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Viaje relámpago (VIII)




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Compendio III


Viaje relámpago (VIII)

Las puertas del ascensor apenas se cerraron cuando Amelia me puso las manos encima, con las palmas calientes y húmedas contra mi pecho mientras me empujaba contra la pared espejada. Sus labios carnosos se estrellaron contra los míos sin su habitual timidez, y su lengua se deslizó contra la mía con una desesperación que hizo que mi verga palpitara. El aroma de su excitación, denso y floral, llenó el estrecho espacio, mezclándose con el aire estéril del hospital y el leve olor almizclado de nuestro sudor. Sus enormes pechos se apretaron contra mí, las puntas rígidas de sus pezones visibles a través de la fina tela de su camiseta sin mangas, mientras frotaba sus caderas contra mi muslo.

• No puedo... – Jadeó acalorada, interrumpiendo el beso para morderme la mandíbula, con unos dientes tan afilados que me dejaron marcas. - Ramiro sigue pensando que el misionero con las luces encendidas es irrespetuoso.

Su respiración vaciló cuando le acaricié el trasero a través de los leggins, cuya tela se tensó bajo mi mano. Sus caderas se movieron hacia delante por reflejo, buscando fricción. Con deseo.

• Vuelve a casa oliendo a papeleo y cansancio, me besa como si fuera su hermana... - Su voz se quebró por la frustración cuando mis dedos se hundieron en la suave carne de su trasero.

El ascensor sonó al llegar a la planta baja, pero ella no se apartó, solo se frotó contra mí con más fuerza, respirando intensamente.

Las puertas automáticas se abrieron para revelar a una pareja de ancianos esperando con una silla de ruedas. Amelia retrocedió como si se hubiera quemado, con las mejillas en llamas, pero no antes de que yo notara la mancha húmeda que su excitación había dejado en mis pantalones. Se ajustó la camiseta con manos temblorosas, inútilmente, ya que sus pezones seguían visiblemente erectos, y pasó junto al confundido anciano con la cabeza gacha. La seguí, fijándome en cómo sus caderas se balanceaban de forma un poco más deliberada, en cómo sus muslos se rozaban al pisar la acera.

En realidad, podía entenderla. Para mí, también pudo haber sido muy fácil y justificable que me volviera una “bestia de trabajo”, engañándome a mí mismo con que era mi responsabilidad para sustentar a mi familia. Sin embargo, la faena fue una excelente maestra: tener que dejar a Marisol y a mis gemelas semana por medio y perderme cuando aprendieron a caminar o a decir palabras marcó una huella. Por lo que cuando accedí al puesto que me ofreció Sonia, mantuve la suficiente disciplina de dejar mi trabajo en la oficina una vez que terminaba mi jornada y reafirmé más esta mentalidad durante la pandemia, donde debía equilibrar las responsabilidades de mi casa, el cuidado escolar de Bastián y mis labores como esposo, imponiéndome cuotas semanales definidas de proyectos que debía cubrir.

La luz del sol nos golpeó físicamente. El sol estaba ardiente y quemante, que Amelia entrecerró los ojos para protegerse, con los labios aún hinchados por nuestro beso.

• Ramiro sigue pensando que el sexo de los jueves por la noche es salvaje. – refunfuñó frustrada, poniéndose a mi lado mientras cruzábamos la calle.

Sus dedos jugueteaban con su alianza, retorciéndola nerviosamente antes de quitársela por completo y meterla en su escote.

anal

• ¡Diez minutos! ¡Luces apagadas! ¡Sin juego previo! – me reclamaba, sus delicadas fosas nasales se dilataron. – Y Marco… el sexo se siente como una rutina. Como si estuviera tachando una maldita lista de tareas.

Sentí un cosquilleo en el cuello. Con Amelia, podíamos hacer el amor durante más de una hora, ya que sus enormes pechos eran una prueba de resistencia para cualquier amante. Pero después de haberlos probado y acariciado hasta el cansancio, podía contenerme. Por otro lado, al igual que a sus hermanas, la enganché al sexo anal, un acto que yo sabía que un hombre santurrón como Ramiro consideraría pecaminoso, sin saber que a su esposa le encantaba. Así que escucharla quejarse de su miserable matrimonio me ponía más cachondo y me endurecía con cada paso.

Cubana

Amelia siguió contando detalles que yo no necesitaba oír para saber lo que iba a pasar después. Pero siguió hablando, probablemente porque se sentía mal por engañar a su marido. O porque sabía que yo podía entenderla. Pero yo sabía que no estaba del todo arrepentida por engañarlo, sino porque él no se daba cuenta de sus necesidades.

• Llega tarde, oliendo a tinta de imprimir y a cansancio. Come rápido, se ducha y se va a dormir en pijama. Hay veces que no pregunta por los niños ni lo que hice en el día. Incluso me di cuenta de que se masturba en la ducha antes de dormir. Hasta hemos tenido periodos en los que no me ha tocado en meses. ¿Cómo espera que le sea una esposa fiel? - Sus profundos ojos verdes, llenos de frustración, me miraban con un deseo salvaje. -Ni siquiera recuerdo la última vez que me besó de verdad.

Eso fue la gota que colmó el vaso. En cuanto giramos hacia una calle tranquila, le agarré el trasero con ambas manos, apretándolo con fuerza mientras la atraía hacia mí.

hacer el amor

Amelia no se resistió al beso. De hecho, lo aceptó con avidez, arqueándose contra mí al sentir mi verga presionándola insistentemente a través de mis pantalones. Sus dedos se enredaron en mi pelo, tirando con la fuerza justa para hacerme daño, y gimió contra mis labios, un sonido desesperado y necesitado que vibró en mi pecho.

• ¡Uhm! ¡Cómo te he echado de menos! - suspiró cuando finalmente nos separamos, con sus labios carnosos hinchados y brillantes.

Una mano se deslizó entre nosotros, y sus dedos trazaron el grueso contorno de mi miembro a través de mis pantalones.

• Todavía recuerdo la primera vez que la metiste dentro de mí, cómo me llenaste como nadie más lo había hecho. - Su respiración se agitó mientras apretaba suavemente, probando. - Ariel la tenía grande, claro, pero la tuya... la tuya se sentía más rica.

El recuerdo pasó por mi mente: la confesión risueña de Marisol cuando tenía casi dieciocho años, cuando pensaba que yo era “su mejor amigo” cuando perdimos nuestra virginidad en su habitación de adolescentes. En aquel entonces, yo no sabía nada mejor, solo supuse que ella estaba siendo amable con su torpe novio, que había madurado tarde. Solo después de empezar a trabajar en la obra, cuando Verónica “accidentalmente” me dio una mamada, comprendí por qué las familiares de Marisol nunca se alejaron demasiado.

La puerta del dormitorio apenas se cerró detrás de nosotros cuando Amelia se quitó la camiseta sin mangas, sin sujetador debajo, solo con esos pechos perfectos y pesados rebotando libremente. La luz que se filtraba por las persianas entreabiertas rayaba su pálida piel mientras se arrastraba hacia la cama de Pamela, con su trasero mullido en alto mientras arqueaba la espalda para ofrecérmelo como una ofrenda.


Amelia contuvo el aliento mientras me subía la camiseta, rozando mis abdominales con los dedos, ahora más definidos gracias a las flexiones y las pesas que había estado haciendo desde que mis gemelas me hicieran su petición.

• ¡Válgame, Dios! - exclamó sorprendida, pasando ligeramente las uñas por los músculos. Sus pupilas crecieron aún más, el verde de su iris casi engullido por el negro. - Antes no estabas tan... marcado.

Me reí despacio, dejándola quitarme la camiseta y disfrutando de la forma en que sus suaves dedos trazaban los nuevos contornos.

- Culpa a Verito y Pamela. - admití, flexionando ligeramente los músculos mientras sus manos bajaban explorando mi torso. - Querían que fuera más fuerte. Decían que querían que su papá fuera tan fuerte como sus héroes de animé favoritos.

Amelia se mordió el labio al oír eso, hundiendo los dientes en la suave carne con tanta fuerza que casi le dejó marcas.

- Diez kilómetros al volver del trabajo. - continué, guiando sus dedos hacia los músculos oblicuos de mi abdomen. - Cien sentadillas, flexiones y abdominales, todos los días antes de acostarme a dormir.

Se deleitó mordiéndose el labio cuando llegó a la cintura de mis pantalones, con los pulgares enganchados bajo la tela, pero vacilantes.

cunada

- Marisol cree que me veo bonito. - añadí, observando cómo se dilataban sus pupilas, encantada con la visión. - Dice que soy su propio Superman.

Amelia resopló, sus labios carnosos se crisparon con incredulidad mientras finalmente me bajaba los pantalones por las caderas.

• Bueno… Superman no entrena como un soldado. – señaló impresionada, sus uñas rozando ligeramente mis muslos. - Es que eso es lo otro que pasa con Ramiro, Marco: Marisol o las niñas te piden algo y tú les haces caso. Ramiro, en cambio, no nos escucha.

El aroma de su excitación, denso y floral, llenó el estrecho espacio entre nosotros, mezclándose con el olor almizclado de mi sudor. Su lengua se deslizó para humedecer sus labios cuando me vio por completo, con la mirada fija en la gruesa vena que recorría mi pene, ahora completamente erecto.

• Ramiro a veces se ducha en el trabajo antes de volver a casa. – se siguió quejando, con los dedos rodeando mi base con completa confianza. - Dice que no quiere “ensuciar” nuestra cama.

infidelidad consentida

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Podrían pensar que, si Amelia es tan infeliz en su matrimonio con Ramiro, la respuesta obvia sería divorciarse de él. Pero no es tan sencillo. La verdad es que ella lo ama, profundamente, de esa forma dolorosa en que las personas de buen corazón suelen amar a alguien que no sabe valorarlas. Y, para ser justos, Ramiro no es un mal padre; sus hijos lo adoran. Romper la familia les haría más daño del que ella está dispuesta a arriesgar.

Luego está el aspecto práctico. Incluso si Amelia obtuviera la custodia total, la mitad de poco dinero sigue siendo muy poco dinero. Y Ramiro no gana mucho. La gente oye “Administrador de finanzas para la empresa familiar” y da por sentado que es rico. No lo es. Incluso cuando yo era un simple empleado de oficina, sin ser todavía miembro de la junta ni tener algún reconocimiento, ganaba más que él. Su salario es casi simbólico, una correa disfrazada de sueldo. Está atrapado en esa enorme, vieja y pobre casa familiar que necesita reparaciones, cautivo en el rol que le asignaron: el hijo obediente que fue a la universidad y, por lo tanto, el que “debería” heredar el negocio algún día. Lo han colocado en una posición perfecta: demasiado mal pagado para rebelarse, demasiado leal para marcharse.

Y ese es el verdadero problema: Ramiro es un lacayo. Es un buen tipo, pero ciego. Deja que su familia lo explote como a una mula, le pague mal, lo abuse, y él lo considera deber. Reconozco esa versión de él: yo solía ser así antes de casarme con Marisol. Cuando pensaba que la lealtad significaba dejar que la gente me pisoteara. La diferencia es que yo aprendí a liberarme porque otros dependen de mí. Ramiro no. Se siente cómodo con sus cadenas, incluso orgulloso de ellas, y no ve lo mucho que Amelia y los niños están perdiendo mientras él intenta mantener felices a todos los demás.

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Apretó con más fuerza mientras bombeaba lentamente, rozando la punta con el pulgar en cada movimiento ascendente.

• Como si me importara una mierda la suciedad cuando llevo meses sin coger como es debido. – sentenció, disfrutando cómo iba endureciéndome más todavía.

Al fin y al cabo, son hermanas. Todas ellas (Marisol, Amelia y Violeta) son unas mamadoras increíbles. Pero Amelia está constantemente hambrienta. Creo que Ramiro es un idiota si no se da cuenta de lo mucho que a Amelia le gusta tragar vergas. Era como un vórtice increíble. Al igual que Marisol, Amelia parecía tragarse incluso mi alma y más.

Viaje relámpago (VIII)

Marisol es salvaje y juguetona como una gata; Violeta es joven, inexperta pero entusiasta y con ganas de aprender; Pamela es ruidosa, furiosa y desesperada; Verónica sabe cómo provocar... ¿Pero Amelia? Amelia chupa vergas como si fuera su última comida. Sus labios carnosos se estiran obscenamente alrededor de mi miembro, sus ojos color esmeralda se humedecen mientras me traga hasta la raíz con un movimiento suave. Para mí, ella es la definición de una ninfa: dulce e inocente por fuera, una puta implacable bajo las sábanas.

Se retiró con un sonido húmedo, con saliva entre sus labios y mi verga.

• ¿Te gustan todavía, cierto? - preguntó, apretando sus enormes pechos alrededor de mí. El suave calor de ellas envolvió mi miembro, sus rígidos pezones rozando la sensible piel. - Ramiro apenas me las toca. (Confesó con la voz ronca y frustrada por el cansancio y la resignación.) Dice que son “demasiado grandes” ... (Puso los ojos en blanco y sacó la lengua para lamer una gota de líquido preseminal de mi punta) Pero a ti... (Se le cortó la respiración cuando empujé superficialmente entre su escote, con la punta de mi verga rozando su barbilla.) A ti siempre te encantaron.

anal

• Eres el único que los trataba con respeto y cariño. - suspiró con voz temblorosa mientras yo acariciaba su peso con las palmas de las manos y rozaba con los pulgares sus pezones endurecidos. - Ariel solo los "usaba". Martín era demasiado brusco con ellos.

Se congeló cuando me incliné para chupar uno con la boca, rozando con los dientes el pezón rígido.

• Pero tú... - Un grito ahogado, sensual se le escapó del fondo de su espíritu cuando lo mordí suavemente, pellizcándole el otro pezón con los dedos. - Tú los adoras.

Sus leggins ya estaban húmedos cuando deslicé mi mano entre sus muslos: su excitación empapaba la fina tela de sus bragas, y su aroma era intenso y embriagador. Amelia gimió cuando tracé el contorno empapado de su sexo a través del encaje, sus caderas se movieron hacia adelante para frotarse contra mi palma.

• Las pocas veces que Ramiro me lame, lo hace como si estuviera probando leche amarga. – jadeó en un suspiro, aun quejándose, clavando las uñas en las sábanas mientras yo enganchaba los dedos bajo la cintura.

El encaje se rompió contra su piel cuando tiré de él lo suficiente como para dejarla al descubierto, con los labios hinchados y brillantes.

• Como si me estuviera haciendo un maldito favor. - Sus muslos temblaron cuando deslicé dos dedos dentro de ella, su voz tensándose una octava y sus estrechas paredes se cerrándose al instante. – No como a ti… que te encantaba hacerlo.

No la provocaba, solo curvaba los dedos hacia arriba, presionando contra ese punto esponjoso que hacía que su espalda se arquease fuera de la cama. Su sabor era exquisito: tenso, hambriento y desesperado. Amelia respiraba agitadamente, con jadeos agudos y cortos, y sus enormes pechos se balanceaban con cada empujón de mi mano. Sus pezones aún estaban húmedos por mi boca, endurecidos y enrojecidos de color rosa oscuro.

Cubana

• No podría... ¡Mierda! No podría encontrarme el clítoris, aunque le dibujaras un mapa. – protestó estirándose en alivio, balanceando las caderas contra mis dedos.

El somier crujió bajo nosotros, las sábanas blanquecinas de Pamela se enredaron alrededor de sus muslos mientras ella abría más las piernas. Doblé los dedos justo lo necesario, el mismo movimiento que hizo gritar a Marisol contra nuestras almohadas, y todo el cuerpo de Amelia se tensó.

• ¡Mierda, Marco! ¡Justo ahí! – gritó, su cuerpo arqueándose en reflejo.

hacer el amor

Sus bragas estaban arruinadas, el encaje se le pegaba a los muslos como una segunda piel donde se había empapado. Se las bajé lo suficiente como para hincar los dientes en la suave carne de su trasero, mordiendo con tanta fuerza que le dejé marcas. Amelia aulló, arañando las almohadas debajo de ella con los dedos.

• Ramiro nunca... ¡Maldición! Nunca me deja moretones. – jadeó vacilante, con la voz quebrada cuando añadí un tercer dedo.

Su sexo me apretó como si tuviese hambre y quisiese tragarme los dedos, revoloteando alrededor de mis nudillos.

• Actúa como si fuera a romperme... – se arqueó de nuevo sensual. – Como si fuera una muñeca de cristal…

Retiré los dedos y la puse boca arriba, sin delicadeza, solo con puro deseo. Amelia jadeó cuando le separé los muslos, su humedad brillando a la luz de la tarde que se colaba por las persianas de Pamela. Apenas tuvo tiempo de lamerse los labios antes de que estuviera dentro de ella, una brutal embestida que me hundió hasta el fondo. El impacto le dejó sin aliento, sus enormes pechos se sacudieron hacia arriba con la fuerza del golpe.

• ¡Dios...! - Los labios carnosos de Amelia formaron la palabra en silencio tras el impacto, sus ojos color esmeralda se voltearon hacia atrás mientras su cuerpo se adaptaba al repentino estiramiento.

cunada

Entonces me moví, sin ritmo, solo por pura posesión, y su voz regresó en un grito suave y ahogado. Sus uñas arañaron mi espalda, sus caderas se movían salvajemente para recibir cada embestida. El cabecero golpeaba la pared al ritmo de nuestra colisión, los frascos de perfume de Pamela traqueteaban en la mesita de noche. Los pechos de Amelia rebotaban violentamente, su peso golpeando contra su pecho con cada movimiento de mis caderas —zuap zuap zuap—, un sonido obsceno y húmedo.

Su útero recibió el asalto como si estuviera hambriento de él. Cada embestida profunda y contundente arrastraba su clítoris contra mi pelvis, y su cuerpo se apretaba alrededor de mí en rápidas y agitadas contracciones.

• ¡Otra vez! ¡Sí! – sollozó jubilosa, con los muslos temblando mientras otro orgasmo la atravesaba.

Sus fluidos goteaban por mis testículos, el aroma del sexo era tan intenso que se podía saborear. Podía sentir su vientre besando la punta de mi pene con cada embestida, esa barrera esponjosa cediendo ligeramente antes de rebotar, solo para que yo volviera a golpearla otra vez.

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Los pechos de Amelia se sacudían violentamente, con los pezones rígidos y enrojecidos. Una mano arañaba su propio pecho, con los dedos clavándose en la suave carne como si intentara anclarse. La otra agarraba las sábanas con fuerza, desgarrando la tela bajo sus uñas.

• El asistente... ¡Ah! El asistente… - jadeó entre gemidos, con los ojos verdes vidriosos, tratando de seguir quejándose.

Pero sus palabras finalmente fueron interrumpidas por su propio placer, pero yo sabía lo que quería decir. La patética postura del misionero de Ramiro no podía ni siquiera acercarse a lo que Amelia y yo compartíamos antes. Sus muslos se flexionaban salvajemente, sus talones se clavaban en mi espalda mientras intentaba empujarme más profundo.

Su útero recibía el asalto con espasmos desesperados y apretados, cada embestida violenta arrancándole otro grito de los labios. El húmedo golpe de la carne resonó en la habitación, mezclándose con los gemidos exquisitos de Amelia. Sus uñas clavaron medias lunas en mis hombros, su espalda se arqueó fuera de la cama mientras otro orgasmo la atravesaba.

• ¡Ay! – gimió desvalida, con el cuerpo convulsionando debajo de mí.

Su sexo se agitaba a mi alrededor como un latido frenético, sus jugos empapaban mis muslos y se acumulaban debajo de su trasero sobre las sábanas blancas e impolutas de Pamela.

Viaje relámpago (VIII)

Los enormes pechos de Amelia rebotaban salvajemente, cada rebote acentuando nuestro ritmo, sus pezones enrojecidos rígidos y brillantes bajo una atención tortuosa. Cuando mi pulgar rozó una de las puntas, ella gritó como si la hubieran electrocutado, su cuerpo retorciéndose con hipersensibilidad.

• ¡T-demasiado... ¡Maldición! ¡Es mucho! ¡Es mucho! – sollozó, habiendo perdido la práctica de ser asediada por múltiples flancos, pero sus piernas se aferraron con más fuerza a mi cintura, clavándome los talones en la columna para empujarme más adentro.

Cada embestida de mi verga contra su útero le provocaba nuevos temblores, y su estómago se contraía visiblemente bajo la piel sudorosa.

Sus orgasmos llegaban como balas, rápidos e implacables, cada uno de ellos provocando una nueva inundación en sus paredes apretadas. El olor a sexo se intensificó, la excitación de Amelia goteaba por mis testículos con cada retirada. Cuando incliné mis caderas en el ángulo perfecto, frotándome contra esa barrera esponjosa, todo su cuerpo se tensó. Sus ojos verdes se voltearon hacia atrás, su boca se relajó mientras gritaba en silencio. Entonces su sexo se convulsionó, apretándose en espasmos rítmicos que me ordeñaban sin piedad.

El aire silbaba entre mis dientes mientras su útero se agitaba contra la punta de mi pene. Los muslos de Amelia temblaban violentamente, sus dedos se curvaban contra mi espalda baja. Estaba ardiendo, su piel estaba caliente como la fiebre bajo mis palmas, pero aun así se arqueaba con avidez con cada embestida. Sus pechos rebotaban obscenamente, su peso golpeaba contra su pecho con cada movimiento de mis caderas. El sudor unía nuestros cuerpos, la fricción entre nosotros se hacía cada vez más intensa a medida que ella se apretaba contra mí.

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Los gemidos de Amelia se intensificaron, su voz se quebró en jadeos entrecortados cada vez que llegaba al fondo. Sus uñas me arañaron la espalda, dejando un rastro de escozor: estaba cerca, su sexo se agitaba salvajemente. Me incliné hacia delante, presionando mi frente contra la suya mientras cambiaba ligeramente de ángulo, y todo su cuerpo se tensó. Sus pupilas se dilataron y sus labios se separaron en un éxtasis silencioso. Entonces, su orgasmo la golpeó como una descarga eléctrica, y sus paredes palpitaban a mi alrededor en rápidas contracciones.

Sus pechos rebotaban descontrolados, cada salto sincronizado con el brutal movimiento de mis caderas, y su peso golpeaba rítmicamente contra su pecho. Mis embestidas se volvieron erráticas, mi agarre le dejaba moretones en la cintura mientras perseguía la presión creciente. Los muslos de Amelia temblaban violentamente, su cuerpo luchaba por acomodarse a la fuerza de cada embestida, pero ella se arqueaba hacia ella, con las caderas inclinadas hacia arriba con avidez. Su útero se agitaba contra la punta de mi pene, un beso de calor suave y complaciente, y una nueva oleada de excitación brotó entre nosotros.

El tono de Amelia se elevó, con sonidos agudos y penetrantes que salían de su garganta, y los golpes húmedos de nuestros cuerpos acentuaban sus gritos cada vez más intensos. Sus orgasmos se sucedían ahora rápidamente, cada embestida violenta la empujaba a otro espasmo apretado, su sexo me ordeñaba como si intentara dejarme seco. El olor del sexo era embriagador: sus fluidos resbalaban por mis muslos y goteaban sobre las sábanas arrugadas de Pamela debajo de nosotros.

Su útero me acogió (caliente, palpitante, increíblemente estrecho) y cuando presioné contra esa barrera esponjosa, todo el cuerpo de Amelia se arqueó. Sus ojos color esmeralda se voltearon hacia atrás (la boca cerrada en un grito silencioso) antes de que otro orgasmo detonara en su interior. Sus pechos rebotaban violentamente, los pezones rígidos y enrojecidos, su peso golpeando contra su pecho con cada movimiento de mis caderas.

•¡D-dentro...! - sollozó, con la voz quebrada mientras su sexo me ordeñaba. - ¡Ahh! ¡Córrete adentro!

Sus muslos temblaban alrededor de mi cintura, sus talones clavándose en mi espalda baja. Cada embestida la castigaba, profundas y contundentes que la dejaban jadeando, pero ella se apretaba más fuerte, sus paredes revoloteando como dedos frenéticos tratando de empujarme más profundamente.

Cubana

Su sexo me apretaba como un puño febril, sus paredes aterciopeladas palpitaban en rápidas contracciones, cada espasmo arrancándole un nuevo sollozo de sus labios hinchados. El aroma de su excitación era intenso, goteando por mis muslos, acumulándose debajo de nosotros, pero no bajé el ritmo. No podía. No cuando sus caderas se levantaban para recibir cada embestida, su trasero aterciopelado despegándose de la cama para tomarme más adentro.

• ¡D-destrúyeme! - balbuceó, sus uñas tallando medias lunas en mis hombros.

Sus orgasmos se sucedían ahora a toda velocidad, cada violenta embestida la sumía en otro espasmo, su sexo me ordeñaba como si intentara grabar sus iniciales en mi verga. El aroma del sexo era embriagador, sus fluidos goteaban sobre las arrugadas sábanas de Pamela debajo de nosotros, pero no podía reducir la velocidad. No cuando sus caderas se levantaban para recibir cada embestida, su trasero mullido despegándose de la cama para recibirme hasta las pelotas.

• ¡R-rómpeme! ¡Rómpeme toda! – jadeó sensual, con los ojos en blanco. - S-se siente... ¡Dios!... como si me partieras.

No pude aguantar más y Amelia también lo sabía. Así que empujé a fondo una vez más, con mi punta acariciada por su cálido útero, y me corrí explosivamente, haciendo que Amelia gritara en un intenso orgasmo. Le di todo, mi cálido semen la llenó hasta el borde y luego, el agotamiento nos golpeó.

Amelia respiraba con dificultad, sus enormes pechos subían y bajaban drásticamente mientras intentaba recuperarse de la intensa sesión. Sus ojos verdes estaban llorosos y sus labios temblaban, pero tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro. Yo seguía dentro de ella, mi verga palpitando con una necesidad hinchada, atrapada profundamente dentro de sus paredes apretadas, negándose a soltarse. Mis manos descansaban sobre su cintura, mis dedos tamborileando suavemente contra su piel húmeda.

• ¡Sigues sabiendo cómo romperme! - comentó Amelia, con la voz ronca por gemir y gritar.

Levantó una mano temblorosa y se apartó un mechón de pelo negro y brillante de la frente sudorosa. Sus ojos se clavaron en los míos, llenos de una emoción más profunda que la lujuria, algo que rayaba en el anhelo.

hacer el amor

• ¡Echaba de menos esto!... ¡Te echaba de menos a ti! – me dijo mi antigua niña, la Amelia que corría al vergel para que hiciéramos el amor.

Mi verga palpitaba dentro de ella, todavía gruesa y encajada profundamente, con sus paredes negándose a soltar su agarre. Cada espasmo de sus músculos me provocaba réplicas, mi semen atrapado dentro de ella, caliente y pesado. Amelia suspiró, sus labios carnosos se curvaron en una lenta sonrisa de satisfacción.

• ¡Siempre me llenas tanto! – murmuró romántica, sus dedos trazando círculos en mi pecho. - Ramiro... ni siquiera se te acerca.

Le aparté un rizo húmedo de la frente, su piel aún enrojecida y febril. Sus ojos color esmeralda brillaban con algo tierno, sincero y puro, incluso mientras yacía agotada debajo de mí.

- Sabes que no he terminado. - Le dije con voz ronca.

No era una pregunta. Sus muslos se apretaron alrededor de mis caderas en respuesta, sus talones clavándose en mi trasero en anticipación.

Amelia exhaló un suspiro tembloroso y sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice.

• ¡Tú nunca terminas! – susurró jocosa. Sus dedos trazaron la línea de mi mandíbula, su tacto ligero como una pluma, pero eléctrico. - Y no querría que terminaras.

Su sexo palpitaba alrededor de mi verga, todavía hinchada dentro de ella, todavía atrapada. Un estremecimiento la recorrió cuando se movió ligeramente, mi semen espeso y pesado dentro de ella, haciéndola jadear.

• Dios... ¿Cómo es que sigues sintiéndote tan grande? – me preguntó con una risita coqueta.

Moví las caderas experimentalmente, saboreando la forma en que su cuerpo se apretaba alrededor de mí, apretado, posesivo, como si no quisiera soltarme. Amelia contuvo el aliento, flexionando los muslos por reflejo, presionando sus talones contra mi espalda.

- ¿Te sientes llena? – le pregunté, observando cómo se le dilataban las pupilas al oír esa palabra.

Abrió los labios y sacó la lengua para humedecerlos, un hábito nervioso que tenía desde la primera vez que me empezamos a hacer el amor. Tragó saliva con dificultad, mientras sus dedos recorrían los planos sudorosos de mi pecho.

• ¡Estoy llena! ¡Muy llena! - admitió con una sonrisa bonita.

Sus pestañas revolotearon, proyectando sombras sobre sus mejillas sonrojadas.

• Y echaba de menos esto... echaba de menos cómo tomas lo que quieres. - Su sexo palpitó a mi alrededor para enfatizarlo, apretando como para demostrar su punto.

Debajo de nosotros, las sábanas de Pamela estaban empapadas, un enredo de sudor, sus fluidos y mi semen.

Me moví lentamente dentro de ella, lo justo para cortar su respiración. Amelia gimió, con los labios carnosos temblando.

• Sabes que no puedo... todavía no... – se quejó con una sonrisa, incluso mientras levantaba las caderas con avidez.

Su útero aún estaba sensible, hipersensible por haber sido golpeado sin piedad, pero la forma en que temblaban sus muslos me decía que no había terminado. Ni mucho menos. Mi pulgar rozó su clítoris hinchado y ella se estremeció, con un ruido entrecortado saliendo de su garganta.

• ¡A-ah! ¡Puta madre! – se quejó en una mezcla entre dolor y de placer. - ¡Marco, córtala, por favor!

cunada

Arqueó la espalda, con los pechos rebotando cuando me retiré. Amelia gritó, clavándome las uñas en los hombros.

• ¡Eres un demonio! – se quejó, azotándome el pecho, pero soltando jugos sobre la maltrecha cama de Pamela.

Correrme dentro de ella una sola vez no era suficiente esta vez. Quería que lo sintiera durante días. Que me recordara por un tiempo. Así que le di vuelta, con claras intenciones.

Entonces, vi el anillo de plata de Amelia sobre la cama. Aquel que ella sensualmente escondió en su escote cuando salimos del hospital.

• ¡Déjame recobrarme un poco más, cuñado! - dijo entre risas y sollozos, pero sus caderas se levantaron de todos modos, poniéndose en posición.

Mis dedos recorrieron su espina dorsal, trazando la curva de su cintura antes de agarrar la suave protuberancia de su trasero. Amelia se estremeció, su respiración se agitó cuando mi pulgar rozó el estrecho pliegue de su otro agujero.

• ¡Ay!... - exhaló, con la voz cargada de deseo.

infidelidad consentida

Ramiro había llamado a esto “indecente”, “sucio”, pero su cuerpo se arqueó instintivamente ante mi caricia. Recorrí lentamente el borde fruncido, saboreando cómo temblaba, no por vacilación, sino por deseo.

- ¿Lo quieres ? - le pregunté, sabiendo su respuesta de antemano, presionando solo la punta de mi pulgar contra la entrada prohibida.

Amelia gimió, empujando su trasero contra mi mano como un gato que pide caricias.

• ¡Sí! - admitió sin vergüenza, con las mejillas aún más sonrojadas. - Sueño con ello, contigo, cuando él me folla como una monja.

Sus caderas se movían, su sexo resbaladizo todavía escurriendo restos de mi corrida, pero ahora su atención estaba allí, en el estrecho anillo que mis dedos acariciaban. Escupí en mi palma, la humedad cruda la hizo jadear, luego presioné un solo dedo contra su trasero. Amelia se sacudió, sus paredes se apretaron alrededor de mí con fuerza.

• ¡Dios, sí...! – se quejó ansiosa, aliviada. Feliz de recibir lo que tanto tiempo buscaba.

Al principio, su agujero se resistió, apretado, territorio virgen si había que creer en la mojigatería de Ramiro, pero ella empujó hacia atrás, jadeando sensualmente.

- ¡Es sucio! - comenté, arrastrando las silabas, solo para verla estremecerse.

Sus ojos color esmeralda se clavaron en los míos, dilatados por la lujuria.

• ¡Tú eres sucio! ¡Tú me tratas como puta! – replicó enérgica, casi con orgullo, pero sus muslos temblaban y su sexo goteaba mientras mi dedo le penetraba el trasero.

El gemido que dejó escapar era obsceno, mitad alivio, mitad triunfo, con su cuerpo arqueándose como la cuerda de un arco.

La trabajé lentamente, primero con un dedo, luego con dos, extendiendo la saliva resbaladiza mientras ella jadeaba contra el colchón.

- ¿Él nunca te toca aquí? - le pregunté con incredulidad, aunque sabiendo ya la respuesta.

Su risa era dolida, histérica.

• ¡Él cree que es para los hombres! - dijo con voz ahogada, apretando el trasero alrededor de mis dedos.

La ironía no se nos escapó a ninguno de los dos: los deseos reprimidos de Ramiro la dejaban hambrienta de esto, obligándola a buscar el placer en otros hombres. Cuando doblé los dedos en el ángulo justo, su grito sacudió el cabecero y su esfínter se contrajo alrededor de mis dedos, aún enterrados en su interior.

Amelia se apoyó a cuatro patas, con su trasero redondeado levantado en una invitación obscena y los muslos temblorosos.

• ¡Marco, por favor!... - suplicó con voz quebrada.

Volví a escupir en mi palma y unté mi verga con sus fluidos antes de presionar la gruesa corona contra su estrecho agujero. Ella gimió, y su cuerpo intentó cerrarse instintivamente, pero yo le agarré las caderas con tanta fuerza que le dejé moretones.

Viaje relámpago (VIII)

- ¿Lo quieres? - le pregunté una vez más, antes de pasar el punto sin retorno, viéndola asentir frenéticamente, con sus rizos negros pegados a su frente húmeda.

Su agujero se resistía, sonrojado, virgen y apretado, pero cuando empujé, su sollozo fue puro alivio.

Su trasero era un horno, un calor aterciopelado que estrangulaba mi verga mientras llegaba al fondo con un gemido. Amelia gimió, su sexo goteando sobre las sábanas de Pamela debajo de nosotros, sus dedos arañando el colchón. La saqué lentamente, tortuosamente, con su borde aferrándose, antes de volver a meterla con fuerza. Su grito fue crudo, su espalda se arqueó, sus enormes pechos se balancearon violentamente.

• ¡Más duro! – sollozó como una puta desesperada, empujando su trasero hacia mí, ávida.

Yo accedí, penetrándola con brutal precisión, cada embestida estirándola obscenamente.

anal

Las manos de Amelia volaron hacia sus propios pechos, amasando la carne hinchada mientras yo rodeaba su clítoris con los dedos. Su sexo se humedeció al contacto, y sus muslos temblaron incontrolablemente.

• Sucio... tan sucio... - canturreó, orgullosa y excitada, con la voz quebrada mientras yo le retorcía el pezón con fuerza.

Su trasero se apretó cuando pasó el glande, con el cuerpo dividido entre la resistencia y el deseo. Me incliné hacia delante, mordiendo la curva sudorosa de su hombro, sin ralentizar mis embestidas.

Cubana

- ¡Te encanta lo sucio! - le gruñí despacio contra la piel, sintiendo cómo se estremecía en respuesta.

Ella asintió frenéticamente, sus gemidos disolviéndose en jadeos.

Su ano latía a mi alrededor, caliente, apretado, cada músculo apretando como si quisiera clavarse en mi verga. Amelia gimió cuando le pellizqué el clítoris, sus caderas retrocediendo para recibir mis embestidas con desesperada precisión.

- ¡Ramiro, jodido imbécil! ¡No sabes lo que te estás perdiendo! – proclamé cuando la pude meter a fondo, haciendo que arqueara la espalda obscenamente.

Sus dedos se clavaron en sus propios pechos, apretándolos con fuerza, como para castigarlas por lo bien que se sentían en mis manos. Debajo de ella, las sábanas de Pamela estaban empapadas, su sexo aun goteando, su trasero bien abierto a mi alrededor.

hacer el amor

Deslicé lentamente mi pulgar por su columna vertebral, saboreando cómo se erizaba su piel bajo mi tacto. Amelia se estremeció, robándole el aliento cuando llegué al hueco de su cintura, y luego más abajo, recorriendo la suave curva de su trasero antes de separarle las nalgas.

• ¡Ay, Dios!... - jadeó, con el agujero palpitando mientras escupía directamente sobre su ano dilatado, para lubricarlo un poco más.

El sonido que hizo cuando volví a penetrarla fue obsceno, húmedo, chirriante, con su cuerpo cediendo y resistiéndose a partes iguales. Sus muslos temblaban, su sexo volvía a chorrear, pero ella empujaba hacia mí, con un gemido gutural.

El trasero de Amelia era arte, redondo, flexible, cada centímetro suplicando ser arruinado. Rodeé su estrecho borde con dos dedos, presionando lo suficiente para hacerla gemir. Era como plastilina en mis manos: arqueándose, retorciéndose, con su trasero redondeado levantado en una invitación obscena. Su agujero se resistía, sonrojado, pero cuando empujé a fondo, su sollozo fue puro alivio.

cunada

La cama temblaba como si fuera un terremoto. Los gemidos de Amelia eran encantadores: una mujer tan hermosa como ella sintiendo un placer increíble. Los frascos de perfume de Pamela volvieron a traquetear. Su colchón se hundió cuando empujé a Amelia con mayor violencia. Seguí golpeando su trasero cada vez más fuerte. Sus pechos eran cálidos y suaves, como gigantescos malvaviscos sudorosos. Su cuello era irresistible, con sabor a sal y lujuria y un olor carnal y pecaminoso. Amelia era una chica puta, sin duda. Pero era mi chica puta. Mi zorra personal.

Su trasero abrazaba mi verga como un guante. Apretado y cálido, pero húmedo y resbaladizo, gracias a los jugos que goteaban de su sexo. El clítoris de Amelia seguía palpitando. Su humedad corría por sus muslos, goteando sobre la cama de Pamela. Gemía más fuerte que nunca, sus orgasmos eran más intensos que antes.

• ¡Ohhhh, Dios! ¡Sí! - gritó, con los muslos temblando violentamente.

infidelidad consentida

Su trasero se apretó alrededor de mi verga como si nunca quisiera soltarla.

Mi verga estaba dura y dolorida. Pero, aun así, a pesar de haberme acostado con la enfermera Camila la noche anterior, no podía dejar pasar la oportunidad de follarme el trasero de Amelia, que ardía como el infierno. Mis pelotas la azotaban con malicia y ella gemía de gratitud.

- ¡Qué puta! – expresé mis pensamientos sin querer, retorciendo los dedos lo justo para hacerla gemir. Pero al parecer, al igual que a Marisol, no le importó.

Su sexo goteaba sobre las sábanas de Pamela debajo de nosotros, con los muslos temblando.

- Lo echabas de menos, ¿Verdad? - Doblé los dedos sobre su botón y ella chilló, apretando el trasero como si ya quisiera ordeñarme.

La cara de Amelia estaba presionada contra el colchón, sus rizos negros pegados a su piel sonrojada.

• ¡S-sí! - jadeó, con una voz borracha de gozo. - Yo... Dios, lo soñaba... tumbada junto a él mientras dormía como un tonto.

Sus caderas se balancearon hacia atrás, su agujero tragándose mi verga completamente, sus jadeos volviéndose consecutivos. El contraste era obsceno: su cuerpo lo suplicaba mientras su marido lo calificaba de indecente.

Viaje relámpago (VIII)

Su sexo chorreaba debajo de ella, empapando las sábanas de Pamela mientras su clítoris palpitaba ya sin ser tocado.

- ¡Tan sucia! - gruñí, enardeciendo su sangre, sacando mis dedos lentamente de sus majestuosos pechos, antes de volver a hundirlos.

Amelia gimió, con los muslos temblando violentamente.

• ¡Lo soy! ¡Soy tu puta! - admitió con voz quebrada. – Te quiero... te necesito...

Sus palabras se disolvieron en un gemido cuando apreté sus pezones como si fueran tijeras. Me incliné hacia delante y le mordí la curva sudorosa de su hombro.

- ¡Suplícamelo! - le susurré disfrutando el momento, presionando mi verga hinchada contra su ano más profundo.

Ella gimió, su cuerpo se tensó instintivamente y luego empujó hacia atrás, hasta que la base azotó sus nalgas.

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• ¡Sí, por favor! - Su súplica terminó en un jadeo cuando rompí su trasero. Los dedos de Amelia se aferraron al colchón, sus rizos negros pegados a su frente sonrojada.

Su ano palpitaba, caliente, apretado, cada contracción desesperada por clavarse mi verga.

• ¡Más duro! - Amelia sollozó, con la voz quebrada, arqueando el cuerpo todavía más.

La seguí penetrando con precisión irregular, hasta que finalmente, sentí algo en mis rodillas. Mis dedos rozaron el frío metal enredado en las sábanas: su anillo de boda plateado, descartado antes con desprecio. Probablemente, ni siquiera se dio cuenta cuando saltó de su escote. Sonreí con aire burlón, lo cogí con la palma de la mano y luego le agarré la muñeca. Amelia apenas registró el movimiento, con los muslos temblando violentamente mientras otro orgasmo la atravesaba.

- ¡Sucia! – le dije, presionando el anillo en su palma en medio del clímax, obligando a sus dedos a cerrarse alrededor de él.

Y entonces, Amelia se volvió, sorprendida, cuando la traición se volvió física.

• ¡Tuya! - balbuceó, apretando con fuerza su trasero alrededor de mí, frotando sus caderas contra mi verga como si quisiera borrar por completo el símbolo.

Nos derrumbamos en un enredo resbaladizo y estremecedor, con su trasero aún bien abierto a mi alrededor y mi verga negándose a ablandarse. Amelia gimió ante la sensación, con sus paredes hipersensibles palpitando sin control.

Cubana

• ¡La tienes tan grande! - suspiró con voz quebrada, mientras sus dedos trazaban círculos ociosos sobre su propia alianza, en su palma sudorosa, como si volviera a la realidad y asimilara lo ocurrido. - Ramiro se moriría si se enterara.

La confesión quedó suspendida entre nosotros, cargada de sacrilegio. Me reí contra su hombro húmedo, con el aliento caliente.

- ¿Y cómo ocultas esto? ¿Cómo te las arreglas con tu familia? - Mis dedos se deslizaron hacia su clítoris hinchado, provocándole un grito ahogado.

Ella se arqueó ante el contacto a pesar de su agotamiento, con los muslos temblando.

• ¡Escuela! ¡Escuela! - admitió sin aliento ante mi tacto. - Los chicos se van a las siete y media. Para entonces, Ramiro ya está en la oficina.

Sus caderas se balancearon hacia atrás, empujando mi verga más adentro de su trasero, como para enfatizar su argumento.

• Todos mis amantes tienen las mañanas. Excepto Felipe, su asistente. Ese es... impredecible. – confesó esta Amelia, mucho más madura a la que conocí

Debajo de mí, su cuerpo seguía apretado, su ano palpitando débilmente alrededor de mi verga mientras permanecía enterrado dentro de ella. Recorrí perezosamente la curva de su cadera.

• ¿Y ninguno de ellos te folla así?

Amelia se rió, con un sonido áspero y gutural.

• Dios, no. Lo intentan… - admitió, apretando los dedos alrededor de las sábanas. - Pero sus pichulas... No llegan ni cerca...

El “como la tuya” quedó implícito, suspendido entre nosotros, cargado de obscenidad.

Sus pechos estaban cálidos en mis palmas, aún enrojecidos por el esfuerzo, con los pezones endurecidos e hipersensibles. Ella gimió cuando le pellizqué uno, con los muslos temblando, pero se arqueó hacia mí sin importarle. Mi verga, medio dura dentro de ella, pulsó perezosamente en respuesta. Amelia gimió, moviendo las caderas experimentalmente, probando sus propios límites.

• ¡Ay, me quema! - murmuró, más asombrada que dolorida. - Pero se siente rico.

Sus dedos se desviaron entre sus piernas, rodeando su clítoris destrozado con toques ligeros como plumas, cada uno de los cuales le cortaba la respiración.

• ¡Marco! - suspiró, con la voz rebosante de indulgencia. – Una vez más... ¡Por favor!... Antes de que tenga que irme.

La ducha cobró vida con un silbido y el vapor nos envolvió antes incluso de que entrásemos. Me sentí contento. A diferencia de las otras, Amelia fue la única que me pidió una ronda más.

Amelia se apoyó contra los azulejos, con el trasero aún sonrosado por mi agarre, y me sonrió por encima del hombro, sinvergüenza, sin ningún remordimiento.

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• ¡Rápido! - me instó, abriendo más las piernas. - ¡Rápido y sucio!

Mis manos encontraron sus caderas, mi verga se deslizó dentro de ella con obscena facilidad, su cuerpo aún relajado, aun goteando de antes. Ella gimió, echando la cabeza hacia atrás, sus rizos húmedos pegados a su cuello.

• ¡Así! - balbuceó, con la voz quebrada, - ¡Así mismo!

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Su sexo palpitaba a mi alrededor, ya preparándome para otra ronda, con los muslos temblando como si fuera a desplomarse. Le rodeé la cintura con un brazo, sosteniéndola mientras la follaba con más fuerza, con el agua chorreando entre nosotros. Sus dedos se aferraban a las baldosas, sus gemidos se perdían bajo el chorro.

- Tus hijos. - le gruñí al oído, mordiéndole el hombro solo para oírla jadear. - ¿Llegarán pronto a casa?

Ella asintió frenéticamente, moviendo las caderas hacia atrás para encontrarse conmigo.

• Sí, sí, pero la hija del vecino los cuida hasta las siete, ¡oh, Dios! - Su voz se quebró cuando la inmovilicé contra la pared, mis embestidas se volvieron irregulares, castigadoras.

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Las uñas de Amelia arañaron los azulejos, sus piernas se doblaron cuando alcancé ese punto profundo dentro de ella que le nubló la vista. La penetré sin piedad, hasta que sus gritos ahogaron el rugido de la ducha. Después, desplomada contra la pared, con la respiración aún entrecortada, giró la cabeza para besarme, lentamente, *obscenamente*, con la lengua recorriendo mis labios como si quisiera memorizar el sabor. Mi verga, aún semierecta dentro de ella, se estremeció perezosamente en respuesta.

•¡Dios! – murmuró sorprendida, acariciándome el muslo con los dedos. - Todavía te quedan fuerzas aquí.

Sonreí, acariciándole el pecho con la palma de la mano, acariciando con el pulgar su pezón hipersensible solo para oírla jadear.

-Para ti y tus hermanas, siempre. - la provoqué, mordiéndole el hombro.

Ella se rió, sin aliento, moviendo las caderas, probando.

•¡Ay, me duele! - admitió, pero su sexo se estremeció, traicionándola. - Pero qué bueno.

Yo también lo disfruté. Recordé que cuando Amelia y yo solíamos follar, ella solía decir que sentía dolor, pero con un "agradable escozor". De hecho, la única razón por la que Verónica acabó follando conmigo fue porque Marisol le había dicho que yo le hacía sentir dolor mientras hacíamos el amor. Esto me hizo pensar de nuevo en lo que habría pasado si Marisol y yo nunca nos hubiéramos ido a Australia.

Quizás Pamela no habría sido la única en tener un hijo mío a estas alturas. De hecho, conociendo a Marisol, es posible que ahora tuviéramos cuatro. Sin embargo, Verónica y Lucía no me preocupaban demasiado. Verónica quedó estéril (el último regalo de mierda de Diego para ella) y Lucía está a punto de cumplir cincuenta años. Pero, por otra parte, algunas mujeres aún se quedan embarazadas a esa edad. Amelia, aunque llora porque no puede arriesgarse a tener otro bebé, sigue queriendo que lo hagamos sin condones y, a veces, se saltaba la píldora o “se olvidaba” cuando de repente tenía una cita conmigo. Probablemente, algunos de sus hijos serían míos. Al fin y al cabo, yo me encargaría de atender bien a Amelia para que no nos engañara junto con Ramiro.

Viaje relámpago (VIII)

Amelia gimió cuando me retiré, sus pliegues resbaladizos se aferraron obscenamente antes de soltarse con un pop húmedo. Se giró, presionando su cuerpo sonrojado contra el mío bajo el chorro de la ducha, sus dedos trazando las marcas de mordiscos que le había dejado en los hombros.

• ¡Mira lo que me hiciste! - murmuró, medio regañando, medio adorando.

Sus muslos temblaron cuando mis dedos rozaron la piel enrojecida de la parte interna de sus muslos, ahora demasiado sensible, a juzgar por su aguda inhalación. Pero sus caderas se inclinaron hacia adelante de todos modos, su clítoris hinchado rozando mi muslo.

• ¡Cabrón! – susurró sonriendo, clavando sus uñas en mis bíceps.

Su boca encontró la mía, lenta, obscena, su lengua rozando perezosamente mis labios como si quisiera memorizar el sabor. El agua corría entre nosotros, lavando el sudor y el aroma del sexo, pero la mordida de sus dientes en mi labio inferior era una marca fresca. Sus manos bajaron, acariciando mi pene con un apretón posesivo.

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• ¡Todavía duro! - murmuró, pasando el pulgar por la punta. - ¡Qué hombre!

Se rió cuando gemí, balanceando las caderas hacia delante lo justo para provocarme.

• Pero no más. - suspiró, con un tono de pesar en la voz. - Tengo que irme.

Amelia retrocedió a regañadientes, con los rizos pegados a los hombros por el agua de la ducha. Recorrió con los dedos los moretones de sus caderas, que ya se estaban oscureciendo, con una mezcla de orgullo y resignación.

• Dios, Ramiro va a preguntar. - murmuró, secándose con brusquedad con la toalla.

Pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios decía que no le importaba. La camiseta se pegaba a su piel húmeda mientras se la ponía, con los pezones aún marcados bajo la tela.

• Ojalá vivieras más cerca. - admitió en voz baja mientras se vestía. - Necesito una buena cogida así... al menos una vez al mes.

Sus dedos rozaron el anillo de boda que yacía abandonado en el lavabo (deliberadamente…) antes de volver a colocárselo con un suave clic.

Le agarré la muñeca y le presioné la palma de la mano contra mi verga, aún dura, a través de los pantalones.

- ¡Podría arreglarlo! - le susurré juguetón, mordiéndole el borde de la mandíbula.

Ella se rió, sin aliento, apretando los muslos por reflejo.

• ¡Ay, no! - me regañó, pero sus caderas se balancearon hacia delante una vez, traicionándola. - Los niños...

Su protesta se apagó cuando sus dedos se deslizaron bajo la cintura de mis pantalones, acariciando la carne hinchada que la acababa de destrozar hacía unos instantes. Ella gimió, apoyando la frente contra mi hombro.

• ¡Maldito seas! - Tembló, sus caderas se movieron instintivamente hacia atrás antes de que se contuviera. - ¡Cabrón! Si no paras, nunca me iré.

Sus dedos se detuvieron en su clavícula, recorriendo las marcas frescas de mordiscos que florecían en su piel.

• Si Ramiro pregunta...- comenzó, pero luego resopló y negó con la cabeza. - Que diga lo que quiera.

Su camiseta sin mangas estaba empapada, pegada a cada curva mientras le acariciaba los pechos a través de la tela, acariciándole los pezones con los pulgares hasta que se arqueó hacia mí. El aroma de su champú se mezclaba con el olor almizclado del sexo que aún permanecía en nuestra piel: vainilla y pecado. Se giró entre mis brazos, su beso era desesperado, hambriento, su lengua se deslizaba contra la mía como si quisiera grabar el recuerdo en mi boca. Mis manos se deslizaron hacia abajo para agarrarle el trasero, levantándola ligeramente para que pudiera sentir el grueso bulto de mi verga contra sus pliegues aún sensibles. Ella gimió, apretando sus muslos alrededor de mis caderas.

Cubana

• ¡Ay, Dios...! ¡Ya déjame ir! – protestó palmeando mi mano.

Amelia se apartó primero, con la respiración acelerada y los labios hinchados por mis dientes. Sus dedos temblaban mientras se ajustaba los leggins, con la tela pegada a sus muslos húmedos.

• Tengo que... - Se interrumpió, mordiéndose el labio inferior mientras miraba el reloj abuelo en el pasillo. - ¡Mierda!

La hija del vecino se iría pronto, dejando a sus hijos sin supervisión. Pero sus caderas se balancearon hacia adelante una vez más, instintivamente, su cuerpo traicionando su determinación. Sonreí con aire burlón, agarrándole la muñeca y presionándola contra mi entrepierna.

- La próxima vez, cuñada. - le prometí con tono lujurioso. - Te rompo el trasero en el patio de tu casa.

Su risa era explosiva, sus pupilas se dilataron.

• ¡Sí! - asintió con voz quebrada.- ¡Por favor!

La puerta principal se cerró detrás de ella con un clic, y el aroma del sexo y su champú de vainilla permaneció en el aire como una burla. Me tumbé en el sofá de Lucía, con los pantalones aún desabrochados, la tela áspera contra mi verga hipersensible. El aire acondicionado me refrescaba perezosamente sobre mí, sin hacer mucho por disipar el calor pegajoso que se aferraba a mi piel. Se oyeron pasos en el pasillo, ligeros y familiares, antes de que el cabello castaño miel de Marisol apareciera en la puerta, con Jacinto en brazos.

+ Ay, mi amor - dijo con voz melosa, mientras sus ojos verdes se posaban en mi cintura desnuda. - ¿Tan cansado?

Sonrió ampliamente mientras dejaba a Jacinto en el suelo, y el niño se dirigió inmediatamente hacia una pila de bloques.

Lucía pasó apresurada con una bolsa de la compra, rozando mi cadera con la suya mientras se dirigía a la cocina.

o Cena en veinte. - dijo por encima del hombro, el ruido de las ollas enmascarando la risa tranquila de Marisol.

Mi esposa se arrodilló entre mis piernas, jugando con mi cremallera.

+ ¿Amelia encontró el regalo que le dejé? - ronroneó, su aliento cálido a través de mis pantalones.

Gemí, echando la cabeza hacia atrás contra los cojines.

- Sí.

Su risa vibró contra mi verga mientras la liberaba, pasando la lengua por la punta.

+ ¿Y dejó un poco para mí? - No esperó la respuesta: sus labios me envolvieron, chupando con tanta fuerza que mis caderas se sacudieron.

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