No siempre miento a mi marido cuando le engaño

Cuando el domingo por la mañana le dije a Alfonso que esa noche había quedado a cenar con mis antiguas compañeras de la universidad, era totalmente cierto. La noche transcurrió bastante tranquila, no bebimos demasiado. Fuimos a comer a un eleganterestaurante del centro de la ciudad. Como es habitual, lo que más nos gusta hacer en estas reuniones informales es sin duda reírnos de nuestras respectivas parejas. No obstante, antes debíamos ponernos al día.
Ana Isabel estaba contenta con su nuevo trabajo. Eva confesó que tenía un romance con un compañero del instituto donde daba clases y no se decidía entre dejar a su marido, dejar a su amante, o no dejar a ninguno de los dos. Elena, la santurrona, la miró con indignación y luego comentó lo feliz que la hacía el padre de sus tres hijos.
Yo siempre sentí cierto rechazo hacia Santa Elena, como yo la llamaba. De hecho, si no hubiéramos compartido la amistad de Ana Isabel y Eva, ella y yo nunca habríamos sido amigas. Sorprendentemente y a pesar de su mentalidad conservadora, aquella vez Elena se comportó de manera agradable y, por una vez, no salió con sus típicos discursos moralistas y religiosos. Fruncía el ceño cada vez que oía algo que la escandalizaba, pero guardaba un diplomático silencio.
Aún así, no comenté nada acerca de mi aventura extramatrimonial. No por la mojigata de Elena, si no porque no deseabaalarmar amis amigas con mi incipientepromiscuidad. Prefería guardar las apariencias y cargar con el peso de mi hipocresía a ser repudiada por ellas. Todas se llenaban la boca hablando de la libertad de las mujeres, pero una cosa era una aventura como la de Elena, quien se debatía sentimentalmente entre dos hombres, y otra mi decisión de follar con quien me diera la gana. Presumir de una infidelidad o de un romance era emocionante, divertido y creaba un vínculo especial entre nosotras. Pero cuál sería su reacción si les contaba lo impetuoso que había sido el hijo de mi vecina cuando lo desvirgué; si les explicaba que después de tantos había hecho las paces y el amor con Jose, mi ex novio; si les confesaba que mi jefe me daba literalmente por el culo durante las horas extra; si les daba detalles de lo bien que lo comía el profesor nativo de la academia de mis hijos… No, no sabía cual habría sido su reacción, ni deseaba saberlo.
Así que simplemente les oculté la verdad, confirmé con humildad que mi matrimonio con Alfonso seguía funcionando a pesar de los altibajos, que éramos una pareja estable, madura y feliz. Nos despedimos a eso de las once de la noche. Ellas siguieron con sus vidas y yo me quedé esperando en la avenidaal coche que había contratado a través de UBER.
Un tipo que pasó en sucoche deportivo se ofreció a llevarme a donde yo quisiera. Tenía algo, pero desde luego no estaba a la altura de su vehículo. A pesar de ello, experimenté la emoción de la infidelidad, el morbo de lo prohibido y la certeza de un orgasmo brutal. La tentación era, una vez más, casi irresistible. Aún así, le dije que no. Si yo no hubiese encargado el UBER o él hubiese insistido un poquito más, aquel triunfadorhabría añadidomisbraguitas a su colección.
Un par de minutos más tarde se detuvo frente a mí un más que digno Mercedes clase C que seguramente su conductor todavía estaba pagando. Mi chófer privado era un joven de veintipocos años, vestido con un barato pero elegante traje oscuro y una corbata verde a juego con el emblema de UBER donde figuraba su nombre, Alberto.
¡Guau! —me dije gratamente sorprendida por aquel conjunto de caballero y montura.
El muchacho, que podría haber sido mi hijo, salió del coche. Alberto era alto, moreno y tenía… Bueno, lo tenía todo.
—¿Desea viajar delante? —me preguntó con gentileza.
A mi me gusta ir detrás ya que me hace sentir importante, pero no pensaba dejar pasar la oportunidad de estar al lado de aquel hombretón.
— Sí, gracias. Muy amable—respondícon gratitud.
Alberto abrió la puerta del copiloto y obsequió a mi escote con una fugaz mirada. Mi sonrisa se tornó maliciosa.
Yo llevaba un sencillo pero coqueto vestido de tirantes y unas sandalias de cuña que realzaban formidablemente mis piernas. Ambas prendas combinaban de forma muy chic. Como sabía que mis amigas irían arregladísimas, me había maquillado minuciosamente y me había planchado el pelo. En síntesis, estaba adecuadamente preparada para afrontar cualquier eventualidad.
El afeitado de Alberto era reciente, su piel aún brillaba. Parecía un buen chico, era guapo y olía mejor que un bolso nuevo.
Me acomodé en el asiento del acompañante con las piernas cruzadas y le mandé un mensaje a mi marido avisándole de que ya estaba en camino. El chóferera un joven seguro de sí mismo, conducía con decisión y sin maniobras bruscas. Supuse que la empresaevaluaría su pericia al volante antes de contratarlos. Alberto conducía con soltura, incluso le daba tiempo a mirarme las piernas de vez en cuando.
— ¿No serás un acosador? —pregunté para que supiera que me había percatado de su indiscreción.
—No, señora.La empresa nos prohíbe terminantemente acosar a mujeres atractivas —bromeó.
Sonreí agradeciendo el piropo.
— Una norma muy acertada —bromeé— Esa clase de mujeres sólo traen problemas.
— Así es —dijo él siguiéndome la broma— En una ocasión, una clienta así como usted intentó propasarse conmigo. A saber qué me hubiera hecho si no me hubiese resistido.
La seriedad con la que hizo aquel inverosímil comentario provocó que me desternillase de risa.
—Ojalá todos los muchachos de tu generación fueran tan sensatos —dije con una pizca de coquetería— A las mujeres de mi edad nos agrada que nos miren, pero deberías disimular mejor.
—Sinceramente, señora, cuesta no mirarla. Ese vestido le sienta muy bien —replicó con astucia.
— A los hombres les gusta mirar a las mujeres, sobre todo a las de los demás. Es una mala costumbre, pero a mí no me importa que lo hagan —a lo que, pérfida, añadí— …y a mi marido tampoco.
Se hizo un inquietante silencio, la alusión a mi esposo lo había descolocado. El coche dobló una esquina y continuó por la Avenida Rivadavia.
—Así que a tu marido no le importa que te miren —dijo, al fin.
—Así es.
Al contestar, recordécuanto me gustaba hacer topless en la playa y ponérsela dura a todos los hombres y muchachos de alrededor, mientras mi esposo fingía no darse cuenta de nada.
En ese momento el coche se detuvo. El intenso color rojo del semáforo evocó mi estado interior. Sí, me sentía muy excitada. Lo estaba pasando mejor con aquel desconocido que con mis amigas de toda la vida. Entonces Alberto se giró hacia mí y me miró a los ojos con suspicacia. Su mirada me recorrió sin ningún disimulo de arriba a abajo. Mis tetas, mis caderas, mis piernas, hasta arribar a los deditos de mis pies. Saberme deseada por aquel muchachito me llenó de orgullo. Me sentía exultante.
Mi aguzada intuición femenina me decía que yo no era la única que estaba caliente dentro de aquel lujoso automóvil. De todas formas, mi joven chófervino pronto adespejar cualquier duda al respecto.
— Señora, es usted muy provocativa —declaró el muchacho.
—Tengo tetas y culo como cualquier mujer, qué quieres que haga —alegué en mi defensa.
— Que qué quiero —repitió Alberto y, sin dejar de mirarme a los ojos, se bajó la cremallera y extrajo su virilidad a través de la abertura de supantalón— Quiero que se coma usted todo esto.
Me tapé la boca, presa del estupor, no porque me asustara el tamaño de su verga si no por lo burdo y descarado de su insolencia.
—Quid pro quo —aducí dudando que el muchacho supiera qué significaba lo que acababa de decirle.
—Quid pro quo —sonrió Alberto.
La maléfica mirada del muchacho hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. En vez de una locución latina parecía que Alberto hubiese pronunciado un hechizo de consecuencias imprevisibles. El joven había entendido mis palabras y se relamía con impaciencia por colarse entre mis piernas. Desde luego aquel muchacho no era el típico chófer, ni tampoco el típico veinteañero.
Sin poder aguardar ni un segundo más, alargué la mano y agarré el pollón de aquel astuto sinvergüenza. El muchacho estaba bien dotado, su miembro tenía la dureza y el tamaño necesarios para dejar sin respiración a cualquier incauta que intentase tragárselo entero. Me sentí sobrecogida y afortunada al mismo tiempo.
—¡Aaah!
Di un chillido de sorpresa cuando el coche arrancó bruscamente y cambió de dirección. Alberto aprovechó que la inercia del coche me había echado hacia él para cogerme de la nuca y hacer que me combara sobre su regazo. La fuerza de su brazo hizo que mi cara quedase aplastada contra su miembro, atravesado y rudo como la maza de un mortero. Sin embargo, rápidamente una mano acudió a enderezar y embocar aquel artefacto entre mis labios.
Alberto había soltado el volante, pero me encontraba demasiado agobiada para reprenderle.El joven y diestro chófer había acelerado a fondo en todos los sentidos. Mientras yo me emborrachaba con su polla, el Mercedes se adentró en una zona industrial muy cerca de mi casa. Intenté cabecear rítmicamente a pesar de los giros del coche y de lo incómoda que estaba. Cuando al fin se detuvo, alcé la vista y le miré a los ojos. Estaba serio. Deslicé mi lengua lentamente a lo largo de supollay el muy bribón sonrió.
—No debe ser fácil estar casado contigo —comentó.
—¿Vas a defender a mi marido? —pregunté extrañadaal tiempo que meneaba su sexo arriba y abajo.
—No —dijo— Sólo digo que tener una esposa tan encantadora, te garantiza la envidia de todos tus amigos, o cosas peores.
—¿Cosas peores? —repetí taimadamente al tiempo que besaba su polla con delicadeza.
—Cuernos —respondió el muchacho.
—¡Uf, ya lo creo! Los cuernos de mi marido son más grandes que tu polla, muchacho —alardeé— ¡Y no paran de crecer!
Alberto enarcó las cejas en claro gesto de admiración.
— Pero, y tú… ¿Te has follado a muchas clientas? —pregunté.
Alberto se quedó pensativo.
—Solo a una, la verdad —reconoció algo incómodo— y, en realidad, no me la follé, pero he oído algunas anécdotas muy divertidas.
— ¡Cuenta! ¡Cuenta! —pregunté ansiosa.
—Mi amigo Ernesto dice que, en una ocasión, un par de lesbianas iban tan calientes y borrachas que se pusieron a montárselo en el asiento de atrás.
— ¿Le invitaron a participar? —pregunté intrigada.
— Al principio no, pero cuando se pusieron realmente cachondas ya no tuvieron tantos remilgos.
—¿Y qué pasó? —le urgí intrigada, al tiempo que le pajeaba vigorosamente.
—¿Quieres los detalles?
— ¡Pues claro! —clamé.
— Pues le obligaron a tenderse en el suelo y, mientras una de ellas se sentaba sobre su polla, la otra lo hizo en su cara y le obligó a comerle el coño.
—Ummm —gemí con ganas de recibir esa clase de atenciones— Seguro que todos os morís de envidia cada vez que tu amigo cuenta esa anécdota.
—Bueno… —comentó Alberto con reservas— Por lo visto iban tan borrachas que la que estaba despatarrada encima él se acabó orinando en su cara.
Al escuchar aquello me echéa reír nuevamente. La imagen de aquel desgraciado atragantándose con la impresionante meada de la borracha, hizo que me riera tanto que yo misma sintiera ganas de orinar. No tardé en retomar mis enérgicas sacudidas a su miembro. Estaba encantada con la complicidad alcanzada con mi joven chófer. Aquel insólito cóctel de diversión y excitación resultaba sumamente embriagador.
—¡Cuéntame otra, por favor! —rogué— Cuéntame eso que te pasó, ¿te la follaste o no te la follaste?
— Ni una cosa, ni la otra —adujo Alberto haciéndose el interesante.
—Eso no puede ser.
— Veras, un día recogí a una clienta en la estación y resultó ser mi profesora de inglés en Secundaria.
— ¡No! —clamé. Aquel muchacho era una sorpresa tras otra.
— A mí me hubiera encantado follarla, se notaba que iba súper caliente. No paraba de hacerme insinuaciones con ojos de loba. Sin embargo, cuando se metió mi polla en la boca ya no hubo forma de que parara.
—Desde luego, las hay que no saben contenerse —renegué.
— Sí, hay mucha glotona por ahí —aseveró mirándome de forma acusadora— Lo curioso es que siendo profesora de inglés se le diera tan bien el francés.
— Es bueno saber idiomas, jovencito —seguí su broma.
—¿Sabe usted muchos idiomas? —preguntó con descaro.
—Suficientes —respondí sin responder, contemplando a mi joven chófer con creciente deseo.
El contraste entre la elegancia de su traje y su brutal erección resultaba cautivador. El ímpetu y la firmeza de su polla me hacían sentir más femenina que el vestido y los zapatos que llevaba puestos. El miembro del muchacho se erguía frente a mí dispuesto a someterme y hacerme gozar de forma brutal. Una sola palabra mía habría bastado para que el muchacho me deshonrara. La boca se me hacía agua, notaba mi tanga empapado de fluidos y hasta mi culito se removía en el asiento con inquietud. Sin embargo, a pesar de mis caricias sobre su sexo, Alberto se mantenía impasible.
—¡Para! —ordené.
En cuanto el Mercedes se detuvo me remangué el vestido y, alzando el trasero, me quité el tanga a toda prisa arrojándolo sobre el salpicadero.
Mi sexo estaba sumamente exaltado y, juntando mis dedos índice y corazón comencé a atenderlo sin más pérdida de tiempo. Siempre me he sentido acomplejada a causa del tamaño de los labios de mi vulva. Si en su estado basal son grandes, en aquel momento mi sexo parecía el pórtico de la gloria. No tuve reparos en mostrar a Alberto mi penoso estado para que éste comprendiera lo necesitada que estaba.
Me estremecí al imaginarle hundiendo su miembro entre mis piernas y, de pronto, todo mi ser fue atravesado por un fantástico orgasmo. Apreté las piernas aprisionando mis dedos entre ellas y mi boca emitió un alarido de placer.
En medio del delirio noté que Alberto me cogía la mano con que yo, a su vez, le agarraba la polla. En esa ocasión no fue necesario que empujase mi nuca hacia abajo, ya que yo misma me arqueéa fin de devorar su ímpetu masculino.
— Cuidado con el traje —me advirtió.
El cuerpo de Alberto se puso rígido como el tronco de un roble y, tras unos instantes de quietud, las violentas contracciones de su miembro inundaron mi boca de esperma. Temiendo manchar el traje del muchacho empecé a engullir para así hacer sitio a su inagotable fertilidad.
— ¡Así, preciosa! ¡Así! —aclamó Alberto mientras vertía su néctar.
Cuando todo hubo pasado por mi garganta, continué mamando su sexo. Estaba decidida a que su erección no decayera, mi coñito tenía ganas de fiesta. Alberto hubo de cerrar los ojos para sobrellevar esas insoportables chupadas pos orgasmo.
— ¿Es que quieres follar? —preguntó sorprendido el muchacho—Tú marido te estará esperando.
Me mordí el labio inferior cuando le oí decir eso y le miré indecisa durante unos segundos, pero luego se me fueron los ojos. Su polla no había perdido ni un ápice de vigor. Arrollador, Alberto se vino hacia mí y me comió la boca mientras introducía una mano entre mis muslos. No fue necesario queconfesara mi deseo de sentirle dentro, chorreaba.
Alberto había detenido su Uber en una calle sin salida y, pese a mis reticencias, me hizo bajar del coche.
Agonizantes, mis gemidos de placer rasgaban la noche. Estaba echada sobre el frio capó del Mercedes con la lengua de mi joven amante haciendo chisporrotear mi alborotado clítoris. Su temerario ardor me proporcionó un peligroso calentón que amenazaba con superarme. Mi coñito entendíaese lenguaje universal y, en esa lengua antigua, Alberto me convenció para tener un nuevo orgasmo.
Luego Alberto dejó de comportarse como un caballero para hacerlo como un verdadero semental. Me echó de bruces sobre el morro del coche y, en su empeño por resolver de inmediato todas mis necesidades, hundió su polla hasta el fondo de la cuestión.
Con mis manos apoyadas sobre la fría superficie de metal, sentí como su cálido miembro palpitaba en lo más profundo de mi ser.Una vez me hubo penetrado, Alberto se quedó inmóvil en lugar de empezar a arremeter. El joven chófer fue extrayendo su miembro hasta que éste estuvo cerca de escapar de mi interior, entonces ordenó:
—¡Muévete!
Juguetona, empece a ir y venir mientras el muchacho permanecía quieto tras de mí. Al principio fue algo muy extraño, me movía adelante y atrás con cautela, sirviéndome de su miembro como si éste fuera un consolador. El placer fue aumentando de forma incipiente hasta que llegó un momento que tuve que cerrar los ojos para concentrarme en las deliciosas sensaciones que afluían a mi cerebro. Un par de minutos después ya estaba plenamente entregada a la lujuria, follándome a mi misma como si hubiera perdido el juicio.
Alberto contuvo mis empujones con determinación y, cuando por fin alcancé el orgasmo y las piernas me fallaron, los brazos de mi joven chófer evitaron que acabara tirada a sus pies.
Después, al notar como su miembro se me escapaba, di por concluida la función. Cuando de pronto… Algo, posiblemente su lengua, empezó a hurgar entre mis nalgas. Inmediatamente me sumí en un estado de conmoción. Yo no era ninguna chiquita idiota, de modo que sabía de sobra cuales eran lasoscuras intenciones de aquel sinvergüenza.
Dicho y hecho. Cuando la lengua de Alberto se retiró, otro objeto, posiblemente un dedo, vino a evaluar la tensión de mi esfínter. Lo traspasó con tan poco esfuerzo que enseguida probó con dos.
Obviamente, mi docilidad se debía a la asiduidad con que me sodomizaba el cabrón de mi jefe. Róber, que así se llamaba, era de lejos el hombremás atractivo y dominante que yo había conocido. Además, no podía permitirme quedarme sin trabajo a mi edad y con mis hijos a punto de empezar los estudios superiores, de modo que había ido aceptando condiciones cada vez más abusivas hasta que un buen día me vi a cuatro patas en medio de su despacho.
Al tiempo que me ensartaba, Alberto intentaba dominar el vaivén de mis pechos. Después de varios intentos, el muchacho aceptó que ese reto superaba la capacidad de sus manos. Mis tetas eran grandes, las sucesivas maternidades no habían pasado en balde. De todas formas, agradecí que Alberto se conformara con pellizcarme los pezones ya que eso era garantía de otro orgasmo tremendo.
Alberto poseyó mi ano con tal fruición quenoté la garganta reseca de tanto jadear. Después de haberse corrido una vez, el muchacho gozaba de una resistencia física y de un aguante sobrenatural.Justo cuando su pasión empezaba a pasarme factura, una brusca embestida hizo saltar la chispa que detonó mi orgasmo.
Ni que decir tiene que mis gritos y convulsiones no pasaron desapercibidas para mi amante. A pesar de todo, él siguió con su miembro clavado en mi culo un buen rato antes de que yo me diera cuenta de lo que ocurría. Él también se había corrido.
Luego, dentro del coche, cuando Alberto me vio coger mi tanga del salpicadero me pidió que se lo regalase. Después de meditarlo durante unos segundos le dije que se lo daría a condición de que lo llevara colgado del retrovisor el resto de la noche.
Tras un último beso, me bajé del coche ysonreí al percibir el frescor nocturno entre las piernas.
— ¿Hola? —preguntéal entrar en casa.
Como solía hacer, a pesar de mis regañinas, Alfonso veía una película con el volumen demasiado alto. Me di cuenta de que si mi marido se hubiese asomado por la ventana, me habría descubierto entrelazando mi lengua con la del chófer de Uber.
— Has tardado mucho —dijo mi hombre con el entrecejo fruncido.
—Cari, no hacía falta que me esperases despierto —respondí con dulzura antes de besarle, sin preocuparme en absoluto por el olor de mi aliento.
Mirándome a los ojos, Alfonso, escudriñó mi conciencia mientras yo trataba de aguantar la risa.
— Te huele la boca a… —empezó a decir con ojos de ira.
—Sí, amor, y el culito también —dije sonriendo de oreja a oreja— Mira…
Me levanté la falda para quemi marido comprobase que no mentía.
Alfonso me llamó zorra con toda la razón del mundo. Le comprendí, hacía más de un año que una operación de cáncer le había dejado definitivamente impotente y yo no paraba deponerle los cuernos. En fin, ya se acostumbraría.
—Anda, apaga la tele y ven que te cuente...

0 comentarios - No siempre miento a mi marido cuando le engaño