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Viaje relámpago (II)




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Compendio III


Una vez que salimos del hospital, llevamos nuestro equipaje a la casa de Lucía, cuya mansión estaba a unos pasos del hospital de Pamela. Como he mencionado anteriormente, es una casa elegante en un barrio bullicioso cerca del centro de la ciudad. Parecía igual, pero de alguna manera más vieja y fría: la misma fachada de estuco ahumado, la misma puerta de roble macizo con manija y aldaba de latón. Y por dentro tampoco había cambiado mucho: los muebles eran elegantes y con clase, pero fríos y poco acogedores al mismo tiempo. A Marisol y a mí nos recordaba más a una exposición de arte moderno que a una casa familiar. Dejamos nuestro equipaje en la habitación que Lucía nos asignó: nos esperaba una cama de matrimonio, probablemente de la antigua criada de Lucía, Celeste, con algo de espacio para colocar la cuna de Jacinto.

Lucía nos preparó la cena: ceviche, ensalada de salmón y Cabernet Sauvignon para ella, aunque Marisol y yo bebimos Coca-Cola y jugo de durazno, respectivamente. Mientras nos sentábamos a la mesa de roble, la mirada de Lucía se posó en mí.

Viaje relámpago (II)

• Marco. - Comenzó, con una voz suave como el bourbon añejo. - Te has esculpido bastante bien desde la última vez que nos vimos, esos brazos podrían cargar montañas.

Sus dedos trazaron el tallo de su copa de vino mientras Marisol se movía a mi lado, presionando su rodilla contra mi muslo bajo el mantel. El aire se espesó con el aroma a lima del ceviche y algo más agudo, tácito.

Era algo que Marisol también había notado. De hecho, siempre ha dicho que tengo “hombros de superhéroe”. Pero desde que he seguido los deseos de nuestras hijas de que me hiciera más fuerte y empecé a correr y a hacer más ejercicio, mis brazos están más musculosos y gruesos y mi cintura también está más delgada, hasta el punto de que tengo unos abdominales bien definidos.

- Eh... gracias. - respondí, limpiándome la boca con una servilleta para evitar la vergüenza.

Marisol se rió despacio.

+ Le estaba diciendo lo mismo esta mañana. – comentó mi ruiseñor, deslizando su mano sobre mi muslo bajo el mantel.

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Sus dedos trazaron círculos que me provocaron una descarga eléctrica a través de mis pantalones. Los ojos de Lucía siguieron el movimiento con interés depredador mientras rellenaba su copa de vino. El Cabernet Sauvignon parecía saber a terciopelo y secretos.

• Sinceramente, ver a Pamela radiante con el hijo de Marco... despierta cosas que no sentía desde hacía años. - Suspiró Lucía, inclinándose hacia delante para que sus enormes pechos se presionaran contra el borde de la mesa. Su mirada se clavó en la mía. - Si no estuviera ahogada en muestras de telas y tableros para inspiración...

Dejó la frase en el aire, dejando que la insinuación flotara tan densa como el aroma a lima del ceviche. De repente, la expresión de Lucía se desmoronó.

• ¡Perdóname! – se disculpó, con sus dedos firmes alrededor de su copa. - Ver hoy a Pamela, tan frágil y a la vez tan... viva... me destrozó. (Tragó saliva con dificultad) Después de que Diego se la llevara de vuelta a España, luché con uñas y dientes. Conseguí la custodia, sí. Pero Pamela volvió frágil como algas secas. Pensé que era una rebelión adolescente cuando empezó a llevar medias rotas y a faltar a clases. (Una lágrima cayó sobre la mesa.) Empezó a trabajar de camarera, traía hombres a casa... La eché de casa cuando Diego volvió a aparecer. (Su voz se quebró.) La llamé “puta”.

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Marisol se quedó rígida a mi lado. Su mano se detuvo sobre mi muslo. El limón del ceviche se volvió acre en mi garganta.

Lucía miró fijamente su copa de vino como si se estuviera ahogando en ella.

• Pensé que Pamela solo estaba... comportándose mal. ¿Cuándo ella se mudó con ustedes dos? (Su risa sonó áspera y dolida.) Le dije a Diego que acabaría embarazada en algún callejón. ¿Incluso cuando Marco la trajo a mi puerta, toda pulcra y seria, diciendo que había dejado de trabajar de camarera para estudiar? (Su rostro se puso blanco.) Lo llamé su último chulo. Cerré la puerta de golpe. (Levantó la vista, con los ojos verdes vidriosos por la vergüenza.) Luego salieron los resultados de los exámenes. Estaba entre los mejores del país. Esa chica... (Su voz se quebró de forma definitiva.) Salió de la cloaca mientras yo seguía echándole tierra encima.

Los dedos de Marisol se clavaron en mi muslo, mitad para consolarme, mitad para contenerme. El silencio que siguió estaba cargado con el fantasma de puertas cerradas de golpe y años perdidos, solo roto por el zumbido lejano del tráfico del centro que se colaba por las enormes ventanas del loft. La luz de las velas parpadeaba sobre el rostro de Lucía, grabando cada arrepentimiento en relieve.

• Siempre los ha elogiado a los dos. - Algunas lágrimas rodaban por sus mejillas. - Siempre te ha considerado como la hermana que nunca tuvo... - le dijo a Marisol, y luego se volvió hacia mí. -... y decía que eras el gran amor que le hubiera gustado encontrar. Pamela decía que no solo eras increíble en la cama, sino también amable y comprensivo, y que, aunque estabas enamorado de Marisol, ella no pudo evitar enamorarse de ti. Decía que tú veías más allá de su aspecto físico, que te dabas cuenta de lo inteligente que era y que intentaba que te sintieras orgulloso de ella.

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La mano de Marisol se apretó contra mi muslo, en una mezcla de orgullo y posesividad. Sus ojos brillaban húmedos a la luz de las velas, reflejando el rostro afligido de Lucía. A pesar de la rebeldía de Pamela, su resistencia había forjado algo luminoso bajo los escombros. Lucía se inclinó sobre la pulida mesa de roble, con los dedos temblorosos hacia la muñeca de Marisol.

• Tu prima... se recuperó gracias a ustedes. - dijo con voz casi quebrada. - Y cuando me dijo que la habías dejado embarazada, en cierto modo la entendí. Siempre te vio como el padre de sus hijos y, aunque estás casado con Marisol, solo quería una oportunidad. Cuando Marisol aceptó, Pamela se sintió aliviada. No solo porque iba a tener el mejor sexo de su vida, sino porque iba a tener un hijo con el hombre al que realmente amaba... y por eso, llegué a comprender su decisión.

La admisión quedó suspendida entre nosotros, afilada como cristales rotos. La cena terminó abruptamente; Lucía se retiró a su estudio con una excusa vaga sobre plazos de diseño, dejando atrás platos a medio terminar y un silencio denso de hambre no expresada. En nuestra habitación prestada, la antigua habitación de Celeste que olía débilmente a pulimento de lavanda y naftalina, Marisol me empujó contra la puerta en el momento en que se cerró. Sus dedos se hundieron en mi cabello, acercando mi boca a la suya en un beso que sabía a limón y coca-cola.

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+ Lo ha escuchado todo. - susurró contra mis labios, con las pupilas dilatadas en la tenue luz de la lámpara sobre nuestro velador. - Cada palabra que Lucía ha dicho sobre ti, sobre que Pamela te desea, es en lo único en lo que he pensado desde entonces.

Sus caderas se frotaban contra las mías, irradiando desesperación como si fuera calor.

+¡Haz que escuche esta noche! ¡Haz que sufra! – me pidió mi esposa.

Intenté resistirme. En parte porque estaba cansado del vuelo, pero también porque la tía de mi esposa estaba detrás de la pared contigua a la nuestra. Apoyé las palmas de las manos contra la puerta, esforzándome por apartar a Marisol sin hacerle daño, pero ella me mordió el labio inferior con tanta fuerza que me hizo sangrar, y el sabor metálico se mezcló con el sabor de su lengua.

+ ¡No finjas! - protestó, con la respiración agitada mientras me arañaba la hebilla del cinturón. - ¡Te encanta esto!

Me inmovilizó con la rodilla entre los muslos. La tenue luz dibujaba sombras en su rostro, haciendo que sus ojos verdes brillaran como jade envenenado.

Por supuesto, mentiría si dijera que no quería follarme a Lucía. Al igual que la madre de Marisol, tiene un cuerpo espectacular. Pero, al mismo tiempo, mi dilema moral provenía del hecho de que su hija Pamela estaba esperando un hijo mío, por lo que la idea de follarme a Lucía me parecía irrespetuosa, pero a la vez tentadora, y Marisol lo sabía y me estaba presionando para que lo hiciera.

Los dedos de mi esposa jugueteaban con la hebilla del cinturón, sus nudillos rozando la creciente dureza bajo mis pantalones. Cerré los ojos, tratando de concentrarme en el silbido de los neumáticos sobre el pavimento mojado afuera, en el leve aroma a lavanda del limpiador que se adhería a las paredes, en cualquier cosa menos en el calor que irradiaba ella. Pero sus labios encontraron mi cuello, sus dientes rozaron el tendón mientras su mano se deslizaba por el cuero y la mezclilla para envolver mi pene.

+ ¿Sientes lo duro que estás? - susurró, untando con el pulgar el líquido preseminal sobre la punta. - ¿Por mí? ¿O por Lucía, detrás de esa pared?

Viaje relámpago (II)

Su agarre se tensó, una deliciosa presión que me hizo doblar las rodillas.

Lucía lo había mencionado ella misma: la mayoría de los hombres que conocía en su trabajo eran gays y ella no tenía tiempo para salir con nadie. Así que su sexo, su culo y su boca necesitaban desesperadamente a un hombre. Y allí estaba yo, con mi mujer lamiéndome el pene como si fuera un helado. Toda la idea me estaba volviendo loco.

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Mi resistencia se disolvió como azúcar en té caliente. Marisol se arrodilló, su cabello castaño miel rozando mis muslos mientras liberaba mi pene de los pantalones. Sus ojos verdes se clavaron en los míos, ahora no suplicantes, sino imperiosos, mientras me introducía profundamente en su boca. El calor húmedo de su lengua recorría cada vena, sus finos labios estirándose alrededor de mi grosor. Afuera, el aire frío empañaba las ventanas con nuestro creciente calor. Pero no nos importaba. Marisol gimió a mi alrededor, las vibraciones viajando directamente a mis testículos, y yo enredé mis manos en su cabello, empujando más adentro. Ella se atragantó, con lágrimas en los ojos, pero no se retiró. En cambio, chupó más fuerte, con su garganta trabajando, los sonidos de succión obscenamente fuertes en la habitación estrecha. Casi podía sentir a Lucía presionando su oído contra la delgada pared, imaginando su respiración acelerada por el ruido húmedo y rítmico.

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En un breve momento de cordura, me alegré de que Jacinto tuviera el sueño más pesado que nuestras otras hijas. En casa, nuestro pequeño aparentemente apenas registra los gemidos pervertidos de su madre mientras le rompo el trasero. Y aquí, a pesar del libertinaje que se desarrolla a pocos metros de él, duerme profundamente, adaptándose al nuevo huso horario.

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La boca de mi esposa era una tortura divina, un calor húmedo y hambriento que exigía rendirse. Me arqueé contra la puerta, con la madera clavándose en mis omóplatos mientras ella hundía las mejillas y chupaba con precisión despiadada. Su mano libre me amasaba los testículos, con los dedos presionando lo suficiente como para nublarme la vista. Por el rabillo del ojo, vi la silueta de la cuna, una pequeña isla de inocencia en medio de la tormenta. Jacinto se movió y suspiró suavemente en sueños. Bien. Sigue durmiendo, pequeñito. Papá está... ocupado. Marisol levantó la mirada y se dio cuenta de mi distracción. Con un chasquido deliberado, me soltó, con saliva brillando en su barbilla.

+ ¿Te gusta? - susurró con voz ronca como una puta caliente. - Mamá quiere más.

Antes de que pudiera responder, se levantó de un salto y me empujó contra la pared otra vez. Sus labios se estrellaron contra los míos, con sabor a sal, limón, Coca-Cola y a mí. Una mano me agarró del pelo mientras la otra me bajaba por el pecho, con las uñas arañándome la piel bajo el algodón. Se encendió ese fuego familiar, una mezcla de culpa y lujuria salvaje y desenfrenada. Sus caderas se frotaban contra las mías, y la fricción a través de la ropa era enloquecedora.

Simplemente tenía que hacerla mía. Unas horas antes, Violeta, la hermana menor de Marisol, y yo nos habíamos colado en el cuarto de limpieza del hospital para un breve y refrescante encuentro sexual. Pero el deseo por mi esposa no tiene límites.

Mis manos se deslizaron bajo sus brazos, levantándola como si no pesara nada, otra ventaja de esos hombros de superhéroe que ella adora tanto. Sus piernas se enroscaron alrededor de mi cintura, y sus finos labios volvieron a encontrar los míos con una fuerza que me dejó moretones. Nos tambaleamos hacia la cama, enredados en una maraña de extremidades y respiraciones frenéticas. El colchón crujió violentamente bajo nosotros cuando la dejé caer sobre las viejas sábanas de Celeste. Su blusa se rasgó bajo mi agarre y los botones rebotaron contra el suelo de madera. Sus pechos de copa C quedaron al descubierto, con esas curvas redondeadas rebotando con cada respiración entrecortada.

No sé si fue solo mi imaginación, pero cuando empecé a follar con mi mujer, de alguna manera sentí el aroma de Celeste.

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Ella fue la primera mujer de color con la que me acosté. Celeste tenía una pasión, un encanto centroamericano que me resultaba delicioso. Era una mujer que disfrutaba y ansiaba el sexo de una forma mucho más profunda que mi mujer. Con Celeste, podíamos follar por la mañana, al mediodía, por la tarde e incluso por la noche, y, aun así, seguíamos deseando más. Pero con Marisol, cuatro veces al día y ya tiene suficiente. Y por eso soy tan cachondo: porque sí, me acuesto con muchas mujeres, pero solo porque la mujer con la que más disfruto teniendo sexo tiene menos resistencia que yo. Y es por eso por lo que Marisol accedió a abrir nuestro matrimonio por mi parte. Para ser sincero, no me importaría en absoluto serle fiel a Marisol, pero como constantemente quiero estar dentro de ella de alguna manera, mi esposa accedió a que tuviera aventuras. Apuesto que, si Marisol tuviera el mismo deseo sexual que yo, ya tendríamos una docena de hijos.

Pero ahí estaba yo, follándola en la cama de la antigua criada de su tía, ahora ocupada por nosotros. Y me estaba follando a mi mujer salvajemente.

Marisol no estaba fingiendo. A pesar de llevar casi doce años casados, conozco los gemidos de mi esposa. De hecho, incluso conozco sus súplicas de piedad cuando todavía estoy cachondo por ella. Pero incluso la propia Marisol ha compartido que mi punta presiona su útero a la perfección y la hago correrse y correrse como una fuente.

Sus caderas se movían salvajemente debajo de mí, sus dedos arañaban el colchón mientras yo penetraba más a fondo con cada embestida. La cabecera golpeaba la pared con un staccato implacable —*zump-zump-zump*— como un latido amplificado para todo el edificio. La respiración de Marisol se entrecortaba en jadeos agudos entre gritos, y su voz se agudizaba con cada impacto.

+ ¡Más duro! – suplicaba mi esposa, arqueando la espalda hasta que sus pechos rozaron el mío. - Haz que lo oiga, haz que moje las sábanas...

Sus palabras se disolvieron en un gemido gutural cuando mi pulgar encontró su clítoris y comenzó a acariciarlo con fuerza.

Sé que el deseo más sincero de mi esposa es que yo deje embarazadas a todas las mujeres de su familia. Pero sigo siendo yo quien se contiene. A pesar de todo, sigo queriendo ser un padre normal, y aunque la familia de mi esposa está llena de zorras ansiosas por tener sexo, debo contenerme por el bien de mi propia familia.

Los muelles de la cama chirriaban bajo nosotros, una protesta metálica ahogada por el sollozo ahogado de Marisol cuando me empujé contra su cérvix. Sus dedos arañaban mi espalda, haciéndome enrojecer, pequeñas medias lunas carmesí floreciendo bajo mi piel. Bajo el tamborileo de nuestra respiración entrecortada, juraría que oí un leve jadeo más allá de la pared, agudo, involuntario. Marisol también lo oyó. Sus ojos se abrieron de par en par, clavándose en los míos con un triunfo salvaje.

Viaje relámpago (II)

+ Sí, tía. – gimió sensual, con la voz quebrada por una embestida ascendente y cruel. - Escúchanos... siente lo que te pierdes...

La burla flotaba pesada en el aire húmedo y sudoroso. Las caderas de mi esposa se movían con más fuerza, siguiéndome golpe a golpe, con sus músculos internos apretando como un guante. El aroma de su excitación, almizclado y dulce como melocotones demasiado maduros, se mezclaba con el fantasma de la lavanda de Celeste y algo más oscuro: el Chanel n.º 5 de Lucía, que se filtraba a través del yeso como una tentación.

Me estaba volviendo loco. La experiencia era demasiado intensa para mantener la cordura.

El cuerpo de Marisol se arqueó debajo de mí, resbaladizo por el sudor y la desesperación, cada embestida la golpeaba contra el colchón como una marea salvaje rompiendo contra las rocas. Sus gritos no eran solo gemidos, eran declaraciones, crudas y primitivas, puntuadas por el rítmico “golpeteo” de la cabecera contra la delgada pared que nos separaba de la habitación de Lucía.

+ ¡Dámelo todo! – gritó mi esposa, clavándome los dedos en los hombros con tanta fuerza que me dejó moretones.

Lo único que podía oler era a ella: su piel salada, el almizcle del sexo y ese leve y evocador rastro de Chanel n.º 5 que se filtraba desde el otro lado. Mi mente se fracturó: una parte se perdió en el calor de Marisol, otra imaginaba a Lucía presionada contra esa pared, con la respiración entrecortada, la mano deslizándose entre sus propios muslos.

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El gemido ahogado de Lucía rompió el silencio, agudo, involuntario, como un jadeo reprimido demasiado tarde. Los ojos de Marisol se abrieron de par en par, clavándose en los míos con salvaje alegría.

+ ¿La oyes, mi amor? - susurró, con voz desgarrada y triunfante. - Ella está mojada por ti... empapada.

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Sus caderas se movieron, frotándose más a fondo, y echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su garganta mientras gritaba más fuerte, un sonido destinado a burlarse, a atormentar. La penetré con más fuerza, la cama crujió bajo nuestro peso y, en ese momento, sentí el toque fantasmal de Lucía: el roce imaginario de sus dedos en mi espina dorsal, el calor de su aliento en mi cuello.

El ritmo se volvió salvaje, incontrolado. Las uñas de Marisol arañaban mi espalda, dejando rasguños quemantes que se mezclaban con el sudor. Sus gritos se intensificaban, crudos y guturales, cada uno de ellos resonando en las frías paredes de estuco.

+ ¡Así! ¡Rómpeme! - suplicaba, con las piernas temblorosas alrededor de mi cintura.

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Afuera, el bullicio de la ciudad ahogaba los intensos gemidos de Marisol, pero amplificaba cada golpe de piel contra piel, cada sollozo ahogado de Marisol. Enterré mi rostro en su cuello, inhalando sal y perfume barato, pero debajo de eso, claro como el cristal roto, persistía el aroma de Lucía: Chanel n.º 5 y deseo insatisfecho.

Un grito agudo atravesó la pared: Lucía contuvo el aliento, demasiado excitado para ser accidental. Marisol se quedó paralizada debajo de mí, con los ojos muy abiertos y un deleite depredador.

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+¡Tía! – ronroneó desafiante con voz cargada de malicia. - ¿Te gusta su verga enorme? ¿La quieres sentir también?

Se arqueó violentamente, empujándome más profundo, y gritó, un sonido diseñado para quebrantar la determinación. En el repentino silencio que siguió, oí el susurro de la tela en la habitación de al lado, el leve crujido de los muelles de la cama. Lucía no solo estaba escuchando; se movía, inquieta. La sonrisa de Marisol se volvió salvaje. Me arañó las caderas, instándome a ir más rápido.

+ ¡Dale un espectáculo! – me ordenó. - Hazla acabar sin tocarla.

Viaje relámpago (II)

Obedecí, penetrándola con brutal precisión, cada embestida haciendo que la cabecera de madera golpeara contra la pared. Los gritos de Marisol se hicieron más fuertes, crudos y desquiciados. Bajo el sudor y el sexo, el Chanel n.º 5 se hizo más intenso. Ya no era imaginación. La voz de Lucía se alzó un poco más, dejando pasar un rayo de luz que atravesó nuestra oscuridad. Marisol gimió más fuerte, colocando sus piernas sobre mis hombros y exponiéndose obscenamente hacia la rendija.

+ ¡Mírala! – jadeó mi esposa. - Mírala cómo toma tu leche...

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Su cuerpo se convulsionó, los músculos se tensaron en oleadas mientras se corría, y un calor húmedo brotó entre nosotros. El aroma de mi esposa inundó la habitación.

La respiración de Lucía se cortó de forma audible, un sonido agitado y desesperado. Sentí su mirada como un contacto físico: ardiendo en mis hombros, recorriendo el sudor que goteaba por mi espalda, deteniéndose donde me unía a Marisol. Mi esposa sonrió, con los ojos desorbitados.

+ ¡Sí! – jadeó mi ruiseñor, arqueándose para recibir mi siguiente embestida. - ¡Déjala ver lo que no puede tener!

La cama crujió bajo nuestra violencia. El polvo de yeso se desprendió de la pared donde golpeó la cabecera.

La luz de la mañana atravesaba las cortinas, fría, acusadora. Lucía estaba de pie en la puerta, con una bata de seda que se ceñía holgadamente a sus curvas. Tenía los ojos sombríos, atormentados. No habló; no le hacía falta. El rubor de su cuello, el temblor de sus manos mientras agarraba la taza de café... gritaban más fuerte que Marisol la noche anterior.

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• ¡Buenos días! – nos saludó con voz ronca.

Su mirada se posó en mí, se detuvo en mi pecho desnudo y luego se apartó rápidamente. Una gota de café temblaba en el borde de su taza.

• ¡Qué... intensa noche pasaron! - Esbozó una sonrisa forzada, frágil como cristal roto. Sus dedos se aferraron a la porcelana. El silencio se prolongó, tenso como un alambre.

Marisol se estiró lánguidamente a mi lado, con las sábanas amontonadas alrededor de su cintura. Le dedicó a Lucía una sonrisa felina.

+ ¡Sí, tía! - Su pulgar trazó círculos ociosos en mi estómago. - Marco estaba inspirado.

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Hizo una pausa, dejando que Lucía absorbiera la imagen: yo enredado en las sábanas, la uña de Marisol rascando mi cadera. El aire se espesó con el olor a sexo.

+ ¿Dormiste bien? - El tono de Marisol rezumaba falsa inocencia.

La bata de Lucía se abrió ligeramente cuando se movió, dejando entrever un poco de encaje debajo. Su respiración se aceleró.

Alargué la mano hacia los pantalones de mi pijama, y la tela chirrió ruidosamente en el silencio. La mirada de Lucía siguió el movimiento, bajando por mi abdomen y deteniéndose donde el fino algodón se ceñía a mis muslos. Sus dedos palidecieron alrededor de la taza de café.

• La cama crujía mucho. - susurró, sin querer mirarnos. - Como si... como si la pared fuera a caerse.

Una gota de café se derramó, oscureciendo su manga de seda. No la limpió.

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Marisol se deslizó de la cama, desnuda y sin vergüenza, estirándose como una gata disfrutando del sol. La luz de la mañana doraba sus curvas: el rebote de sus copas C, el balanceo de sus caderas mientras se acercaba a Lucía.

Viaje relámpago (II)

+ ¡Tenías razón sobre mi esposo! - murmuró, deteniéndose a pocos centímetros. – Es tan... musculoso.

Sus dedos rozaron mi camiseta tirada en el sillón, deliberadamente, con lentitud.

+ ¿Viste cómo me levantó contra la pared anoche? ¡Qué fuerza tiene! - comentó mi esposa con voz cándida.

Lucía se quedó paralizada. La taza de café tintineó sobre el platillo. Su mirada se posó en las nuevas grietas del cabecero, que formaban una telaraña en el yeso, y luego en las sábanas arrugadas, donde la huella húmeda de Marisol aún oscurecía la ropa de cama. Un rubor se extendió por su cuello, floreciendo bajo el cuello de su bata.

Marisol me besó de repente, dejándome sin palabras.

+ Me voy a bañar. ¿Vienes, mi amor? - me preguntó mientras se levantaba después de apretarme el pene.

Cuando me levanté para seguir a mi mujer, dejé a Lucía con los ojos muy abiertos, al darse cuenta de mi erección palpitante bajo los pantalones.


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