Ella estaba en el suelo.
Boca abajo.
El cuerpo marcado.
La espalda brillando de sudor, saliva y corridas.
Pero no dijo que parara.
Ni una vez.
Al contrario.
Se giró, se sentó sobre sus talones, y me miró con los ojos abiertos como puertas del infierno.
—“Haz lo que quieras conmigo…
Quiero que termines lo que empezaste.”
Y yo no necesitaba más palabras.
La levanté de un brazo.
La llevé contra una columna rota del invernadero, con las plantas trepando como serpientes a su alrededor.
La puse de espaldas.
Le levanté una pierna sobre mi hombro.
Y volví a entrar.
Con todo.
Con fuerza.
Con rabia dulce.
Con deseo acumulado por siglos.
Sus uñas se clavaron en mis hombros.
Sus gritos rebotaban en las paredes de cristal.
Su cuerpo se arqueaba como si estuviera poseída.
Y yo… no podía parar.
La cogí hasta que mi visión se volvió roja.
Hasta que sus piernas se cerraban solas.
Hasta que mi nombre salió de su garganta como un rezo desesperado.
—“Me voy a correr otra vez…”
—“Hazlo en mi cara… dame tu última gota…”
Me saqué.
Ella se arrodilló sin dudar.
Abrió la boca, sacó la lengua.
Con la cara sucia, los ojos vidriosos, y la sonrisa rota.
—“Dámelo todo…”
Me vine en su lengua.
En sus labios.
En su cuello.
Toda la carga.
Todo lo que era mío.
Ella lo tragó.
Y me miró como si quisiera más.
Y yo la besé.
Con sabor a sexo, a tierra, a pecado.
Si llegaste hasta aquí…
Apoya, comenta, comparte.
Déjame saber que estás ahí, al otro lado, con las ganas igual de húmedas.
Y si quieres que la puta del invernadero vuelva…
o que aparezcan otras como ella…
haz ruido.
Boca abajo.
El cuerpo marcado.
La espalda brillando de sudor, saliva y corridas.
Pero no dijo que parara.
Ni una vez.
Al contrario.
Se giró, se sentó sobre sus talones, y me miró con los ojos abiertos como puertas del infierno.
—“Haz lo que quieras conmigo…
Quiero que termines lo que empezaste.”
Y yo no necesitaba más palabras.
La levanté de un brazo.
La llevé contra una columna rota del invernadero, con las plantas trepando como serpientes a su alrededor.
La puse de espaldas.
Le levanté una pierna sobre mi hombro.
Y volví a entrar.
Con todo.
Con fuerza.
Con rabia dulce.
Con deseo acumulado por siglos.
Sus uñas se clavaron en mis hombros.
Sus gritos rebotaban en las paredes de cristal.
Su cuerpo se arqueaba como si estuviera poseída.
Y yo… no podía parar.
La cogí hasta que mi visión se volvió roja.
Hasta que sus piernas se cerraban solas.
Hasta que mi nombre salió de su garganta como un rezo desesperado.
—“Me voy a correr otra vez…”
—“Hazlo en mi cara… dame tu última gota…”
Me saqué.
Ella se arrodilló sin dudar.
Abrió la boca, sacó la lengua.
Con la cara sucia, los ojos vidriosos, y la sonrisa rota.
—“Dámelo todo…”
Me vine en su lengua.
En sus labios.
En su cuello.
Toda la carga.
Todo lo que era mío.
Ella lo tragó.
Y me miró como si quisiera más.
Y yo la besé.
Con sabor a sexo, a tierra, a pecado.
Si llegaste hasta aquí…
Apoya, comenta, comparte.
Déjame saber que estás ahí, al otro lado, con las ganas igual de húmedas.
Y si quieres que la puta del invernadero vuelva…
o que aparezcan otras como ella…
haz ruido.
1 comentarios - "La puta del invernadero – Parte 3: Sumisión final"