Sed de venganza, mi marido lo pagara

Regresé a casa muy alterada, un pesado vuelo transoceánico y un atractivo pasajero se habían aliado para dejarme agotada tanto física como mentalmente. Soy azafata, y durante seis horas y media aquel simpático pasajero no paró de mirarme y hacerme reír cada vez que pasé a su lado, que no fueron pocas.
― El vuelo se me ha hecho corto ―me dijo con una gran sonrisa cuando abandonaba el avión― Me lo he pasado muy bien.
― Gracias por volar con nosotros ―contesté mecánicamente notando mi corazón palpitar a toda velocidad.
― Gracias a ti. Aquí tienes mi tarjeta.
Aunque muchas veces me han piropeado, aquel día me sentía más receptiva que de costumbre, por decirlo de algún modo. A pesar de estar agotada, tenía unas ganas terribles de llegar a casa y echar un buen polvo. Llevaba casi dos semanas sin sexo. La dureza de mis pezones era elocuente.
Me quedé mirando el reflejo de mi cuerpo en la cristalera de la parada de taxis. Guapa, peso ideal, las tetas en su sitio, el culo apretado… “Estás estupenda para haber pasado los cuarenta… hace tres años” ―pensé divertida.
Saqué del bolso la tarjeta de visita con idea de tirarla a la papelera, no fuera a verla mi marido. “Roberto Soria. Sargento de la Guardia Civil. Comandancia de Granada”.
Desde un principio me sorprendió que aquel pasajero de mirada cautivadora fuese guardia civil. Demasiado elegante, más parecía un abogado con estilo o un ejecutivo de una gran multinacional. “¿Para qué narices podría necesitar yo la tarjeta de un guardia civil?” ―pensé. No obstante, recordé algo que mi abuelo Pepe solía decir: “Hay que tener amigos en todas partes”, y volví a guardar la tarjeta en mi bolso. Hice bien.
En el taxi, de camino, rogué porque mi marido no se hubiera marchado ya, realmente necesitaba echar un polvo.
Alfonso es un hombre dedicado en cuerpo y alma a la política, y esos últimos meses más todavía. Era candidato a la alcaldía de Torrevieja y se encontraba en precampaña electoral. Esas inminentes elecciones eran causa de preocupación y estrés para él, y por ende de ese bache en nuestra ya de por sí anodina vida sexual.
La candidatura de mi marido exigía toda su dedicación, pero es que además, desde que la compañía para la que yo trabajaba había sido absorbida por otra, mi cuadrante era una locura. Pasaba días y días fuera de casa.
Al llegar me encontré con nuestro nuevo jardinero que estaba cortando el césped. “Claro, es martes”, me dije. Esa es una de las consecuencias de los vuelos transoceánicos, que una nunca sabe en qué día vive.
Estaba encantada de tener jardinero. De hecho, el primer día que Alberto fue a trabajar juro que no me lo creía. Se parecía una barbaridad al buenorro del último anuncio de DOLCE & GABANNA, incluso con un vaquero raído y una camiseta sucia no tenía desperdicio. Su semblante era escultural, sus brazos musculosos y sus abdominales debían ser… En fin, la tentación de los martes y los jueves.
Me recriminé de inmediato mis malos pensamientos. Además de estar casada, aquel muchacho debía tener poco más de veinte años, casi la edad de mis hijas. A pesar de todo, no podía negar que verle trabajar era una alegría para la vista.
Alberto sustituyó a Don Paco cuando éste se jubiló hacía algo menos de un año. Al parecer, el muchacho trabajaba a media jornada mientras acababa sus estudios de ingeniería. A nuestra casa iba martes y jueves, y además de la jardinería, el muchacho se encargaba también de hacer las pequeñas reparaciones de la casa. Era un auténtico “manitas”. Se le daba bien todo: pegar azulejos, cambiar interruptores, pintar… El chico sabía hacer casi de todo.
― Hola, Alberto, ¿has visto a Alfonso? ―le pregunté.
― Salió hace un rato ―contestó.
― Si llega, le dices que estoy arriba.
― Okey.
Maldije mi mala suerte. Con las ganas de follar que traía y mi marido ya se había marchado.
Decidí relajarme en el jacuzzi para hacer tiempo, pero me quedé dormida después de masturbarme pensando en el jardinero. Siempre me pasaba lo mismo. Cuando desperté tenía los dedos arrugados como pasas, así que me puse el albornoz y bajé al salón en busca de mi marido. No había nadie.
― ¿Alberto, ha vuelto mi esposo? ―pregunté al jardinero.
― No, señora ―respondió el chico.
Si el pobre supiera que acababa de masturbarme pensando en él, pensé al admirar su bonito trasero.
Por una parte, sé que soy una mujer casada y no debería pensar ciertas cosas, pero una no es de piedra. Además, sería una idiota si no disfrutaba de ver lo bien que le sentaban esos vaqueros.
Por otra parte, he de reconocer que yo misma soy algunas veces más provocativa de lo que debiera, me gusta exhibirme. Con cuarenta años, a mi cuerpo no le queda mucho para echarse a perder. Afortunadamente, aún conservo unas curvas voluptuosas y femeninas, gracias a que siempre he dedicado el tiempo y el sudor necesarios para conservarme atractiva.
Por ejemplo, en ese mismo momento, en lugar de tirarme sobre la cama a descansar, arreglé el vello de mi sexo, me depilé e incluso pinté de rojo mis uñas de mis pies, todo para estar perfecta cuando apareciera mi esposo.
En eso estaba, cuando vi algo de color naranja asomar por debajo de la cama. Cuando me agaché a cogerlo, vi que era un pintalabios. Me quedé muda, estaba segura de que aquel pintalabios no era mío. El color era demasiado chillón, naranja. Sólo una jovencita usaría algo así. De pronto me acordé de la novia de Alberto. Una chica de esas que siempre van en chándal y que solía ir a recogerle en coche. Até cabos y supuse como había llegado aquel pintalabios debajo de mi cama.
― ¡Alberto, sube, por favor! ―grité desde la ventana.
Sorprendido, el chico levantó la cabeza y cuando miró en mi dirección le indiqué con la mano que subiera.
― ¿Me puedes explicar de dónde ha salido esto? ―le pregunté muy seria en cuanto le tuve delante.
El chico se quedó mudo, supongo que pensando en alguna excusa. Al parecer era incapaz de reconocer su falta de discreción, su desfachatez al acostarse con su novia en mi casa, en mi cama.
― Contesta, Alberto ―insistí ― ¿Qué es esto?
― Un pintalabios ―dijo como un idiota.
― Eso ya lo sé. ¡Lo que quiero es que me digas de dónde ha salido!
― Señora, yo… ―balbuceó― Yo no…
― Tú no, ¿qué? ―pregunté enfadada por su falta de coraje para admitir lo que había hecho.
― ¿No es suyo? ―preguntó él a la desesperada.
― ¿Mío? ¡Claro que no es mío! ―boceé imaginando a aquella zorra montada sobre él allí mismo, en nuestra cama, con sus uñas clavadas sobre el torso de mi jardinero.
― Pues no sé, señora ―balbuceó preocupado.
Tras lanzarle una mirada asesina, me aproximé aún más a él.
― Mira, si tu novia y tú queréis echar un polvo, me parece genial, os vais a un hotel o lo hacéis en el coche, pero esta casa es sagrada. ¿Has entendido?
Obviamente, supuse que el chico no tendría recursos para a un hotel, pero eso no era asunto mío. De ninguna manera estaba dispuesta a tolerar que el muchacho se follase a su novia en mi casa.
Además de enfadada, también me sentía dolida. El protagonista de mis fantasías acostándose en mi cama con una veinteañera con más piercings que dedos de frente, una flacucha sin tetas, una dependienta de Telepizza malhablada… “¡Joder, qué envidia!”, pensé finalmente.
― Eso no es mío, señora ―negó con poco acierto.
― No, claro, ya me imagino.
― Tampoco es de ella ―respondió con convicción.
Me quedé en silencio mirándole a los ojos, intentando tomar la decisión correcta.
― Alberto, no vamos a permitir que uses nuestra casa para follar. Hablaré con mi esposo y me temo que tendremos que despedirte.
La verdad es que me sentí fatal. El chico siempre se había comportado de forma correcta. Seguramente esa golfa le había persuadido para hacerlo en nuestra cama.
― Señora, yo no he estado aquí con ninguna chica, se lo juro.
― Pues este pintalabios no es mío. Así que, ¿ya me dirás cómo ha llegado hasta aquí?
Cabizbajo, se tapó el rostro con ambas manos, como si no terminase de creer lo que estaba pasando. Sin embargo, cuando Alberto se quitó las manos de la cara vi en sus ojos que había algo más, algo que el muchacho no me había contado.
― Dime la verdad, Alberto ―le pedí intentando mostrarme comprensiva.
El muchacho permaneció callado unos segundos, mirándome.
― No puedo, señora ―dijo afligido.
― Sí que puedes.
Alberto exhaló un suspiro de resignación.
― Pregúntele a su marido ―sentenció en tono fúnebre.
Esa frase cayó sobre mí como un jarro de agua fría. Aquel asunto acababa de dar un giro que no me gustaba nada. El jardinero estaba insinuando que mi marido tenía una amante.
Yo confiaba en mi marido. Alfonso era un hombre íntegro, leal, respetado por todos los que le conocían, y alguien incapaz de cometer un acto tan vil y cobarde.
― ¡Alberto, no empeores las cosas! ―grité furiosa.
― Exacto, hable con él ―dijo retándome.
― ¡CÁLLATE! ―grité histérica.
Pudiera ser que mi marido se hubiese acostado con otra, de acuerdo, pero lo que no podía creer era que Alfonso fuese tan estúpido como para ponerme los cuernos en presencia del jardinero, ¿o sí…?
― Alberto, cuéntame todo lo que sepas o coge tus cosas y lárgate de esta casa ―dije en tono grave y contenido.
El jardinero volvió a taparse el rostro con ambas manos. Le había puesto entre la espada y la pared, así que esperé a que tomara su decisión. Entonces el chico volvió a mirarme a los ojos y empezó a cantar.
― El señor sube aquí con esa pelirroja ―reveló de forma telegráfica― Es muy escandalosa.
― ¿Cómo? ―dije descompuesta.
― La oí gritar.
― ¡JODER! ―grité asustando al pobre muchacho― ¿Me estás diciendo que Alfonso me pone los cuernos en mi propia casa? ―pregunté sin dar crédito.
― Señora, yo... ―Alberto intentaba medir cada palabra― En realidad, yo no he visto nada, sólo he oído algunos gritos de mujer.
― ¡No me jodas, Alberto! ¡Qué hacen aquí arriba, jugar al parchís! ―dije empezando a imaginar cosas repugnantes.
― Usted me ha pedido que le diga lo que sé ―intentó explicarse― Mire, señora, yo estoy convencido de que su marido le pone los cuernos, pero no lo he visto.
Todo encajaba. El pintalabios naranja debía pertenecer a la chica pelirroja que Alberto había oído gritar. Probablemente se tratara de Gema, la secretaria de mi marido desde hacía poco, su pelo era rojo como el fuego. La muchacha era hija de la mujer que limpiaba las oficinas del partido. Había terminado Derecho recientemente y Alfonso la había contratado a su cargo como becaria.
Me hubiera gustado creer que había otra explicación lógica o absurda para aquello. Sin embargo, algo me decía que todo era cierto, que mi marido no sólo estaba iniciando en la Política a la hija de la señora de la limpieza, si no que había estado aprovechando mis largas ausencias para follársela en nuestra cama.
Sin embargo, el muchacho llevaba razón, necesitaba algo más. Alfonso nunca confesaría que se estaba beneficiando a la muchacha. Él era cabeza de lista de un partido conservador y algo así arruinaría su carrera. Me di cuenta de que necesitaba una prueba de su adulterio, algo irrefutable.
― Lo siento, señora ―lamentó Alberto.
― Necesito pruebas ―mascullé― Si conseguimos una grabación, ese canalla me las pagará.
― ¿Qué quiere decir, señora? ―preguntó el jardinero.
― Tienes que ayudarme, Alberto ―supliqué― Te pagaré…
― Yo no quiero meterme en líos ―respondió azorado.
Cogí mi bolso y saqué todo el dinero que llevaba.
― Toma ―dije ofreciéndole dinero― Compra unas cámaras.
― Pero, señora…
― Diré que las he colocado yo, no te preocupes. Nadie sabrá que me has ayudado.
― Señora, no puedo hacer eso ―comentó nervioso.
Estaba desesperada y como la mejor defensa es un buen ataque…
―Muy bien, entonces coge tus cosas y lárgate. Si te faltan huevos, lo haré yo sola.
Alberto se quedó mirándome.
― ¿De verdad le da igual destrozar su vida y romper su familia por una infidelidad?
― Claro que no me da igual. Es a él a quien no le importamos una mierda. Alberto, si lo que dices es cierto mi matrimonio no vale nada, es una mentira.
El muchacho volvió a mirarme en silencio.
― De acuerdo ―dijo Alberto― Mañana por la mañana estarán instaladas.
No podía creer el giro que habían dado las cosas en sólo un minuto. Por un lado, había pasado de desear echar un polvo con mi marido a querer vengarme de él y, por otro, había pasado de amenazar a Alberto con el despido a rogarle que me ayudase a conseguir pruebas de la infidelidad de mi esposo.
Cuando mi marido regresó tuve que aguantarme las ganas de liarme a golpes con él. Eso habría sido impropio de una mujer inteligente como yo me jactaba de ser. No, la venganza debe planearse con serenidad, ejecutarse con destreza y servirse en plato frío. De modo que aquella noche intenté comportarme con él igual que siempre. Eso sí, después de cenar me puse a leer en el salón y cuando mi marido dijo que se iba a dormir, yo le dije que quería terminar el capítulo. No me apetecía que Alfonso me pusiera la mano encima hasta saber si mis sospechas eran ciertas.
Al día siguiente bajé a la cocina y le encontré desayunando mientras leía las últimas noticias en el ipad. Yo me serví el café y me senté frente a él como siempre. No quería que sospechara nada raro, pero no pude evitar sentir un nudo en el estómago.
― ¿Tienes vuelo hoy? ―me preguntó sin levantar la cabeza.
― Sí, salgo dentro de cuatro horas, pero solo estaré fuera un par de días.
― Ah, bien. ―respondió mientras masticaba su tostada― Mejor, ¿no?
― Sí, claro.
Alfonso siguió leyendo titulares y yo apenas logre comer media magdalena.
El hecho de que Alfonso me preguntara por mi próximo vuelo me hizo sospechar de inmediato que el muy desgraciado estaba buscando la ocasión para volver a engañarme. Aquello me hizo pensar que quizá me estaba volviendo una paranoica. Quizá todo aquel turbio asunto era fruto de la imaginación del jardinero, quizá últimamente Alfonso no había intentado tener sexo a causa del estrés.
El partido de mi marido llevaba ocho largos años en la oposición. De forma que la presión por parte de la dirección regional era enorme. Sus propios compañeros, su propio equipo político sabía que en esta ocasión la coyuntura económica estaba a su favor. Todos sabíamos que si Alfonso no alcanzaba la alcaldía esta vez, eso sería el fin de su carrera, la dirección regional le destituiría.
― Alfonso ―le llamé justo antes de que saliera de la cocina.
― ¿Si?
― ¿Me quieres? ―tenía que haberme mordido la lengua.
― ¿A qué viene eso ahora?
― A que me ha bajado la regla ―improvisé.
Ya no estaba enfadada, si no defraudada, olvidada.
Un rato después de que el coche de mi esposo desaparecía camino del centro de la ciudad, Alberto se entró en la cocina.
― Tengo las cámaras ―anunció sombrío.
Observé orgullosa a mi jardinero, aquel joven que había acudido en mi ayuda. Yo necesitaba salir de dudas, saber si mi marido había sido capaz de engañarme en mi propia casa, y Alberto estaba dispuesto a ayudarme.
― Muy bien ―dije.
― Señora, sigo pensando que quizá no sea muy buena idea...
No hizo falta que le respondiera, una mirada penetrante bastó para que el chico se pusiera manos a la obra. Me fui a la piscina para dejar a Alberto trabajar con tranquilidad.
Un chapuzón matutino es la mejor forma de poner el cuerpo en marcha, pero cuando Alberto apareció en el jardín yo ya estaba tomando el sol. Le miré con desdén sin quitarme las gafas de sol, y sonreí al comprobar cómo el muchacho pugnaba para no mirarme las tetas. El pequeño bikini oprimía mis pechos con fuerza y el chico se veía irresistiblemente atraído por el abismal escote. Me sentí genial sabiendo que en unos segundos Alberto tendría una contundente erección.
― Ya está, señora ―dijo Alberto tímidamente.
― ¿Ya? ―pregunté asombrada de que hubiera tardado tan poco tiempo.
― Sí. Todo va por Bluetooth ―me aclaró mostrándome el teléfono.
― Espero que las hayas camuflado bien ―le advertí.
No le dije nada al muchacho, pero si mi marido descubría las cámaras yo tendría que acusarle de ser un mirón pervertido y Alfonso seguro que lo denunciaría a la policía.
― Por fuera las cámaras son igual que los ambientadores AmbiPur ―afirmó.
― Muy bien ―le felicité.
― Señora… ―empezó a decir Alberto.
― ¿Sí?
― ¿Está segura?
― ¡Claro que estoy segura! ―respondí rotundamente.
Después subí a mi habitación para cambiarme de ropa. Nada más pasar me acordé de las cámaras. Sin embargo, me paré a recapacitar y comprendí que, además de sentirme estúpida, mi marido se extrañaría si dejaba de desnudarme en nuestra habitación como siempre había hecho.
Decidí desnudarme. La imagen que vi en el espejo me encantó. Aunque el jardinero pudiera verme desnuda, la verdad era que no tenía nada de qué avergonzarme. Poseía unos pechos grandes, sí, pero bastante firmes. Además, sentirme observada me produjo un cosquilleo muy similar al frenesí.
A partir de ese momento me comporté con total naturalidad, aún sabiendo que todo quedaría grabado y que Alberto podía estar viéndome en su teléfono móvil. Eché un vistazo por la habitación hasta que vi la cámara. El jardinero había hecho un buen trabajo.
Estaba en bragas, hasta que me las quité. De sólo pensar que el muchacho estaría viéndome en ese mismo instante mi corazón comenzó a latir con fuerza. Ya desnuda, recordé que el día anterior me había dejado el coño bonito para mi marido, que ironía.
Me giré frente al espejo para que Alberto pudiera contemplarme desde todos lados, se lo había ganado. Luego me metí en la ducha, donde naturalmente acabé masturbándome por segundo día seguido pensado en Alberto arremetiendo contra mí.
En una hora tendría que salir hacia el aeropuerto, así que me vestí con el uniforme de la compañía. Eso sí, imaginando que el joven jardinero pudiera estar viéndome intenté cargar de erotismo cada uno de mis movimientos. Después, en el taxi, me sonrojé al notar empapadas mis braguitas recién puestas. El striptease que le había ofrecido al jardinero me había sentado genial.
En cambio, los dos días siguientes los pasé muy preocupada. No paraba de darle vueltas a la insinuación del jardinero, si bien me negaba a creerle hasta tener alguna prueba sólida. Ojalá que al regresar a casa Alberto me confirmara que no había nada y pudiera olvidarme de aquella pesadilla.
Nada más bajar del avión llamé a Alberto por teléfono.
― ¿Alguna novedad? ―pregunté nerviosa.
― Nada, señora.
― ¿Nada? ―insistí algo desconcertada ante la brevedad de su respuesta.
Alberto hizo una pequeña pausa lo suficientemente larga para que yo comprendiera que el muchacho sí que había visto algo aunque no lo dijera, me había visto a mí.
― Bueno… anteayer nada. Lo de ayer voy a revisarlo ahora.
― Gracias Alberto ―contesté― Avísame si ves algo.
― Por supuesto.
Cuando llegué a casa, subí a mi habitación y empecé a despojarme de la ropa aun sabiendo que el muchacho contemplaría mi cuerpo desnudo en un momento u otro. Desabroché mi blusa botón a botón y después de quitarme el sujetador me desperecé luciendo descaradamente mis pechos. A continuación, bajé la cremallera de la estrecha falda e hice que esta descendiera con un par de contoneos de caderas. Acababa de descubrir que me encantaba exhibirme. Apoyé el pie sobre el colchón para mostrar mis piernas a la cámara y me quité las medias. Después me agaché sin doblar las rodillas para sacar unas braguitas del cajón, ofreciendo a Alberto un primer plano de mi hermoso trasero. Nunca me había comportado así, cuando de repente…
¡¡¡RIIING!!! ¡¡¡RIIING!!!
El teléfono me dio un susto de muerte.
― ¿Sí?
― Señora, ¿está su marido? ―preguntó Alberto a bocajarro.
― No, no está, ¿por qué? ―hablar con el muchacho estando desnuda me resultó muy perturbador.
Veinte minutos más tarde Alberto llegó a casa, tenía su propia llave de la entrada principal. Yo le esperaba en el jardín.
― Señora, venga conmigo ―dijo sin más.
― ¿Qué ocurre, Alberto?
El muchacho hizo que le siguiera casi a la carrera sin decirme ni una palabra. Pasamos al cobertizo donde mi marido guarda su viejo PORCHE, que es también el sitio de las herramientas del jardín. Nada más entrar, Alberto apoyó una táblet sobre la mesa y la encendió. Reconocí mi habitación al instante, la misma en la que yo acababa de vestirme… Se veía casi toda la estancia. Era una imagen nítida en cuyo centro aparecía el símbolo de play. La fecha indicaba el día anterior.
― ¿Qué pasa, Alberto? ―pregunté a punto de perder la paciencia.
― Esto no le va a gustar ―fue su escueta respuesta antes de pulsar el botón.
En la táblet, la puerta de mi habitación se abrió. Mi marido entró seguido por dos mujeres a quienes no me costó identificar: Eran Charo, su compañera de partido de siempre, y Gema, su joven secretaria.
Me quedé sin respiración.
― ¡Hijo de puta! ―me salió del alma.
Alberto detuvo la imagen de inmediato.
― Señora, ¿está segura que quiere verlo? ―preguntó el muchacho con cara de circunstancias.
A pesar de que era evidente lo que iba a suceder a continuación, tenía que verlo con mis propios ojos, por muy doloroso y humillante que fuera. Yo misma pulsé el play.
Alfonso despojó a Charo de su vestido con delicadeza, respetando la confianza que existía entre ellos. Se conocían desde hacía mucho tiempo y se besaban con calma, como lo hacen dos viejos amantes. Las curvas de aquella bruja no eran sinuosas como las mías, más bien lo contrario. La compañera de mi marido tenía nuestra edad más o menos y siempre había estado muy delgada. Era una mujer de aspecto frágil, pero nada más lejos de la realidad. Charo era una oradora despiadada y persuasiva a la que todos temían. Al parecer esa arpía de lengua viperina los manejaba a todos como marionetas, incluyendo a mi marido.
La joven secretaria, mucho más ufana, se agachó y desabrochó la bragueta de mi esposo sin dejar de sonreír. Se mordía el labio inferior para contener su nerviosismo. Gema era una de esas muchachas que se creen superiores a los demás porque no han fracasado todavía. Siempre me pareció una muchacha ambiciosa, educada y discreta, pero todo ese halo deslumbrante se esfumo cuando se metió la polla de mi marido en la boca.
Alberto hizo ademán de volver a parar el vídeo, pero esta vez se lo impedí de un manotazo. Quería saber a qué se dedicaba el desgraciado de mi marido mientras yo me dejaba los “cuernos” trabajando, nunca peor dicho.
Charo desnudó a mi marido mirándole con complicidad. Después hizo que Alfonso se tumbase sobre la cama y se colocó sobre él. Una mueca de su pérfida boca me dio a entender que el miembro de mi marido había penetrado su sexo. Sin embargo, lo peor para mí era ver la dulzura con la que se besaban, dando al otro más placer del que tomaban. Charo y mi marido estaban haciendo el amor.
A la joven secretaria se había operado las tetas tal y como yo suponía. Le costó despojarse de sus ajustadísimos jeans, pero cuando lo logró pasó una pierna por encima de la cara de Alfonso y le plantó su coño rojizo en la boca. Estaba en cuclillas sobre la cabeza de mi marido, amordazándolo con su sexo. Aquella agresiva estrategia la hizo jadear rápidamente y sacudirse bruscamente con cada calambre de su clítoris.
Casi no podía creer que aquel hombre capaz de hacer gozar a dos hembras a la vez fuese mi marido, y sin embargo fue eso precisamente lo que pasó. Alfonso logró que ambas aullaran como lobas al alcanzar el orgasmo, la una con su polla y la otra con su lengua.
Agradecidas, Charo y Gema se arrodillaron a ambos lados de mi marido y comenzar una mamada a dúo. Era inaudito, el desgraciado de mi marido lucía una erección enorme y sonreía contemplando como aquellas dos hacían turno para llevarse su imponente miembro a la boca.
― ¡Qué hijo de puta! ―yo enfurecía por momentos.
No era de extrañar la avidez de aquellas putas, mi marido parecía un actor porno. Charo y Gema se relevaban con ansia, a veces apartando a la otra de mala manera para poder mamar aquella preciada estaca. La joven pelirroja era la más reacia a ceder. La verdad era que chupaba con más entusiasmo que Charo.
Alberto, esta vez sí, detuvo el video.
― Ya es suficiente ―dijo con preocupación.
¿Cómo podía mi marido serme infiel de esa forma tan vil?... “¡En nuestra propia casa!”, me repetía una y otra vez.
― ¡DÉJAME! ¡QUIERO VERLO! ―grité rabiosa.
Por alguna extraña razón, no me importaba flagelarme a mí misma viendo como mi marido me era infiel. Me parecía increíble que aquel fuese Alfonso, él que siempre decía estar demasiado cansado o agobiado para justificar que casi no tuviéramos sexo últimamente.
Lo peor era que yo me lo había creído como una idiota, diciéndome que lo primero era el trabajo, las elecciones municipales, su carrera… Sin embargo, lo que Alfonso necesitaba no era descansar, si no recuperarse. ¿Cuántas veces me habría quedado yo con las ganas después de que el muy canalla se hubiese hinchado a follar?
Alberto me miraba intranquilo y probablemente arrepentido de haberme mostrado aquella desagradable grabación, cuando…
¡PLASH!
Mi marido dio un fuerte azotazo al trasero de la pelirroja y le ordenó que le soltara la polla. Le pidió a Charo que se tumbase boca arriba, colocó los finos tobillos de la mujer sobre sus hombros.
― ¡OOOOOOOOH! ―aulló Charo cuando Alfonso la agarró de las caderas y se la clavó.
El desenfreno era total. Mi marido jadeaba como un animal del esfuerzo. No le reconocía, follaba con un ímpetu que yo no recordaba, zarandeándola con cada salvaje embestida.
Charo intentaba sujetarse agarrando las sábanas, pero por si no tenía suficiente, Gema comenzó a lamerle eróticamente los pezones.
― ¡AAAAAAAAH! ―la pobre no tardó en correrse estrepitosamente.
No sé que se habría tomado mi marido, pero aquello no era normal. Si no lo hubiera visto, no lo habría creído. A pesar del orgasmo de Charo no se detuvo, siguió penetrándola como un toro hasta hacer brotar de su sexo un manantial de fluidos. Cuando al fin mi marido se echó a un lado pude ver como la pobre mujer tiritaba encogida, sujetándose las rodillas contra el pecho.
― ¡Te toca! ―gritó Alfonso a la pelirroja.
Miré con asombro a Alberto, aquello era increíble. En la pantalla mi marido meneaba su prodigiosa erección.
Gema se estiró, rebuscó apresuradamente en el bolso que había sobre la mesita y se recogió el pelo con un coletero. En ese momento, entendí cómo había llegado el pintalabios de la secretaria debajo de mi cama.
Alfonso, que estaba de pie junto a la cama, estiró de las piernas de la muchacha hasta dejarle el trasero justo en el borde del colchón. La secretaria se volvió, tenía algo en la mano y de pronto vi claramente como se aplicaba una especie de gel entre las nalgas.
― ¡Qué vicio has cogido! ―le espetó mi esposo.
Alucinada, contemplé como la muchacha se masturbaba con brío al mismo tiempo que introducía un dedo en su ano. Gema se mordía el labio en un desesperado intento de no gemir, parecía estar loca por que mi marido se la metiera.
Cuando a mi marido le pareció oportuno encajó la gruesa punta de su miembro en la puerta que se proponía derribar, justo entre las contundentes y pálidas posaderas de la secretaria. Sin embargo, cuando empujó, su polla resbaló hacia arriba sobre el trasero de Gema.
¡PLASH!
A Alfonso no le hizo ninguna gracia y le dio un nuevo azotazo.
― Como lo vuelvas a hacer me quitaré la correa ―le advirtió.
― ¡NO, NO!
Entonces, mi marido volvió a intentarlo y…
― ¡AAAAAAAAAH! ―chilló la chica.
Aunque no lo vi, supe que esa vez mi marido había logrado su propósito. Permaneció inmóvil mientras la chica resoplaba sin dejar de masturbarse. La pelirroja debía estar acostumbrada, prueba de ello fue que se volvió y gritó.
― ¡FÓLLAME!
En cuanto Alfonso empezó a encularla, la muchacha se puso a gemir manifiestamente complacida con que le abriera el culo.
― ¡AAAH! ¡AAAH! ¡AAAH!
La voluptuosa muchacha sollozaba lánguidamente con cada nuevo empujón.
― ¡Sigue tocándote! ¡Vamos!―oí que le dijo mi marido a la vez que arremetía con contundencia contra ella.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Los envites de Alfonso marcaban el compás de aquella sodomía, ese primitivo e imperfecto encuentro sexual entre un hombre y una mujer. Viendo gozar a la prometedora secretaria recordé como años atrás Alfonso rehusó hacerme a mí eso mismo. Incluso me reprendió por insinuarlo, dijo que “eso era de maricones”, “una guarrada”… Por aquel entonces, yo tenía ya más de treinta años y nunca lo había hecho de esa forma. Aunque alguna vez había sentido curiosidad, lo cierto era que esa parte de mí seguía inexplorada.
― ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ―sollozaba la aturdida secretaria.
Aquello no era algo horrible e indecente como la gente decía. Era sexo, sólo eso, ni más ni menos.
― ¡AAAH! ¡AAAH! ¡AAAH! ―cuando la pelirroja se puso a aullar de placer comprendí también que nuestro jardinero estuviera al corriente de las aventuras de mi esposo aún sin haberlas presenciado.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
A pesar de sus gritos, mi marido continuó dándole por el culo con todas sus fuerzas. Aquel delirante espectáculo era premonitorio de un cercano final apoteósico. En efecto, de improviso todo el cuerpo de la muchacha se tensó con un clímax de grado seis en la escala Richter.
― ¡ESO ES, PEQUEÑA! ¡CÓRRETE!―la inculpó Alfonso ensartándole su miembro por completo.
― ¡OH! ¡OH! ¡OH! ¡OH! ―la muchacha jadeaba con cada espasmo.
Era una escena sórdida. La pelirroja se estremecía imbuida en su enésimo orgasmo cuando mi marido se la clavó a fondo y comenzó a eyacular.
― ¡SÍÍÍ! ―bramó como un animal.
En ese instante, paré el vídeo. Ya había tenido más que suficiente.
 
 
CONTINUARÁ

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