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Paula , ser yo


La campana del colegio sonó como una sentencia. Otra tarde perdida en ese purgatorio de paredes color hueso y olor a cera y a rezos. El padre Ramírez, con su voz de muerto hablando de la Santísima Trinidad, me ponía los pelos de punta. No por Dios, sino por el aburrimiento. Miraba por la ventana el sol de Ramos Mejía, un sol polvoriento y suburbano que parecía llevar pegado el aroma del asado del domingo y el perfume barato de las pibas de la esquina. Todo era tan predecible, tan seguro, tan muerto. Mis compañeras, con sus risitas por los chistes tontos y sus planes para el sábado, me parecían extraterrestres. Yo no vivía en ese mundo. Mi mundo era otro, un lugar oscuro, húmedo, que olía a metal y a semen. Un lugar que me llamaba desde el centro de la ciudad, una picazón en la concha que solo la mugre podía rascarme.

Sonó el timbre final. Me levanté como un autómata, guardé mis libros en la mochila y caminé hacia la salida, con la falda plisada gris rozándome las rodillas. No me dirigí a la estación de tren. Caminé dos cuadras hasta la parada del colectivo 39, el que te lleva directo al infierno, también conocido como Plaza Once. Subí y me senté en el fondo, mirando por la ventanilla cómo mi barrio, mi vida de antes, se disolvía en la distancia.

En Once, la marea me engulló. El ruido, los gritos de los vendedores ambulantes, el olor a churros, a transpiración y a orina seca. Bajé las escaleras de la línea B del subte como si bajara a una cripta. Era la hora pico, la hora de la carne de cañón. Me dejé llevar por la corriente de gente hasta que me encontré atrapada contra la puerta de un vagón, de cara al vidrio empañado. Cerré los ojos. No hacía falta ver. Solo sentir.

Primero fue una mano. Una mano gorda, con anillos que me clavaban en la carne, que se apoyó en mi orto como si fuera un reposabrazos. La dejé. Sentí el cuerpo del hombre pegarse a mi espalda, su aliento a ajo y vino tinto en mi nuca. Su otra mano bajó y se unió a la primera, explorando la curva de mis nalgitas a través de la tela gruesa de la falda. Se movía con el vaivén del tren, un frotamiento constante, sutil y obsceno. Su pija, dura como un hierro, me apretaba en el medio de la espalda. Mi respiración se aceleró. Sentí cómo se me ponían duras las tetas bajo la camisa celeste, cómo los pezones me dolían contra el tejido áspero del sostén.

En la estación Carlos Pellegrini, se bajó. El vacío duró un segundo. Fue reemplazado por un pibe más joven, un estudiante de la UBA con la barba de tres días y la mochila llena de libros. Su tacto fue diferente. Más audaz. Deslizó su mano bajo el borde de mi falda y tocó la piel de mi muslo. Sus dedos eran finos, firmes. Me miré en el reflejo oscuro de la ventana. Mis mejillas estaban encendidas, mis labios entreabiertos. Era una desconocida, una Lolita perdida en el infierno. El pibe se frotó contra mí, su pija dura presionando mi cintura. Se corrió en su pantalón con un estertor ahogado y se bajó en la siguiente estación, sin mirarme atrás.

Pero yo no quería que se acabara. Quería más. Quería verles la cara. Quería sentir su humillación y su deseo.

Salí del subte en la estación Uruguay. La calle Corrientes se extendió ante mí, una arteria de neón y de promesas sucias. Caminé sin rumbo, sintiendo las miradas de los hombres en mis piernas, en mi uniforme de colegiala que gritaba "inocencia" en el barrio más puteado de la ciudad.

Vi la luz de neón de un cine. "Cine Teatro Premier". No había cartelera, solo un letrero que ponía "Continuidad". Pagué la entrada con el miedo vibrándome en el estómago. El hombre de la boletería, un viejo con ojos turbios, me miró más de lo necesario y sonrió, mostrando una dentadura podrida.

Dentro, la oscuridad era absoluta. Olía a polvo, a desinfectante barato y a semen. La pantalla gigante mostraba a una mujer con el pelo teñido de rubio siendo cogida por dos tipos a la vez. El sonido era gemidos y música de porno barato. Mis ojos se tardaron en acostumbrarse. La sala estaba casi llena. Vi siluetas solas, hombres mayoritariamente, y en algunos asientos, veía movimiento. Movimientos rítmicos, cabezas agachadas.

Me senté en una fila del medio, en un pasillo. A mi lado, un hombre de unos sesenta años, con un sobretodo raído y un gorro de lana. No me miró. Fijé la vista en la pantalla, pero todo mi consciousness estaba en mi costado.

Pasaron unos minutos. Entonces, sentí un roce. Su mano estaba en el reposabrazos, y su meñique rozaba mi muslo. Se quedó ahí. Un simple contacto. Luego, su mano se movió lentamente y se posó sobre mi pierna. La dejé. Empezó a acariciarla, subiendo y bajando, desde la rodilla hasta el borde de la falda. Su respiración se hizo más pesada. Me giré lentamente para mirarlo. Su rostro estaba a la luz parpadeante de la pantalla, una máscara de deseo puro y patético. Me sonrió, una sonrisa sin dientes.

Le devolví la mirada. Y lentamente, abrí un poco más las piernas.

Fue todo el permiso que necesitaba. Su mano voló bajo mi falda. Sus dedos me encontraron la concha húmeda, lista. Metió dos dedos dentro de mí, torpemente, con una urgencia que me excitó. Me cogía con la mano allí, en la oscuridad, mientras en la pantalla una actriz fingía un orgasmo. Yo no fingía el mío. Un espasmo recorrió mi cuerpo y me mordí el labio para no gritar.

Mientras me temblaba, vi otra silueta acercarse por el pasillo. Era más joven, quizás de treinta años. Se detuvo frente a nosotros, observando. El viejo no se detuvo. El joven se arrodilló en el estrecho espacio delante de mí. Sin decir palabra, deslizó sus manos bajo mi falda, apartó la tanga y me lamió la conchita. Su lengua era áspera, experta. El doble estímulo, los dedos dentro y la lengua afuera, fue demasiado. Me vine de nuevo, esta vez con un gemido que se perdió en el gemido colectivo de la sala.

El joven se levantó, me sonrió y se fue. El viejo retiró su mano, la olió, se la llevó a la boca y se limpió la boca con el dorso. Se levantó y también se fue, dejándome sola, temblando, con la falda subida hasta la cintura y la concha empapada.

Me arreglé la ropa y salí a la calle. La noche de Corrientes me golpeó con su ruido y sus luces. Me sentía sucia, usada, y viva. Más viva que nunca. Ya no era la Paula del colegio religioso de Ramos Mejía. Era una criatura de la noche, una exploradora en el continente oscuro del deseo. Y sabía, con una certeza absoluta, que volvería. Que necesitaba volver. El vicio se había instalado, y yo le había abierto la puerta de par en par.

2 comentarios - Paula , ser yo

Elooy231223
Que lo parió bien ganados esos +10. puntos. !!!!!