Capitulo 3: Cerca del limite
Seguí provocando a mis hijos durante toda la semana. Cada día era una oportunidad nueva, los masturbaba en cualquier momento en que la casa quedaba vacía, ya fuera en la intimidad de sus habitaciones o en el estudio, con la puerta cerrada, añadiendo ese peligro delicioso a cada caricia. Sabía que estaba mal. La palabra "tabú" resonaba en mi mente como un tambor lejano, pero su eco se ahogaba en el sonido de sus jadeos y en la sensación de sus vergas, duras y palpitantes, entre mis dedos. Era prohibido, sí, y quizás por eso mismo no podía evitarlo.
Quería dominar sus pensamientos incluso cuando no los tocaba. Así que empecé a usar ropa más corta, más ajustada, más transparente. Esos vestidos que se levantaban con la brisa, esos shorts que parecían una segunda piel y esos tops que dejaban muy poco a la imaginación. Sabía que los excitaba, que cada centímetro de piel que revelaba era una tortura dulce para ellos.

Me encantaba, de verdad, ser el objeto de deseo exclusivo de mis dos hijos adolescentes. No podían apartar sus miradas lujuriosas de mi cuerpo curvilíneo. Sentía el peso de sus ojos sobre mis pechos, mis nalgas, mis caderas, como un contacto físico. Podía ver la lujuria cruda y descarada en sus pupilas dilatadas al pasar junto a ellos en el pasillo. Cuando su papá estaba cerca, bajaban la mirada de inmediato, fingían normalidad, pero la tensión sexual en la habitación era tan espesa que casi se podía cortar con un cuchillo. No podían decir nada, no se atrevían, pero sus miradas lo decían todo: hambre, adoración y una posesión secreta que solo nosotros tres comprendíamos.
Era evidente que las cosas habían cambiado en casa, y Dante no tardó mucho en notar el sutil cambio en la atmósfera.
—Amor, ¿estás saliendo más seguido en las tardes o algo? —me preguntó una mañana mientras me ayudaba a picar verduras para el desayuno, su voz era casual pero con una curiosidad palpable.
Dejé el molinillo de pimienta y lo miré divertida, apoyándome en la mesa de la cocina. —¿Qué te hace preguntar eso, cariño?
Dante rió, un poco incómodo, y se inclinó hacia mí con una sonrisa que pretendía ser picara pero que no lograba ocultar un dejo de genuina confusión.
—Bueno, para empezar, llevas ropa más sexy —dijo, sus ojos recorriendo el vestido sin mangas y ajustado que llevaba puesto, que sin duda acentuaba cada curva—. Además, parece que siempre tienes un brillo especial... y últimamente pareces muy... alegre.
Una sonrisa juguetona se dibujó en mis labios. Su observación era más certera de lo que podía imaginar.
—¿Entonces crees que me visto demasiado sexy para mi esposo? —pregunté, acercándome a él y rodeando su cuello con los brazos, todavía húmedos por lavar las verduras.
Le di un beso apasionado, lento y profundo, sabiendo que era la mejor manera de desviar su atención. Dante respondió con entusiasmo, sus manos encontrando mi cintura. Al separarnos, él sonrió, satisfecho, aunque aún con un rastro de duda en sus ojos.
—Sé que no estás haciendo nada malo, Ariadna —dijo, acariciándome la mejilla—. Pero pareces... diferente. Más viva. Así que supongo que tiene que ser algo especial.
Mi sonrisa se tornó misteriosa mientras retomaba el cuchillo y continué cortando zanahorias.
—Digamos que estoy disfrutando del verano hasta ahora —respondí, mirándolo por el rabillo del ojo—, y dejémoslo ahí.
Dante asintió, aceptando mi respuesta evasiva, pero no pude evitar notar cómo su mirada se posó en mí un instante más largo de lo normal antes de volver a sus tareas. El juego se volvía más peligroso, y eso, lejos de asustarme, solo alimentaba la excitación que ya era una parte constante de mis días. La doble vida que llevaba era el secreto más intoxicante que había guardado jamás, y cada sonrisa de complicidad de Iker y Mateo, cada mirada furtiva, valía el riesgo
Más tarde esa noche, cuando Dante se había ido a su turno de trabajo, la casa volvió a ser mi reino de secretos. Estaba recostada en la cama, leyendo un libro, cuando oí unos golpes suaves en la puerta. Un hormigueo de anticipación inmediato recorrió mi espina dorsal. ¿Cuál de los dos chicos me visitaría esta noche? Normalmente tenía una rutina: uno por la mañana y otro por la noche, pero esa mañana no había podido atender a ninguno porque Dante había estado en casa toda la mañana, una rara ocurrencia que había dejado a alguno de los dos con una energía acumulada que seguramente necesitaba liberar.

Me levanté, y la seda negra del body que llevaba se deslizó sobre mi piel como una segunda piel. Era una prenda de encaje que no dejaba absolutamente nada a la imaginación, ceñido a mis curvas de manera tan sugestiva que cada movimiento era una declaración de intenciones. La tela se ajustaba a mis pechos y se abría en un escote profundo, mientras que la parte inferior, igualmente transparente, se perdía entre mis muslos. Caminé hacia la puerta sintiendo cómo sus miradas, aunque aún no las viera, ya me deseaban.
Para mi sorpresa, al abrir la puerta, no hubo uno, sino dos pares de ojos hambrientos mirándome. Iker y Mateo estaban ahí, uno al lado del otro, Iker con su habitual confianza ligeramente tensa y Mateo con esa timidez que siempre lograba derretirme.
—Hola, chicos —dije, arqueando una ceja con una sonrisa intrigada—. ¿Qué puedo hacer por ustedes esta noche?
Los dejé pasar a mi habitación, Mateo se sonrojó de inmediato y miró a su hermano, buscando coraje. Iker, tomando la iniciativa, habló con una voz un poco más grave de lo normal.
—Mamá, Iker y yo... queríamos probar algo diferente esta noche... si te interesa.
Sonreí, cruzando los brazos bajo mis pechos, una postura que sabía que realzaba aún más mi escote. Mi mirada se movió entre ellos, llena de una curiosidad genuina y una excitación que comenzaba a crecer.
—¿Y qué tenían exactamente en mente ustedes dos?
Iker se sonrojó entonces, la confianza desvaneciéndose por un momento, dejando al descubierto al adolescente nervioso que era.
—Lo siento, mamá, no pudimos decidir quién venía primero, así que... —titubeó.
Mateo, encontrando un hilo de valentía, completó la petición, sus ojos suplicantes.
—Mamá, nos... nos preguntábamos si podrías... podrías hacernos una paja a los dos. A la vez.
La pregunta me dejó momentáneamente desconcertada, impactada. Mis ojos se abrieron ligeramente. ¿Estaban pidiendo compartirme?
—¿Quieren... compartirme? —pregunté, asegurándome de haber entendido bien.
Mateo asintió con entusiasmo, y Iker, recuperando la voz, añadió:
—Mamá, creemos que es justo... compartirte. No pudimos ponernos de acuerdo, y tú... eres nuestra mamá, después de todo.
Iker se sonrojó aún más al decir la palabra "mamá", como si recordara de repente el peso del tabú que estábamos a punto de cruzar. Un torrente de pensamientos invadió mi mente. Nunca había tenido un trío, ni mucho menos les había hecho una paja a dos chicos a la vez. La idea era descabellada, prohibida en tantos niveles que resultaba vertiginosa. Pero la imagen de tenerlos a ambos a mi merced, de ser el centro absoluto de su deseo compartido, de complacer a mis dos hijos a la vez... esa idea hizo que un calor húmedo e inmediato floreciera entre mis piernas. La excitación superó cualquier atisbo de duda.
Una sonrisa lenta y deliberada se extendió por mis labios.
—Claro, chicos —dije, mi voz un susurro seductor—. Me encantaría hacerles una paja juntos.
Cerré la puerta con un clic suave, asegurándonos la privacidad total. Señalé hacia la cama, grande y tentadora bajo la luz tenue de mi lámpara.
—¿Por qué no se sientan en la cama... y yo los cuido?
Iker y Mateo me sonrieron, una mezcla de ansiedad y excitación estaba brillando en sus ojos, después de correr hacia la cama y acomodarse sobre la cubierta. Yo caminé lentamente hacia ellos, permitiendo que su mirada recorriera cada centímetro de mi cuerpo casi desnudo, envuelto solo en el encaje negro que se adhería a mis curvas.
—¡Mierda, qué buena estás, mamá! —exclamó Iker, y se lamió los labios con nerviosismo y con sus ojos fijos en el balanceo de mis caderas.
Una risa baja y satisfecha escapó de mis labios. Su admiración, cruda y directa, era el elixir que alimentaba mi propio deseo. Me arrodillé en la cama, entre ellos, sintiendo el calor de sus cuerpos jóvenes a cada lado.
—Bien, chicos —dije, con una voz que era pura seducción—. Quítense los pantalones y saquen esas pollas enormes y bonitas. Quiero verlas.
Sin dudar, ambos se quitaron rápidamente los pantalones de pijama, dejando al descubierto sus vergas, ya completamente erectas y palpitantes. Aunque ya las había tenido en mis manos antes, la visión de ambas juntas, ofrecidas para mí, hizo que me secara la boca. Me lamí los labios lentamente, sin poder disimular mi admiración.
—Dios mío —susurré, más para mí que para ellos.
Extendí mis manos, mis finos dedos se estaban cerrando suavemente alrededor de sus erectas vergas. Sentí el latido de cada una, la piel aterciopelada y caliente bajo mis palmas. Comencé a mover mis manos, con un ritmo lento y sincronizado, subiendo y bajando por sus longitudes. El contraste entre la suavidad de mi tacto y la dureza de sus miembros era intoxicante.
Mateo gimió, mientras sus ojos se clavaban en mi escote.
—¡Mamá, qué rico se siente! —jadeó, arqueando la espalda.
Mateo asintió con entusiasmo, mordiéndose el labio inferior, completamente hipnotizado por el movimiento de mis dedos subiendo y bajando por su polla. Su respiración se hacía más rápida, más superficial.
Iker suspiró, una ola de placer que lo sacudió por completo.
—Mmm... mamá... —musitó, su mirada lujuriosa posándose de nuevo en mis ojos—. ¿Te gusta masturbar a tus hijos?
Asentí, sin romper el contacto visual, una sonrisa pícara y llena de malicia dibujándose en mi rostro.
—Ah, sí, Iker —respondí, mi voz un hilo cargado de intención—. Me encanta hacer sentir bien a mis chicos... con sus pollas enormes.
Al decir esto, aceleré el ritmo de mis manos. Ya no era una caricia exploratoria; era una misión. Apreté con un poco más de firmeza, mis puños deslizándose con facilidad gracias al líquido preseminal que ya comenzaba a brotar de ellos. Me concentré en el movimiento, en la textura, en los sonidos que escapaban de sus gargantas. Iker gemía palabras entrecortadas, mientras Mateo apenas podía articular sonido, sus ojos cerrados y su boca entreabierta en una mueca de éxtasis. Estaba llevando a mis chicos al borde, y la sensación de poder era absolutamente intoxicante. El aire se llenó del sonido de su placer y del suave y húmedo roce de mis manos sobre sus pieles. Estaban completamente a mi merced, y yo, su madrastra, su diosa secreta, no tenía intención de detenerme.

Continué acariciándolos, mis manos habian estableciendo un ritmo cada vez más rápido y decidido durante lo que parecieron diez minutos de pura tensión sexual. Notaba cómo Iker y Mateo se contorsionaban bajo mi tacto, sus cuerpos estaban respondiendo con una entrega total. Era evidente lo mucho que lo estaban disfrutando, y también cómo habían mejorado su resistencia en tan solo unos días de estas prácticas. Pero incluso el más entrenado no podía aguantar indefinidamente frente a la estimulación constante. Sabía que querían, que necesitaban correrse; sus penes estaban más duros que el mármol y el líquido preseminal rezumaba copiosamente, lubricando mis movimientos y haciendo de cada caricia un sonido húmedo y obsceno.
—Oh, joder, mamá, aquí viene... —gimió Mateo, su voz quebrada por el placer—. Me voy a correr esta vez, de verdad.
Iker asintió con entusiasmo, su mirada era vidriosa perdida en el vacío antes de posarse de nuevo en mi escote.
—Sí, mamá... esto se siente tan bien... —jadeó, sus palabras entrecortadas.
Los gemidos y quejidos de mis hijos eran música para mis oídos, un afrodisíaco directo que avivaba el fuego en mi propio vientre. Sonreí con picardía, divertida y excitada a la vez, mientras observaba cómo movían las caderas al ritmo de mis manos, cómo su respiración se hacía más intensa y desesperada a medida que los acercaba al borde del clímax. Notaba la tensión acumulándose en sus cuerpos, la inevitable liberación que se avecinaba.
—Adelante, cariño —susurré seductoramente, mi voz un hilo de tentación—. Deja que tu mamá vea cuánto semen tienes para ella.
Cambié a un tono más maternal, pero cargado de una sensualidad perversa.
—Córrete para mami, mi amor... Ay, Dios mío, mis amores... córranse para mí, cariño, córrete para mami —susurré, mientras mis manos trabajaban incansablemente, llevándolos al orgasmo.
—¡Aquí viene, mamá! —gritaron Iker y Mateo casi al unísono
En el instante en que mis dedos acariciaban sus brillantes vergas por última vez, sus pollas estallaron. Mateo gruñó con fuerza, un sonido fuerte y animal.
—¡Joder, mamá, me corro!— Iker gimió, con un temblor que lo recorrió de pies a cabeza. —¡Joder, mamá, me... me corro para ti!
Chorros densos y blancos de semen caliente y pegajoso brotaron de sus puntas, pintando sus estómagos con ráfagas sucesivas. El líquido espeso me salpicó las manos y las muñecas, una sensación cálida y húmeda que sellaba nuestro acto prohibido. Reduje la intensidad a una suave ordeña, apretando y acariciando sus miembros sensibles hasta extraer la última gota de placer de sus cuerpos exhaustos.
Finalmente, retiré lentamente mis manos, ahora brillantes y pegajosas. Ambos estaban allí, desplomados, jadeando, con las mejillas sonrojadas y una paz absoluta en el rostro mientras flotaban en su placer post-orgásmico.
—¿Lo pasaron bien, chicos? —pregunté, mirándolos con diversión.
Mateo asintió con entusiasmo, una sonrisa tonta y satisfecha en su rostro.
—Qué bien se sintió, mamá...
Iker se apoyó en la cabecera y suspiró, exhausto pero feliz.
—Mamá, ojalá pudieras masturbarnos para siempre.
Me reí, genuinamente complacida, y me levanté de la cama.
—Bueno, chicos, espero que hayan disfrutado de la paja de su madre.
Ambos asintieron, sonriendo de oreja a oreja. Después de ayudarlos a limpiarse con una toalla húmeda, se vistieron rápidamente y salieron de mi habitación, dejándome sola con el aroma a sexo y el eco de sus gemidos. El silencio que quedó era tan denso como el deseo que aún ardía en mí. El juego se había vuelto más complejo, más profundo, y yo estaba más enredada en su tela de lo que jamás había imaginado.
En cuanto se fueron, cerré la puerta con un clic suave y apoyé la espalda contra la madera, sintiendo el latido acelerado de mi corazón. La habitación aún guardaba el calor de sus cuerpos, el aroma a sexo y a juventud. Un dolor profundo y húmedo palpitaba entre mis piernas, una necesidad urgente que ya no podía ignorar.
Me dirigí al armario con pasos rápidos y saqué mi vibrador favorito, un consolador que prometía alivio. Tras cerrar la puerta con llave, me quité el body de encaje, dejando que la tela resbalara por mi piel hasta amontonarse en el suelo. Desnuda, me tumbé en la cama, donde las sábanas aún guardaban la huella de sus cuerpos.

Mis dedos encontraron mi clítoris hinchado y sensible, trazando círculos rápidos mientras cerraba los ojos. En mi mente, volvía a ver las vergas de Iker y Mateo, palpitando en mis manos, chorreando su semen caliente para mí. No podía creer lo que había hecho. Masturbar a mis dos hijos juntos había sido un acto tan travieso, tan retorcido... y lo había disfrutado con una intensidad que me avergonzaba y me excitaba al mismo tiempo.
Había sido una sensación increíble tener las pollas de mis dos hijos en cada mano, sentir sus ritmos diferentes, ver sus rostros contorsionarse de placer y escuchar sus gemidos mezclarse mientras se corrían simultáneamente. Todo el acto me había excitado hasta lo indecible, sabiendo que estaba complaciendo a mis hijos, que yo era la mujer de sus fantasías más secretas.
Gemí, abandonando mis dedos por el vibrador. Lo deslicé hasta el fondo de mi coño, ya empapado, ansiosa por correrme. Me mordí los labios para reprimir los gemidos que querían escapar, mientras yacía allí, follándome con el juguete e imaginando que eran las pollas duras de mis hijos las que me penetraban en lugar del plástico.
—Eso es, mi amor —susurré, dirigiéndome a la fantasía en mi mente—, córrete para mami.
Gemí como una zorra, abandonándome a la ola de placer que crecía en mi vientre. No tardé más de un par de minutos en correrme, un orgasmo intenso que me dejó temblando y jadeando, desplomada en la cama, agotada pero satisfecha.
Mientras yacía allí, recuperando el aliento, casi deseé haberles chupado esas pollas hermosas hoy. Pero en el fondo sabía que era solo cuestión de tiempo. Pronto, muy pronto, lo haría.
Al despertar a la mañana siguiente, una determinación férrea se había apoderado de mí. Ya estaba harta de solo masturbarlos; la curiosidad y el deseo se habían transformado en una necesidad física. Quería, necesitaba, saborear las gruesas y jugosas pollas de Iker y Mateo en mis labios. Sentir su textura en mi lengua, su peso en mi boca, y escuchar sus gemidos desde una perspectiva completamente nueva.
Mi mente no se centraba en ellos; sabía que mis hijos no eran el problema. Estaban tan enganchados a este juego como yo, y no dudarían ni un segundo en aprovechar la oportunidad de que les hiciera una mamada. El obstáculo era Dante. Sus sospechas, aunque dormidas, eran un riesgo. Necesitaba una manera infalible de sacarlo de casa el tiempo suficiente para saciar mis nuevos y urgentes deseos de zorra.
Bajé las escaleras con elegancia, planeando cada movimiento. Al entrar en la cocina, me encontré con Dante, ya vestido con ropa deportiva.
—Buenos días, amor —me saludó con alegría, sirviéndose un vaso de jugo de naranja.
—Buenos días, cariño —respondí, sirviéndome una taza de café con una sonrisa serena—. Qué día tan bonito hace hoy.
Dante sonrió y se apoyó en la encimera. —Sí, precisamente estaba pensando en ir al golf con unos amigos del trabajo. Hace tiempo que no salgo a despejarme.
Di un sorbo a mi café, caliente y amargo, mientras una idea perfecta se formaba en mi cabeza. Fruncí ligeramente el ceño, fingiendo preocupación.
—No estoy segura de que sea buena idea, amor —dije, con tono reflexivo—. Creo que el campo de golf de la ciudad está en remodelación. Lo leí en el periódico local la semana pasada.
La decepción se pintó instantáneamente en el rostro de Dante. —¿En serio? Qué mala suerte.
Tuve un idea lo que hizo que tuviera una sonrisa amplia, como si acabara de tener una revelación. —Bueno, ¿y qué hay del campo nuevo que está en la ciudad vecina? ¿Aquel que tanto querías probar? Es una buena oportunidad, amor. Está a solo un par de horas en auto, y con este día tan espléndido...
Vi cómo los ojos de Dante se iluminaron. La decepción se transformó en entusiasmo al instante.
—¡Tienes razón! ¡Qué buena idea, amor! —exclamó, corriendo hacia mí para darme un beso rápido pero efusivo en los labios—. Gracias, cariño, te debo una. Tengo que irme ya, está algo lejos y debemos llegar temprano para conseguir un buen horario.
Sonreí complacida, viéndolo subir las escaleras de dos en dos, ansioso por llamar a sus amigos y organizar la salida. La semilla que había plantado había germinado a la perfección. En menos de una hora, Dante se despedía con otro beso y salía por la puerta, su bolsa de golf al hombro.
Después de que el auto se alejara, me quedé de pie en el vestíbulo, una sonrisa de triunfo y lujuria adornando mis labios. La casa era mía, completamente mía, por el resto del día. Y mis dos pollas favoritas estaban a punto de recibir la atención que tanto merecían. Con un suspiro de anticipación, subí las escaleras, listo para convertir mis fantasías más húmedas en realidad.
Iker y Mateo bajaron momentos después, aún con el adormecimiento del sueño en los ojos, pero que se desvaneció instantáneamente al verme. Les sonreí, dulce y calculadoramente.
—Buenos días, chicos. Su papá está de camino al campo de golf de la ciudad vecina —anuncié, con un tono casual—. Así que estaba pensando... ¿qué les parece si hacemos una linda barbacoa junto a la piscina?
Mis ojos se posaron en ellos, cargados de una intención que solo nosotros podíamos entender.
—Tengo un bikini nuevo y muy sexy —añadí, dejando caer las palabras con picardía— y quería tomar el sol en la piscina.
Iker sonrió de inmediato, una sonrisa amplia y descarada mientras su mirada me recorría de arriba abajo con admiración.
—Vale, mamá, me parece bien.
—Me gustaría pasar tiempo de calidad con mis hijos —reforcé, sosteniendo su mirada.
Mateo intercambió una mirada rápida con su hermano y asintió, una sonrisa tímida pero igual de entusiasta asomando en sus labios.
—Claro, mamá, nos encantaría.
Me acerqué a Iker y le di un beso en la mejilla, sintiendo el calor de su piel.
—¡Genial! Voy a cambiarme a mi habitación. Mientras tanto, ¿por qué no terminan de desayunar y compran unos filetes para la barbacoa?
Subí las escaleras con la conciencia plena de cada uno de mis movimientos. En mi habitación, me quité la ropa y me puse el bikini que había comprado específicamente para esta ocasión. Era una tanga mínima, dos pequeños triángulos de tela que apenas cubrían mis pechos y una tira de tela que se hundía entre mis nalgas, dejando al descubierto la mayor parte de mi trasero. Me até el cordón del bikini y me giré frente al espejo, encantada con cómo la tela se ajustaba y realzaba cada una de mis curvas. Mis pezones, ya duros de anticipación, se marcaban claramente contra la tela escasa.
En ese momento, oí a Iker gritar desde abajo:
—¿Mamá? ¿Dónde están las llaves del coche? Nos vamos.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en mis labios.
—¡Están en mi bolso, cariño! —grité de vuelta—. ¿Puedes subir?
Los pasos en las escaleras fueron rápidos. Cuando entraron en mi habitación, el efecto fue instantáneo y mejor de lo que había imaginado. Se quedaron paralizados en el umbral, boquiabiertos. Sus ojos se abrieron de par en par, y no pude evitar notar cómo la protuberancia en sus pantalones crecía al instante, formando dos tiendas inconfundibles. Dejé que su mirada se empapara de la imagen: su madrastra, casi desnuda, con el cuerpo enmarcado por el bikini más pequeño que probablemente habían visto.

—Mamá, ¿dónde están las llaves del coche? —logró decir Iker, finalmente, mientras Mateo permanecía mudo, con los ojos fijos en mis pechos.
—Lo siento, mi amor, mi bolso está aquí —dije, señalando el bolso en el suelo, junto a mi tocador.
Deliberadamente, me agaché lentamente, flexionando las rodillas y arqueando la espalda para que pudieran tener una vista perfecta de mi trasero casi completamente al descubierto y de mi coño, apenas velado por la delgada tira de tela. Sentí el aire en mi piel y su mirada ardiente. Al darme la vuelta y entregarles las llaves, hice un falso gesto de sorpresa.
—¡Vaya! —exclamé, mirando sus entrepiernas—. ¿Han estado mirando esa revista otra vez? Se les ve la polla dura.
Ambos se sonrojaron furiosamente, un rubor que les subió desde el cuello hasta las orejas.
—Eh, no, mamá, estábamos... eh, pensando en lo que llevas puesto —tartamudeó Mateo, incapaz de sostener mi mirada.
Arqueé una ceja, enormemente divertida.
—¿Te gusta mi nuevo bikini? —pregunté con una inocencia fingida, balanceando mis caderas suavemente de un lado a otro.
Mateo sonrió, una sonrisa tímida pero llena de deseo.
—Sí, mamá, te queda... te queda perfecto.
Iker asintió, con una expresión de lujuria descarada en su rostro.
—Tus tetas se ven increíbles, mamá.
Mateo le dio un golpe en el brazo.
—¡Cállate! No lo arruines.
—Oh, no pasa nada, Mateo —dije, con dulzura envenenada—. Me alegra oír un cumplido así. —Hice una pausa, dejando que el suspense se acumulara—. Compré este bikini solo para ustedes.
Solté una risita baja y complacida y me pasé la mano por el pelo oscuro y ondulado.
—¿Qué opinas, Mateo? ¿Debería mamá usarlo en la piscina?
Mateo asintió con entusiasmo, sus ojos aún pegados a mis pechos.
—Creo que te ves sexy, mamá; ¡realmente sexy!
Me reí, una risa satisfecha, y caminé hacia ellos. Sentía cómo mis pechos se balanceaban ligeramente con cada paso.
—Me alegra mucho que te guste, mi amor. Lo usaré para ustedes dos junto a la piscina.
Me acerqué y les di un beso en cada mejilla. Me incliné hacia sus orejas, mi aliento caliente acariciando su piel, y susurré:
—Me encargaré de sus pollas luego, cuando regresen, chicos.
Para sellar la promesa, les di una palmadita suave pero sugerente en sus bultos erectos a través de la tela de sus pantalones. Les sonreí, una sonrisa llena de promesas prohibidas.
Los seguí escaleras abajo mientras salían corriendo, casi tropezando en su prisa. Justo antes de que la puerta se cerrara, grité en broma:
—¡Ah, una cosa más! Probablemente me broncearé en topless, ya que no hay nadie en casa. Solo avísenme antes de salir a la piscina. Estoy segura de que no querrían ver a su mamá en topless. Les guiñé un ojo rápidamente. La reacción fue instantánea: sus ojos se abrieron como platos, y casi pude ver cómo sus penes se ponían aún más duros, si eso era posible. La puerta se cerró de golpe tras ellos.
Me reí para mis adentros, saboreando la anticipación. No tenía ninguna duda de que harían esos recados a una velocidad récord, con la única esperanza de ver a su madrastra completamente en topless junto a la piscina. El juego continuaba, y cada vez era más peligroso, más excitante y más mío.
La aventura continua, ¡no se pierdan los próximos capítulos! Si quieren más, chequen mi perfil donde hay otras historias esperándolos Dejen sus puntos, comentarios y compartan si quieren.
Seguí provocando a mis hijos durante toda la semana. Cada día era una oportunidad nueva, los masturbaba en cualquier momento en que la casa quedaba vacía, ya fuera en la intimidad de sus habitaciones o en el estudio, con la puerta cerrada, añadiendo ese peligro delicioso a cada caricia. Sabía que estaba mal. La palabra "tabú" resonaba en mi mente como un tambor lejano, pero su eco se ahogaba en el sonido de sus jadeos y en la sensación de sus vergas, duras y palpitantes, entre mis dedos. Era prohibido, sí, y quizás por eso mismo no podía evitarlo.
Quería dominar sus pensamientos incluso cuando no los tocaba. Así que empecé a usar ropa más corta, más ajustada, más transparente. Esos vestidos que se levantaban con la brisa, esos shorts que parecían una segunda piel y esos tops que dejaban muy poco a la imaginación. Sabía que los excitaba, que cada centímetro de piel que revelaba era una tortura dulce para ellos.

Me encantaba, de verdad, ser el objeto de deseo exclusivo de mis dos hijos adolescentes. No podían apartar sus miradas lujuriosas de mi cuerpo curvilíneo. Sentía el peso de sus ojos sobre mis pechos, mis nalgas, mis caderas, como un contacto físico. Podía ver la lujuria cruda y descarada en sus pupilas dilatadas al pasar junto a ellos en el pasillo. Cuando su papá estaba cerca, bajaban la mirada de inmediato, fingían normalidad, pero la tensión sexual en la habitación era tan espesa que casi se podía cortar con un cuchillo. No podían decir nada, no se atrevían, pero sus miradas lo decían todo: hambre, adoración y una posesión secreta que solo nosotros tres comprendíamos.
Era evidente que las cosas habían cambiado en casa, y Dante no tardó mucho en notar el sutil cambio en la atmósfera.
—Amor, ¿estás saliendo más seguido en las tardes o algo? —me preguntó una mañana mientras me ayudaba a picar verduras para el desayuno, su voz era casual pero con una curiosidad palpable.
Dejé el molinillo de pimienta y lo miré divertida, apoyándome en la mesa de la cocina. —¿Qué te hace preguntar eso, cariño?
Dante rió, un poco incómodo, y se inclinó hacia mí con una sonrisa que pretendía ser picara pero que no lograba ocultar un dejo de genuina confusión.
—Bueno, para empezar, llevas ropa más sexy —dijo, sus ojos recorriendo el vestido sin mangas y ajustado que llevaba puesto, que sin duda acentuaba cada curva—. Además, parece que siempre tienes un brillo especial... y últimamente pareces muy... alegre.
Una sonrisa juguetona se dibujó en mis labios. Su observación era más certera de lo que podía imaginar.
—¿Entonces crees que me visto demasiado sexy para mi esposo? —pregunté, acercándome a él y rodeando su cuello con los brazos, todavía húmedos por lavar las verduras.
Le di un beso apasionado, lento y profundo, sabiendo que era la mejor manera de desviar su atención. Dante respondió con entusiasmo, sus manos encontrando mi cintura. Al separarnos, él sonrió, satisfecho, aunque aún con un rastro de duda en sus ojos.
—Sé que no estás haciendo nada malo, Ariadna —dijo, acariciándome la mejilla—. Pero pareces... diferente. Más viva. Así que supongo que tiene que ser algo especial.
Mi sonrisa se tornó misteriosa mientras retomaba el cuchillo y continué cortando zanahorias.
—Digamos que estoy disfrutando del verano hasta ahora —respondí, mirándolo por el rabillo del ojo—, y dejémoslo ahí.
Dante asintió, aceptando mi respuesta evasiva, pero no pude evitar notar cómo su mirada se posó en mí un instante más largo de lo normal antes de volver a sus tareas. El juego se volvía más peligroso, y eso, lejos de asustarme, solo alimentaba la excitación que ya era una parte constante de mis días. La doble vida que llevaba era el secreto más intoxicante que había guardado jamás, y cada sonrisa de complicidad de Iker y Mateo, cada mirada furtiva, valía el riesgo
Más tarde esa noche, cuando Dante se había ido a su turno de trabajo, la casa volvió a ser mi reino de secretos. Estaba recostada en la cama, leyendo un libro, cuando oí unos golpes suaves en la puerta. Un hormigueo de anticipación inmediato recorrió mi espina dorsal. ¿Cuál de los dos chicos me visitaría esta noche? Normalmente tenía una rutina: uno por la mañana y otro por la noche, pero esa mañana no había podido atender a ninguno porque Dante había estado en casa toda la mañana, una rara ocurrencia que había dejado a alguno de los dos con una energía acumulada que seguramente necesitaba liberar.

Me levanté, y la seda negra del body que llevaba se deslizó sobre mi piel como una segunda piel. Era una prenda de encaje que no dejaba absolutamente nada a la imaginación, ceñido a mis curvas de manera tan sugestiva que cada movimiento era una declaración de intenciones. La tela se ajustaba a mis pechos y se abría en un escote profundo, mientras que la parte inferior, igualmente transparente, se perdía entre mis muslos. Caminé hacia la puerta sintiendo cómo sus miradas, aunque aún no las viera, ya me deseaban.
Para mi sorpresa, al abrir la puerta, no hubo uno, sino dos pares de ojos hambrientos mirándome. Iker y Mateo estaban ahí, uno al lado del otro, Iker con su habitual confianza ligeramente tensa y Mateo con esa timidez que siempre lograba derretirme.
—Hola, chicos —dije, arqueando una ceja con una sonrisa intrigada—. ¿Qué puedo hacer por ustedes esta noche?
Los dejé pasar a mi habitación, Mateo se sonrojó de inmediato y miró a su hermano, buscando coraje. Iker, tomando la iniciativa, habló con una voz un poco más grave de lo normal.
—Mamá, Iker y yo... queríamos probar algo diferente esta noche... si te interesa.
Sonreí, cruzando los brazos bajo mis pechos, una postura que sabía que realzaba aún más mi escote. Mi mirada se movió entre ellos, llena de una curiosidad genuina y una excitación que comenzaba a crecer.
—¿Y qué tenían exactamente en mente ustedes dos?
Iker se sonrojó entonces, la confianza desvaneciéndose por un momento, dejando al descubierto al adolescente nervioso que era.
—Lo siento, mamá, no pudimos decidir quién venía primero, así que... —titubeó.
Mateo, encontrando un hilo de valentía, completó la petición, sus ojos suplicantes.
—Mamá, nos... nos preguntábamos si podrías... podrías hacernos una paja a los dos. A la vez.
La pregunta me dejó momentáneamente desconcertada, impactada. Mis ojos se abrieron ligeramente. ¿Estaban pidiendo compartirme?
—¿Quieren... compartirme? —pregunté, asegurándome de haber entendido bien.
Mateo asintió con entusiasmo, y Iker, recuperando la voz, añadió:
—Mamá, creemos que es justo... compartirte. No pudimos ponernos de acuerdo, y tú... eres nuestra mamá, después de todo.
Iker se sonrojó aún más al decir la palabra "mamá", como si recordara de repente el peso del tabú que estábamos a punto de cruzar. Un torrente de pensamientos invadió mi mente. Nunca había tenido un trío, ni mucho menos les había hecho una paja a dos chicos a la vez. La idea era descabellada, prohibida en tantos niveles que resultaba vertiginosa. Pero la imagen de tenerlos a ambos a mi merced, de ser el centro absoluto de su deseo compartido, de complacer a mis dos hijos a la vez... esa idea hizo que un calor húmedo e inmediato floreciera entre mis piernas. La excitación superó cualquier atisbo de duda.
Una sonrisa lenta y deliberada se extendió por mis labios.
—Claro, chicos —dije, mi voz un susurro seductor—. Me encantaría hacerles una paja juntos.
Cerré la puerta con un clic suave, asegurándonos la privacidad total. Señalé hacia la cama, grande y tentadora bajo la luz tenue de mi lámpara.
—¿Por qué no se sientan en la cama... y yo los cuido?
Iker y Mateo me sonrieron, una mezcla de ansiedad y excitación estaba brillando en sus ojos, después de correr hacia la cama y acomodarse sobre la cubierta. Yo caminé lentamente hacia ellos, permitiendo que su mirada recorriera cada centímetro de mi cuerpo casi desnudo, envuelto solo en el encaje negro que se adhería a mis curvas.
—¡Mierda, qué buena estás, mamá! —exclamó Iker, y se lamió los labios con nerviosismo y con sus ojos fijos en el balanceo de mis caderas.
Una risa baja y satisfecha escapó de mis labios. Su admiración, cruda y directa, era el elixir que alimentaba mi propio deseo. Me arrodillé en la cama, entre ellos, sintiendo el calor de sus cuerpos jóvenes a cada lado.
—Bien, chicos —dije, con una voz que era pura seducción—. Quítense los pantalones y saquen esas pollas enormes y bonitas. Quiero verlas.
Sin dudar, ambos se quitaron rápidamente los pantalones de pijama, dejando al descubierto sus vergas, ya completamente erectas y palpitantes. Aunque ya las había tenido en mis manos antes, la visión de ambas juntas, ofrecidas para mí, hizo que me secara la boca. Me lamí los labios lentamente, sin poder disimular mi admiración.
—Dios mío —susurré, más para mí que para ellos.
Extendí mis manos, mis finos dedos se estaban cerrando suavemente alrededor de sus erectas vergas. Sentí el latido de cada una, la piel aterciopelada y caliente bajo mis palmas. Comencé a mover mis manos, con un ritmo lento y sincronizado, subiendo y bajando por sus longitudes. El contraste entre la suavidad de mi tacto y la dureza de sus miembros era intoxicante.
Mateo gimió, mientras sus ojos se clavaban en mi escote.
—¡Mamá, qué rico se siente! —jadeó, arqueando la espalda.
Mateo asintió con entusiasmo, mordiéndose el labio inferior, completamente hipnotizado por el movimiento de mis dedos subiendo y bajando por su polla. Su respiración se hacía más rápida, más superficial.
Iker suspiró, una ola de placer que lo sacudió por completo.
—Mmm... mamá... —musitó, su mirada lujuriosa posándose de nuevo en mis ojos—. ¿Te gusta masturbar a tus hijos?
Asentí, sin romper el contacto visual, una sonrisa pícara y llena de malicia dibujándose en mi rostro.
—Ah, sí, Iker —respondí, mi voz un hilo cargado de intención—. Me encanta hacer sentir bien a mis chicos... con sus pollas enormes.
Al decir esto, aceleré el ritmo de mis manos. Ya no era una caricia exploratoria; era una misión. Apreté con un poco más de firmeza, mis puños deslizándose con facilidad gracias al líquido preseminal que ya comenzaba a brotar de ellos. Me concentré en el movimiento, en la textura, en los sonidos que escapaban de sus gargantas. Iker gemía palabras entrecortadas, mientras Mateo apenas podía articular sonido, sus ojos cerrados y su boca entreabierta en una mueca de éxtasis. Estaba llevando a mis chicos al borde, y la sensación de poder era absolutamente intoxicante. El aire se llenó del sonido de su placer y del suave y húmedo roce de mis manos sobre sus pieles. Estaban completamente a mi merced, y yo, su madrastra, su diosa secreta, no tenía intención de detenerme.

Continué acariciándolos, mis manos habian estableciendo un ritmo cada vez más rápido y decidido durante lo que parecieron diez minutos de pura tensión sexual. Notaba cómo Iker y Mateo se contorsionaban bajo mi tacto, sus cuerpos estaban respondiendo con una entrega total. Era evidente lo mucho que lo estaban disfrutando, y también cómo habían mejorado su resistencia en tan solo unos días de estas prácticas. Pero incluso el más entrenado no podía aguantar indefinidamente frente a la estimulación constante. Sabía que querían, que necesitaban correrse; sus penes estaban más duros que el mármol y el líquido preseminal rezumaba copiosamente, lubricando mis movimientos y haciendo de cada caricia un sonido húmedo y obsceno.
—Oh, joder, mamá, aquí viene... —gimió Mateo, su voz quebrada por el placer—. Me voy a correr esta vez, de verdad.
Iker asintió con entusiasmo, su mirada era vidriosa perdida en el vacío antes de posarse de nuevo en mi escote.
—Sí, mamá... esto se siente tan bien... —jadeó, sus palabras entrecortadas.
Los gemidos y quejidos de mis hijos eran música para mis oídos, un afrodisíaco directo que avivaba el fuego en mi propio vientre. Sonreí con picardía, divertida y excitada a la vez, mientras observaba cómo movían las caderas al ritmo de mis manos, cómo su respiración se hacía más intensa y desesperada a medida que los acercaba al borde del clímax. Notaba la tensión acumulándose en sus cuerpos, la inevitable liberación que se avecinaba.
—Adelante, cariño —susurré seductoramente, mi voz un hilo de tentación—. Deja que tu mamá vea cuánto semen tienes para ella.
Cambié a un tono más maternal, pero cargado de una sensualidad perversa.
—Córrete para mami, mi amor... Ay, Dios mío, mis amores... córranse para mí, cariño, córrete para mami —susurré, mientras mis manos trabajaban incansablemente, llevándolos al orgasmo.
—¡Aquí viene, mamá! —gritaron Iker y Mateo casi al unísono
En el instante en que mis dedos acariciaban sus brillantes vergas por última vez, sus pollas estallaron. Mateo gruñó con fuerza, un sonido fuerte y animal.
—¡Joder, mamá, me corro!— Iker gimió, con un temblor que lo recorrió de pies a cabeza. —¡Joder, mamá, me... me corro para ti!
Chorros densos y blancos de semen caliente y pegajoso brotaron de sus puntas, pintando sus estómagos con ráfagas sucesivas. El líquido espeso me salpicó las manos y las muñecas, una sensación cálida y húmeda que sellaba nuestro acto prohibido. Reduje la intensidad a una suave ordeña, apretando y acariciando sus miembros sensibles hasta extraer la última gota de placer de sus cuerpos exhaustos.
Finalmente, retiré lentamente mis manos, ahora brillantes y pegajosas. Ambos estaban allí, desplomados, jadeando, con las mejillas sonrojadas y una paz absoluta en el rostro mientras flotaban en su placer post-orgásmico.
—¿Lo pasaron bien, chicos? —pregunté, mirándolos con diversión.
Mateo asintió con entusiasmo, una sonrisa tonta y satisfecha en su rostro.
—Qué bien se sintió, mamá...
Iker se apoyó en la cabecera y suspiró, exhausto pero feliz.
—Mamá, ojalá pudieras masturbarnos para siempre.
Me reí, genuinamente complacida, y me levanté de la cama.
—Bueno, chicos, espero que hayan disfrutado de la paja de su madre.
Ambos asintieron, sonriendo de oreja a oreja. Después de ayudarlos a limpiarse con una toalla húmeda, se vistieron rápidamente y salieron de mi habitación, dejándome sola con el aroma a sexo y el eco de sus gemidos. El silencio que quedó era tan denso como el deseo que aún ardía en mí. El juego se había vuelto más complejo, más profundo, y yo estaba más enredada en su tela de lo que jamás había imaginado.
En cuanto se fueron, cerré la puerta con un clic suave y apoyé la espalda contra la madera, sintiendo el latido acelerado de mi corazón. La habitación aún guardaba el calor de sus cuerpos, el aroma a sexo y a juventud. Un dolor profundo y húmedo palpitaba entre mis piernas, una necesidad urgente que ya no podía ignorar.
Me dirigí al armario con pasos rápidos y saqué mi vibrador favorito, un consolador que prometía alivio. Tras cerrar la puerta con llave, me quité el body de encaje, dejando que la tela resbalara por mi piel hasta amontonarse en el suelo. Desnuda, me tumbé en la cama, donde las sábanas aún guardaban la huella de sus cuerpos.

Mis dedos encontraron mi clítoris hinchado y sensible, trazando círculos rápidos mientras cerraba los ojos. En mi mente, volvía a ver las vergas de Iker y Mateo, palpitando en mis manos, chorreando su semen caliente para mí. No podía creer lo que había hecho. Masturbar a mis dos hijos juntos había sido un acto tan travieso, tan retorcido... y lo había disfrutado con una intensidad que me avergonzaba y me excitaba al mismo tiempo.
Había sido una sensación increíble tener las pollas de mis dos hijos en cada mano, sentir sus ritmos diferentes, ver sus rostros contorsionarse de placer y escuchar sus gemidos mezclarse mientras se corrían simultáneamente. Todo el acto me había excitado hasta lo indecible, sabiendo que estaba complaciendo a mis hijos, que yo era la mujer de sus fantasías más secretas.
Gemí, abandonando mis dedos por el vibrador. Lo deslicé hasta el fondo de mi coño, ya empapado, ansiosa por correrme. Me mordí los labios para reprimir los gemidos que querían escapar, mientras yacía allí, follándome con el juguete e imaginando que eran las pollas duras de mis hijos las que me penetraban en lugar del plástico.
—Eso es, mi amor —susurré, dirigiéndome a la fantasía en mi mente—, córrete para mami.
Gemí como una zorra, abandonándome a la ola de placer que crecía en mi vientre. No tardé más de un par de minutos en correrme, un orgasmo intenso que me dejó temblando y jadeando, desplomada en la cama, agotada pero satisfecha.
Mientras yacía allí, recuperando el aliento, casi deseé haberles chupado esas pollas hermosas hoy. Pero en el fondo sabía que era solo cuestión de tiempo. Pronto, muy pronto, lo haría.
Al despertar a la mañana siguiente, una determinación férrea se había apoderado de mí. Ya estaba harta de solo masturbarlos; la curiosidad y el deseo se habían transformado en una necesidad física. Quería, necesitaba, saborear las gruesas y jugosas pollas de Iker y Mateo en mis labios. Sentir su textura en mi lengua, su peso en mi boca, y escuchar sus gemidos desde una perspectiva completamente nueva.
Mi mente no se centraba en ellos; sabía que mis hijos no eran el problema. Estaban tan enganchados a este juego como yo, y no dudarían ni un segundo en aprovechar la oportunidad de que les hiciera una mamada. El obstáculo era Dante. Sus sospechas, aunque dormidas, eran un riesgo. Necesitaba una manera infalible de sacarlo de casa el tiempo suficiente para saciar mis nuevos y urgentes deseos de zorra.
Bajé las escaleras con elegancia, planeando cada movimiento. Al entrar en la cocina, me encontré con Dante, ya vestido con ropa deportiva.
—Buenos días, amor —me saludó con alegría, sirviéndose un vaso de jugo de naranja.
—Buenos días, cariño —respondí, sirviéndome una taza de café con una sonrisa serena—. Qué día tan bonito hace hoy.
Dante sonrió y se apoyó en la encimera. —Sí, precisamente estaba pensando en ir al golf con unos amigos del trabajo. Hace tiempo que no salgo a despejarme.
Di un sorbo a mi café, caliente y amargo, mientras una idea perfecta se formaba en mi cabeza. Fruncí ligeramente el ceño, fingiendo preocupación.
—No estoy segura de que sea buena idea, amor —dije, con tono reflexivo—. Creo que el campo de golf de la ciudad está en remodelación. Lo leí en el periódico local la semana pasada.
La decepción se pintó instantáneamente en el rostro de Dante. —¿En serio? Qué mala suerte.
Tuve un idea lo que hizo que tuviera una sonrisa amplia, como si acabara de tener una revelación. —Bueno, ¿y qué hay del campo nuevo que está en la ciudad vecina? ¿Aquel que tanto querías probar? Es una buena oportunidad, amor. Está a solo un par de horas en auto, y con este día tan espléndido...
Vi cómo los ojos de Dante se iluminaron. La decepción se transformó en entusiasmo al instante.
—¡Tienes razón! ¡Qué buena idea, amor! —exclamó, corriendo hacia mí para darme un beso rápido pero efusivo en los labios—. Gracias, cariño, te debo una. Tengo que irme ya, está algo lejos y debemos llegar temprano para conseguir un buen horario.
Sonreí complacida, viéndolo subir las escaleras de dos en dos, ansioso por llamar a sus amigos y organizar la salida. La semilla que había plantado había germinado a la perfección. En menos de una hora, Dante se despedía con otro beso y salía por la puerta, su bolsa de golf al hombro.
Después de que el auto se alejara, me quedé de pie en el vestíbulo, una sonrisa de triunfo y lujuria adornando mis labios. La casa era mía, completamente mía, por el resto del día. Y mis dos pollas favoritas estaban a punto de recibir la atención que tanto merecían. Con un suspiro de anticipación, subí las escaleras, listo para convertir mis fantasías más húmedas en realidad.
Iker y Mateo bajaron momentos después, aún con el adormecimiento del sueño en los ojos, pero que se desvaneció instantáneamente al verme. Les sonreí, dulce y calculadoramente.
—Buenos días, chicos. Su papá está de camino al campo de golf de la ciudad vecina —anuncié, con un tono casual—. Así que estaba pensando... ¿qué les parece si hacemos una linda barbacoa junto a la piscina?
Mis ojos se posaron en ellos, cargados de una intención que solo nosotros podíamos entender.
—Tengo un bikini nuevo y muy sexy —añadí, dejando caer las palabras con picardía— y quería tomar el sol en la piscina.
Iker sonrió de inmediato, una sonrisa amplia y descarada mientras su mirada me recorría de arriba abajo con admiración.
—Vale, mamá, me parece bien.
—Me gustaría pasar tiempo de calidad con mis hijos —reforcé, sosteniendo su mirada.
Mateo intercambió una mirada rápida con su hermano y asintió, una sonrisa tímida pero igual de entusiasta asomando en sus labios.
—Claro, mamá, nos encantaría.
Me acerqué a Iker y le di un beso en la mejilla, sintiendo el calor de su piel.
—¡Genial! Voy a cambiarme a mi habitación. Mientras tanto, ¿por qué no terminan de desayunar y compran unos filetes para la barbacoa?
Subí las escaleras con la conciencia plena de cada uno de mis movimientos. En mi habitación, me quité la ropa y me puse el bikini que había comprado específicamente para esta ocasión. Era una tanga mínima, dos pequeños triángulos de tela que apenas cubrían mis pechos y una tira de tela que se hundía entre mis nalgas, dejando al descubierto la mayor parte de mi trasero. Me até el cordón del bikini y me giré frente al espejo, encantada con cómo la tela se ajustaba y realzaba cada una de mis curvas. Mis pezones, ya duros de anticipación, se marcaban claramente contra la tela escasa.
En ese momento, oí a Iker gritar desde abajo:
—¿Mamá? ¿Dónde están las llaves del coche? Nos vamos.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en mis labios.
—¡Están en mi bolso, cariño! —grité de vuelta—. ¿Puedes subir?
Los pasos en las escaleras fueron rápidos. Cuando entraron en mi habitación, el efecto fue instantáneo y mejor de lo que había imaginado. Se quedaron paralizados en el umbral, boquiabiertos. Sus ojos se abrieron de par en par, y no pude evitar notar cómo la protuberancia en sus pantalones crecía al instante, formando dos tiendas inconfundibles. Dejé que su mirada se empapara de la imagen: su madrastra, casi desnuda, con el cuerpo enmarcado por el bikini más pequeño que probablemente habían visto.

—Mamá, ¿dónde están las llaves del coche? —logró decir Iker, finalmente, mientras Mateo permanecía mudo, con los ojos fijos en mis pechos.
—Lo siento, mi amor, mi bolso está aquí —dije, señalando el bolso en el suelo, junto a mi tocador.
Deliberadamente, me agaché lentamente, flexionando las rodillas y arqueando la espalda para que pudieran tener una vista perfecta de mi trasero casi completamente al descubierto y de mi coño, apenas velado por la delgada tira de tela. Sentí el aire en mi piel y su mirada ardiente. Al darme la vuelta y entregarles las llaves, hice un falso gesto de sorpresa.
—¡Vaya! —exclamé, mirando sus entrepiernas—. ¿Han estado mirando esa revista otra vez? Se les ve la polla dura.
Ambos se sonrojaron furiosamente, un rubor que les subió desde el cuello hasta las orejas.
—Eh, no, mamá, estábamos... eh, pensando en lo que llevas puesto —tartamudeó Mateo, incapaz de sostener mi mirada.
Arqueé una ceja, enormemente divertida.
—¿Te gusta mi nuevo bikini? —pregunté con una inocencia fingida, balanceando mis caderas suavemente de un lado a otro.
Mateo sonrió, una sonrisa tímida pero llena de deseo.
—Sí, mamá, te queda... te queda perfecto.
Iker asintió, con una expresión de lujuria descarada en su rostro.
—Tus tetas se ven increíbles, mamá.
Mateo le dio un golpe en el brazo.
—¡Cállate! No lo arruines.
—Oh, no pasa nada, Mateo —dije, con dulzura envenenada—. Me alegra oír un cumplido así. —Hice una pausa, dejando que el suspense se acumulara—. Compré este bikini solo para ustedes.
Solté una risita baja y complacida y me pasé la mano por el pelo oscuro y ondulado.
—¿Qué opinas, Mateo? ¿Debería mamá usarlo en la piscina?
Mateo asintió con entusiasmo, sus ojos aún pegados a mis pechos.
—Creo que te ves sexy, mamá; ¡realmente sexy!
Me reí, una risa satisfecha, y caminé hacia ellos. Sentía cómo mis pechos se balanceaban ligeramente con cada paso.
—Me alegra mucho que te guste, mi amor. Lo usaré para ustedes dos junto a la piscina.
Me acerqué y les di un beso en cada mejilla. Me incliné hacia sus orejas, mi aliento caliente acariciando su piel, y susurré:
—Me encargaré de sus pollas luego, cuando regresen, chicos.
Para sellar la promesa, les di una palmadita suave pero sugerente en sus bultos erectos a través de la tela de sus pantalones. Les sonreí, una sonrisa llena de promesas prohibidas.
Los seguí escaleras abajo mientras salían corriendo, casi tropezando en su prisa. Justo antes de que la puerta se cerrara, grité en broma:
—¡Ah, una cosa más! Probablemente me broncearé en topless, ya que no hay nadie en casa. Solo avísenme antes de salir a la piscina. Estoy segura de que no querrían ver a su mamá en topless. Les guiñé un ojo rápidamente. La reacción fue instantánea: sus ojos se abrieron como platos, y casi pude ver cómo sus penes se ponían aún más duros, si eso era posible. La puerta se cerró de golpe tras ellos.
Me reí para mis adentros, saboreando la anticipación. No tenía ninguna duda de que harían esos recados a una velocidad récord, con la única esperanza de ver a su madrastra completamente en topless junto a la piscina. El juego continuaba, y cada vez era más peligroso, más excitante y más mío.
La aventura continua, ¡no se pierdan los próximos capítulos! Si quieren más, chequen mi perfil donde hay otras historias esperándolos Dejen sus puntos, comentarios y compartan si quieren.
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