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Viaje relámpago (I)





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Compendio III


La oficina de Edith siempre me produce sentimientos encontrados.

A simple vista, es la perfección corporativa: paredes de cristal, estanterías de madera oscura y un enorme escritorio tan pulido que te podrías afeitar en su reflejo. El aire olía ligeramente a sándalo y la temperatura siempre era dos grados más fría de lo normal, como si ella quisiera que las decisiones se tomaran con la cabeza fría en lugar de con el corazón cálido.

Pero la calidez estaba ahí, sutilmente. Las fotos familiares se mezclaban con los premios de la industria. Las fotos enmarcadas de ella en conferencias, estrechando la mano a mineros, ingenieros y representantes sindicales cubrían una pared. Una manta acolchada, hecha a mano por su hija, descansaba sobre el respaldo de su sillón de cuero. Era el tipo de detalle que suavizaba el acero que la rodeaba.

Había ido allí el miércoles por la mañana para decirle que volaría a casa y trabajaría a distancia durante la semana. Edith asintió con la cabeza en cuanto terminé de hablar, eficiente, práctica, confiada.

Maddie, por su parte, prácticamente estalló.

-x ¿Por qué nos avisaste con tan poco tiempo? - espetó, cruzando los brazos con fuerza sobre el pecho.

Viaje relámpago (I)

Su pie golpeaba con fuerza el suelo de mármol, rápido, impaciente. Edith y yo nos volvimos hacia ella. Edith levantó las cejas con discreta diversión, como una madre que observa a su hijo discutir en la mesa durante la cena.

- No creí que fuera necesario. - respondí con sinceridad, frunciendo ligeramente el ceño. -Edith sabe que puedo trabajar a distancia. Pero no podía perderme este viaje con mi mujer.

Maddie apretó la mandíbula. Enrojecieron sus mejillas y desplazó el peso hacia una cadera, una inclinación agitada destinada a ocultar su pánico tras una actitud desafiante.

-x ¿Por qué? ¿Adónde van? —preguntó con voz un poco aguda, demasiado personal.

Edith parpadeó, sorprendida por la intromisión. Yo también lo sentí: se había traspasado una línea, no profesionalmente, sino emocionalmente.

- Bueno... si tienes que saberlo... - dije lentamente. - La prima de mi esposa va a tener su primer bebé. Nos pidió que estuviéramos allí para el parto.

Maddie abrió la boca con incredulidad.

-x ¿La prima de tu esposa? ¿Estás loco? ¿Qué pasa con tus responsabilidades, Marco? ¿Eh? – preguntó furiosa.

Mientras hablaba, señalaba con el dedo al aire. Parecía alguien que libraba una batalla que no sabía cómo definir. Celos, pero ocultos, desordenados, impulsivos y totalmente fuera de lugar en una sala de juntas.

Exhalé, cansado.

- Ya he hablado con los supervisores de las obras. - expliqué con calma. - Les he dicho que mis respuestas pueden retrasarse debido a la diferencia horaria, pero no les importa. Solo estaré fuera de la oficina esta semana. El trabajo a distancia continúa. No voy a dejar que el mantenimiento se venga abajo. Por eso acudí a Edith: ella sabe que soy honesto y que no holgazaneo.

La postura de Maddie se tambaleó. Sus hombros se bajaron apenas un centímetro, como si la hubieran desarmado en plena carga.

-> Tiene razón, Madeleine. - dijo Edith finalmente, cruzando las manos y mirándola con esa mirada maternal tranquilizadora, pero firme que reserva para los novatos que intentan correr antes de aprender a caminar. - Marco está profundamente comprometido con las personas que están a su cargo. Por eso apruebo esto. Se ha ganado esa confianza. Y tú también. Entiendo tu preocupación, pero mi decisión es definitiva.

Maddie vaciló, mirando entre nosotros: la tranquila confianza de Edith y mi expresión firme. Su celosía se suavizó y se convirtió en confusión, dolor, algo vulnerable que no pudo ocultar lo suficientemente rápido.

-x Pero... ¿Ver dar a luz a la prima de tu esposa? - preguntó débilmente, con la fuerza abandonando su voz.

Sonreí, con una sonrisa cálida y amable, comprendiendo que extrañaría mi ausencia.

- Maddie. - dije suavemente. - no sabes lo unidos que estábamos mi esposa y yo a su familia antes de casarnos. Su prima ha sido como una hermana espiritual para ella. Mi esposa aprendió mucho de los errores de su prima, lecciones que la ayudaron a convertirse en la mujer que es ahora. Así que, si ella quiere que estemos allí en el día más importante de su vida, allí estaremos.

Maddie bajó la mirada y retorció la esquina de su chaqueta entre los dedos. No podía decirle que la verdadera razón era que Pamela estaba esperando a mi hijo. Un pequeño indicio de alguien atrapado entre los sentimientos y la profesionalidad.

¿Y Edith? Ella solo observaba en silencio, con un brillo cómplice en los ojos. Era el brillo de una mujer que lo veía todo, especialmente las cosas que la gente intentaba ocultar.

Sin embargo, lo más difícil no era la logística ni los preparativos del trabajo, sino hablar con nuestras hijas. Esta vez solo íbamos a llevar a Jacinto al extranjero.

Para personas como Marisol y yo, dejar a nuestras hijas atrás nos parece antinatural. Forman parte de nuestros días, nuestras rutinas, nuestro ruido, nuestra paz. Pero, aunque las niñas querían visitar a sus abuelos, el viaje no tenía sentido: Marisol y yo estaríamos entrando y saliendo del hospital para visitar a Pamela, y solo el vuelo duraba casi un día y medio. Luego tendríamos que volver volando de la misma manera. Me parecía injusto hacerles pasar por todo eso para lo que, en esencia, serían horas de espera y jet-lag.

Aun así... me afectó mucho. Dejar a las gemelas, aunque sea por una semana, siempre me afecta en la misma vieja herida de sus primeros cuatro años, años en los que no siempre pude estar allí por mis turnos en la faena. Pensé que se enfadarían o, peor aún, que pensarían que estaba eligiendo a otra persona antes que a ellas.

Pero, sorprendentemente, mis valientes niñas fueron comprensivas. Quizás demasiado comprensivas.

-+¡Ya somos niñas mayores, papá! - dijo Alicia muy animosa, liderando al grupo. - ¡No lloraremos! ¡Lo prometemos! Sabemos que van a volver.

Sus voces temblaban un poco. La mía también, cuando las abracé.

Sonia, por otro lado, se alegró mucho al enterarse de la noticia. Prácticamente aplaudió, ya que tener a “toda la pandilla”, como ella los llama, durante una semana era como ganar la lotería. Marisol siempre dice que Sonia ve a nuestras hijas como si fueran suyas, y sinceramente, es cierto. El sentimiento es totalmente mutuo entre Marisol y Bastián también.

Y, por supuesto, al pequeño Bastián no le importaba en absoluto compartir sus juguetes y su espacio con sus hermanastras. Siempre se han llevado como hermanos que nunca han necesitado presentarse.

Por último, estaba la cuestión de dónde nos íbamos a alojar. Tanto mis padres como Verónica insistieron en que nos quedáramos con ellos, como de costumbre, discutiendo sobre quién nos acogería primero. Pero Lucía (la madre de Pamela y hermana de Verónica) nos envió un mensaje pidiéndonos que nos alojáramos en su mansión del centro. Su casa estaba a un paso del hospital donde Pamela había sido ingresada y, dadas las circunstancias, eso zanjó la cuestión.

Después de un vuelo de casi 15 horas (donde irónicamente, llegamos hora y media antes a la que nos embarcamos), Marisol y yo finalmente llegamos el domingo. Sin embargo, a pesar del cansancio y de haber dormido incómodamente, fuimos directamente a visitar a Pamela al hospital, ya que estaba cumpliéndole la promesa que hice cuando descubrimos que estaba embarazada.

Llevamos casados casi doce años y la prima de Marisol, Pamela, solo es unos meses mayor que ella. El embarazo de Pamela fue planeado e incluso alentado por mi esposa, ya que su prima se acercaba a los treinta y quería que yo fuera el padre de uno de sus hijos.

Sin embargo, Pamela no era la única. La hermana menor de Marisol, Violeta, también se había acostado conmigo, al igual que su otra hermana, Amelia, y también su madre, Verónica, durante el verano pasado. Así son las cosas en la familia de Marisol.

La única con la que no me había acostado era su tía Lucía, pero por lo que parecía, eso iba a cambiar esa misma semana, ya que nos ofreció quedarnos en su mansión tipo loft.

Llegamos a la habitación de Pamela alrededor de las cuatro, en pleno día de elecciones. Las tres estaban allí: Lucía, haciendo de madre preocupada; Verónica, actuando como su apoyo, e incluso Violeta, haciendo de “hermanastra comprometida”. Todas se quedaron paralizadas cuando nos vieron llegar con nuestro equipaje.

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xBueno, ya era hora de que llegaran. - nos saludó Pamela con ese ardiente acento español.

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Verónica, mi suegra, rompió primero el incómodo silencio, besando a Marisol en la mejilla con facilidad. Sus ojos se posaron en mí, una mirada rápida y cómplice que se demoró un tiempo más de lo normal. Violeta prácticamente saltó, con su pelo morado ondeando como una cortina mientras me echaba los brazos al cuello.

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•¡Marco! ¿Me trajiste algo de Australia? - me susurró al oído mientras me abrazaba cariñosa, con voz cálida e íntima.

Detrás de ella, Lucía observaba, con una postura rígida pero una mirada especulativa, siguiendo el abrazo de Violeta.

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No había visto a la madre de Pamela en más de una década, y sin embargo allí estaba, muy parecida, pero también diferente a la mujer que yo recordaba.

Incluso a sus casi cincuenta años, seguía siendo llamativa: más delgada y elegante que Verónica, con ese mismo porte natural con el que parece haber nacido toda su familia. Tenía el mismo cabello castaño caramelo, los mismos ojos verdes hipnóticos, pero ahora suavizados por la preocupación, no por la vanidad.

Verla como madre, y no como la distante y altiva diseñadora de moda que solía tratar a todo el mundo como subordinados, era casi surrealista.

Las tres me abrazaron. Sin embargo, sentí una tensión en la entrepierna: las tres me deseaban dentro de ellas, a pesar de que se suponía que todos debíamos cuidar de Pamela. Pero creo que incluso Marisol lo sabía.

Empezaron a mimar a nuestro pequeño Jacinto, mientras Pamela lanzaba algunas quejas, culpándome de su malestar y su constante calor. Sin embargo, Violeta parecía inquieta.

Todavía me cuesta darme cuenta de que la pequeña niña que sostenía en mis brazos, a la que leía cuentos de hadas antes de dormir y a la que le encantaba disfrazarse de princesa, se había convertido en esta increíble joven de la mitad de mi edad y con el mismo deseo sexual que mi esposa, su madre y su otra hermana, Amelia.

Mientras todos rodeábamos la cama de Pamela, charlando sobre el vuelo y el tiempo en Sídney, los dedos de Violeta rozaron mi muñeca, como un rayo en el aire estéril. Sus ojos color esmeralda se clavaron en los míos, con las pupilas dilatadas, mientras se apoyaba “accidentalmente” contra mí con sus pechos.

•Marco. - susurró con voz melosa, casi en secreto. - ¿Tienes sed? ¿Te apetece acompañarme?

La excusa quedó ahí, transparente pero cargada de significado. Marisol le lanzó una mirada, entre divertida y amenazante, pero no dijo nada mientras yo estaba de pie. Detrás del marco metálico de los pies de la cama, la mano de Violeta se encontró con la mía, pero se deslizó hasta mi muslo, apretándolo con intención. Su respiración se entrecortó de forma audible.

Después de casi dos días sin sexo, no necesitaba mucho para convencerme y la excusa parecía perfecta.

En el momento en que las uñas de Violeta se clavaron en mi muslo, sentí una descarga eléctrica en la columna vertebral. Mi pene se endureció al instante contra mis pantalones. Sus labios se curvaron en una sonrisa pícara mientras me empujaba hacia la puerta, anunciando en voz alta que iba a buscar agua. Las caderas de Violeta se balanceaban con determinación mientras me guiaba por el pasillo, su cabello morado rozando mi mejilla cada vez que miraba hacia atrás. Las luces fluorescentes zumbaban sobre nuestras cabezas, proyectando sombras duras sobre las paredes blancas y estériles que olían débilmente a antiséptico y desesperación. Cada paso apresurado resonaba hasta que ella se metió en un estrecho armario de limpieza.

Viaje relámpago (I)

•Me di cuenta hace unos días. - dijo con un suspiro después de besarme. - La puerta no cierra con llave. Estaba pensando que quizá podríamos usarla.

Me quedé sin palabras. Violeta, a pesar de su juventud, estaba tan cachonda como mi mujer y el resto de su familia, e incluso buscaba lugares donde pudiéramos coger.

Nos colamos dentro. El armario apestaba a cloro y agua de trapeador rancia, y estaba abarrotado con estantes repletos de productos de limpieza. Violeta apartó una cubeta de una patada, con movimientos urgentes y depredadores. Antes de que pudiera decir nada, sus labios se estrellaron contra los míos, con un ligero sabor a chicle y desesperación. Sus manos se aferraron a mi cinturón, forcejeando con la hebilla mientras sus caderas se frotaban contra mi polla endurecida.

•¡Ay, Marco! - jadeó contra mi boca, con el aliento caliente y entrecortado. - He estado soñando con esto desde que supe que vendrías.

Me bajó los pantalones lo justo, subiéndose la falda por encima de la cintura, sin bragas debajo. Su humedad se deslizó contra mi muslo mientras me guiaba dentro de ella con un gemido bajo.

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Sentí mi polla enorme. No solo estaba gruesa y completamente erecta, sino que llegó al punto en que quitarme los pantalones y los calzoncillos se convirtió en un problema. Violeta jadeó al verla, con la boca abierta por el deseo.

•¡Maldita sea, Marco! - susurró con voz temblorosa mientras me agarraba el miembro. Sus palmas ya estaban húmedas por su propia excitación. - Siempre se me olvida lo enorme que eres.

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Se hundió sobre mí con un movimiento suave y experto, apretando sus músculos internos al instante. El calor apretado tras días de abstinencia me hizo gemir en voz alta. Violeta se apoyó contra las estanterías metálicas que traqueteaban con botellas de lejía, con su pelo morado pegado al cuello empapado de sudor mientras me cabalgaba frenéticamente. Su respiración era entrecortada y rítmica, mezclándose con el chirrido de sus zapatillas sobre el suelo de linóleo. Le agarré las caderas, clavándole los dedos en la suave carne por encima de la cintura, empujándola con más fuerza hacia abajo con cada embestida. El olor a cloro y desinfectante no podía enmascarar el aroma a sexo que ahora llenaba el estrecho espacio.

Se sentía increíble. Quiero decir, soy consciente de que tengo un pene grueso (casi todas las mujeres con las que he estado me han elogiado por ello), pero la cuestión es que ella se sentía casi tan estrecha como una virgen. Y luego estaba su juventud: Violeta no tiene ni la mitad de mi edad y aún así, prefiere follar conmigo en lugar de con un joven más atlético.

Sus gemidos se hicieron más fuertes, resonando en las paredes de hormigón, cada embestida acompañada por el ruido de las botellas en las estanterías. Empujé más profundo, sintiendo cómo sus paredes se contraían a mi alrededor, sus uñas arañándome la espalda a través de la camisa. El sudor goteaba entre sus pechos, brillando bajo la tenue luz de emergencia. Su respiración se entrecortó:

•¡Más fuerte, Marco! ¡Más duro!

Y yo obedecí, empujándola contra el frío metal hasta que su cuerpo se arqueó, temblando. Ella se corrió con un grito ahogado, mordiéndome el hombro para amortiguar el sonido, con sus músculos internos pulsando en un cálido, húmedo y apretado abrazo.

Sus pechos rebotaban como gelatina y sus constantes “¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!” mientras yo empujaba me parecían celestiales. Era crudo. Animal. Salvaje. Pero ambos lo necesitábamos.

Estaba llegando a mi clímax cuando Violeta empezó a temblar incontrolablemente. Sus muslos temblaban contra los míos, sus ojos se voltearon hacia atrás y su boca se abrió en un grito silencioso.

•¡Oh, Dios! ¡Marco! - exclamó mientras otra ola la golpeaba.

Su cuerpo se tensó, exprimiéndome tan fuerte que vi estrellas. Antes de que ella pudiera gritar, le tapé la boca con la mano.

-¡Shhh! – la callé, con un sonido áspero contra su piel húmeda. - ¡Nos oirán!

Ella asintió frenéticamente, con lágrimas brotando en las comisuras de sus ojos mientras me mordía la palma de la mano y la lamía sedienta. Pero con cada embestida, sentía cómo se apretaba contra mí de nuevo, en un círculo vicioso. Mi gruesa verga apretaba su útero sin piedad, y cada profunda embestida provocaba nuevos espasmos que la hacían estremecerse. Sus gemidos ahogados se volvieron desesperados, y sus caderas se resistían contra mi agarre. El sudor empapaba nuestra piel mientras ella gritaba en silencio contra mi mano, con su cabello morado pegado a la frente y sus pechos rebotando salvajemente contra mi pecho. El olor del sexo flotaba denso en el aire impregnado de lejía.

Bajo la tenue luz de emergencia, los ojos de Violeta se voltearon hacia atrás, en puro éxtasis bordeado de agonía. Cada contracción involuntaria me exprimía con más fuerza, llevándome al clímax mientras ella se ahogaba en silenciosos orgasmos. Su cuerpo la traicionaba con temblores: muslos temblorosos, uñas clavándose en mis hombros hasta dejarme marcas sangrientas. No podía jadear, no podía suplicarme que parara o continuara, solo soportar los implacables golpes que la estiraban hasta lo imposible. Detrás de ella, las botellas traqueteaban peligrosamente en las estanterías.

Sus gritos ahogados vibraban contra mi palma. Gemidos atrapados entre los dientes y la piel, mientras la presión aumentaba dentro de su vientre. El sudor se acumulaba entre nuestros cuerpos, lubricando cada frenética embestida. Su cabello morado se pegaba a sus mejillas sonrojadas. Las lágrimas corrían por su delineador de ojos.

•¡Marco! - formaron sus labios contra mi mano, una súplica silenciosa, justo cuando otra ola de placer la embargaba.

Sus caderas se sacudían salvajemente, golpeando contra las mías con una fuerza contundente. El calor húmedo latía a mi alrededor, arrastrándome más profundamente hacia el límite.

Presioné mi frente contra la suya, mirándola a los ojos. Sus pupilas estaban muy dilatadas, el terror y el éxtasis luchaban en esa mirada esmeralda. Cada contracción involuntaria ordeñaba mi polla brutalmente. Mi pulgar se clavó en su mandíbula.

-¡Respira! - le aconsejé en voz baja, como una orden, no como un consuelo.

Sus fosas nasales se dilataron, aspirando aire. Ella asintió con la cabeza, con movimientos bruscos y frenéticos, mientras otro clímax la atravesaba. Sus muslos temblaban violentamente; sus dedos se aferraban a mi muñeca. Las estanterías traqueteaban detrás de nosotros, con una cascada de botellas de limpia pisos amenazando con caerse.

Yo estaba a punto de correrme. No quería que ella lo supiera. Follar con alguien como ella era revitalizante. Refrescante. Y el hecho de que ella me rodease con sus piernas, deseando que me corriera dentro de ella (porque no usábamos condones, ya que “somos familia”) era algo que me hacía sentir aún más duro y grande.

Pero Violeta no sabía cómo dejar de correrse. Cada vez que la penetraba profundamente, mi gruesa polla empujaba su cérvix, provocándole nuevas convulsiones. Sus ojos se voltearon hacia atrás de nuevo, un grito silencioso atrapado detrás de mi palma. Las lágrimas se mezclaban con el delineador de ojos corrido, resbalando por sus mejillas mientras su cuerpo la traicionaba con violentos temblores. Sus músculos internos se apretaron como un puño alrededor de mi miembro, ordeñándome sin piedad mientras sus caderas se empujaban contra mi agarre amoratado. El círculo vicioso se intensificó: cada embestida estiraba sus paredes hinchadas, provocando otra ola creciente antes de que la anterior hubiera remitido. Sus gemidos ahogados vibraban contra mi piel, desesperados, suplicantes, pero de alguna manera agradecidos. El sudor se acumulaba entre nosotros, resbaladizo y caliente.

En ese momento, algunas cosas empezaron a caerse de la estantería. Primero, una botella de plástico de lejía. Luego, un par de rollos de papel higiénico. Algunas toallitas. Pero yo estaba cerca. Muy cerca. Violeta tenía los ojos llorosos y sudorosos. Sus ojos se perdían en mí, mientras yo empujaba y empujaba. Sus pechos se sacudían libremente como gelatina, su sujetador hacía tiempo que había desaparecido.

Sus gritos ahogados se suavizaron hasta convertirse en sollozos entrecortados, cada embestida era ahora una leve ondulación contra su piel hipersensible. El sudor goteaba desde mi barbilla hasta su clavícula. Las estanterías traqueteaban violentamente con nuestros movimientos; un envase con una boquilla pulverizadora cayó al suelo con estrépito. Mi propio clímax se enroscó bajo, al rojo vivo e inevitable. Con una última y brutal embestida, me hundí hasta el fondo, liberándome profundamente dentro de ella con un gemido gutural. Los ojos de Violeta se abrieron de par en par, en puro shock, y luego se cerraron mientras nuevos temblores la sacudían, exprimiéndome hasta la última gota. Sus muslos se apretaron alrededor de mis caderas, envolviéndome en el olvido.

Nos desplomamos contra la estantería, jadeando. Aún enterrado dentro de ella, sentí cómo sus músculos internos se agitaban débilmente, un eco desvanecido de sus clímax. Los dedos de Violeta recorrieron mi mandíbula, pegajosa por el sudor.

•¿Todavía estás hinchado? - preguntó con voz ronca. Sus caderas se movieron experimentalmente, y un jadeo se le atragantó en la garganta. - ¡Dios, Marco!... nadie me estira como tú.

Sus labios encontraron los míos en un beso lento y lánguido con sabor a sal y chicle. Permanecimos así, enredados y agotados, con sus manos recorriendo mi espalda y las mías acariciando su trasero redondeado. Ella se rió suavemente.

•¿Crees que alguien más habrá oído las botellas de limpiador? - Su pulgar rozó mi pezón de forma provocativa. - ¡Valió la pena!

Los minutos pasaban entre caricias perezosas y susurros apagados. Violeta recorrió con los dedos las venas que sobresalían a lo largo de mi miembro, aún atrapado en su tibio interior.

•Mmm... parece que estuvieras pegado. – suspiró resignada, moviendo las caderas y respirando profundamente. - Pero no me quejo. - Me besó la clavícula. - Había un chico universitario con el que solía salir. La sacaba casi al toque...

Sus ojos color esmeralda se pusieron en blanco de forma dramática.

•¡Patético! No era un hombre de verdad como tú. - Compartimos una risa sin aliento, con sus pechos presionando cálidamente contra mi pecho. Lentamente, con cuidado, apoyé mis manos en su cintura. Con un sonido húmedo y renuente, me liberé.

Violeta jadeó bruscamente cuando gruesas gotas de semen se derramaron por la parte interna de sus muslos, acumulándose en el suelo de linóleo. Su mirada se posó entre sus piernas con abierta fascinación.

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•¡Rayos! – susurró en voz baja.

Se tocó con vacilación, y sus dedos resbaladizos quedaron relucientes. Sus ojos se posaron en mi polla, aún rígida, enrojecida y brillante por su humedad.

•¿Todavía la tienes dura? - preguntó con voz temblorosa, entre incrédula y caliente. - ¿Incluso después de llenarme como un globo de agua?

Se mordió el labio y miró hacia la puerta.

-Sí. - respondí con una amplia sonrisa. - Tu hermana y yo llevamos casi dos días sin tirar y se me estaban poniendo los huevos azules, así que me has calmado un poco.

Violeta soltó una risita mientras deslizaba los dedos por el desastre que cubría la parte interior de sus muslos, recogiendo un espeso hilo de semen. Sacó la lengua y lo probó pensativamente antes de limpiarse la mano en la falda.

•Recuerda que me debes una ronda más tarde. - murmuró, mientras se colocaba la ropa, haciéndome que endureciera de nuevo.

Se ajustó la blusa, y sus enormes pechos rebotaron mientras alisaba la tela. El fuerte olor de nuestro sexo mezclado con el de los productos químicos de limpieza permanecía en el estrecho armario. Afuera, unas voces apagadas resonaban en el pasillo, recordándonos dónde estábamos. Violeta se quedó paralizada, y su expresión juguetona se tornó en alarma cuando unos pasos se acercaron a la puerta.

Me subí los pantalones apresuradamente, con el corazón latiéndome con fuerza contra las costillas. La puerta se abrió de par en par y apareció la enfermera jefa, Camila, con los brazos cruzados sobre un impecable uniforme blanco que se tensaba contra su generoso busto. Sus cálidos ojos marrones se entrecerraron bajo las cejas arqueadas, aunque sus labios, carnosos y ligeramente brillantes, se separaron un poco cuando su mirada se posó en las mejillas sonrojadas de Violeta y en mi camisa desabrochada. Detrás de ella, las luces fluorescentes del pasillo zumbaban.

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<¡Esta es una zona restringida! - espetó Camila, con su acento tan cortante como el desinfectante.

Cambió sutilmente el peso de su cuerpo, y el aroma a antiséptico quedó momentáneamente ahogado por las notas de perfume de vainilla. Sus ojos se detuvieron en el delineador de ojos corrido de Violeta y luego recorrieron el sudor que aún brillaba en mi clavícula.

<La política del hospital prohíbe... este tipo de actividades no autorizadas. - Su voz vaciló cuando su mirada se posó más abajo, justo donde mi bragueta estaba ligeramente abierta.

Violeta sonrió con aire burlón, alisándose sus ondas moradas, mientras yo veía cómo el rubor se extendía por la piel olivácea de la enfermera.

Violeta se rió y me cogió del brazo.

•Nos hemos perdido, enfermera Camila. Marco, mi cuñado, necesitaba agua. - Me miró con ojos inocentes, aunque sus caderas se balanceaban con evidente satisfacción mientras nos abríamos paso haciéndole el quite a la enfermera.

Las fosas nasales de Camila se dilataron: nos había olido. Apretó los dedos sobre su portapapeles.

<Que no vuelva a ocurrir. – nos advirtió, pero su mirada me seguía como un imán.

Violeta se inclinó hacia mí y me susurró con voz ardiente:

•Está empapada. Apuesto a que esta noche soñará con esa gruesa verga tuya.

De vuelta en la habitación de Pamela, nos recibió el silencio. Lucía entrecerró los ojos al ver el pelo revuelto de Violeta y mi camisa por fuera; Verónica esbozó una sonrisa cómplice. Marisol suspiró y se pasó los dedos por su melena castaña.

+¿Encontraron la fuente? - bromeó, aunque sus ojos verdes se detuvieron en el cuello sonrojado de Violeta.

Solo Pamela la miró con ira, moviéndose incómoda en la cama.

xLes costó bastante. - nos gruñó, agarrándose el vientre hinchado.

Viaje relámpago (I)

Violeta se dejó caer en la silla de visitas, abriendo ligeramente las piernas, en una silenciosa fanfarronada. La mancha húmeda en su falda se hizo evidente. Lucía inhaló bruscamente, blanqueando los nudillos en la barandilla de la cama. Verónica se mordió el labio, cruzando sus delgados muslos.

oLos dos parecen... renovados. —murmuró Verónica, con la mirada fija en mi entrepierna.

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El aire estéril se espesó con feromonas: desodorante de lavanda, chicle de Violeta y el almizcle que aún se aferraba a nosotros. Marisol me acarició el antebrazo con posesividad.

+Cansancio del vuelo. —mintió con naturalidad.

Pamela resopló.

xY una mierda. Aquí huele a motel barato.

Lucía carraspeó y se alisó la blusa de seda.

-LLo que me lleva al tema del alojamiento. - anunció. Sus ojos, oscuros como café derramado, me recorrieron de arriba abajo. - Mi casa tiene mucho espacio. Se quedarán conmigo.

No era una invitación. Era una orden. Violeta soltó una risita. Verónica contuvo el aliento.

Lucía se inclinó hacia delante, con los nudillos blancos sobre la barandilla de la cama.

-LEs... bastante tranquilo después de las nueve. – añadió con una sonrisa. - Sin interrupciones.

Verónica descruzó las piernas deliberadamente, subiéndose la falda.

+Perfecto. - ronroneó mi ruiseñor.

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Violeta se estiró perezosamente, dejando que su falda húmeda se le subiera por los muslos. Pamela miró al techo con el ceño fruncido.

x¡Salid antes de que grite! – amenazó la “Amazona española”.

Marisol me apretó la mano con una sonrisa. Sus uñas se clavaron en mi mano.

+Aceptamos, tía. – Respondió mi esposa con una sonrisa.

Lucía sonrió, lenta y depredadora.

-LBien. Tengo una cama king size... para ustedes. - nos respondió, mirándome directamente a los ojos.

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Violeta contuvo la risa tras abrirse la puerta.

La enfermera carraspeó bruscamente: Camila estaba en la puerta, sosteniendo una carpeta. Su mirada recorrió la habitación: el ceño fruncido de Pamela, los muslos sonrosados de Violeta, los labios entreabiertos de Verónica. Luego sus ojos se fijaron en los míos.

<¿Señorita Pamela? - se dirigió a la "Amazona española" con voz fría. - Sus análisis de sangre parecen estar bien. Todo está preparado para la fecha prevista del parto, el miércoles.

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Pero apretó con más fuerza el portapapeles mientras me miraba. Violeta sonrió con aire burlón; las fosas nasales de Camila se dilataron al percibir el olor que nos envolvía: sexo y lejía bajo el aire estéril. Se quedó un instante mirándonos antes de darse la vuelta y marcharse sin decir nada más.

Violeta me dio un codazo.

•¡Te lo dije! – susurró burlona. - Imagínatela cabalgando esa verga.

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