Jóvenes maduras (l)

Tempus fugit: Expresión que se refiere a la fugacidad de la vida.
 
1. Valium.
Los yogures necesitan una fecha de caducidad ya que, sin esos cuatro números escritos sobre la tapa, sospecharíamos al instante de su buen estado y descartaríamos añadirlos a nuestra cesta de la compra. No, nunca los compraríamos y no lo haríamos por una razón muy simple, porque nuestra salud nos preocupa.
De todos modos, seamos claros, esa fecha de caducidad no indica el día que ese yogur se estropea si no una fecha a partir de la cual éste empieza a perder sus propiedades naturales. ¿Quién no se ha comido alguna vez un yogur que llevaba tres semanas esperando en el frigorífico? En fin, un día llega la hora de la merienda, le echas valor y acabas con ese incómodo problema.
Con el Válium pasa lo mismo que con los yogures. El Válium es un medicamento ansiolítico, un relajante muscular con efecto sedante. Por estas propiedades, lo usamos para tratar la ansiedad, la epilepsia, el insomnio y también para aliviar la agonía de los moribundos, esas personas a quienes ya no les preocupa su salud.
 
2. Campello, 2003.
Belén era y sigue siendo guapa, una mujer cautivadora de mirada felina, frondosa cabellera morena y piel pálida como la cera. Ejecutiva por vocación, conservaba un cuerpo fibroso a base de unas fatigosas clases de aeróbic. Bueno, ahora lo llaman zumba, pero es lo mismo.
Ciertamente, la naturaleza había sido generosa con ella. Algunas mujeres dirían que le sobraban unos kilos, pero no creo que ningún hombre compartiera tan insidioso juicio. Belén meneaba sus curvas con desparpajo. Ella lo sabía y alardeaba sin complejos de sus generosos senos y de su gran culo. En efecto, el trasero de Belén era un imán para la mirada de los solteros y casados con quienes se cruzaba. Si vestida era guapa, desnuda era imponente.
Fue precisamente en el gimnasio donde nos conocimos, y por lo poco que tardó en aclararme que era viuda deduje que el interés era mutuo. Hacía años de la muerte de su marido. No dijo cuantos, pero por la forma en que follamos aquella misma noche me quedó claro que Belén había superado la muerte de su marido. Al parecer le habían diagnosticadoun tumor maligno muy extendido. Cuando un segundo experto confirmó la sentencia de muerte, el pobre hombre escribió una carta de despedida y saltó al vacío desde un puente.
De todas formas, resultaba evidente que Belén era bastante mayor que yo, quizá por eso nunca me dijo su edad. Tenía dos niñas, Lorena de diez años y María de ocho años, ambas de su único y malogrado matrimonio. La mayor de ellas era la típica hija perfecta que nunca molesta. Lorena vivía obsesionada con los sobresalientes y además de estudiar seguía clases de alemán y entrenaba a diario con el equipo provincial de gimnasia rítmica. María en cambio era para su madre el perenne recuerdo de porque no quería una relación seria conmigo. Según decía, su hija pequeña era igual de desordenada e impredecibleque yo.
La verdad es que Belén y yo fuimos muy felices. Entre nosotros siempre ardió con fuerza la llama de la pasión. Siempre tuve claro que para ella yo era solamente un capricho, un ligue del que presumir ante sus amigas y sobre todo ante su hermana pequeña con quien se llevaba bastante mal. Yo pensaba que algún día Belén se cansaría de mí, me encontraría un sustituto y lo nuestro se acabaría. No ocurrió ni una cosa ni la otra, simplemente la sucesión de conflictos y discusiones nos convenció de que lo nuestro ya no daba para más. Con todo, fuimos novios durante más de tres años.
Nuestra relación giraba entorno al deporte, tanto dentro como fuera de la cama. A parte de ir al gimnasio nos gustaba mucho salir por el cinturón verde de la ciudad, Belén casi siempre con patines y yo corriendo tras ella. Disfrutábamos con cualquier actividad al aire libre, íbamos a andar a paso ligero, a montar en bici y de vez en cuando hacíamos senderismo por la montaña.
En cuanto al sexo, este siempre fue intenso. Con Belén me pasó algo que no me había ocurrido antes con ninguna mujer. Siempre sabía cuando acercarme y cuando no, cuando le apetecía que la premiara con un beso detrás de la oreja y cuando quería que la castigara con un buen azotazo. Belén se había abierto paso en la vida a base de tesón y esfuerzo. Era una mujer con carácter, también en la cama, no titubeaba al plantar su húmedo sexo sobre mi boca ni tampoco se echaba a temblar al vermesacar el lubricante.
Belén era una mujer estricta que ostentaba no en vano un puesto de responsabilidad en una importante y conocida empresa a nivel nacional. Demostrar carácter era indispensable en su día a día. Conmigo al principio se mostró sutil, utilizando con inteligencia toda su dialéctica y persuasión para salirse con la suya. Yo me dejaba llevar, siempre me han gustado las mujeres con genio. Lamentablemente, a medida que pasaron los meses fue surgiendo ese juego de dominación arraigado en sus genes.
A Belén le gustaba mandar, imponerse, decidir cómo se hacían las cosas. Poco a poco entramos en una espiral de premios y castigos que hizo florecer el masoquismo en nuestras relaciones sexuales. Fue cuando los juguetes y demás parafernalia entraron a formar parte del menú nocturno.
Belén imponía su criterio delante de todo el mundo y eso la hacía sentir exultante. Sus órdenes eran inexorables y yo las acataba sin discutir. Luego,en la intimidad Belén se disculpaba por haber sido tan cabrona conmigo e intentaba resarcirme por su arrogancia y acritud. Entonces, mi ex sacaba la fusta del cajón y me la entregaba con ojos suplicantes. Ella deseaba que la castigara y yo verla apretar los dientes con cada flagelación. Belén contenía el aliento al oír la fusta silbar en el aire y se estremecía anticipando el latigazo del cuero sobre la piel de su trasero. Era difícil discernir si el rostro de Belén reflejaba dolor o placer, temor o alivio, desconsuelo o satisfacción.
En otras ocasiones, sobre todo si ella me ninguneaba delante de sus compañeros, en lugar de la fusta era mi polla la que le dejaba el trasero resentido. Siempre la sodomizaba del modo que ella misma me había enseñado, con paciencia y sin contemplaciones. Me encantaba verla resoplar y gritar escandalosamente cuando alcanzaba el orgasmo, cuandosus lágrimas se le derramaban por fuera y mi esperma por dentro.
Aquel fue nuestro juego tan sólo durante el último año de relación. Pronto ambos comprendimos que su carácter inflexible acabaría siendo incompatible con mi relajada actitud ante la vida y sobre todo con mi espíritu libre.
A pesar de que hubiéramos roto como pareja, quedamos bien y durante algún tiempo seguimos dándonos todo el amor y el deseo que llevábamos dentro. Es más, a pesar del paso del tiempo mantuvimoscierta amistad incluso después de que ella empezara a salir con un hombre recién divorciado, su jefe. No volvimos a quedar en persona, pero de vez en cuando yo le preguntaba por whatsapp qué tal iba todo, ella me recomendaba algún libro, yo le mandaba un meme que me había hecho gracia y ella me felicitaba en Navidad.
Sin embargo, aunque ya solamente hablábamos por teléfono el día de nuestro cumpleaños ambos sabíamos que, si de verdad hacía falta, podíamos contar el uno con el otro. Por eso cuando Lorena se presentó en mi casa aquella tarde lo primero que hice fue llamar a su madre para decírselo.
Fue un viernes, lo recuerdo bien porque tuve que avisar a mi amigo Pepe de que al día siguiente ya no iba a poder quedar con él para montar en bici.
“Tú no eres como mi madre”, esas fueron sus palabras. La convivencia entre madre e hija se había ido haciendo insoportable en los últimos meses. Al parecer, madre e hija ahora se llevaban fatal y discutían continuamente. Esa situación había empujado a Lorena a abandonar el hogar familiar y plantarse en mi puerta con su colorida maleta. Su hipotético plan de emancipación era venirse a vivir a mi casa.
Por teléfono, Belén me contó que Lorena se había transformado en una adolescente hermética, intransigente y gritona. Los defectos de la chiquilla se amontonaban a medida que crecía. Según me explicó mi ex, apenas hablaban y si lo hacían era a gritos. Belén fue desgranando el historial de su hija. La habían llamado del colegio varias veces porque faltaba a clase. Lorena entraba y salía de casa cuando le daba la gana, no respondía a sus mensajes, De hecho, su hijasolamente se ponía en contacto con ella si se iba a quedar sin datos osi necesitaba dinero.
Con aquella confesión premeditada, mi ex fue preparando el terreno para la sorpresa que me tenía preparada. Belén acabó pidiéndome que permitiera a su hija quedarse a dormir en mi casa. La madre de la criatura estaba convencida de que al día siguiente su hija se habría calmado y las aguas volverían a su cauce, o eso me hizo creer.
― Hoy te puedes quedar ―le anuncié a Lorena sin disimular ni un ápice mi resignación― De cena hay ensalada y tostadas de salmón.
― Soy vegetariana ―se apresuró a decir.
La miré con incredulidad antes de responder.
―Pues estás de suerte, no siempre tengo ensalada.
Mientras yo preparaba la cena le fui diciendo a la hija de Belén donde estaban las cosas para que ella pusiera la mesa.
Lorena tenía diecisiete años y estaba en primero de Bachillerato, luego no había repetido curso, todavía. Seguía en el instituto, pero ese año llevaba muy mal camino, según reconoció ella misma. Lo único que le gustaban eran las matemáticas y la física. A las demás asignaturas sólo iba los días de lluvia.
Su aspecto había cambiado mucho. Ya no quedaba ni rastro de la uniformada alumna de colegio privado que yo recordaba. Ahora Lorena parecía mas bien una ratera de barrio. Conté cuatro piercings: uno en la oreja izquierda, otro en el labio superior que parecía un lunar, un pequeño brillante en la aleta de la nariz y el último en la lengua. “Hay que estar muy mal de la cabeza para hacerse un piercing en la lengua”, pensé.
Durante la cena traté de hacerle ver la importancia de que retomase los estudios. Yo sabía que Lorena todavía estaba a tiempo de sacar el curso, o al menos de no tener que repetir, era una chica inteligente. Además, ahora dan muchas facilidades para aprobar. Sin embargo, ella se atrincheró en que su madre la había obligado a matricularse en Bachillerato cuando lo que ella quería era hacer un módulo de auxiliar de laboratorio. Ella no tenía intención de ir a la universidad y por eso le daba igual aprobar o suspender. Había tomado la decisión de esperar a cumplir los dieciocho y sacarse entonces un módulo de Formación Profesional. Lorena no era muy sensata que digamos, pero al menos tenía las cosas claras.
Como vi que los estudios eran un callejón sin salida le pregunté si seguía yendo a montar a caballo. Afortunadamente dijo que sí y de esa forma empezamos a hablar en un tono más distendido. Años atrás, cuando estuve viviendo en su casa, pasé a encargarme de llevarla al caserío que su tío tenía en un pueblo cercano. Su tío Benito, gran aficionado al mundo de la hípica, le había regalado un caballo árabe. Era un animal magnífico que, no obstante, había sido descartado en un criadero de caballos de carreras. A pesar de esto, para aquella niña remilgada, Thor era el mejor caballo del mundo.
Después de cenar, Lorena se sentó sobre la mesa de la cocina mientras yo fregaba los platos. La miré a los ojos un instante, pero ella no se apercibió de que a mí no me parecía adecuado que pusiera el culo en el lugar donde se comía. Lo dejé estar, aunque había conseguido apaciguarla, el equilibrio en la adolescencia es siempre inestable.
Lorena me preguntó por qué no usaba el lavavajillas y le conté que, como vivía solo y no siempre comía en casa, tardaba demasiado en llenarlo y no merecía la pena. “Puede que ahora sí”, me lamenté.
― ¿Tienes novia? ―quiso saber.
Me sorprendió lo indiscreto de su pregunta, pero entonces la miré y recordé que Lorena ya no tenía diez años si no diecisiete.
― Sólo amigas ―contesté escuetamente.
Lorena sonrió con perspicacia.
―¿Follamigas?
―Eso a ti no te importa ―respondí sin mirarla siquiera.
Lorena había dicho que no le gustaba leer y eso me había extrañado. Todo el mundo refiere interés por la lectura, aunque no hayan leído ni un párrafo en años. De modo que, para cambiar de tema empecé a hablar sobre la novela que estaba leyendo en aquella época, Los ritos del agua de Eva Gª Sainz de Urturi. Hubo suerte, la hija de mi ex cesó en su interrogatorio para escuchar con atención el resumen que empecé a hacerle.
Lorena cogió un plátano. Sólo había cenado un poco de ensalada, así que debía tener hambre. De hecho, cogió el plátano más grande del frutero. Yo le habría ofrecido otra cosa si ella se hubiera dignado a pedirla, pero no lo hizo.
Le expliqué que la novela empezaba con una tormentosa relación entre dos jóvenes durante un campamento de verano. La hija de mi ex no perdía detalle, identificándose con la desconcertante y resueltaadolescenteque eclipsa el inicio de la novela. Una muchacha atrapada en un triángulo amoroso junto a dos chicos que hasta ese momento habían sido uña y carne. El dilema de los protagonistas era en la práctica una lucha cuerpo a cuerpo entre la amistad y el deseo.
Aunque me avergüence decirlo, he de reconocer que mientras iba desgranando la historiamiré de reojo el escote de Lorena. En ese momento la muchacha estaba reclinada hacia delante y, como no llevaba sujetador, el peso de sus pechos hacía ceder la abertura de su escote. Al súbito descubrimiento de su pequeño par de senos se sumó el sugerente modo en que Lorena se llevaba el plátano a la boca. Intenté centrarme en secar los cubiertos, pero perdí el hilo de lo que estaba diciendo.
La hija de Belén se me quedó mirando, pues deseaba saber si el capricho de la chica provocaba que los dos muchachos terminaran peleados para siempre.
―¿Y...? ―dijo con expectación.
―Termina de comer ―dije sin más, pero los ojos se me fueron donde no debían.
Por desgracia, aquel ínfimo gesto no pasó desapercibido para Lorena que, comprendiendo de pronto el motivo de mi silencio, se echó a reír.
A mí en cambio no me hizo ninguna gracia que aquella niñata se riera de mí, de modo que tiré el trapo sobre la encimera y me quedé mirándola en silencio.
Lorena no conseguía controlar su risa y ello generó una incómoda situación a la que la muchacha intentó poner fin con un rotundo carraspeo. Yo pensé que iba a decir algo, sin embargo no fue así, Lorena simplemente se irguió, se cogió la blusa de los hombros y se subió el escote. Lo malo es que fue peor el remedio que la enfermedad, ya que como yo mismo le mostré, su gesto hizo evidente la firmeza de sus pezones. Esta vez ambos nos echamos a reír.
Una vez superada aquella surrealistasituación proseguí con elresumen de la novela hasta donde había leído. Con idea de seguir charlando, saqué un par de refrescos y algo de picar. El historial previo de Lorena no era asunto mío pero, obviamente sí me interesaban los planes de la muchacha.
― ...y ¿por qué quieres hacer ese módulo de auxiliar de laboratorio? ―pregunté.
― Para ganarme la vida―aseveró fingiendo madurez.
― Me alegro… ―repliqué― pero, ¿dónde piensas ganarte la vida? ¿En Repsol, en la universidad, en una bodega…?
― En la policía ―respondió.
Hacía mucho tiempo que una persona del otro sexo no me dejaba absorto dos veces seguidas. Era del todo increíble, la ratera pretendía ser policía… La miré de arriba a abajo con perplejidad: bambas, leggins, camiseta con el ombligo al aire y melena en cola de caballo. Con ese aspecto de macarra la única forma en que Lorena lograría entrar en una comisaría sería con las manos esposadas a la espalda.
La muchacha andaba un poco perdida, algo completamente normal a su edad. Las series de investigación policial siempre han causado furor entre los jóvenes, no pocos de ellos creen ver en ese infalible oficial de policía un álter ego que llegar a ser algún día. Lo que ocurre es que la realidad policial es bien distinta. Ni todos los policías son guapos, ni la investigación de un crimen se lleva a cabo en sesenta minutos.
En contra de lo que pensaba Lorena, para entrar en la policía científica era más que recomendable tener estudios universitarios. No es que fuera obligatorio, si no que tener esos estudios da unos puntos esenciales para obtener ese puesto de trabajo. Además de estudiar mucho, una oficial de policía ha de pelearse con todo el mundo, con sus superiores, con los jueces de instrucción y por supuesto con los delincuentes y sus malditos abogados. Por si fuera poco, tengo entendido que han de pasar horas y horas redactando y completando informes en un despacho, pero claro, eso con diecisiete años ni lo sabes ni lo intuyes.
Con todo, no iba a ser yo quien intentara quitarle la idea de ser policía. En realidad, me gustó mucho oírla desvariar con esa pasión y convicción sobre ser una agente de la autoridad, llevar un arma y velar por el bienestar de los demás.
Mientras sentía la juventud de sus palabras se me ocurrió una idea y, cuando ya nos despedíamos, le pedí que me dijera su número de teléfono para poder mandarle una cosa. Lorena no se lo pensó ni un segundo.
Aquella noche me fui a la cama con cierto resquemor. Mi vida sexual llevaba un mes cotizando a la baja. Había sido a comienzos de abril cuando Montse y yo nos lo habíamos montado por penúltima vez.
Montse era la única compañera con la que follaba de forma más o menos regular. Se trataba de una mujer especial, carismática, y si ejercía de supervisora de la manada de auxiliares de la residencia, no era por casualidad.
Nunca osé preguntarle la edad, pero Montse debía rondar los cincuenta. Su hijo Luis, el único que tenía, ya se había emancipado por aquel entonces.
A pesar de la edad, mi compañera mantenía una agilidad felina. Algunos días iba a nadar y el resto salía a caminar, pues esos eran los únicos deportes que el gran tamaño de sus pechos le permitía realizar cómodamente.
La naturaleza había sido generosa con mi veterana compañera. Incluso con esos holgados uniformes, era evidente que Montse iba sobrada de carnes tanto por delante como por detrás. Sus tetas eran la alegría de la residencia y no sólo para los ancianos, también para nosotros. Mi compañera se jactaba incluso de que los guardias de tráfico solían pararla, no para pedirle la documentación, si no para mirarle el escote.
Aunque seguía siendo hermosa, la supervisora de las auxiliares de enfermería se maquillaba bastante. A mí había dos cosas que me llamaban la atención de sus retoques. La primera era lo afilada que llegaba a ser la raya del ojo que ella misma se pintaba y, la segunda, ese carmín rojo cereza con el que sus labios parecían gritar: “Necesito que me follen”.
Yo no conocía a su marido personalmente, pero sí que lo había visto en foto. La idea se me ocurrió la primera noche que nos enrollamos. A pesar de lo inoportuno de mi propuesta, Montse dejó lo que estaba haciendo para sacarse el teléfono del bolsillo y seleccionar una foto de Carlos, su esposo.
Mi compañera retomó la faena con tanta prisa que no se percató de mi reacción de asombro. Resultaba evidente que Carlos debía tener como poco diez años más que la señora que tenía arrodillada delante de mí. El rostro de su marido no sólo estaba arrugado por la edad, también reflejaba el cansancio y la apatía propia del paso del tiempo.
Volví a fijarme en ella, que parecía en cambio una veinteañera con ganas de comerse el mundo. Aunque Montse había tomado algo antes de bajar seguía teniendo hambre. Debía rondar la menopausia, era una señora y estaba casada, sabía pues que hacer para saciar su acuciante sensación de sed.
“¡Joder, qué bien la mama tu mujer!”, pensé al tiempo que contemplaba la cara de su marido. Era como si éste pudiese ver el afán con que su esposa me comía la polla.
—¡Mira a tú marido! —le dije entonces a ella poniéndole el teléfono delante de las narices.
Montse miró a su marido a los ojos y siguió cabeceando con vehemencia. Le ponía ganas, sabía que iba a hacerme eyacular de un momento a otro y no tenía intención de parar.
Su comportamiento era tan obsceno y turbador que no pudo contenerse ni un segundo más y, metiendo una mano bajo el pantalón, se empezó a masturbar con el mismo frenesí con el que me comía la polla.
Casi no tuve tiempo para encender la cámara frontal de su teléfono. Al verse en la pantalla, Montse abrió los ojos de par en par y se retiró en el peor momento, justo cuando un violento chorro de esperma acababa de chocar contra su paladar.
Todo sucedió muy rápido, fueron apenas cinco segundos. Montse giró la cabeza hacia la izquierda y escupió el blancuzco fluido, pero entonces un segundo chorro de semen le atravesó el lado derecho de la cara, desde la sien hasta la oreja. Ella intentó apartarse, pero yo la atraje y volví a colocar mi miembro sobre sus labios. Iba ya a pintárselos de blanco cuando ella los entreabrió dejando quel espeso néctar entrase en su boca. Adoptando la forma cóncava de una cuchara, la lengua de mi compañera fue recogiendo el resto de mi corrida. Impaciente, Montse frunció los labios al contorno de mi miembro y lo succionó con todas sus fuerzas. Fue espectacular, hasta su esposo hubiera estado orgulloso de ella.
Aún con la boca atestada de polla, mi compañera de aventuras redobló el furor con que se estaba masturbando y acabó experimentando un fulminante orgasmo. Su cuerpo entró en una especie de crisis nerviosa, temblando y sacudiéndose con abruptos espasmos. Fue sobrecogedor ver como el volumen de mi miembro ahogaba sus gemidos.
Una vez superada la conmoción del clímax, Montse se olvidó por completo de mí y empezó a actuar para la cámara.
En el vídeo, Carlos podría contemplar como su esposa mamaba enfervorecida el grueso miembro de su amante. Los lamparones que Montse tenía en la cara le indicarían que éste ya había eyaculado. Su señora parecía no obstante decidida a apurar al máximo aquel exquisito manjar. Como queriendo demostrarlo, no tuvo reparo en abrir la boca y enseñar a la cámara la lujuriosa mezcla de semen y saliva obtenida de aquel semental. Era tal la cantidad que en un descuido se le derramó por la comisura de la boca. La veterana mujer pareció engullir el brebaje y a continuación mostró la boca efectivamente vacía. Sonriendo, recogió con los dedos el esperma que se le había derramado y se los chupó mirando a su joven rival. Montse había salido victoriosa una vez más. Con todo, supo ser agradecida y obsequió con unas tiernas chupadas al pene derrotado y en franca retirada.
—Lo siento, no sé qué me ha pasado —me disculpé abochornado.
— ¡Pero si te has corrido como un burro! —dijo Montse con asombro— ¡Si lo llego a saber no me como el yogur!
 
CONTINUARA…

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