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Compendio III
+ Así que cuidaré de mi prima como acordamos, mi amor. Te avisaré si te necesitamos allí. - anunció Marisol durante el desayuno, removiendo su café.

Mi mujer estaba tremendamente sexy: con el pelo revuelto y el escote a punto de desbordar sus hermosos y turgentes pechos de aquel sedoso y provocativo camisón blanco. La noche anterior follamos como conejos y fue casi un milagro que no despertáramos al pequeño Jacinto. Y la forma en que ella gemía y la cama golpeaba la pared era una clara invitación: Marisol quería que me cogiera a su tía.
Sabía que, para Pamela, esta visita no era nada parecida a lo que había imaginado: el domingo terminé follándome a la hermana menor de Marisol, Violeta, en el armario del conserje del hospital. Y al día siguiente, me follé a mi suegra, Verónica, en un armario de suministros. En ambas ocasiones me regañó la enfermera jefa Camila, advirtiéndome que no podía tener relaciones sexuales dentro de las instalaciones del hospital. Pero, como mencioné anteriormente, la familia de mi esposa está llena de putas ávidas de sexo y he tenido la suerte de complacerlas a todas.
Mientras nos duchábamos juntos, Marisol se arrodilló y me hizo una mamada increíble. Su lengua se arremolinaba alrededor de mi verga, limpiándola en anticipación a que me follara a su tía, que todavía dormía. Se frotaba mientras me tragaba entero hasta el punto de que creí que iba a perder el alma. Y cuando finalmente me corrí dentro de sus dulces y cálidos labios, Marisol tragó cada una de mis corridas satisfecha.

Una vez que se fue con nuestro bebé al hospital, me vestí y empecé a trabajar desde el salón, gestionando algunos proyectos de mantenimiento de nuestra empresa minera en la zona de Queensland. A las doce y media, oí ruidos en el piso de arriba. Lucía se había despertado.
Sus pasos resonaban en las escaleras de madera. Apareció en la puerta vestida solo con una bata de seda ligeramente atada. La tela se abrió, dejando al descubierto sus pesados pechos de copa D que se balanceaban con cada paso. Su cabello color caramelo caía sobre sus hombros, despeinado por el sueño. Esos ojos verdes se fijaron en mí como un depredador que ve a su presa.

• ¡Dios mío, Marco! - ronroneó Lucía con voz grave y ronca. - Marisol y tú hicieron temblar las paredes anoche. ¡Menuda sinfonía!
Se apoyó en el marco de la puerta, dejando que la bata se deslizara deliberadamente.
• Mi sobrina parecía una fiera. Esos gemidos desesperados... los golpes rítmicos contra la pared de mi dormitorio... - Se humedeció los labios con la lengua. - Hacía años que no me tocaba así. Tenía que aliviar la tensión para poder dormir.
Sentí cómo el calor me subía por el cuello.
- Lucía... te pido perdón por el ruido. ¡Nos dejamos llevar! – me disculpé ya calentándome.
El aroma de su excitación se mezclaba con el perfume caro, penetrante y primitivo, en la silenciosa sala de estar. Noté cómo me excitaba al verla y, de alguna manera, supe que Lucía también se daba cuenta.
Ella se rió, un sonido grave y gutural que me hizo vibrar.
• ¿Disculparte? Lindo, no te atrevas a disculparte. Escucharla perder el control así... fue delicioso. - Se acercó, con la bata de seda rozándole los muslos.
Su mirada se posó deliberadamente en mi regazo.
• Marisol siempre ha sido expresiva, pero anoche... fue primitiva. Salvaje. Me puso tan cachonda que tuve que tocarme allí mismo, en la cama. Hundí los dedos profundamente, imaginando que era tu verga la que me follaba contra esa pared. - Un rubor se extendió por su amplio pecho mientras lo admitía. - No había necesitado mis propias manos así... desde que mi marido se marchó.
Diego había sido un completo imbécil. Se acostaba con secretarias, esposas de empleados e incluso rivales de negocios solo para mantener su riqueza. Pero cuando Lucía se divorció de él, se volvió contra su propia hija, Pamela, convirtiéndola en una mujer desde una muy temprana edad. De hecho, a Diego no le importó dejar embarazada a la propia hermana de Lucía, Verónica, por despecho, ya que Violeta es media hermana tanto de mi esposa como de Pamela.
Lucía miró hacia la cocina, frunciendo ligeramente el ceño.
• ¿Dónde está mi sobrina? ¿Y mi pequeño Jacinto? - Su tono era casual, pero sus ojos permanecían fijos en los míos, intensos.
- Se fueron hace horas. - respondí, moviéndome ligeramente en mi silla. - Han ido a visitar a Pamela al hospital antes del gran evento de mañana. Marisol dijo que me avisaría si surgía algo importante.
Una lenta y depredadora sonrisa se dibujó en los labios de Lucía mientras se dejaba caer en el sofá a mi lado. Su bata se abrió por completo, dejando al descubierto sus suaves muslos y los húmedos y oscuros rizos que había entre ellos. El aroma de su excitación se intensificó, almizclado y dulce como frutos demasiado maduros dejados al sol.
• Solos en esta casa grande y tranquila... solo nosotros. - Su voz se redujo a un susurro ronco. - Y después de escucharte arruinar a mi sobrina anoche... sintiendo mis propios dedos imitando cada embestida contra esa pared...
Se calló y extendió la mano para trazar con una uña pintada el bulto que se tensaba contra mis pantalones.
• Necesito lo auténtico, Marco. Ahora mismo. – demandó con una ardiente mirada.
Empezamos a besarnos apasionadamente. La primera vez que Lucía y yo nos acostamos, hace once años, ella era la mujer con los pechos más grandes con la que había estado nunca. Con 110 centímetros de suave y dulce carne, hacer el amor con ella era prácticamente un sueño. En aquel momento, todavía echaba de menos a su ex, Diego, y necesitaba un buen polvo para olvidarlo. No le importaba que yo fuera el marido de su sobrina, ya que me había acostado con toda la familia política de mi mujer y todas ellas habían quedado muy satisfechas con mis habilidades en la cama.
Lucía me bajó los pantalones y mi verga quedó al descubierto.

• ¡Dios mío, Marco! - exclamó con sorpresa. - He visto pornografía, ¡Pero nunca había visto nada igual en toda mi vida!
Sus dedos temblaban mientras rodeaban mi miembro, apenas capaces de cerrarse alrededor de su grosor.
• ¡Te lo juro, Diego no era ni la mitad de grande que tú!
Me reí despacio y negué con la cabeza.
- ¡Estás exagerando! Solo estoy un poco por encima de la media. – traté de bajar el perfil.
Pero Lucía se burló, pasando la lengua por la cabeza hinchada antes de retirarse, provocadora.
• La modestia no va contigo. - murmuró, agarrándome con más fuerza, con el pulgar presionando la gruesa vena que recorría la parte inferior. - Diego se llamaba a sí mismo semental, pero ¿Tú? Tú eres otra cosa.
Se le cortó la respiración cuando se inclinó de nuevo, abriendo los labios, demasiado, pero, aun así, luchando por tomarme por completo. Sus mejillas se hundieron, luego se atragantó ligeramente, separándose con un sonido húmedo.

• ¡Maldición! - jadeó, limpiándose la boca. - No sé si debería estar impresionada o aterrorizada.
- ¡Tómate tu tiempo! - Sonreí, pasando una mano por su cabello con mechas color caramelo.
Pero Lucía no era de las que se echaban atrás. Con un brillo de determinación en los ojos, me volvió a tragar, esta vez inclinando la cabeza hacia un lado para acomodar mi grosor. Su lengua trabajaba furiosamente a lo largo de mi miembro mientras sus dedos amasaban mis testículos, apretándolos con más fuerza. Los sonidos eran obscenos: gemidos guturales, succión resbaladiza, algún que otro jadeo para tomar aire.
• ¡Dios, eres implacable! - murmuré, observando cómo sus labios se estiraban obscenamente a mi alrededor.
La baba le goteaba por la barbilla, brillando bajo la luz de la tarde que se filtraba a través de las cortinas. Se apartó lo justo para sonreírme con aire burlón, con los ojos verdes nublados por la lujuria.
• Diego solía presumir de su verga. - jadeó, apretándome con una mano mientras con la otra acariciaba su clítoris hinchado. - Pero él no podía llenarme como tú. Apenas llegaba a la mitad.
Su agarre se tensó, con el pulgar rodeando la cabeza.
• No me extraña que mis sobrinas, ¿Qué digo? ¡Mi propia hermana! No puedan resistirse a ti. Eres como una especie de... dios para la procreación.
Lucía me soltó de repente, apretando sus pesados pechos mientras atrapaba mi verga entre ellos. El calor era sofocante, la suave carne me envolvía mientras ella se balanceaba hacia adelante, arrastrando sus pezones a lo largo de mi miembro.

• Pamela me dijo… - murmuró por lo bajo, observando cómo mi rostro se contraía de placer. - que te vuelves loco por unas tetas como estas.
Una lenta y cómplice sonrisa se dibujó en sus labios.
• Verónica juró que te corrías más fuerte cuando ella te ahogaba con las suyas. - Su risa era baja, entrecortada. - ¿Y Marisol? ¿Esos hermosos flanes que ella tiene?
Se arqueó, dejando que la punta de mi verga se asomara entre sus pechos, reluciente por su saliva.
• Le “encanta” cómo los adoras. Dice que te conviertes en una bestia cuando te deja follar entre ellas.
Sacó la lengua y recogió el líquido preseminal que brotaba de mi glande, una vez, dos veces, antes de retirarla lo justo para ver cómo se formaba un hilo entre sus labios.
• Pero veamos… - me desafió, apretando con más fuerza entre sus pechos. - si puedes aguantar cuando haga “esto”...

Se inclinó y giró la lengua alrededor de la cabeza hinchada mientras sus tetas me ordeñaban sin piedad. La doble sensación —la succión caliente y húmeda arriba, la fricción sedosa abajo— era insoportable. Mis caderas se sacudieron involuntariamente, empujando más a fondo en su boca mientras ella tarareaba a mi alrededor, con vibraciones que rebotaban en mi columna vertebral.
- ¡Carajos, Lucía! Me voy a...
Ella no disminuyó el ritmo, tragándome hasta el fondo justo cuando yo estallaba, con su garganta convulsionando alrededor de cada pulso espeso. Atragantándose, se obligó a tomarlo todo, clavándome las uñas en los muslos hasta que la última sacudida cubrió su lengua.
Cuando finalmente se apartó, jadeando, mi verga permaneció dura como el hierro contra su mejilla sonrojada, apenas ablandada. Me miró parpadeando, aturdida, con los labios hinchados y brillantes.

• ¡Dios mío! - jadeó, quitándose una gota perdida de la barbilla con el pulgar. - ¡Eres insaciable!
Sus pechos aún me acunaban, cálidos y resbaladizos por la saliva, con los pezones rígidos contra mi miembro. Exhaló una risa temblorosa.
• ¡Diego ya se habría desmayado! – confesó jocosa.
Lucía se sentó sobre los talones, con las rodillas crujiendo ligeramente, prueba de que no era tan ágil como sus sobrinas, pero sus ojos ardían de determinación. Se pasó los dedos por el desorden entre sus muslos y luego los levantó, brillando bajo la luz del sol.
• ¿Ves esto? - preguntó con voz ronca. - Esto es tuyo. Lo has hecho solo por existir en esta casa.
Su mirada se posó en el reloj abuelo que había en la esquina. Apenas dos horas después de que Marisol se marchara, y luego se volvió a mí.
• Y me niego a perder ni un segundo más fingiendo que no quiero montarte hasta que “yo olvide su nombre”.
Se levantó bruscamente, con la bata de seda cayéndole por los tobillos, y extendió una mano hacia las escaleras. Sus caderas se balanceaban hipnóticamente, sus muslos gruesos rozándose con cada paso, los rizos húmedos en su ápice brillando.
• ¡Marco, a mi dormitorio! ¡Ahora! - No era una invitación, era una orden envuelta en miel.
El calor se acumuló de nuevo en mi vientre, ya agitado a pesar de haberme descargado, mientras seguía su aroma: frutos mezclados con almizcle y desesperación.
Su dormitorio olía a sábanas caras y perfumes refinados, y el roble pulido brillaba bajo la intensa luz de la tarde que se filtraba a través de las cortinas transparentes. Se giró bruscamente justo cuando mis dedos encontraron el dobladillo de mi camisa. Su brusca inspiración me paralizó en mitad del movimiento.
• ¡Dios mío! - La mirada de Lucía recorrió mi torso desnudo, sobre los músculos definidos y endurecidos bajo una piel que ella nunca había tocado antes.
Sus dedos trazaron el profundo surco junto a mi cadera.
• ¡Tú no eras... así! - Su voz se quebró impresionada. -La última vez que...
Me reí despacio, quitándome la camisa por completo.
- Sí... Mis hijas. - Ella arqueó las cejas. - Ven dibujos animados de superhéroes. Insistieron en que me convirtiera en “el hombre más fuerte del mundo”. Así que empecé a levantar pesas, a correr y a hacer ejercicio. Entonces… - me encogí de hombros, flexionando instintivamente los músculos cuando su mano se posó sobre mi pecho. - Marisol me llamó su “Superman”. Después de eso, era difícil dejar de ejercitar.
La mirada de Lucía recorrió mi torso: los músculos marcados de mi abdomen, las gruesas cuerdas de músculo que se enroscaban en mis hombros.
• ¡Superman! – repitió asombrada, arañándome ligeramente el pecho con las uñas. - Marisol no mentía.
Su pulgar rodeó mi pezón, provocándolo hasta endurecerlo.
• Diego pagó entrenadores... liposucción... y, aun así, parecía queso derretido. - Se le escapó una risa ahogada. - Pero tú... tú te armaste solo.
Su mano se deslizó más abajo, recorriendo el profundo corte en V que desaparecía en mis pantalones.
• Y ahora, quiero probarlo. - Me empujó hacia atrás sobre la cama.
La bata de seda se deslizó por sus hombros. Sus pesados pechos se balanceaban libremente mientras se sentaba a horcajadas sobre mis caderas, frotando su húmedo calor contra mi verga endurecida. Sus ojos verdes se clavaron en los míos, salvajes, desesperados.
• Once años. - jadeó, rozándome con su sexo. - Y todavía recuerdo cómo me abriste ese verano. Cómo me hiciste “sentir”.
Sus caderas se movían, arrastrando su clítoris a lo largo de mi miembro. La fricción ardía. El sudor brotó entre nosotros, con olor a sal y a su excitación, como frutos maduros aplastados bajo los pies. Se inclinó, rozándome la barbilla con los pechos.
• Dime que tú también lo recuerdas. – me pidió en un tono entre súplica y calentura condensada.
Sentí mi verga hormiguear de anticipación.
- Por supuesto que lo recuerdo. Estabas tan desesperada entonces. - respondí, hipnotizado por esos enormes pechos colgantes.

Los ojos de Lucía brillaron, mitad furia, mitad lujuria, mientras arrojaba la bata de seda al suelo. Con manos temblorosas, guió mi dolorido pene hacia su entrada húmeda. Se le cortó la respiración cuando la gruesa cabeza rozó sus pliegues hinchados.
• ¡Más profundo! - jadeó, clavándome las uñas en los hombros. - ¡Hazme gritar más fuerte que Marisol!
Se hundió lentamente, con su estrecho y virgen coño estirándose obscenamente alrededor de mi miembro. Un grito ahogado se escapó de su garganta cuando llegué al fondo.
• ¡Carajos! ¡Sigue pareciendo la primera vez!

Sus muslos se apretaron alrededor de mis caderas mientras comenzaba a cabalgarme, sus pesados pechos rebotando salvajemente con cada frenético movimiento ascendente y descendente. El sudor empapaba su piel, mezclándose con el aroma de su excitación, ese embriagador almizcle de frutos y desesperación. Sus uñas arañaron mi pecho, dejando marcas rojas y dolorosas.
• ¡Dime que lo sientes! – exigió en un tono desesperado, frotando su clítoris contra mi hueso púbico. - ¡Dime que sientes lo vacía que he estado!
Sus caderas se movían más rápido, el sonido húmedo de la carne resonaba en las paredes del dormitorio. Echó la cabeza hacia atrás, su cabello color caramelo azotando sus hombros sonrojados, un gemido gutural recorriendo su cuerpo.
• ¡Sí! ¡Oh, Dios! ¡Sí!
Aunque Verónica estaba estrecha, Lucía lo estaba aún más. A diferencia de su hermana, Lucía había tenido menos amantes. Sin embargo, devastar a la madre de Pamela era increíble. Empujé con fuerza y profundidad, haciendo que todo el cuerpo de Lucía temblara como gelatina.
Lucía se agarró al cabecero, con los nudillos blancos. Su espalda se arqueó violentamente mientras gritaba, no gritos educados y ahogados, sino jadeos crudos y desgarradores que resonaban por toda la casa. El sudor le corría por la espalda, acumulándose donde su culo redondo se unía con mis muslos. Sus pechos se balanceaban salvajemente, con los pezones rozando mi pecho cada vez que se golpeaba contra mí. El olor era abrumador: sudor, sexo y ese perfume empalagoso y elegante que se aferraba a su piel.
• ¡Mierda, sí! ¡Más fuerte! - suplicó con la voz quebrada. - ¡No pares, no hasta que no pueda caminar!
Ella gritó cuando llegué a su vientre. Al igual que Marisol, Lucía simplemente se derretía cada vez que la punta de mi verga lo empujaba y apretaba. Después de eso, al igual que Pamela, sintió un orgasmo tras otro mientras yo seguía empujando.
La cama crujía bajo nosotros mientras el ritmo de Lucía flaqueaba y sus muslos temblaban de agotamiento. Se desplomó hacia delante, con los pechos calientes y pesados presionados contra mi pecho, jadeando en mi cuello.
• Dios... Estoy agotada. – jadeó quejumbrosa, con la piel sudorosa deslizándose contra la mía.
Pero yo no había terminado: mi verga palpitaba dentro de ella, ya hinchándose de nuevo. Con un gruñido, la puse boca abajo, levantándole las caderas. Su culo redondo temblaba en el aire mientras volvía a penetrarla, esta vez con más fuerza, con el golpe de la carne agudo y rítmico. Lucía gritó contra la almohada, arañando las sábanas con los dedos.
• ¡Sí! ¡Así, así, destrúyeme!
Sus enormes pechos se sacudían como olas, subiendo y bajando como si estuvieran hechos de gelatina. Su culo, a pesar de su edad, seguía siendo redondo y apetecible. Lo agarré, deseándolo, queriendo follárselo.

La estaba follando a lo perrito, penetrando profundamente a Lucía, haciéndola gemir y gruñir como un animal. Su cabello color caramelo volaba por todas partes. Su cara presionada contra el colchón, sus pechos aplastados bajo su cuerpo, derramando sudor y leche.
• ¡No pares! ¡No pares! – gritaba desquiciada, con la voz amortiguada por la almohada.
Sus muslos temblaban mientras yo la penetraba más profundo en su húmedo interior. Cada embestida la hacía gritar más fuerte. Sus caderas se movían salvajemente, tratando de seguir el ritmo de mis embestidas. Su sudor goteaba sobre la cama, mezclándose con su excitación. El olor era abrumador: almizclado, dulce, primitivo.
La llené a fondo, frotando su cara contra las sábanas. Ella me ordeñó, apretándome cada vez más fuerte. Nos quedamos allí, pegados, mi verga más blanda, pero aún dura dentro de ella.
El aroma del sudor y la excitación de Lucía, espeso como sirope derramado, flotaba en el aire mientras yo me retiraba lentamente. Ella jadeó cuando mi verga se deslizó fuera, aún semidura y resbaladiza por sus fluidos. Sus muslos temblaban incontrolablemente.
• ¡Dios mío! - dijo con voz ronca entre las sábanas empapadas de sudor. - ¡No has perdido ni un gramo de resistencia!
Apoyándose en los codos temblorosos, me miró con los párpados pesados.
• ¿Por qué parar? Esa magnífica verga no se ha ablandado. - Extendió la mano hacia atrás y sus dedos recorrieron mi miembro. - Sigue palpitando venosa.
Nos tumbamos en la cama, uno al lado del otro. Nos besamos, igual que hago con Marisol. Mi ruiseñor cree que es romántico que pueda permanecer dentro de ella: compartimos nuestra desnudez, nuestra satisfacción y, sin embargo, el amor sigue vivo, tierno, entre nosotros. Lucía también lo necesitaba: claro, el sexo animal, crudo, es increíble. Pero besarse y acariciarse también es importante cuando te sientes solo.
Cuando finalmente me retiré, Lucía lo miró. Todavía estaba duro. Todavía quería más. Y para una mujer de su edad, eso era un cumplido increíble.
Sonrió débilmente, apoyándose en un codo. El sudor pegaba mechones de cabello color caramelo a sus mejillas sonrojadas.
• No me digas que ya terminaste. - Sus dedos se cerraron alrededor de mi miembro, resbaladizo por su excitación. - No cuando todavía estás tan palpitante.
Apretó experimentalmente, observando cómo se formaba una gota de líquido preseminal en la punta.
• No recuerdo que Diego fuera tan bueno...
Me reí despacio y la giré sobre su espalda. Sus pesados pechos se balancearon cuando se acomodó contra las almohadas.

- Son herramientas diferentes. – le dije, presentando la punta.
Empecé a empujar la punta, con su coño aún rezumando un poco de mi semen. Ambos gemimos: yo, por sentirla aún estrecha; ella, porque me sentía enorme. Y empecé a empujar, suavemente, poco a poco, como un pequeño tren que va ganando impulso. Pero ella se dio cuenta de que iba en serio. Empezamos a hacer el amor, besándonos, anhelando nuestros cuerpos. Yo no pensaba en mi mujer ni ella pensaba en su hija embarazada en el hospital. Simplemente nos deseábamos el uno al otro. Nada más.
Sonó mi móvil. Era Marisol. No pude contestar, ya que estaba follándome a su tía por segunda vez.
Lucía jadeó contra mi boca, con los muslos apretados contra mis caderas. Sus pechos se aplastaron contra mi pecho.
• ¡Ignóralo! - susurró. - ¡No pasa nada!
Sus dedos se aferraron a mi pelo. El teléfono dejó de sonar cuando ella me atrajo hacia sí, deslizando su lengua contra la mía. Su sabor —dulce sudor y algo más oscuro— inundó mis sentidos. Mi verga palpitaba dentro de ella, todavía dura como una roca a pesar de haberme corrido. Sus caderas se movían con urgencia.
• ¡No pares! - suplicó. - ¡Por favor!
Aunque quisiera, no podría. Lucía estaba tan apretada que me habría costado sacarla.
Mis labios recorrieron su cuello mientras la penetraba con lentas y profundas embestidas, un ritmo totalmente diferente al frenético de antes. Su respiración se entrecortaba con cada embestida, y sus dedos se aferraban a mis hombros.
• ¡Más profundo! - susurró, arqueándose para recibirme por completo.
El aroma de su excitación, una mezcla de frutos ácidos y nuestro sudor, llenaba el aire más espeso que el incienso. Sus manos recorrieron mi espalda, trazando cada músculo que los entrenamientos de “Superman” para Marisol habían esculpido.
• Te siento... – jadeó. -...como acero fundido.
Me envolvió con sus piernas. Como “soy de la familia”, no necesito usar condón. Para la familia de Marisol, es simplemente normal que las folle a pelo. Pero, además, lo que Lucía ignoraba es que mi resistencia había aumentado considerablemente. Me acosté con muchas mujeres: las compañeras de universidad de Marisol, algunas de mis compañeras de trabajo, las madres de las amigas de mi hijo Bastián...
Mi verga palpitaba dentro de ella, hinchándose hasta alcanzar un grosor imposible. Lucía gritó, mitad de dolor, mitad de éxtasis, mientras sus paredes internas se tensaban alrededor de mí.
• ¡Ay, Dios! - Sus uñas me arañaron la espalda, dejando gotas de sangre que se mezclaban con el sudor. - ¿Crece... más? - jadeó, levantando las caderas desesperadamente para recibir cada empuje lento y contundente.
Sus pechos se agitaban contra mi pecho, con los pezones endurecidos como guijarros contra mi piel. El reloj abuelo sonó débilmente en la planta baja, tres golpes huecos, pero el tiempo no significaba nada aquí, ahogado por el sonido húmedo de la carne y sus gemidos guturales.
A cada embestida, ella respondía con un agradable, pero dolorosamente constante “¡Ugh! ¡Ugh! ¡Ugh!”, mientras yo la penetraba como si estuviera usando un martillo. Pero como era la segunda vez que me corría, me llevó aún más tiempo alcanzar el orgasmo.
Los gemidos de Lucía se intensificaron hasta convertirse en gruñidos rítmicos, sonidos bajos y desesperados que coincidían con el golpe de mis caderas contra las suyas. Sus muslos temblaban alrededor de mi cintura, y el sudor se acumulaba entre nosotros. El sudor goteaba de mi frente sobre su clavícula, trazando caminos a través del rubor que florecía en su piel. El olor del sexo, una mezcla de frutos almizclados y sudor salado era sofocante. Con cada embestida, sus pechos se aplastaban contra mi pecho y sus pezones me rozaban como guijarros. Ella me arañaba la espalda, dejando marcas rojas y afiladas.
• ¡Más fuerte! - jadeó con voz adolorida. - ¡Fóllame como si lo odiaras, como si odiaras a Diego!
No necesitaba decírmelo, pues así lo hacía. Sus caderas se movían salvajemente, instándome a penetrarla más adentro.
El teléfono volvió a sonar, la insistencia de Marisol atravesando las respiraciones desesperadas de Lucía. Lo ignoré de nuevo, concentrándome en el calor apretado que me envolvía. Lucía se arqueó violentamente, golpeando la almohada con la cabeza, con los ojos muy abiertos y sin ver nada.
• ¡Sí! ¡Ahí, justo ahí! - Sus músculos internos se apretaron como una prensa, exprimiéndome mientras se estremecía en su clímax.
Aun así, mi verga seguía rígida, palpitando con un calor insatisfecho. Ella se rió sin aliento, cruda e incrédula.
• Tú... ni siquiera estás cerca...
No lo estaba, pero eso no significaba que no estuviera disfrutando de su cuerpo. Le chupaba los pezones como un recién nacido, apretándole el culo y la cintura como si no hubiera un mañana. Y ella se estiraba una y otra vez, corriéndose constantemente después de que mi punta volviera a azotar su útero.
Los gritos de Lucía se disolvieron en gemidos deliciosos mientras mi lengua rodeaba su pezón, con el sabor salado y afrutado de sus areolas en mis labios. Sus dedos se enredaron en mi cabello, sujetándome contra su pecho mientras sus caderas se movían en pequeños círculos desesperados.
• ¡Más adentro! - jadeó, con la súplica ahogada por su propio jadeo. - Hazme sentirlo todo, sentirte, en mi garganta.
Su coño se apretó alrededor de mi verga con una fuerza brutal, pulsando a través de otro clímax que la dejó temblando. El sudor cubría su estómago, goteando en el pliegue donde nuestros cuerpos se unían. Su aroma, maduro, primitivo, inundaba la habitación.

Me corrí dentro de ella de forma explosiva. La inundé. En ese momento, ella jadeaba y sudaba como después de correr una maratón, pero yo seguía rígido, empujando profundamente, llenando su vientre con mi leche caliente. Una vez más, permanecimos allí, pegados como animales. Y aunque sus ojos estaban vidriosos, podía sentir dentro de ella que yo no había terminado.
Oí cuatro débiles campanadas procedentes de la planta baja. En ese momento, Lucía me miraba con la misma combinación de lujuria y miedo que me transmite Marisol, sin saber si podría dar otra vuelta con ella.
El cuerpo de Lucía temblaba bajo el mío, resbaladizo por el sudor que se acumulaba en el hueco de su garganta. Su cabello color caramelo se apegaba a las mejillas y respiraba agitadamente, con jadeos superficiales.
• Dios... todavía estás... – dijo demasiado cansada, y dejó la frase en el aire, mientras sus dedos trazaban débilmente mi antebrazo, donde las venas sobresalían por el esfuerzo.
La luz de la tarde se reflejaba en su rostro agotado, resaltando las finas líneas alrededor de sus ojos, prueba de años sin este tipo de devastación. Su coño aún latía alrededor de mi verga, ordeñándome incluso cuando me ablandaba ligeramente dentro de ella.
• Marco. - susurró con voz ronca. - Necesito... agua. O me desmayaré.

Intentó reír, pero se disolvió en una tos.
- Solo una vez más... – le respondí, retirándome, pero sin soltar su cintura.
• ¡Espera, Marco! ¡Espera! - suplicó sorprendida.
Pero mi verga ya se estaba abriendo camino hacia su ano. Al igual que Marisol, su madre, su hermana e incluso su propia hija, a todas les encanta practicar sexo anal conmigo.
Su protesta se disolvió en un grito agudo cuando empujé más allá de su estrecho anillo, resbaladizo solo por su sudor y los restos de su excitación. Su culo se apretó alrededor de mí como un puño.
• ¡Ay, Dios! - jadeó, arañando las sábanas de seda con los dedos. -¡Tú... tú animal!
Sus caderas se inclinaron hacia atrás, invitándome a penetrarla más a fondo. El aroma aquí era más almizclado, terroso y primitivo, mezclado con perfume refinado y el olor metálico de sus orgasmos anteriores. Su culo redondo temblaba contra mis caderas, cada embestida enviaba ondas a través de su piel sonrojada. La agarré por la cintura, empujando más adentro hasta que sus gemidos ahogados se convirtieron en sollozos sin aliento. Debajo de nosotros, el reloj abuelo sonó débilmente, cinco golpes huecos que resonaron en la casa silenciosa.
Pero el placer era incomparable para los dos. Probablemente, la última vez que Lucía fue follada por el culo fue hace once años, cuando yo lo bauticé. Sin embargo, ella no había olvidado el placer, ya que empezó a balancear la cintura para que pudiera follarla más adentro.
Los agudos gritos de Lucía se fundieron en sollozos entrecortados de éxtasis mientras su cuerpo recordaba. Se arqueó hacia atrás, empujando su redondo trasero con más fuerza contra mis caderas, su cabello color caramelo derramándose sobre las sábanas empapadas de sudor.
• ¡Dame todo! – jadeó lujuriosa, retorciendo los dedos en la seda que tenía debajo.
Sus músculos internos se apretaban rítmicamente alrededor de mi verga, ordeñándome con cada embestida a pesar de su agotamiento. La penetré sin descanso, el golpe de la carne resonando en las pulidas paredes de roble, sus pechos aplastados contra el colchón balanceándose como lunas atrapadas. Otro timbre desde abajo marcó la irrelevancia del tiempo mientras ella se estremecía en otro clímax, con todo su cuerpo convulsionando.
Su respiración se entrecortó cuando mi pulgar rozó el hinchado botón de su clítoris.
• ¡No, es demasiado! - gimió, pero se frotó desesperadamente contra mi mano.
Las lágrimas le surcaban las mejillas sonrojadas, pero sus caderas no dejaban de balancearse, llevándome más profundo con cada embestida. Me incliné y le mordí la nuca mientras la follaba con más fuerza. Ella gritó, un sonido crudo y quebrado, mientras sus muslos temblaban violentamente. Su coño latía como un corazón a mi alrededor, arrastrándome hacia el orgasmo. El sudor goteaba de mi mandíbula sobre su columna vertebral, trazando caminos a través de los arañazos que había dejado antes. El aire sabía metálico, a calentura y a sal.
Finalmente, me corrí por última vez en su culo. Al igual que Marisol la noche anterior, Lucía gimió al sentir cada una de mis cuatro explosiones dentro de ella. Y nos quedamos allí, unidos por tercera vez, con nuestros cuerpos cubiertos de sudor.

Para entonces, el reloj abuelo había dado seis campanadas. Lucía tenía dos horas para ir a ver a su hija al hospital. Sin embargo, yacía debajo de mí, cansada y dolorida.
La abracé y la arrastré hasta la ducha. Se sorprendió al ver que el sol de la tarde se estaba poniendo, pero a pesar de su cansancio, yo todavía tenía energía para un revolcón más en la ducha.
Lucía se tambaleó contra la pared de azulejos, el vapor ya empañaba el cristal mientras el agua caliente bañaba nuestros cuerpos resbaladizos. Sus piernas temblaban visiblemente, el agotamiento luchaba con el hambre en su mirada ya cansada.
• Marco... por favor...- me pidió con voz ronca, pero sus manos se deslizaron por mi espalda, amasando los músculos. -No puedo... otra vez no...
Sin embargo, sus muslos se separaron instintivamente cuando la levanté, con la espalda apoyada contra los azulejos fríos. Mi verga, todavía medio dura por el sexo anal, se movió contra su muslo interior. Ella jadeó cuando rozó su clítoris hipersensible.
• ¡Cabrón! - exclamó con una risa agitada y sin aliento. - ¡Me vas a matar!
Pero, aun así, ella me besó y me abrazó con fuerza mientras yo la inmovilizaba contra los azulejos de la ducha, con sus enormes pechos presionando mi pecho de una forma deliciosa. Las sacudidas le provocaban dolor y placer a la vez, pero Lucía nunca me apartó. Yo estaba ebrio de excitación y esta era mi última oportunidad.
Su jadeo resonó en los azulejos cuando levanté sus piernas alrededor de mi cintura, con el agua caliente cayendo sobre su cuerpo exhausto. El chorro pegaba mechones de caramelo a sus mejillas mientras sus pechos se deslizaban contra mi pecho, pesados y resbaladizos, dejando rastros de vapor. Su coño estaba hinchado y rojo por el uso excesivo, pero gimió cuando la punta de mi verga rozó su entrada.
• Despacio... por favor... - suplicó, clavándome las uñas en los hombros.
Se quejó cuando empujé hacia dentro, sus paredes internas estirándose dolorosamente a mi alrededor. Su cabeza se golpeó contra los azulejos, con los ojos cerrados con fuerza.
• Dios... gruesa como un puño...
En ese momento, la estaba empujando hasta el fondo y el vientre de Lucía estaba siendo empujado más allá de lo que jamás había sentido.

Al principio, mis embestidas eran superficiales, solo lo suficiente para sentir cómo se apretaba a mi alrededor, pero sus caderas se movían instintivamente, buscando presión sobre su maltratado clítoris. El vapor se espesaba con sus gemidos, ahogando el húmedo golpe de la piel contra los azulejos mientras yo penetraba más adentro. Sus pechos se deslizaban contra mi pecho, los pezones endurecidos hasta convertirse en dolorosos puntos, y ella jadeaba cada vez que mi pelvis se frotaba contra la suya.
• ¡Sí!... ¡Ahí!... ¡Exactamente ahí!... - Su voz jubilosa era como seda deshilachada, perdida bajo el rugido de la ducha.
Sus dedos trazaban patrones desesperados en mi espalda, donde antes habían clavado sus uñas, en una mezcla de disculpa y súplica.
Aumenté el ritmo, consciente de que, si no lo hacía, Lucía no visitaría a Pamela ese día, lo que la hacía gemir inconsolablemente. Sin embargo, para entonces, apenas me quedaba semen y solo eyaculé tres veces dentro de ella, dejándonos completamente agotados bajo el agua caliente.
Lucía se desplomó contra los azulejos, con las piernas temblando con demasiada violencia como para sostener su peso. La cogí antes de que se derrumbara, apretando su cuerpo resbaladizo contra el mío. Su cabeza se apoyó en mi hombro, respirando cansina contra el vapor.
• ¡No más! - susurró con voz ronca entre miedo y cansancio, agarrándome débilmente los bíceps con los dedos. - ¡Me ahogaré!
El agua corría por los profundos arañazos que me había hecho antes en la espalda, un doloroso recordatorio de su desesperación. Su coño latía débilmente alrededor de mi pene, que se estaba ablandando, todavía enterrado dentro de ella, y cada espasmo involuntario le arrancaba un gemido de sus labios hinchados. El olor a sexo se había desvanecido bajo el agua caliente y el jabón floral, sustituido por el olor a perro mojado del esfuerzo y el agotamiento. Sus pechos se deslizaban pesadamente contra mi pecho, con los pezones en carne viva y endurecidos por la sobreestimulación.
Me retiré por última vez y finalmente me calmé, con la verga medio erecta y agotada. Lucía, por su parte, parecía como si la hubiera atropellado un tren. Se vistió y cojeó de vuelta al hospital poco después de las siete, mientras yo me quedaba en la sala de estar tratando de recuperar el aliento.
Justo cuando me estaba acomodando en el sofá, la puerta principal se abrió de golpe con el alegre grito de Jacinto. Marisol entró corriendo, con su cabello castaño miel, revuelto por la brisa de la tarde y las mejillas coloradas de vitalidad. Dejó a nuestro hijo pequeño en la alfombra con una pila de bloques antes de acercarse a mí descalza.
+ Papá estaba ignorando su teléfono. - canturreó, dejándose caer a mi lado en el sofá. Sus ojos verdes brillaban con picardía mientras me daba un codazo en el muslo. - ¿Una tarde ajetreada?
- Bastante. - Me estiré, con los músculos doloridos, y esbocé una sonrisa cansada.
Marisol se rió y se acurrucó más cerca de mí hasta que su calor se filtró en mi costado. Sus dedos trazaron círculos ociosos en mi muslo.
+ Me lo imaginaba. - murmuró, con su suave aliento en mi cuello. - La tía Lucía parecía... completamente agotada cuando entró tambaleándose en la habitación de Pamela.
Levantó la cabeza, con los ojos verdes brillando con complicidad.
+ Apenas podía caminar bien. No paraba de hablar algo sobre “entrenamiento para correr en maratones”.
Jacinto balbuceaba alegremente, apilando bloques cerca, ajeno a todo.
Su mano se deslizó por debajo de la cintura de mis pantalones deportivos, y sus dedos rodearon mi pene agotado con familiaridad posesiva. Este se agitó débilmente al sentir su tacto, un eco cansado de su ferocidad anterior.
+ Camila ha preguntado por ti. – susurró despacio y sensual, rozando mis oídos con los labios. - Dos veces.
Su pulgar frotó lentamente círculos sobre la sensible cabeza, resbaladiza por el agua que quedaba de la ducha y el agotamiento.
+ No dejaba de mirar la cojera de mi tía y suspirar. Dijo que te “necesitará” mañana después del parto. - Marisol apretó el agarre, arrancándome un gemido bajo. - ¡Qué hombre tan ocupado tengo!
Se arrodilló con elegancia sobre la lujosa alfombra, mientras Jacinto, ajeno a todo, construía una torre cerca. Sus ojos verdes se clavaron en los míos mientras se inclinaba hacia delante, con su cabello castaño miel derramándose sobre mis muslos. La primera y cálida pasada de su lengua por mi miembro me hizo arquear la espalda.
+ ¡Shh! – me calló, con su aliento caliente contra mi piel húmeda. - Solo descansa.
Su boca me envolvió lentamente, con un calor aterciopelado que calmaba en lugar de exigir. Chupó ligeramente, provocadora, con su lengua girando alrededor de la corona como si estuviera saboreando vino.

Y aunque estaba cansado y dolorido, y la boca de Marisol se sentía cálida y celestial, la idea de follarme a la enfermera Camila comenzó a echar raíces.
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