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Compendio III
Después de tener un breve pero refrescante encuentro sexual en la ducha con Marisol, me sentí revitalizado, listo para devorar el mundo. Así que, una vez que nos vestimos y recogí mi ordenador portátil y las cosas de bebé de Jacinto, me reuní con mi esposa y mi bebé para visitar a Pamela en el hospital.
Entramos en la habitación de Pamela y la encontramos conectada a monitores, con aspecto hinchado e incómoda con su bata de hospital. Su madre, Lucía, estaba sentada a su lado, tejiendo algo con lana. Los ojos de Pamela se iluminaron cuando nos vio, bueno, cuando me vio a mí, pero se apagaron al instante cuando puse mi ordenador portátil en la mesa de visitas.

>¿En serio, Marco? ¿Vas a trabajar aquí? - resopló, moviendo su pesado vientre.
Sonreí a modo de disculpa.
-Tú bien sabes que los plazos de la empresa no se detienen por los bebés, Pamela. Pero estoy aquí contigo. – me excusé.
Marisol me apretó el brazo y me susurró:

+Es solo una cuestión hormonal.
La miré y ella me devolvió la mirada. Sentí su temperamento español en lo más profundo de su ser. La “Amazona española” seguía allí. Pero, aun así, yo no podía ser el marido cariñoso que ella quería. Me había casado con Marisol y me había ido a vivir a Australia para escapar de toda esta perversión y formar una familia con ella. Sin embargo, nunca dejé de amar a Pamela. Durante nuestras últimas vacaciones de verano, acepté la propuesta de ella y de Marisol para dejarla embarazada y nos acostamos juntos para que pudiera tener un hijo mío. Sin embargo, allí estaba yo, esperando la fecha del parto, pero sin poder escapar del trabajo.
Lucía se rió en voz baja, con el sonido rítmico de sus agujas de tejer.
o¡Ay, Pamela! ¡Déjalo en paz! Los hombres siempre se llevan el trabajo a todas partes, como los gatos callejeros que arrastran pájaros muertos a casa. - Me guiñó un ojo por encima de su encaje a medio terminar.

El olor a antiséptico y café rancio impregnaba la habitación cuando Camila entró con paso firme, apretando la carpeta contra el pecho como si fuera una armadura. Su uniforme blanco se tensaba sobre sus pechos mientras comprobaba el gotero de Pamela.

->La presión arterial está elevada. - anunció Camila con voz seca.
Sus cálidos ojos marrones pasaron por alto a Pamela para fijarse en los míos, con una mirada fría y acusadora que duró un latido demasiado largo. Me moví en mi asiento, recordando el apresurado encuentro del día anterior en el armario del aseo, su grito de sorpresa al abrir la puerta y encontrarme enterrado entre los jóvenes muslos de la hermana más joven de Marisol. Ahora garabateaba notas con fuerza deliberada, con los nudillos blancos.
->El estrés no es bueno para el bebé, “señorita Pamela”. - El énfasis en su nombre me pareció un bisturí apuntándome, deslizándose entre mis costillas.
Lucía dejó de tejer, con las agujas suspendidas en medio de una puntada.
oAy, mi vida, ¿Quizás Marco debería trabajar desde casa? Allí hay menos distracciones. - Le dio una palmadita en la mano a Pamela, aunque su mirada se desvió hacia mí, lenta y melosa.
Marisol murmuró su acuerdo, apretándome el muslo bajo la mesa, mientras Camila fruncía los labios. Pamela apretó los puños sobre su vientre hinchado.
>Perfecto. Coge tu portátil y vete a fastidiarle el horario a otra persona. – siseó molesta, volviendo la cara hacia la ventana.
Los monitores pitaban cada vez más rápido, como una frenética banda sonora. Marisol empezó a protestar, pero Lucía la silenció con un movimiento de cabeza y una sonrisa burlona que prometía problemas más tarde.
La tensión se rompió como una banda elástica cuando Verónica entró, con los brazos cargados de una enorme caja de pasteles que olía a azúcar caramelizado y manzanas asadas.

•¡Hola, familia! – exclamó mi suegra jubilosa, dejándola sobre la mesa con un gesto teatral.
Sus ojos verdes recorrieron la habitación, deteniéndose en mí mientras se desataba el delantal.
•La comida del hospital es “trágica”, así que les traje algo más sustancioso. – bromeó con su habitual jocosidad.
En cuestión de minutos, había cortado generosas porciones, y el esponjoso bizcocho daba paso a capas de dulce de leche. Pamela picaba sin ganas; Marisol lamía el glaseado de su pulgar con un feliz tarareo, mientras Lucía alababa las habilidades culinarias de Verónica. La dulzura no podía ocultar el tenso silencio. Verónica chasqueó la lengua de repente.
•¡Qué tonta! ¡No hay servilletas! ¿Y nada para beber? - Se volvió hacia mí, rozándome la muñeca con los dedos. - Marco, corazón, ¿Me ayudas a saquear la despensa? Estas cocinas de hospital deben de tener provisiones.
Bajó las pestañas deliberadamente, de una forma muy parecida a la que lo hace Marisol cuando miente. Esa chispa familiar, mitad invitación, mitad orden, se encendió en lo más profundo de mi ser.
Todos lo percibieron. Verónica lo dijo con naturalidad, en un tono normal. Sin embargo, los ojos de Marisol y Lucía se iluminaron, mientras que Pamela nos miraba con malicia. Quizás fue la forma desesperada en que me agarró la mano. Pero sin esperar mi respuesta, mi suegra ya me estaba sacando de la habitación del hospital.
Se me encogió el corazón al ver al conserje recogiendo sus cosas en la misma habitación en la que me había tirado a Violeta el día anterior. Sin embargo, Verónica me arrastró para pasar de largo, con un paso que parecía a la vez ansioso y discreto.
Encontró otro almacén, más pequeño, lleno de sábanas que olían ligeramente a antiséptico y almidón. Antes de que la puerta se cerrara detrás de nosotros, sus manos ya estaban jugando con la hebilla de mi cinturón. Su respiración se cortó.

•Marco... mi vida... no he podido aguantarme. - Dijo con voz cargada de deseo.
Bajo la tenue luz que se filtraba por una ventana alta y polvorienta, sus ojos verdes ardían con décadas de deseo reprimido. Se arrodilló sin preámbulos y sus dedos liberaron mi polla con urgencia experta. El calor húmedo de su boca me envolvió al instante, con su lengua girando con implacable precisión. Los gemidos vibraban a mi alrededor, amortiguados por la carne. Una mano se deslizó bajo su falda, apartando sus sensatas bragas de algodón.
Como dije antes, la familia de mi esposa está llena de zorras hambrientas de verga. Y Verónica es la más grande. Aunque Marisol me despierta cada mañana con una increíble mamada, mi suegra es única. Su lengua húmeda me hacía sentir como si estuviera follando en un remolino. Aunque Guillermo es su amante y tiene una verga similar en tamaño a la mía, el hecho de que yo pueda tener una erección mucho más rápido me coloca en un nivel completamente diferente, aspecto que justifica por qué me instalé en el extranjero: si me hubiera quedado, sería un padre pésimo, follándome constantemente a las parientes de la familia de mi esposa.
Su boca era pura felicidad, pero ¿Su ano? El cielo. Se levantó la falda, dejando al descubierto sus nalgas redondas y temblorosas, y se bajó las bragas.

•¡Tómame como una puta cochina, Marco! - suplicó, con su aliento caliente contra mi muslo. - Necesito que tu verga gruesa me abra de par en par.
Mis manos agarraron sus caderas, guiando mi punta hacia su abertura fruncida. La estrecha resistencia cedió con un lascivo chasquido cuando me hundí en sus profundidades apretadas. Su gemido gutural resonó contra las estanterías llenas de toallas esterilizadas.
Fue la primera mujer a la que follé por el culo. De hecho, Verónica me enseñó cómo hacerlo. Pero después de vivir con un imbécil con el tamaño de un maní como solía ser mi suegro Sergio, Verónica se convirtió en la puta personal de sus amigos. Y cuando empecé a vivir con ellos, me convertí en su juguete sexual. Aunque al principio sintió remordimientos por coger la verga del novio de su hija, no duraron mucho, porque el sexo era increíble. Además, yo perdí la virginidad a los 28 años, así que tenía mucha energía reprimida que Verónica estaba encantada de aliviar y disfrutar.
El ritmo se aceleró rápidamente, sin delicadeza, solo con pura necesidad. Sus nalgas golpeaban mis muslos mientras yo empujaba profundamente, y sus gritos ahogados rebotaban en las cajas de cartón de guantes quirúrgicos. El olor a antiséptico se mezclaba con el sudor y el sexo. Por encima de nosotros, la luz se filtraba a través de la ventana mugrienta, atrapando motas de polvo que bailaban como luciérnagas frenéticas. Verónica se agarró a una estantería, haciendo que los rollos de gasa cayeran al suelo.
•¡Más fuerte, hijo! Fóllame como... - Sus palabras se disolvieron en un jadeo estremecido mientras la martilleaba, con mis dedos dejando moretones en sus caderas. Cada embestida le arrancaba otro gemido entrecortado de la garganta.
Tenía que mantenerla callada, a pesar de sus gemidos seductores y del constante traqueteo de las estanterías a las que se aferraba. Pero la advertencia de Camila del día anterior aún perduraba en mi mente, por muy apretado que estuviera el culo de mi suegra.
De repente, un intenso haz de luz atravesó la penumbra del pasillo y la puerta se entreabrió. Verónica se quedó paralizada en medio de un gemido, con el cuerpo temblando a mi alrededor. Camila se quedó enmarcada en la puerta, con una expresión indescifrable, salvo por la tensión de sus labios carnosos y el destello furioso de sus ojos oscuros. Nuestras miradas se cruzaron —la mía, abierta por la sorpresa, la suya, ardiendo de desprecio— antes de que ella cerrara la puerta de un portazo sin decir palabra. El clic resonó como un disparo. Verónica gimió y apretó con fuerza mis caderas.
•¿Quién...? - jadeó, pero la silencié con una brutal embestida.
-Nadie importante. - respondí, hundiéndome más a fondo.

La intrusión solo avivó mi frenesí. Camila no había intervenido; lo había permitido. Esa complicidad silenciosa era gasolina para el fuego.
Empecé a empujar aún más fuerte, y Verónica comenzó a gemir. La sombra debajo de la puerta nunca se fue. Camila nos estaba escuchando. Eso me excitó aún más. El constante traqueteo de las estanterías se hacía cada vez más fuerte.
Cuando me corrí, exploté profundamente dentro del culo de Verónica, mi polla se hinchó como de costumbre, uniéndonos. Ella jadeó, su cuerpo temblando contra el mío. Nos quedamos así, inmóviles, durante varios minutos, respirando con dificultad. El aire olía a antiséptico, sexo y sudor.
Mis manos estaban sobre los pechos de Verónica. Marisol tiene ahora un tamaño similar al de su madre, pero los de Verónica son más suaves y blanditos.
Verónica seguía jadeando, con las manos agarradas al estante mientras mi polla hinchada permanecía alojada dentro de su culo.
•Te corres... como un rey. - exclamó jadeando, a modo de broma y de amarga verdad.
La sombra bajo la puerta desapareció de repente. Camila se había ido... por el momento.
Nos limpiamos lo mejor que pudimos. También nos besamos y nos acariciamos en el proceso. Pero a pesar de nuestra mutua atracción sexual, Verónica y yo nos queremos. Por supuesto, ella me quiere como su “yerno” favorito, pero al mismo tiempo me quiere como amante. Ambos sabemos que nuestra relación es totalmente platónica, pero simplemente no podemos decir que no al buen sexo.
Verónica se alisó la falda, con las mejillas sonrojadas y el pelo revuelto. Un brillo radiante la envolvía, con mechones empapados de sudor pegados a las sienes. Salimos al pasillo justo cuando la enfermera Camila apareció como un fantasma vengativo, bloqueándonos el paso. Tenía los brazos cruzados con fuerza bajo su generoso busto y los dedos blancos.

->Los armarios del hospital son para la ropa de cama. No para... —Dejó la frase en el aire, con los labios carnosos temblando de furia contenida y dirigió su mirada furiosa a la expresión de felicidad de Verónica y luego a la mía.
Un destello de algo crudo, ¿Incertidumbre? ¿Lujuria?, cruzó su rostro antes de desaparecer tras una frialdad profesional.
->Esta es su última advertencia, señor Marco. La próxima vez, se involucrará a Seguridad. - Su voz tembló ligeramente en su amenaza.
No podía conciliar al hombre que había sorprendido ayer sumido en el calor juvenil de Violeta con este, que acababa de montarse a su suegra en los mismos pasillos estériles.
Las fosas nasales de Camila se dilataron mientras Verónica se reía suavemente a mi lado, irradiando satisfacción postcoital. Los ojos de la enfermera se detuvieron en mi rostro, en un sutil e involuntario barrido, como si diseccionara los contornos que atraían a estas mujeres como polillas a la luz. Se mordió el labio inferior brillante, un gesto que delataba más de lo que sus severas palabras jamás podrían.
¿Qué tiene él?

La pregunta tácita flotaba densamente en el aire antiséptico entre los pitidos rítmicos que resonaban en las habitaciones de los pacientes. Bajó la mirada y luego la volvió a levantar, deteniéndose un instante en la hebilla de mi cinturón antes de apartarse bruscamente. La rigidez de sus hombros no podía ocultar el ligero temblor mientras se alejaba con paso firme, con los tacones resonando con fuerza contra el linóleo.
Verónica se inclinó hacia mí, su aliento cálido contra mi oído.
•Esa enfermerita te mira fijamente. – susurró cómplice, trazando mi mandíbula con un dedo posesivo. - Como si ella también quisiera probarte. - Su risa era baja y gutural. - ¿O será que está celosa?
Le apreté la mano, inquieto. La retirada silenciosa de Camila no había aliviado la tensión, sino que la había aumentado, como un resorte a punto de romperse. El olor del sudor de Verónica aún se aferraba a mí bajo el aroma a antiséptico, mezclándose con su perfume, una vainilla ahumada que olía a secretos y remordimientos.
De vuelta en la habitación de Pamela, la mirada de Lucía se agudizó en cuanto entramos. Su cucharada se detuvo a mitad de camino a su boca mientras observaba las mejillas sonrojadas de Verónica y la estela de mi saliva que brillaba débilmente en su hombro. Marisol se rió, agitando un tenedor lleno de migas de pastel.

+¿Encontraron las bebidas, mi amor? - bromeó, disimulando no darse cuenta de nada.
Pamela no se rió. Apretó los puños sobre su vientre hinchado, con los nudillos blancos contra la fina bata del hospital. El monitor cardíaco pitaba más rápido, como un frenético redoble de tambores.

>Hueles como ella. - me acusó Pamela, con las fosas nasales dilatadas.
El aire estéril se espesó con la acusación y la dulzura empalagosa del dulce de leche.
Las furiosas palabras de despedida de Camila resonaron silenciosamente entre nosotros mientras Verónica se sentaba con elegancia en una silla para visitantes, alisándose la falda. Sonrió radiante a Pamela.
•La despensa estaba bastante... bien surtida. – exclamó con un suspiro agotado, con sus ojos verdes brillando de triunfo.
Marisol se inclinó y le susurró algo conspirador a su madre, lo que las hizo reír a ambas. Su mirada compartida, orgullosa y posesiva, se posó en mí. Pero Pamela no sonreía. Sus ojos oscuros me taladraban los míos.
>¡Basta! - espetó con voz temblorosa. - ¡Vete a casa, Marco! ¡Trabaja desde allí! ¿Acaso piensas tirarte a todas las enfermeras, doctoras y cafeteras antes del miércoles?
El veneno de sus palabras atravesó la habitación.
Lucía se detuvo a mitad de bocado. Su mirada pasó del rostro furioso de Pamela a mi postura incómoda. Lentamente, deliberadamente, extendió la mano y acarició el puño cerrado de su hija.

oAy, corazón, el estrés es malo para el bebé. - le susurró cariñosa. Su mirada se deslizó hacia mí, melosa y pesada. - Pero Pamela tiene razón. - Hizo una pausa, y el aire se volvió denso. - Quizás... Marco no debería quedarse solo...- Sus labios se curvaron, tomando su oportunidad. – A lo mejor… yo podría... acompañarlo.
La promesa tácita latía, ardiente e innegable, bajo su tono casual. Retomó comiendo su bocado. El ritmo parecía una cuenta atrás.
oPodría asegurarme que se mantenga... concentrado… - Sus ojos recorrieron la hebilla de mi cinturón con "otro tipo de hambre", mucho más pausada. - en su computador.
Pamela gimió y volvió la cara hacia la ventana con resignación y molestia.
>¡Está bien! ¡Como quieras! – sentenció con indiferencia.

Pero Lucía ya se había levantado y se alisaba la falda, haciendo crujir deliberadamente la tela. Se acercó a mí, oliendo a Chanel n.º 5 y ansiedad. Su mano rozó mi brazo, un contacto fugaz y eléctrico. El calor permaneció, irradiando a través de mi manga.
oPor el bien del bebé. - añadió en voz baja, como justificándose, con la mirada fija en la mía.
Verónica se rió con una risita baja y cómplice, mientras Marisol giraba lentamente el tenedor en los restos de su pastel.
+Oh, apuesto que él estará muy concentrado contigo cerca, tía Lucía. - exclamó Marisol fingiendo inocencia.

Sus ojos verdes brillaban, divertidos, excitados, totalmente cómplices. Lamió el dulce de leche de los dientes del tenedor.
Aunque sentí algo de dolor, mi verga también se endureció. Al parecer, ahora era el turno de probar a la tía de Marisol.
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1 comentarios - Viaje relámpago (III)
2. Que la enfermera haya tenido su calmante
1. Se llama Adrián y no, la madre no se enojó más allá de lo normal.
2. Lo tuvo... y tal vez, otro regalito.