Siete por siete (125): ¡Quédate conmigo!




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Compendio I


Honestamente, tenía curiosidad por esa noche. Marisol y su hermana son 2 mujeres exquisitas, pero yo no sabía lo ocurrido tras esas puertas.
Recapitularé un poco más de ese día. Alrededor de las 2 regresamos a la ciudad y marchamos directo a la escuela de Violetita.
Mientras Marisol y Lizzie buscaban un lugar para apreciar la ceremonia, fui a la sala de clases para saludar a Violeta.
Mi pequeña princesita hizo una gran algarabía cuando me vio. Me tomó de la mano y me llevó para presentarme ante su clase, que arreglaban los últimos detalles de sus vestidos y trajes.
“¡Mire, señorita Alejandra! ¡Este es mi Marco! ¿Vio que vino? ¿Vio que vino?” le preguntó, tomándome de la mano.
La profesora de Violetita debe tener entre unos 25 y 30 años. Es delgada, de tez oscura clara, cabello negro rizado, aproximadamente del mismo tamaño de mi suegra.
No quiero entrar en tanto detalles sobre ella, pero era bonita de cara y de cuerpo. Tenía una cola bien formada y pronunciada, con una cintura delgada y unas piernas bonitas y atléticas.
“¿Así que usted es el famoso “tío” Marco?” Preguntó con una sonrisa picarona y ojos dilatados, como si le sorprendiera que fuera alguien como yo. “¿El que la llevó a volar en avión?”
“¡No!” Aclaró Violetita, con un tono de enfado. “¡Marco no es mi tío!”
“¡Sí, señorita!” agregó Verónica sonriendo y mirándome con ternura. “¡Él es mi yerno!... pero a veces, hace función de tío.”
Mi suegra tiene ese aire cautivador de 4 décadas, capaz de seducir muchachitos veinteañeros fogosos y probablemente, creyó que ese era mi caso.
Sin embargo, a pesar de la aclaración, no dudó en mover su cabello, de manera que pudiera apreciar mejor su fino rostro y sonreír y mirarme de manera coqueta, al igual que lo hicieron otras apoderadas.
Pero yo iba exclusivamente por Violetita y me preocupé de arreglarla y de animarle. Le dije que sería la mejor bailarina y me hizo prometerle que la viera.
Que no me perdiera detalle de ella. Y eso hice.
Mi princesita bailó exclusivamente para mí. Lo noté, porque su mirada no me extraviaba un solo segundo y fue tan prolija como sus hermanas mayores, en desempeñar algo con absoluta entrega de espíritu y perfección.
La tomé en brazos y 100 veces consecutivas le respondí que sí la había visto. Estaba contenta y de buena gana, decidió acompañarnos a comprar el pan, como mi esposa mencionó.
Nuevamente, no piensen de mí como persona vanidosa. Pero para nosotros, los temblores, terremotos y las erupciones volcánicas son cosas de la vida cotidiana.
Mientras que el estándar en el extranjero encuentra que terremotos de grado 7,0 pueden causar daños estructurales devastadores, para nosotros, un sismo de esa magnitud no es un terremoto a menos que se derrumben casas.
Es tal nuestro acostumbramiento ante estos fenómenos, que todavía recuerdo esa sensación que “hace tiempo no ha temblado”, tras periodos de calma muy pacíficos.
Para Lizzie, no era algo de rutina. Fue una experiencia aterradora la réplica que sí percibimos.
Tuvimos que administrarle una pastilla para que conciliara el sueño y cuando mi cuñada apareció en nuestro dormitorio, yo tenía pensado pasar la noche solamente con mi mujer.
Pero Lizzie seguía siendo mi responsabilidad, ya que fue idea mía que nos acompañara y a veces, es casi tan sensible como Marisol.
Por ese motivo, salí de mi dormitorio con intenciones nobles: calmarla y conversarle, como si se tratara de una de mis pequeñitas.
Y la encontré llorando asustada, como una niña.
Sus lindas pecas eran cruzadas por muchas lágrimas, ante un terror que no se puede luchar ni esperar.
Por lo que me puse a contarle mis experiencias anteriores. Se rió bastante al escuchar cuando me cayeron un montón de libros en la cabeza la noche del terremoto del 2010.
Pero mirando la habitación, me fui calmando y soltando. Recordé cómo en otros tiempos, ese dormitorio era donde yo le enseñaba a Marisol y la misma cama que estaba empleando Lizzie había pertenecido a mi esposa.
A medida que empezábamos a quemar y quemar tópicos de conversación, la senda de sus lágrimas se empezó a secar.
Luego de unos 20 minutos, preguntó.
“¿Tu cuñada? ¿No va a volver?”
“¡No lo creo!” respondí, con desanimo, pensando en lo que estaría pasando tras las puertas del paraíso. “¡Dijo que estaba asustada y que quería dormir con mi esposa!”
“¡Qué mal!” sentenció en una sonrisilla maliciosa. “¿No tienes frio?”
Su mirada coqueta empezaba a florecer, sus pecas a ocultar y por la manera de mirarme, sabía qué iba a pasar.
“¡No, me siento bastante bien!”
“Pues yo… estoy helada... por el miedo.” Dijo ella, buscando una excusa.
“¡Debe haber mantas por acá!” le dije, siguiendo su juego.
“¡No! ¡No!” protestó ella, asustada. “¡No te vayas! ¡Por favor! ¡Tengo miedo!”
“¡Pero tienes frio y necesitas abrigarte!” le dije, pisando a propósito su trampa.
“Si quieres, podrías meterte en la cama… y nos abrigamos juntos.”
No sé si me tomarán por cándido o qué, pero Marisol y Lizzie siempre juegan conmigo de esa manera.
Para variar, estaba durmiendo solamente en ropa interior y más que sonreír por abrazarla en la tibia cintura, pensaba en lo astuta de su estratagema: incluso si mi cuñada se hubiese quedado consolándole, era muy probable que yo terminara viendo cómo se sentía.
“¿Te sientes mejor?” pregunté, mientras ella se afirmaba de mis hombros.
“¡Sí! ¡Bastante!” respondió, mientras sus pechos prensaban mi tórax.
A pesar que mi erección empezaba a hacerse evidente, tenía que mantener mi rol hasta el final, esquivando su entrepierna, que ella buscaba más y más arrimar a mi lado.
“¡Quería darte las gracias… por cuidarme y traerme!” dijo, cautivándome con el fulgor de sus ojos negros, ansiosos por una excusa para besarme.
“¡Te lo dije!” respondí. “¡Necesitábamos a una niñera!”
“¡Lo sé!” y sus silencios empezaron a dilatarse. “Pero yo sólo fui tu mesera… un par de veces… y tú…”
Las lágrimas hacían su reaparición, aunque no por causa del miedo.
Atrás había quedado esa coqueta mesera que se acostaba con los “clientes casados” que encontraba lindos y buscaba a los que “tenían poco tiempo”, porque esos “eran los que valían la pena”.
Ahora, asistía a clases con regularidad en el instituto, sus deudas estaban completamente saneadas, tenía su propio jardín privado en su dormitorio, con cama incluida y más encima, por motivos de su trabajo de niñera, sacó un pasaporte para viajar junto con nosotros, en contraste de ser la novia de Fred, el malviviente surfista fracasado, dueño del restaurant donde trabajaba, vivir en un cuartucho de mala muerte y dormir en un futón maloliente, sin posibilidades de salir de ese agujero.
Tenía muchas cosas que darme las gracias, mas nunca se las concedí a cambio de favores sexuales.
Intuía que llegaríamos a eso, más que nada por influencia de Marisol.
Pero el genuino motivo que la contraté como niñera era que necesitaba a alguien que cuidara a mis pequeñas, para que Marisol pudiese retomar sus estudios.
“¡Quédate conmigo! ¡Por favor!” dijo, en un arrebato desesperado y me dio un beso con sabor a caramelo. “¡Al menos, hasta que pueda dormir sin miedo!”
Y la empecé a acariciar y desvestir.
La había probado la noche anterior, pero tal como le digo a mi esposa, disfruto más de estar con una sola mujer que en un trío.
Y es que una mujer, a solas, si se sabe aprovechar, puede ser una experiencia más significativa que una orgía donde rige el placer. Por eso, yo soy más de “Hacer el amor” que “Tener sexo” y ellas lo saben y también les gusta.
No fue difícil empezar a desnudarla. Lizzie estaba impaciente y fue ella quien se soltó el sostén para que probara sus pechos.
Ella sabe que entre Marisol y ella, mis tratos no son distintos, exceptuando que sigo amando más a mi esposa.
Probé una vez más sus suculentos, rosaditos y enormes pezones, que parecen chupetes de biberón, mientras ella agarraba una vez más mi garrote, de una manera desenfrenada.
Contratacando, yo acariciaba de manera su frondoso y mojado monte de venus, con sus piernas abriéndose y empapando mis dedos con sus tibios jugos.
Masajeé su clítoris y deslizaba mis 3 dedos más largos a través de su tajo, irónicamente, haciéndole temblar de la emoción.
Sus ojos, entrecerrados y su boca, perdida, contenían de la mejor manera fuertes gemidos que “podrían” haber despertado a los otros residentes del hogar, en fatigosos y suspirados besos, ya que este hombre casado había organizado su tiempo para probarla.
Y llegó el inevitable momento que no aguantó más y que mis hábiles movimientos de dedos no alcanzaban a contener su excitación, por lo que empezó a restregarse sobre mi sexo con todo el deseo de ser penetrada.
Al igual que mi esposa, mi cuñada, Hannah y muchas otras, lanzó un breve gemido al sentir solamente la punta rozando su fluyente entrada, sabiendo lo que le esperaba.
Y el grosor, la única virtud que tengo para mi humilde herramienta, aparte de la duración, fue la que le arrebató otro suspiro, a medida que empezaba a separar sus apretadas carnes.
Entré lento y sus pezones se clavaban en mi pecho, duros como diamantes, mientras ella suspiraba en anhelo.
Los frenéticos movimientos de su cintura que le siguieron hacían sacudir sus pechos como gelatinas, al punto que cualquier intento mío por succionarlos eran inefectivos.
Mientras tanto, ella, con todas sus fuerzas, mantenía los dientes entrecerrados, fundidos en una sonrisa de dicha y ojos durmientes, disfrutando más y más de nuestras arremetidas.
Su piel estaba ardiendo y al igual que me pasa con Marisol, empezaba a sudar.
Para cuando la volteé debajo de mí, me abrazó con todas sus fuerzas, mientras que los duros resortes absorbían pobremente mis movimientos, haciendo que ella se repletara más y más en húmedo placer.
Su lengua no me deseaba. Demandaba la mía dentro de su boca, envolviéndola en erráticos bailes por los que intercambiábamos mayormente espesa saliva.
Alrededor de la 1 de la mañana, hubo una réplica bastante fuerte que hizo a gran parte del mobiliario vibrar.
Por lo mismo, para distraerla, deslicé mis manos sobre sus nalgas seductoras, lo que le ocasionó otro orgasmo mayor.
En vista que lo estaba pidiendo y que yo ya no podía contenerme más, eyaculé toda mi carga en su interior.
Lamentablemente, producto del relajamiento orgásmico, del agotamiento físico y por efecto del tranquilizante que le dimos, se quedó irremediablemente dormida, mientras que mi pene seguía ansioso por acción.
Frustrante fue esperar hasta poder despegarme. Pero cuando lo pude hacer (porque no encuentro deportivo hacer el amor mientras una mujer duerme) y me escabullía silenciosamente de regreso a mi dormitorio, mi sorpresa fue mayúscula al abrir la puerta.
Había una lámpara encendida y 2 preciosidades estaban muy entretenidas, sentadas en el suelo del pasillo, jugando a las cartas.
“¿Lo ve, tía?” dijo la espectacular morenaza de acento español con el camisón rosado, que regocijaba a mi pene de júbilo al verla. “¡Yo sabía que si esperábamos, este pervertido de mierda volvería con su esposa!”


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