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Compendio III
Esa noche, nos lo tomamos con calma. Después del maratón sexual que compartí con Lucía el día anterior, sentía mi cuerpo pesado como el plomo y agradecí que Marisol accediera solo a acurrucarse. A la mañana siguiente, miércoles 19 de noviembre, era el gran día. Caminamos tranquilamente hacia el hospital. Pamela iba a entrar en el quirófano a las 11 de la mañana, así que no teníamos prisa.
Los pasillos del hospital olían a antiséptico, medicinas y café rancio. Cuando entramos en la habitación de Pamela, la tensión era palpable. Verónica, Lucía y Violeta ya estaban allí, revolviendo las almohadas de Pamela. Me saludaron con sonrisas pícaras que Marisol les devolvió con entusiasmo, con los ojos brillantes por ese orgullo posesivo que sentía cada vez que su familia me codiciaba. Pamela, recostada en la cama con su vientre hinchado bajo las sábanas, me lanzó una mirada tan aguda que podría cortar cristal.

> ¡Ya era hora de que aparecieras! – espetó impaciente mi “Amazona española”, rápido como una ráfaga. - ¡Siento la espalda como si me hubiera pisoteado un caballo, y todo es culpa tuya!
Se movió, haciendo una mueca de dolor al sentir otra contracción.
Sonreí maliciosamente, ya que nueve meses atrás, Pamela lloraba y me rogaba que la dejara quedar embarazada. Sin embargo, la entendía. Marisol había tenido molestias similares cuando estaba esperando a nuestras hijas y también a Jacinto. Así que sus palabras no me afectaron.
La enfermera Camila entró rápidamente, con su uniforme blanco ajustado sobre su impresionante busto.

• ¿Quién acompañará a la señora en la sala de partos? - preguntó, con la carpeta en la mano.
Antes de que Pamela pudiera hablar, Marisol, Verónica, Lucía y Violeta respondieron al unísono:
+ ¡Marco!
Camila arqueó ligeramente las cejas ante la respuesta unánime, pero se limitó a asentir con la cabeza.
• Muy bien. Sígame, señor. – me pidió muy profesional.
Dentro de la sala de operaciones estéril, Pamela me apretó los dedos con fuerza a medida que las contracciones se intensificaban. Con cada contracción, no dudaba en maldecirme con su acento español…
• ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Esto duele más que tu verga enorme en mi culo! – proclamaba a los cuatro vientos, haciendo que un par de auxiliares me mirasen.
Luego, suplicaba sin aliento que la tranquilizara. Yo le obedecía mientras le secaba el sudor de la frente. Los pitidos rítmicos de los monitores llenaban el aire mientras los cirujanos se movían con eficiencia. Cuando Pamela finalmente gritó, empujando por última vez, el agudo llanto de su recién nacido rompió la tensión. Una enfermera me puso unas tijeras en la mano; cortar el cordón umbilical fue una sensación inquietante y visceral, como cortar goma dura. Puse a nuestro bebé arrugado y llorón sobre el pecho agitado de Pamela. Las lágrimas corrían por sus mejillas sonrojadas mientras le susurraba:
• ¡Mi tesoro! - en el tono más meloso y cariñoso que en la vida le habré escuchado.
De vuelta en la tenue luz de la sala de recuperación de Pamela, Verónica y Lucía se afanaban con las mantas mientras Violeta tomaba fotos. Marisol me apretó el brazo, con los ojos brillantes, orgullosa y posesiva. La enfermera Camila entró, acunando suavemente al bebé envuelto en mantas. Su actitud eficiente se tambaleó cuando deslizó el certificado de nacimiento sobre la bandeja junto a la cama.
• No quiero molestarles… pero falta la firma del padre aquí. - indicó con frialdad profesional.
Ni siquiera lo dudé y mientras yo firmaba, Camila abrió los ojos con sorpresa, mirando alternativamente el papel y mi rostro.
Lucía sollozó. Violeta sonrió. Pamela apretó más fuerte al bebé. Camila carraspeó…

• ¿Señor Marco? Necesitamos documentación adicional. Ahora mismo.
El pasillo fluorescente zumbaba. Camila caminaba con paso rápido, balanceando las caderas bajo el uniforme almidonado. En la desierta sala de enfermeras, se detuvo bruscamente y se volvió hacia mí. Se le cortó la respiración.
• ¿Usted es el padre? Todas ellas... - Bajó la mirada de forma significativa. - Lo vi. El lunes, con la mujer mayor, contra el armario de suministros. - Se acercó, y el olor a antiséptico se mezcló con su dulce perfume floral. - Y el domingo, con la más joven... haciéndola gemir en la sala del conserje. - Sus labios carnosos se curvaron. - ¡Qué resistencia!
Sin previo aviso, me agarró por el cuello y me atrajo hacia ella para darme un beso feroz y hambriento. Su lengua se hundió, exigente. Mis manos se deslizaron hacia abajo para agarrar sus nalgas redondas y firmes, levantándola sobre el mostrador de la sala. Los papeles se esparcieron.
La senté en una camilla, con las piernas abiertas, ansiosa por recibirme. Los acontecimientos del día me tenían en las nubes. Sin duda, Camila era una mujer hermosa. Pero yo ya estaba en éxtasis cuando escuché los primeros llantos del bebé. Sin embargo, así era la naturaleza humana. Ella estaba excitada. Yo también, y necesitábamos quemar este fuego juntos.

La enfermera presionó sus cálidos muslos contra mis caderas, sus manos desgarrando la hebilla de mi cinturón con frenética urgencia. Su boca, con los labios hinchados por el beso, encontró mi oreja.
• ¡Dios mío, eres enorme! - jadeó, con la voz cargada de incredulidad y excitación.
Sus dedos se cerraron alrededor de mi miembro, bombeando una vez, dos veces, un breve movimiento de prueba antes de guiarlo hacia su húmeda entrada. Ella se arqueó sobre la fría camilla abandonada, mordiéndose el nudillo mientras yo empujaba lentamente dentro de ella. Su estrecha calidez cedió centímetro a centímetro; sus ojos se cerraron con fuerza, sus pestañas temblaron y un gemido ahogado escapó a pesar de sus dientes apretados.

• ¡Más... despacio! - me suplicó, pero sus caderas se movían con avidez, contradiciendo sus palabras.
El sudor salpicaba su frente bajo sus oscuros rizos mientras se estiraba imposiblemente a mi alrededor, con la respiración entrecortada con cada embestida superficial. El olor estéril del desinfectante se veía ahogado por su perfume floral y el almizcle de nuestro apareamiento. Su uniforme se subió, dejando al descubierto unos muslos tensos que me agarraban la cintura.
Como habrán notado, no usé condón. ¿Por qué debería hacerlo? Estaba en el hospital, dando a luz a nuestro bebé. El sexo era lo último en lo que pensaba. Aun así, estaba bombeando profundamente dentro de la enfermera jefe.
Los labios carnosos de Camila se separaron en un grito silencioso mientras recibía cada centímetro de mi grueso miembro, con el cuerpo temblando contra la fría camilla, que empezaba a ganar calor con nuestros cuerpos. Sus oscuros rizos se pegaban a sus sienes sudorosas, y el cuello almidonado de su uniforme estaba torcido.

• ¡Dios... me estás partiendo! – jadeó en un suspiro. - Eres más grande que mi pololo... - dijo con voz entrecortada mientras sus paredes internas se apretaban alrededor de mi grosor.
Sus dedos se anclaron al borde de la camilla, con las piernas envueltas alrededor de mis caderas. Con cada embestida, sus gemidos de sorpresa se hacían más fuertes, gritos agudos y agitados que resonaban en las paredes estériles. Enterré mi rostro en el hueco de su cuello, saboreando la sal y el perfume floral, mientras mis manos amasaban la firmeza redondeada de su trasero bajo la falda del uniforme arrugada.
Sus pechos me provocaban. Parecían tensos, atrapados dentro de ese modesto escote. Pero se sacudían con cada una de mis embestidas. Quería verlos. Chuparlos. Comérmelos. Aunque el tiempo jugaba en nuestra contra.
Empecé a penetrarla con mayor violencia, sujetándola con fuerza, agarrándole el culo y presionando su cuerpo contra el mío. Sus besos cubrían mi rostro, agradecida por enseñarle nuevos horizontes de placer.
Las caderas de Camila se movían salvajemente, respondiendo a mis embestidas con desesperada urgencia. Sus labios carnosos se estrellaban contra los míos, sus dientes chocaban con frenética necesidad mientras su lengua exploraba mi boca.
• ¡Más rápido, por favor! - jadeaba contra mis labios, con el aliento caliente y entrecortado.
Sus manos se aferraban a mis hombros, las uñas clavándose en mi camisa mientras cabalgaba al borde del éxtasis. Debajo de nosotros, las ruedas de la camilla traqueteaban furiosamente contra el suelo de linóleo, un chirrido rítmico que acompañaba sus gritos cada vez más intensos, un constante “¡bum! ¡bum! ¡bum!” mientras la empujaba contra la pared. El olor a sudor y su excitación espesaban el aire, ahogando los olores estériles del hospital. Sus pechos se agitaban contra mi pecho, oprimidos y húmedos bajo su uniforme, cada rebote un tentador destello de carne.

Quería desnudarla. Ella también. Pero ambos sabíamos lo que estaba en juego: mi familia política y mi esposa me estaban esperando. Además, nadie nos aseguraba que otra enfermera no pudiera sorprendernos en pleno acto. Así que tenía que ser duro. Rápido. Crudo.
El cuerpo de Camila se tensó de repente, arqueando la espalda sobre la camilla mientras sus gemidos se convertían en un agudo y penetrante llanto. Sus músculos internos se contraían frenéticamente alrededor de mi miembro como un latido frenético mientras ella alcanzaba el orgasmo, fuerte y estremecedor, con sus labios brillantes temblando contra mi hombro. Mi propia liberación siguió al instante, llenándola de pulsaciones calientes mientras ella gemía suavemente, con los dedos enredados en mi cabello. Durante un largo momento, permanecimos unidos, respirando con dificultad en el silencio iluminado por luces fluorescentes, con el aroma del sexo entre nosotros.
Ella me sintió. Una vez más, mi pene se había hinchado y estábamos unidos. Ella trató de moverse, pero su vagina me apretaba. Nos besamos suavemente, como adolescentes enamorados, durante un rato.
• Entonces... ¿Cómo vas a llamar al bebé? - preguntó Camila, leyendo el formulario mientras aún me tenía atrapado entre sus piernas.
- ¡No lo sé! - respondí, confundido y empezando a asumir que, una vez más, era padre. - Creo que tengo que preguntarle a la madre.
Camila se rió suavemente, sus labios carnosos se curvaron mientras sus dedos trazaban patrones ociosos en mi pecho. Las luces fluorescentes del techo zumbaban, proyectando sombras nítidas sobre su rostro sonrojado.
• ¡Todavía estás dentro de mí! – señaló, con la voz cargada de diversión y excitación persistente.
Sus muslos se apretaron alrededor de mis caderas, manteniéndome profundamente enterrado mientras se movía ligeramente en la camilla. De repente, se oyó un golpe seco en la puerta del pasillo, agudo e impaciente, y Camila se quedó paralizada, con sus cálidos ojos marrones muy abiertos por la alarma. Instintivamente, la protegí con mi cuerpo mientras ella se bajaba frenéticamente la falda del uniforme sobre nuestras caderas unidas. Nos quedamos inmóviles, con el corazón latiendo con fuerza, hasta que los pasos se alejaron por el pasillo.

La sacudida acabó con mi calentura de golpe y pude retirarme. Camila sintió cómo mi semen se derramaba fuera de ella, pero lo ocultó con sus bragas. Me ayudó a rellenar el formulario y a llevarlo de vuelta a la habitación de Pamela.
Cuando volví a entrar en la sala de recuperación de Pamela, el aire estaba cargado de arrullos y susurros de adoración. Verónica acunaba al recién nacido, con los dedos temblorosos mientras acariciaba los diminutos rasgos del bebé. Lucía se mantenía cerca, secándose las lágrimas con un pañuelo, mientras Violeta tomaba otra foto, cuyo flash iluminó brevemente el espacio en penumbra. Pamela, agotada pero radiante, las observaba a todas con los ojos entrecerrados, con su hijo ahora envuelto en la impoluta ropa de cama del hospital. Solo la mirada de Marisol se posó en mí cuando entré, y una lenta y cómplice sonrisa se dibujó en sus finos labios. Sus ojos verdes brillaban con deleite depredador, deteniéndose en la tenue mancha de brillo rosa de Camila en la comisura de mi boca. No habló, solo arqueó una ceja, con el pecho elevándose ligeramente más rápido bajo la blusa.
El bebé gimió suavemente, llamando la atención de todos.
o ¡Es perfecto! - murmuró Lucía, rozándole la mejilla con un nudillo.
< ¡Mira esos dedos! Son como pequeñas estrellas de mar. - Violeta se inclinó, con voz apagada.
La sonrisa cansada de Pamela se desvaneció cuando sus ojos se encontraron con los míos.
> Marco. - dijo con voz ronca, su español aún teñido de fatiga. - No le hemos... puesto nombre.

La habitación quedó en silencio. Verónica levantó la cabeza bruscamente, las mejillas manchadas de lágrimas de Lucía se tensaron. Todos los ojos se fijaron en mí, expectantes, cargados de preguntas discretas.
La sonrisa de Marisol se amplió, cálida y maravillosa. Esperaba atenta mi respuesta con sus enormes ojos verdes.
- La elección es tuya. - respondí fingiendo indiferencia, devolviéndole la pelota. - No soy bueno eligiendo nombres. Marisol ha elegido todos los nombres de nuestros hijos.
Pamela entrecerró ligeramente los ojos ante mi despreocupada renuncia al derecho a elegir el nombre, con un destello de irritación y dolor bajo el cansancio. Su mirada se dirigió brevemente a Marisol, que se limitó a encogerse de hombros, profundizando su sonrisa modesta. Verónica se movió incómoda, con el bebé inquieto en sus brazos.
o Pero Marco. - intervino Lucía en voz baja, con tono vacilante. - También es tu hijo.
Sus palabras resonaron con fuerza, cargadas de la verdad silenciosa sobre la que se sustentaba la habitación.
Suspiré.
- Marisol te lo puede contar. - Les expliqué. - Hacer hijos es divertido. No poder criarlos, no tanto. Me puse en contacto con Bastián cuando tenía 4 años. Para entonces, ya sabía hablar, caminar, ir al baño... todas esas experiencias que me perdí con las gemelas. Así que quizás pienses que soy un idiota. Pero la verdad es que no quiero encariñarme demasiado con tu pequeño, sabiendo que no podré verlo cuando crezca.
Pamela conocía a mi buena amiga Sonia y sabía que ella me había pedido que le diera un bebé. De hecho, toda la idea de Pamela se basaba en esa experiencia. Y también sabe que soy un padre bueno y comprometido. Por eso, admitir que me tendría que abstener de su crianza dolió mucho. Tenían los ojos llenos de lágrimas, pero al mismo tiempo estaban felices por el nuevo bebé.
Entonces, Pamela se quedó mirando a nuestro hijo. Noté su temperamento español mientras observaba los ojos oscuros y la cara rosada de nuestro bebé, y supe que Pamela había tomado una decisión.

> Se llama Adrián. - anunció en voz baja, con un tono de firmeza en su voz cansada.
Todos en la habitación suspiraron al unísono: Verónica asintió con la cabeza.
o ¡Qué lindo! - Lucía murmuró.
Violeta ya susurraba el nombre como si lo estuviera probando. Adrián se retorció, buscando a ciegas con su boquita. Solo Marisol mantuvo la mirada fija en mí, con esa sonrisa cada vez más marcada. Sabía que Adrián era mío, al igual que la piel sonrojada y el uniforme apresuradamente alisado de Camila habían sido míos unos minutos antes. Los finos labios de Marisol se separaron ligeramente y su respiración se aceleró al imaginarlo: el frenético encuentro contra la mesa de la enfermera, mis manos agarrando el firme trasero de Camila. Sus propias caderas se movieron casi imperceptiblemente en la silla.
La enfermera Camila regresó entonces, con sus rizos ahora cuidadosamente recogidos, aunque un ligero rubor todavía permanecía en sus mejillas. El aroma de su perfume floral aún se aferraba débilmente a mi cuello, algo que Marisol inhaló profundamente, dilatando sus fosas nasales. Camila evitó mi mirada, concentrándose rápidamente en la ficha de Pamela.
• El médico recomienda observación durante la noche. - afirmó, con una voz impresionantemente firme a pesar del temblor de sus manos mientras ajustaba la vía intravenosa. - Un familiar puede quedarse en la habitación contigua.
Señaló una pequeña puerta que daba a un espacio reducido con una cama estrecha y un sillón de aspecto rígido. Sus cálidos ojos marrones se posaron en mí durante una fracción de segundo, en un reconocimiento silencioso y apasionado de lo que había sucedido, antes de apartarse rápidamente.
Antes de que nadie pudiera hablar, la voz de Marisol interrumpió las discusiones sobre quién velaría por Pamela.
+ Marco se quedará. - Su tono no dejaba lugar a discusiones, era seco y autoritario.
Se levantó, alisándose la blusa, con una mirada cálida y gentil que recorrió el tenso uniforme de Camila.
+ Él mantendrá a Pamela tranquila. Y tú, ¿Podrías… comprobar que no pase frío en esa pequeña habitación esta noche? - añadió Marisol, curvando sus finos labios en una sonrisa cómplice dirigida a Camila.
La insinuación flotaba densamente en el aire. Violeta contuvo una risita detrás de la mano, mientras Lucía y Verónica intercambiaban miradas cargadas de significado. Pamela, somnolienta pero alerta, puso los ojos en blanco.
> Solo mantén el silencio, Marco. O te juro que te tiraré algo. – me amenazó fastidiada.
Camila se sonrojó hasta la raíz de sus oscuros rizos. Sus nudillos se pusieron blancos alrededor del portapapeles, pero su voz siguió siendo profesionalmente fría.
• Por supuesto. Me aseguraré de que el señor Marco esté... cómodo.

Giró sobre sus talones, con sus redondas nalgas balanceándose bruscamente bajo la tela almidonada mientras se retiraba al pasillo. Su aroma, a sudor floral y antiséptico, permaneció en el aire.

Marisol me sonrió. El juego continuaba...
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