se verá.

El no encontrarme a nadie por el camino, ni en el salón ni en parte alguna, como si la Mansión estuviera desierta, me sobrecogió un poco y por unos instantes llegué a sospechar incluso que existía una conjura contra mí. Hasta creí ver sombras furtivas que se escondían a mi paso mientras avanzaba por el amplio corredor. Aunque era cosa habitual que en aquella parte de la casa reinara el más completo silencio, esta vez me pareció que el silencio era más silencioso que nunca.

Al llegar a la altura del dormitorio de Merche sentí una ligera opresión en el pecho. Giré el pomo de la puerta y ésta cedió sin producir el menor ruido. El aposento estaba tan en penumbras que no distinguí a ver nada en un principio.

—Hola —susurré.

Mi tímido saludo quedó sin contestación y lo que en ese momento empecé a sospechar es que estaba siendo objeto de una broma por parte de Bea y de quién sabe quién más. Avancé un par de pasos, cerrando tras de mí la puerta, y aguardé a que mis ojos se adaptaran a aquella falta de luz.

La fastuosa cama estaba perfectamente hecha, como si en ella no hubiera dormido nadie aquella noche. Y ya empezaba a sentirme un tanto ridículo cuando surgieron los primeros síntomas de vida. Primero uno y después otro, los oscuros cortinajes que cubrían las ventanas se descorrieron de golpe y tras de ellos aparecieron, del uno mi padre y del otro Merche, ambos en paños muy menores y riendo a mandíbula batiente.

Mientras mi padre se quitaba los calzoncillos, única prenda que conservaba, y se lanzaba sobre la cama como a una piscina, con una agilidad que me resultó impropia de su edad, Merche se acercó hasta mí y me tomó el rostro entre sus manos.

—¿Qué habías llegado a pensar al no ver a nadie?

—Que se trataba de una broma, aunque no entendía en qué consistía.

—¿Te imaginas ya cuál es la sorpresa que te tenemos preparada?

—Francamente, no.

Supongo que mi respuesta pecó de ingenua, porque mi padre volvió a echarse a reír estrepitosamente y Merche, sonriendo más comedida, me abrazó de una forma que me recordó a mi madre.

Por mil veces que lo repita, no me cansaré nunca de ensalzar las tetas de Merche. No era fea ni muchísimo menos, todo su cuerpo era lo más próximo a la perfección que pueda pedirse; pero sus tetas eran un caso muy particular y, aunque ya las llevaba vistas de los más diversos tamaños y aspectos, ningunas habían conseguido llamarme tanto la atención como las de Merche. Mi convencimiento de que no podían ser obra simplemente de la naturaleza no obedecía a que nadie me lo hubiera dicho, pues tampoco a nadie le había preguntado; era la conclusión que yo sacaba por mi cuenta, dadas las dimensiones de lo que, en otro caso, sólo podía deberse a un prodigio. Al menos en mi opinión, aquella conjunción entre voluminosidad y firmeza era tan espectacular que desafiaba incluso a las más estrictas leyes físicas.

Tan sólo había tenido una ocasión de sobarlas adecuadamente y, si bien es verdad que lo hice a conciencia, no hallé el menor indicio de que allí hubiera intervenido la mano del hombre, salvo que existiera algún tipo de tratamiento externo capaz de producir semejantes resultados, cosa que no creo porque, de ser así, serían muchas, y no sólo Merche, las mujeres que disfrutarían de tales maravillas.

Ya digo que no todo el encanto de Merche se cifraba en sus tetas; por cualquier sitio que se la mirase, tenía para dar y tomar. Lo que ocurre es que sus pechos resultaban tan llamativos, que todo lo demás pasaba a segundo plano pese a ser de muy primer orden.

Saco todo esto a colación porque, al abrazarme tan tiernamente, mi pacote dio un respingo tan pronto como aquellas tetas sin igual se aplastaron contra mi pecho y asomaron aún un poco más por el generoso escote del escueto camisón que Merche lucía, formando un canalillo que ni el de Suez lo superaba.

—Tu padre me confesó ayer —empezó a explicar Merche a la vez que iba procediendo a aligerarme de ropas— que nunca ha compartido contigo a ninguna mujer. ¿Es cierto eso?

—Si te refieres a que nunca los dos nos hemos acostado con una mujer al mismo tiempo, creo que es cierto. La primera vez que lo hice con mi madre, él estaba presente y también intervino; pero no creo que a eso pueda llamársele compartir.

—Pues hoy quiero que ambos me poseáis a la vez y tener el honor de ser la primera mujer que compartís.

Se me quedó mirando a la espera de que yo dijera algo; pero, francamente, no supe qué decir.

—¿No te parece buena la sorpresa? —insistió ella ante mi silencio—. ¿Prefieres a otra que no sea yo? ¿O es que no te gusta compartir ciertas cosas?

Merche había reparado en mi nada desdeñable erección y la última de sus preguntas la había formulado cogiéndome la verga y empezando a acariciarla con exquisitas lentitud y delicadeza.

—No puedo opinar —dije al fin—. Es algo que nunca he probado.

—Pues en esta vida, hijo mío —intervino por primera vez vi padre—, es bueno el probar de todo. Y para el caso que nos ocupa, créeme, nadie mejor que Merche. Lo sabe hacer como nadie.

—Además —añadió Merche en tono medio humorístico—, sería una gran descortesía por tu parte rechazar a una dama como yo.

En modo alguno había pensado en rechazar nada de lo que se me estaba ofreciendo y, si hubiera tenido alguna duda, allí estaba la mano de Merche acunando mi verga para disiparla y llevándome, con pequeños tirones, hacia la cama.

Mi padre, que también se hallaba más que listo para recibir el encargo, se puso boca arriba y esperó a que Merche se colocara de tal forma que, dándole la espalda, fue flexionando las piernas hasta que el nervudo miembro de él fue desapareciendo en el inmenso coño de ella. Yo, por mi parte, quedé arrodillado frente a ella y pronto mi polla desapareció igualmente dentro de su boca. Ansioso como estaba de volver a sobetear aquellas tetas sin parangón, lo primero que hice fue despojarla del camisón para tener más franco el acceso al objetivo.

Aunque tuve que poner en juego todo el poder de curvatura de mi espina dorsal para poder llevar a cabo mi misión, conseguí asir firmemente las dos maravillosas masas y masajearlas a mi antojo, aunque no tan a placer como hubiera deseado, a causa de lo incómoda que se volvió la posición al poco rato.

Mi padre embestía con creciente fuerza y ello provocaba que cada vez fuera mayor la porción de polla mía que se metía Merche en la boca. En principio me pareció algo preocupante, pero dado que ella no mostraba el menor síntoma de apuro y tragaba sin importarle la cantidad de lo tragado, yo seguí manipulando aquellos dos tesoros y pellizcaba sin cesar los pezones, que hacía rato habían adquirido la dureza de una piedra.

No sé si medió alguna señal convenida o fue fruto del cansancio que cada cual iba acumulando con aquellas posturas tan poco ortodoxas, Merche cesó de pronto de mamármela a mí para darse media vuelta y pasar a mamársela a mi padre. Con aquella nueva posición, presentándome el trasero a mi entera disposición, no dudé ni un momento en ensartarla bien ensartada y volver a colmar el agujero que había dejado desierto mi padre, sometiéndolo a un concienzudo trabajo que hacía temblar hasta sus recias nalgas, que pronto adquirieron un tono sonrosado a causa de los continuos embates de mis muslos sobre ellas.

Tal vez sólo fuera que la postura lo favoreciera o que ya la lubricación superaba todos los límites, mas es lo cierto que el coño de Merche ofrecía una holgura tal que podría haberme pegado horas y horas machacando sin peligro de derrame. Mi nabo se deslizaba en su interior como bala de pistola en cañón de escopeta. Dado que no recordaba que la vez anterior me ocurriera cosa semejante, consideré que aquello sólo podía obedecer a una causa: el castigo al que lo acababa de someter mi padre había hecho que el orificio diera de sí.

Por unas razones u otras, lo cierto es que hasta el momento aquello del compartir no me estaba dando el resultado apetecido. Aquí no cabía establecer ningún anillo de fuego, porque ni yo estaba dispuesto a chupársela a mi padre, ni creo que él tampoco estuviera dispuesto a chupármela a mí. Habrá quien me tache de machista o algo por el estilo, pero, si he ser sincero, debo reconocer que, pareciéndome bastante normal que una mujer le comiera el coño a otra, no concebía la acción equivalente entre dos hombres. Y, tal como se estaban desarrollando los acontecimientos, casi ni tenía la sensación de estar echando un polvo.

La cosa se enmendó un tanto cuando Merche volvió a introducir un nuevo cambio, de manera que ahora su coño pasó otra vez a ser propiedad privada de mi padre y para mí no quedó más conducto expedito que el mucho más reducido orificio de su culo. A falta de vaselina, conseguir que mi glande superara la barrera de su esfínter me llevó lo suyo; pero, como en un parto aunque a la inversa, una vez metida la cabeza el resto entró por sí solo sin mayores dificultades. Y mis sensaciones, al fin, empezaron a ser mucho más placenteras.

Ahora que ya no tenía la boca ocupada, Merche replicaba a los coordinados movimientos de mi padre y míos con unos resoplidos y gritos que tanto podían interpretarse como muestras de placer como de suplicio. Como mi padre, que la conocía bastante mejor que yo, proseguía su marcha sin darse por aludido, yo también proseguí la mía a igual ritmo.

El soberano orgasmo que recorrió todo el cuerpo de la empalada por partida doble vino a solventar todas mis preocupaciones. Merche no sólo estaba disfrutando con aquel emparedado sino que, además, estaba disfrutando de lo lindo. Semejante confirmación me produjo tal alivio que, a partir de ese momento, ya actué sin freno alguno y perseguí con ahínco mi propia satisfacción.

Mi padre tampoco tardó mucho en seguir el mismo camino de Merche y la actividad de su miembro fue perdiendo enteros hasta quedarse completamente inmovilizada dentro de su correspondiente alojamiento. En cierto modo, aquello sirvió para allanarme el terreno y, alentado por los gritos de Merche, me lancé a galope tendido a la búsqueda de mi premio particular.

Sentía que estaba a punto de correrme yo también, pero la dichosa eyaculación no acababa de producirse y, fatídica novedad, por primera vez advertí en mí síntomas de debilidad y cada vez me resultaba más difícil mantener el ritmo de trabajo que me había impuesto. Por ese especial orgullo que tenemos los machos a la hora de satisfacer a las hembras, hubiera sido espantoso para mí no haber superado con la brillantez acostumbrada la prueba. Y fue a ese orgullo al que hube de apelar para sacar fuerzas de donde no las tenía y coronar dignamente la tarea, tras lo cual me derrumbé como un guiñapo, agotado y sudoroso como nunca.

—Tu hijo es hueso duro de roer, ¿eh? —oí que comentaba Merche.

—Ciertamente —contestó mi padre—, debo admitir que me ha impresionado tal capacidad de aguante. Con razón se lo rifan sus hermanas.

—Sin embargo —objetó Merche—, me da la impresión de que esta nueva experiencia no le ha resultado del todo satisfactoria. ¿A que no, Quini?

Quini bastante ocupado andaba con intentar recuperar la respiración y maldito si tenía ganas de hablar, y menos de aquel asunto.

—Supongo que es la falta de costumbre —conseguí responder.

Aquél no pasaría a ser el mejor polvo de mi vida, pero si encabezaría para siempre la lista de los más trabajosos. Decididamente, aquello de compartir mujer parecía no estar hecho para mí e inventé todo tipo de excusas para no repetir el mismo episodio cuando trataron de incitarme a ello.

Y allí dejé a los dos viejos amantes, dispuestos a iniciar una nueva disputa, y salí de la habitación, cabizbajo y pesaroso, casi con la misma sensación de ridículo que me asaltó al poco de entrar en ella.

Me pasé el resto de la mañana encerrado en el cuarto que se me había asignado, hasta que, otra vez Bea, vino a anunciarme que era hora de bajar al comedor. Tan cariacontecido debió de verme que su sonrisa inicial se borró de golpe.

—La sorpresa no ha sido de tu agrado, ¿verdad?

—Demasiado sorprendente para mi gusto. Me ha pillado tan de improviso que no he sabido como reaccionar. Esas cosas requieren su preparación y no ser presentadas así, de sopetón.

—Esperamos que, esta noche, Viki te compense adecuadamente.

Aquello me hizo recobrar de nuevo por completo la ilusión de vivir.

—¿Ya está todo decidido? —pregunté con mal disimulada ansia.

—Alea iacta est —sentenció Bea, muy a propósito, acompañando su cesariana cita con un guiño de lo más expresivo.

De más está decir que la tarde se me hizo extraordinariamente larga. Las gemelas, ajenas como siempre a cuanto se cocía a su alrededor, intentaron sumergirme en una nueva vorágine de sexo, mas yo tenía bien claro que, después de lo acaecido en los dominios de Merche y el tremendo desgaste sufrido, había de reservarme al máximo para afrontar con las mayores garantías lo que para mí suponía el lance más importante de mi vida. La inexpugnable Viki había decidido bajar por fin el portón de su fortaleza y no estaba dispuesto a que nada ni nadie me impidiera acudir a la tan largamente soñada cita en las condiciones más óptimas.

Dori y Luci también me lanzaron sus correspondientes insinuaciones y mi contestación fue la misma, aunque a ellas sí tuve la delicadeza de explicarles mis razones, que comprendieron y respetaron sin más. Bea ni siquiera se molestó en tentarme y siguió ejerciendo con eficacia su papel de improvisada celestina, siendo continuos sus intercambios de impresiones tanto con Viki como conmigo, transmitiéndonos a una y a otro los mayores ánimos y dando siempre por sentado que la cosa sería un completo éxito.

Las ideas más peregrinas pasaron por mi cabeza. Teniendo en cuenta el ambiente que se respiraba en mi familia, la situación no dejaba de parecerme paradójica, por no decir grotesca. Que se necesitara el concurso de una tercera persona para llevar a cabo una empresa por lo demás tan cotidiana, me recordaba algunas viejas historias de la literatura clásica, en las que los amantes debían superar toda suerte de inconvenientes para ver realizados sus sueños; como era el caso, sin irnos más lejos, de los infortunados Romeo y Julieta. Mas no puedo negar que, aun pareciéndome un poco estúpido todo ello, pues aquí nunca existió otro inconveniente que la cabezonería de Viki, aquel cúmulo de circunstancias habían contribuido a favorecer un clima que convertía lo habitual en extraordinario. Faltaba sólo por ver si la realidad haría honor a las expectativas creadas.

Como bien había dicho Bea, alea iacta est. Porque, aunque lentas, las manecillas del reloj seguían su curso.




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