Jóvenes maduras (ll)

3. Mario.
Los lunes tienen lugar los ingresos programados en la Residencia de mayores donde trabajo. Antes las llamaban residencias de ancianos, pero ese nombre no hacía honor a la verdad pues en realidad no todos los que piden asilo en estas instituciones son ancianos.
Mario Ortiz fue uno de esos casos. Tenía sólo sesenta y tres años, era un hombre joven y viudo que, de no ser por el Parkinson, habría triunfado entre nuestras residentes.
Lamentablemente Mario llegó a la resi bastante mal, algo que paradójicamente dice bien de su familia. Tenía dos hijas que habían cuidado de él hasta entonces. Sin embargo, poco a poco sus necesidades se habían ido haciendo cada vez más numerosas, complejas y continuas. Ya no pasaban más de tres horas sin que alguien tuviera que hacer algo por él. El tiempo es inexorable y el Parkinson también. El estado de salud de Mario se había deteriorado tanto durante el último año que sus hijas habían contratado a una auxiliar de enfermería, pero ya ni siquiera así podían asumir su cuidado día y noche.
Hacía seis meses que Mario había dejado de comer. Como ya no era capaz de tragar le habían puesto una PEG, una sonda de alimentación que comunicaba con su estómago a través del abdomen. La comida triturada se le administraba directamente a través de dicha sonda. Mario no volvería a probar el sabor del guisado de costillas, ni de la sandía, ni del pan recién hecho.
El señor Ortiz se había ido quedando paralizado poco a poco. Llevaba encamado un par de años y, dada su estatura, hacían falta dos personas para pasarlo a la silla de ruedas adaptada. Ahí permanecía tres horas por la mañana y otras tres por la tarde. Cada vez que lo devolvían a la cama lo hacían en una posición diferente para evitar que se le hicieran úlceras y escaras. Por esa misma razón se revisaba a diario la integridad de la piel de sus codos, rodillas, tobillos, talones y sacro.
Aunque costase creerlo, Mario sería de los afortunados. Sus hijas le querían de verdad y con toda seguridad irían a visitarlo a menudo. Los que llevamos tiempo cuidando ancianos sabemos cuan frecuentes serán las visitas de los familiares en función de cuanto tardan en marcharse el primer día. Las hijas de Mario apuraron el horario de visitas. Una de ellas no pudo contener las lágrimas. Se llamaba Cristina.
 
4. Adolescente.
Al día siguiente, la princesa salió de la habitación a eso de las diez. Se fue directamente a la cocina, ni dormida ni despierta. Dejé lo que estaba haciendo y le preparé un tazón de cereales que devoró como si se los fuera a quitar. Una de dos, a la vegetariana le sobraba hambre o le faltaban modales. Puede que las dos.
― Anoche tuve que cambiarme de bragas por tu culpa.
Por poco me ahogo con un trago de leche al oírla decir aquello. Mi intención había sido animarla a leer y al parecer la idea de mandarle un relato erótico había funcionado. Había elegido no en vano una magnífica historia de ShivaScarlata, una de mis favoritas.
― Entonces, sí que te gusta leer ―afirmé con sarcasmo.
La muchacha dejó un momento de rumiar copos de maíz chocolateado y ladeó la cabeza pensativa.
― Me gustó lo que me mandaste ―precisó.
― De acuerdo entonces ―dije― Te propongo un trato. Si lees una novela que yo elija te invito a comer por ahí. ¿Qué te parece?
― Yo elijo el sitio ―contestó de inmediato.
― ¿Qué sitio? ―pregunté.
― Depende ―contestó sin pestañear― ¿Qué libro?
Me quedé observando a Lorena seguro de que era hija de su madre.
― La última confidencia del escritor Hugo Mendoza.
― ¿La qué? ―dijo con la boca llena de cereales.
En lugar de repetir aquel largo título me acerqué a la estantería, agarré el libro en cuestión y, de vuelta en la cocina, lo dejé sobre la mesa.
― ¡Ochocientas páginas! ―dijo con incredulidad.
― Sí, más o menos. Tardarás en leerlo menos de lo que te crees, ya verás ―traté de animarla.
Lorena sopesó el tocho que tenía en la mano. Comprendió que se había precipitado al aceptar mi propuesta, pero ya era tarde para echarse atrás.
― Pues pensaba decirte de ir a comer a un sitio de aquí al lado con unas tapas que te mueres, pero si tengo que leerme esto pensaré en algo mejor.
Pasaban las horas y la madre de la criatura no daba señales de vida. Viendo que se acercaba el medio día y que Lorena seguía tirada en mi sofá, decidí llamar a mi ex para averiguar qué pasaba. Antes salí al patio trasero, estaba realmente cabreado y no quería que Lorena escuchara la conversación.
― ¡Se puede saber cuándo piensas venir! ―le dije en cuanto descolgó.
― ¿Es que ha hecho algo?
― ¡Que si ha hecho algo! ―repetí estupefacto― ¡No, lleva tres horas sin moverse del sofá!
― Me lo creo.
― Belén, dijiste que vendrías a por tu hija ―protesté.
― No, yo no dije eso ―negó mi ex― Yo no la he echado, Alberto. Es ella la que se ha ido, así que… si quiere volver que vuelva.
Me quedé de piedra. No esperaba que Belén se desentendiera de Lorena de esa forma. Su hija tenía diecisiete años y por tanto era menor de edad. Fue entonces cuando comprendí que Lorena había adelantado su mayoría de edad, que se había emancipado de forma irrevocable.
“No vas a venir” ―pensé en voz alta, desolado ante la devastación que su hija causaría en mi vida.
― Alberto, Lorena ya no es una cría. Tiene que pensar lo que hace.
Belén se mostró inflexible, no iba a tolerar el comportamiento caprichoso ni las salidas de tono de su hija. Lorena hacía lo que le daba la gana y encima sólo abría la boca para protestar y faltarle al respeto. Según mi ex, su hija necesitaba que alguien la hiciera entrar en razón, pero a ella ya se le había agotado la paciencia. En resumen, no pensaba venir a por su hija. Aunque, eso sí, durante el tiempo que Lorena se quedara en mi casa pagaría un alquiler razonable por su habitación. Y así fue como, de un día para otro, mi vida de soltero hedonista fue aniquilada por una adolescente y la madre que la parió.
Volví a entrar al salón. Lorena seguía tecleando su teléfono a una velocidad pasmosa. Sus pulgares volaban como mariposas sobre la pantalla de su iphone. Seguramente mantenía varias conversaciones a la vez, enviando comentarios y pasando de un chat a otro a toda velocidad. Era una pena que con esos ojazos de tigresa estuviera todo el rato mirando el móvil.
Empecé a tener claro que Lorena no regresaría con su madre. De momento no me quedaba más remedio que dejar que la muchacha se quedase a vivir en mi casa durante algún tiempo. No pensaba mandar a aquella pobre criatura con los servicios sociales, no era tan cabrón. “Ya pensaremos algo”, me dije calculando cuándo podría ir a ver a su madre en persona.
— ¿De verdad pensabas que vendría?
No me fastidió tanto el desdén de Lorena como saber lo estúpido que había sido. Aún así me sorprendió la indiferencia de la muchacha al enterarse que su madre no iría a por ella.
Era necesario equilibrar la partida lo antes posible. De lo contrario, aquella intrusa camparía a sus anchas por mis dominios. Casualmente el sábado es día de limpieza, una oportunidad inmejorable para que la hija de Belén comprendiera que su alojamiento en mi casa no sería en régimen de todo incluido.
― Los sábados toca limpiar ―anuncié desde la puerta.
Lorena me miró intentando averiguar si hablaba en serio. Al verme con la bayeta en una mano y el espray de baño en la otra asumió que no había sido un farol.
― ¿Qué prefieres, limpiar el baño o el polvo de toda la casa? ―pregunté.
― Un polvo ―dijo con guasa.
Le tiré la bayeta a la cara y dejé el espray para madera sobre la mesa del salón.
― Lo demás lo tienes en el cuarto de la lavadora. Afuera, en el patio.
El único baño de mi casa y yo eramos viejos amigos. Eché dentro del lavabo las cuatro cosas que tengo encima del mármol para así limpiar cómodamente toda la superficie y el espejo. Después quité con un paño el polvo que atesora la parte alta del mueble, limpié los sanitarios y dejé la deslucida mampara lo mejor que pude. Barrí y fregué el suelo, y listo.
Cuando salí del baño escuché a la hija de Belén tararear en el salón. Dejé los cacharros de limpieza en el suelo y me dirigí a hurtadillas hacia la puerta. La muchacha llevaba unos auriculares y limpiaba el polvo al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Acompañaba los movimientos de su bayeta con gritos en inglés y onomatopeyas que imitaban contundentes rifs de guitarra. Había cambiado el pijama de Hello Kitty por una blusa de tirantes y unos minishorts.
Con diecisiete años el cuerpo de Lorena ya estaba perfectamente formado, nunca mejor dicho. La niña robusta que yo recordaba había dado paso a una adolescente de evidentes formas femeninas. No tenía ni un kilo demás, pero había heredado la anchura de caderas de su progenitora. Aquellos saltitos hacían botar sus firmes tetas, poniendo en aprieto a los tirantes de su blusa. A juzgar por la desenvoltura con que se le balanceaban los pechos, la muchacha volvía a ir sin sujetador.
Lorena se movía con estilo. Me llamó la atención, pues bailaba con una gracia y un desparpajo que nunca había visto en su madre. Desinhibida, contoneaba su macizo trasero como una gogó en lo alto del estrado de una discoteca. En su forma de bailar había mucha energía y ganas de pasarlo bien, pero también provocación y voluptuosidad.
Lamentablemente, la muchacha se quedó inmóvil de repente y la magia se esfumó. Al descubrir que la había estado espiando, Lorena se me quedó mirando con el gesto torcido, con más curiosidad que sorpresa. Dos segundos más tarde se rio y volvió a menear el trasero para mí con insinuantes meneos. Lorena parecía encantada con la situación. La hija de Belén tenía un buen culo, de esos que demandan un azote bien dado. Su estilo al hacer twerking tenía poco o nada que envidiar a esos vídeos que circulan por Whatsapp. Si su meneo de caderas me había dejado embobado, su culo logró hechizarme por completo.
A aquella performance le faltaba la música que sólo ella escuchaba a través de sus auriculares. Aún así, los evocadores movimientos de la muchacha eran igual de efectivos, y la tirantez en mi entrepierna daba fe de ello. Lorena movía el trasero en el aire como una experta bailarina, demasiado sensual para sus diecisiete años.
Mi incipiente e incómoda erección me aconsejó salir de allí. No fue sencillo, el contoneo de Lorena era hipnótico. Los movimientos de la hija de Belén transformaron mis pensamientos en pecado, si no en delito. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para taparme los ojos y darme la vuelta. Una vez a salvo en la cocina, reconocí que aquella adolescente acababa de dejar maltrecha una moralidad que yo creía a prueba de balas.
Por cierto, todavía no me he presentado. Mi padre quiso llamarme Alberto en recuerdo de un hermano suyo que murió de leucemia siendo niño. Para los que aún no me conocéis diré que no hace mucho que cumplí los treinta años y vivo en el sur de España. Soy bastante alto, mido uno ochenta. Mi piel es tan morena que ha habido quien me ha preguntado si tengo sangre gitana. Puede que sí, quién sabe, pero lo cierto es que soy un adicto al deporte y al aire libre. Siempre me ha gustado vestir bien, no soy de esos que se ponen lo primero que pillan. De hecho, me gasto bastante en ropa y han sido las propias dependientas de mi tienda preferida quienes me han enseñado lo que combina y lo que no. Una ex dijo que mis ojos se parecen a los de Richard Gere, pero yo llevo una barba corta que repaso cada tres o cuatro días. Por último, y aun a riesgo de ser vulgar, diré que tengo entre las piernas más de lo que a la mayoría de mujeres les coge en la boca. No obstante, de qué sirve tener una buena herramienta si no sabes utilizarla.
El domingo por la tarde Lorena y yo comenzamos a negociar, a poner cláusulas a nuestra convivencia. Yo no estaba dispuesto a tener una okupa en mi casa tocándose el coño todo el día. Normas, todas las cosas deben seguir un orden, unas pautas, un código, si no hay caos, un caos exasperante y destructor. Llegamos fácilmente a acuerdos en cuanto a orden, limpieza, ruido y comida. Costó algo más pactar horarios de entrada y salida, y las negociaciones se atascaron definitivamente al llegar al ámbito educativo. Lorena no estaba interesada en terminar bachillerato. Sin embargo, cuando le di a elegir entre irse a clase o volver con su madre, la muchacha lo tuvo claro.
Con el lunes surgió la rutina y todo se empezó a normalizar. Yo me despertaba temprano para irme a trabajar esperanzado en que ella se fuera al instituto. Después de comer, Lorena holgazaneaba hasta que llegaba la hora de irse a la academia de inglés y de ahí al gimnasio. Aunque ello me preocupase, me resistía a supervisar la educación de la hija de Belén. No obstante, tendría que aclarar el tema con su madre.
La muchacha ya no regresaba hasta la hora de cenar. Después, hablábamos un rato mientras uno de los dos fregaba los cacharros. Yo procuraba que fuese ella la que contara que le preocupaba, que quería, que había hecho una de sus amigas, que había pasado en el instituto, etc. Sinceramente, agradecía volver a tener compañía. En cambio, algunos días la hija de Belén se encerraba de inmediato en su cuarto, a estudiar o hacer los deberes, o eso se suponía.
Siempre me ha gustado aprovechar ese momento de paz después de cenar para desconectar y relajarme. Con los años esa costumbre había ido transformándose en una necesidad. Leer algo, escuchar música mientras escribía, cualquier cosa que me permitiese evadirme de las cosas del trabajo y de los acuciantes problemas que implica estar vivo. Sin embargo, cuando Lorena se apoderaba del sofá, yo no me enfadaba. Al contrario, me sentía afortunado por tener a una chica tan joven y guapa a quien contemplar. Yo colocaba el ordenador sobre la mesa del salón y me sentaba a escribir mientras sus ojos buceaban en su teléfono móvil. Así pues, cambié parte de mi plácido territorio por el turbulento mundo de una adolescente diecisiete años más joven que yo.
Lorena sabía lucir sus imberbes encantos. Al igual que muchas chicas de su edad, cuando Lorena salía a la calle solía vestir leggins deportivos, pantalones cortísimos y vaqueros ajustados. De hecho, empleaba cualquier prenda cuya costura se amoldara al surco de sus nalgas y anunciara a los cuatro vientos que usaba tanga. También se ponía mucho una falda de cuadros que algún lejano día debió formar parte de su uniforme colegial, pero cuyo fleco ahora apenas si alcanzaba la mitad de sus muslos. En cuanto a la parte de arriba, a la hija de Belén le gustaban las sudaderas. Siempre las llevaba con la cremallera a medio subir, como si el tamaño de sus pechos impidiera subirla más. Evidentemente, bajo aquellas sudaderas Lorena acostumbraba a llevar blusas y tops con escotes de varios tipos, todos infalibles.
Por suerte, yo no era ya un veinteañero insaciable. Hacía tiempo que prefería la calidad a la cantidad, las casadas a las solteras, las generosas a las guapas. Aunque no nos engañemos, ni la hija de Belén era una santa ni yo de piedra. Pronto comprobé que no podía evitar un amago de erección cada vez que la sensual muchacha colocaba los pies sobre la mesilla del salón, cada vez que alardeaba de aquellas peras con denominación de origen.
Lorena iba ceñida y exuberante hasta última hora de la tarde. Entonces, cuando ya no pensaba salir, se ponía un cándido pijama de algodón para estar cómoda. Se trataba de un conjunto de tonos rosa y blanco a juego con el gran dibujo de Hello Kitty que lucía la parte de arriba. Resultaba demasiado infantil en contraste con la voluptuosidad de su cuerpo.
Lorena se duchaba en cuanto volvía a casa. Por mucho ambientador y desodorante que pulverizaran, en el gimnasio al que iba había una insana mezcla de olores, sudores y perfumes que contaminaba el aire de aquel recinto. Decenas, puede que cientos de mujeres sudorosas se cambiaban de ropa cada día en ese vestuario.
Una de aquellas tardes Lorena me llamó a gritos desde el baño. Había olvidado coger unas bragas limpias y me pidió por favor que se las llevara. Tuve que pasar a su habitación, allí estaba la cómoda que ella había ocupado con toda su ropa, la misma donde antes yo retiraba la ropa que ya no me ponía. Al entrar me encontré toda su ropa esparcida sobre la cama. En el suelo, arrinconados, los calcetines y un tanga negro. Me quedé mirándolo fijamente, como un autillo al otear un pequeño ratón entre la hierba. Aunque aquel tanga me gritó que lo cogiera y lo analizara con los cinco sentidos, pero no lo hice. Abrí el cajón que la muchacha había dicho, agarré unas bragas y salí de allí como quien ha visto al diablo.
― Lorena ―llamé.
Cuando la muchacha abrió la puerta del baño mi instinto me jugó una mala pasada. Yo acababa de gastar toda mi fuerza de voluntad para evitar recoger su tanga del suelo y, en el ínfimo instante en que Lorena agarraba sus bragas, contemplé su cuerpo reflejado en el espejo del baño. Lorena agachándose y metiendo los pies en sus bragas, ese fotograma quedaría grabado en mi retina para siempre.
La piel de sus hombros salpicada de gotitas de agua brillaba como un halo celestial. Lorena tenía menos pecho de lo que yo pensaba. Su silueta se acentuaba al bajar hacia las caderas. Allí, sus gráciles movimientos al ponerse la braguita desvelaron un pubis triangular y oscuro como un abismo.
 
5. Finalistas, los que están al final.
Para Cristina, tener que internar a su padre en una residencia de mayores había supuesto unos días de angustia y cientos de lágrimas. Su padre la había guiado en la vida, la había empujado oposición tras oposición hasta que logró su puesto de maestra. ¿Cómo iba a abandonar a aquel que siempre había estado atento a ella? ¿Cómo iba a dejar en una residencia a quien la había ayudado a levantarse después de cada tropiezo, a quien la había ayudado a conseguir sus objetivos, abrirse paso en la vida y no depender de nadie?
Sin embargo, al final Cristina tuvo que aceptar que era lo mejor. No sólo lo mejor para su padre que estaría en manos de profesionales atentos a sus necesidades día y noche, si no también lo mejor para ella, su hermana Milagros y sus respectivas familias.
Las hijas, yernos y nietos de Mario habían padecido con él el deterioro progresivo de su movilidad, la inexorable atrofia de su cuerpo durante los últimos seis años.
El día que Cristina me vio levantar a su padre después de la siesta empezó a ver como aquel sombrío panorama empezaba a despejarse.
― ¡Mario! ¡Va p’arriba, que en la cama te sube una décima la prima de riesgo!
Sonreí ante el gesto atónito de su hija.
― Es que el lunes me dijeron las compis que teníamos un banquero, y yo pensé: “¡Ostia, Mario Conde! ¡Nos vamos a forrar!” ―dije en un tono burlón que sacó a Don Mario del sopor.
La risa torpe pero franca de Don Mario hizo que los ojos de su hija chisporroteasen de alegría.
Continué soltando barbaridades mientras Cristina me ayudaba a lavar la cara de su padre y a pasarle el yogur diluido a través de la PEG. Después lo colocamos entre los dos en la silla de ruedas y le pedí a la elegante señora si podía bajarse a su padre al jardín mientras yo continuaba poniendo firmes al resto de mis abuelos.
Me crucé con Montse y me fijé en que se había soltado un botón más de la blusa. Mi compañera es sin duda una mujer audaz y sabe que posee las mejores tetas de la resi. Me relamí pensando que muy pronto volveríamos a coincidir en el turno de noche.
Mario había sido el último de los tres finalistas que había seleccionado para una muerte digna. En esa corta lista estaba también Doña Eusebia, una anciana de mirada siempre suplicante que ya contaba con noventa y seis largos inviernos. Caquéxica y atrofiada en posición fetal como estaba, si te agarraba la blusa ya no había forma de abrirle el puño.
La tercera y última de mis candidatas era Doña Hortensia. Por lo que me habían contado, aquella anciana había sido una arpía avara y pendenciera toda su vida. Como suele pasar, la demencia que padecía había sacado a la luz la esencia de su alma. Doña Hortensia era un peligro para el resto de ancianos. Golpeaba, arañaba, insultaba y empujaba a todo el mundo, había que andarse con ojo. Mientras los relajantes al por mayor conseguían mantenerla dócil, Hortensia estaba a sus anchas, yendo y viniendo agarrada a la barandilla. Sin embargo, era frecuente encontrar su silla de ruedas atada al final del pasillo si había hecho alguna de las suyas.
 
6. Lolita.
Desde que el teléfono había dejado de servir para hablar con los demás procuraba usarlo lo menos posible. Yo era así de primitivo, y de ahí una de las normas que me autoimponía, no mirarlo después de cenar. Así se lo expliqué a Lorena. Deseaba hacerle saber lo incómodo que era estar delante de una zombi que no levantaba la mirada de la pantalla, murmurando y tecleando sin cesar. Yo no pretendía imponer mis normas y de hecho indiqué a la muchacha que también podía marcharse a su habitación.
En un alarde de fuerza de voluntad, la hija de Belén dejó su teléfono sobre la mesa y entonces se obró el milagro, empezamos a hablar. Los diecisiete años que nos separaban no fueron un obstáculo para charlar sobre la adicción al móvil, la globalización, el 15M, el cambio climático o la importancia de sacarse el carnet de conducir.
Entre bromas y risas, percibí que a Lorena le agradaba conversar, jactarse de una sensatez impropia de alguien de su edad. De hecho, ya había demostrado agallas al abandonar la seguridad del hogar familiar. En un primer momento yo había achacado la precoz emancipación de Lorena a una total incompatibilidad de caracteres con su madre, sin embargo, al hablar con la muchacha comprendí que lo que la había llevado a independizarse había sido su deseo de ser una persona autónoma. No quise ser pesado, así que dejé para más adelante lo de intentar que también asumiera la responsabilidad con sus estudios.
Los temas de conversación se fueron sucediendo uno tras otro, hasta que empezamos a contarnos toda clase de anécdotas acaecidas durante las vacaciones, en el trabajo, al hacer la compra, de borrachera…
Estaba precisamente relatando como perdí las llaves del coche por culpa de ese fatídico último gin-tónic cuando, aprovechando un himpás, Lorena me preguntó a bocajarro cuánto tiempo llevaba sin acostarme con una mujer. Aquella pregunta me dejó tan desconcertado que me vi compelido a irme a dormir para no responder.
 
Llevaba un mes sin saborear la piel femenina. Fue a comienzos del mes de abril.
― ¿Es nuevo? ―pregunté señalando el colgante que mi compañera Montse lucía en su vertiginoso escote.
― Sí, me lo ha regalado de cumpleaños ―respondió ella en referencia a Carlos, su marido.
Montse me miraba pícaramente mientras jugaba entre sus dedos con la pequeña estrella de oro que adornaba la parte superior de sus pechos. Puede que fuera una mujer madura, pero su cuerpo conservaba casi todo su esplendor. Además, Montse era una mujer inteligente que sabía sacar provecho de esos enormes encantos.
Carlos era en cambio un tipo orondo y tranquilo cuyos paseos matutinos siempre terminaban en el bar. A parte de superarla en edad, su esposo la superaba en más de cuarenta kilos. Carlos había trabajado como gerente en una empresa de publicidad, pero había aceptado la jubilación parcial que le habían propuesto y, a sus sesenta años, el marido de Montse vivía ocioso y sin preocupaciones de ningún tipo.
A mi compañera le ponía cachonda describir los cuernos de su esposo. Según decía, le crecían gruesos y curvos de ambas sienes y se erguían sobre su cabeza con un porte idéntico al de mi verga. Montse aseguraba que, era imaginar la cornamenta de su marido lo que la hacía alcanzar el orgasmo cuando follaba con él.
En aquellos encuentros furtivos solamente disponíamos de media hora, de modo que los preliminares consistían apenas en unos cuantos besos y mordiscos mientras nos desnudábamos con urgencia.
Montse era tan singular para el sexo como para todo lo demás. La primera vez que follamos, mi revólver se disparó accidentalmente entre sus labios. Fue un desastre, el esperma no sólo le inundó la boca si no que también le salpicó el pelo y todo el lado derecho de la cara. Yo me disculpé abochornado, pero entonces ella sonrió y le restó importancia. Montse confesó lo mucho que le gustaba tener en la boca la erección de un hombre atractivo y reconoció que disfrutaba mamando una buena polla tanto como follando. A Montse le divertía llevarlos al límite a base de lametones, chupadas y mil juegos más. En consecuencia, aunque el sabor no le agradase, mi compañera de trabajo se había habituado a que los hombres eyaculasen, bien en su boca, bien sobre su cara y sus grandes tetas.
Para aquella mujer, el miembro viril de un hombre siempre había sido algo que llevarse a la boca. Desde que su voluptuoso cuerpo juvenil maduró y se abrió al deseo sexual, Montse se había masturbado fantaseando con tener la polla de un hombre adulto entre sus labios. Estaba todavía en Secundaria cuando debutó con el pollón de su joven y guapo profesor de matemáticas. Aquel fue no obstante un pésimo comienzo. En su pueril ingenuidad, Montse no había supuesto que el semen saldría con tanta fuerza ni en tal cantidad y, como aquel bruto no la dejó retirarse cuando empezó a dar arcadas, ella acabó vomitando el bocadillo de mortadela que su madre le había preparado esa mañana.
Desde aquel entonces, multitud pollas habían pasado entre sus labios. También a mí me acorraló en su boca la última vez que nos liamos, sin embargo en esa ocasión me las arreglé para zafarme antes de que Montse me dejara sin fuerza de voluntad. Me tendí boca arriba en la camilla y, haciendo alarde de una agilidad y temeridad impropias de una mujer de su edad, mi compañera se colocó en cuclillas sobre mí. Montse me agarró el rabo para ponerlo vertical y se ensartó en él hasta el estómago.
Como mi compañera se había hecho la ligadura no hacía falta que usáramos condón, de forma que yo notaba al detalle como mi miembro entraba y salía de su sexo. Desde mi privilegiada posición podía contemplar sus grandes tetas mecerse al compás de sus idas y venidas y, entre sus pechos, la pequeña estrella de oro que su esposo le había regalado por su cumpleaños.
Me incorporé para poder chuparle los pezones, primero uno y luego el otro. Esa delicada caricia la hizo gemir. Me gustaba mucho su forma de mover las caderas, pero sentí el impulso de poseerla. La agarré pues de las nalgas y, tomándola en vilo, empecé a hacerla subir y bajar sobre mi sexo.
Montse abrió los ojos con asombro. Aunque se puso a delirar como una loca, yo proseguí clavándola sádicamente en mi estaca. Ella estaba a horcajadas sobre mí, pero era yo quien movía su cuerpo arriba y abajo. Al final, Montse apretó los muslos con el comienzo de un histérico orgasmo.
La dejécaer sobre mi miembro para que agonizara de placer y, justo entonces, entré en erupción. Comencé a lanzar mi ardiente magma dentro del útero de aquella mujer casada. Me aparté un poco y contemplé con orgullo el impúdico espectáculo. Era tal la cantidad de esperma que una parte empezó a escapar de su atestado sexo.
CONTINUARÁ…

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