El Maestro Pollero (Parte 4)

Un domingo interesante, con extrañas propuestas laborales y nuevos juegos vespertinos. Un lunes que promete ser más interesante aún: mamá me sorprende haciendo algo inesperado y preparo mi cámara de fotos...


Al día siguiente me levanté mucho más relajado, e incluso de buen humor. Era domingo, el día de máxima actividad en La Cresta de Oro, así que me dispuse a recargar las baterías con un abundante desayuno y tomarme con filosofía mi monótono trabajo y los constantes lamentos de mi jefa.

Papá no trabajaba los domingos, y desayunamos los tres juntos en la cocina. Mi madre estaba radiante, y hasta canturreaba mientras nos hacía tostadas y zumo de naranja. Se notaba que la noche anterior le habían dado matraca. Mi padre también estaba alegre, dentro de su carácter flemático, y yo no podía evitar mirarle con otros ojos después de lo visto furtivamente desde el pasillo, con una mezcla de envidia y admiración.

—Ya que has vuelto soltero de la costa, a ver si te echas novia aquí en el pueblo, chaval, que te veo muy parado —dijo tras engullir varias galletas.

—¡Pero si solo hace dos días que ha llegado! —intervino mi madre, a quien siempre le había incomodado que papá y yo hablásemos de mujeres en su presencia—. Deja que se centre en trabajar y ya tendrá tiempo de novias.

—Si yo no digo que se case pasado mañana, mujer, pero que se divierta un poco, ahora que puede —continuó papá— ¿No te gusta Lucinda, la cajera de la pollería? Está soltera.

—¡Anda ya! Pero si es mayor que él, y además tiene pinta de fresca —dijo mamá, indignada.

—Pero qué antigua eres.

—Pues yo creo que está bastante buena —dije yo, para provocar a mamá.

Como esperaba, me dio una sonora colleja. Papá soltó una carcajada y se llevó otra, más suave, casi una caricia.

—Lo que tienes que hacer es trabajar y buscarte a una buena chica, pero española y cristiana, que a esa no la he visto en la iglesia ni un domingo.

Cuando terminó de desayunar, mi padre se fue al salón a ver la televisión y nos dejó solos. Había empezado a fregar los cacharros, y me miró de reojo, tal vez temiendo que hiciese algo parecido a lo de la mañana anterior, pero con mi padre tan cerca ni se me habría ocurrido. La miré con una sonrisa maliciosa, y me incliné un poco hacia atrás en la silla para que se notase que estaba empalmado. Verla moverse por la cocina con su bata guateada ceñida a las rotundas formas de su cuerpo había bastado para ponerme cachondo, incluso con su marido presente.

—¿Qué tal dormiste anoche, mami?

—Ulises, no empieces —respondió en voz muy baja, volviendo la cabeza hacia la puerta que daba al salón.

—Solo te he preguntado qué tal dormiste, no seas tan susceptible.

—Pues no dormí muy bien, ya que lo mencionas. Le estuve dando vueltas a lo que hablamos —dijo. Miró de nuevo a su alrededor, para asegurarse de que estábamos solos.

—Ya veo. Así que después de que papá te follase no dejabas de pensar en mí, ¿eh?

—¡Yo no he dicho eso! No me líes, y haz el favor de no hablarme así.

—¿Has tomado ya una decisión? Mañana no trabajo, y estaremos solos toda la mañana.

La Cresta de Oro cerraba los lunes, y ése era mi único día libre en toda la semana. Mamá lo sabía, y seguro que ya le había dado vueltas al hecho de que estaríamos solos en casa. Pero en su rostro no había entusiasmo precisamente.

—No me presiones, hijo. Lo que me pides... no es tan fácil.

Me levanté de la mesa, con un plato sucio en la mano, y me acerqué al fregadero. Me puse detrás de ella y, como quien no quiere la cosa, le apreté la polla contra el culo al dejar el plato dentro del agua espumosa y me incliné para hablarle al oído. Pude sentir como se estremecía, no sé si de deseo o de miedo, o de ambas cosas.

—A mí me parece muy fácil —le dije, antes de darle un beso cerca de la oreja—. No me hagas esperar mucho, mami.

Salí de la cocina para cambiarme e irme al trabajo, un poco molesto por la actitud reticente de mi madre y algo arrepentido por mi última frase, que había sonado demasiado parecida a una amenaza. Me moría de ganas por poseerla, pero no tenía intención de intentar forzarla de nuevo. Había aprendido la lección, y además sabía que sería mucho más placentero, un verdadero triunfo, si ella se entregaba a mí voluntariamente.

*****

En la cocina las horas pasaron tan lentas como de costumbre entre los asadores, los pollos giratorios y las patatas fritas. A la hora de la comida la actividad se volvió frenética, como si todo el puñetero pueblo hubiese decidido en masa comer pollo asado. Don Fulgencio ensartaba y asaba sin parar, Lucinda llenaba la caja registradora de billetes y los repartidores entraban y salían llevando pedidos.

A eso de las cinco de la tarde, todo terminó y nos pusimos a limpiar. El maestro pollero se excusó, diciendo que le dolía la espalda, y se fue a casa en cuanto se marchó el último cliente (algo que solía hacer a menudo). Lucinda terminó de barrer el comedor y también se fue, así que doña Paca y yo nos quedamos solos, salvo por Adelita, que estaba en una mesa del comedor dibujando naves espaciales con sus lápices de cera.

Los días en que no tenía escuela, la pobre estaba abandonada; si no se quedaba sola en casa daba paseos por el pueblo o se sentaba en cualquier parte a dibujar. Decidí que esa tarde la invitaría también a casa. No me vendría mal desfogarme, para poder tomármelo con calma si finalmente mamá decidía que el lunes era el día idóneo para entregarse a su lascivo hijo.

Como cada vez que su marido no estaba, la actitud de mi enorme jefa cambió. Pero esta vez no empezó a insultar sin piedad a la cajera caribeña, sino que cerró la puerta de la cocina y la ventanilla que daba al mostrador. Fuera lo que fuese lo que iba a decirme, no quería que nadie se enterase, ni siquiera su cándida hija. Se plantó frente a mí, limpiándose la grasa de la cara con un trapo, y suspiró. No pude evitar mirar como los pechos descomunales aumentaban aún más de tamaño bajo el pringoso delantal.

—Tengo que hablar contigo, Ulises.

—Dígame, Paquita.

Fingí tranquilidad, dejé de limpiar y me apoyé en la pared, aunque en realidad empezaba a ponerme nervioso. Estaba muy seria, y por un momento temí que su hija le hubiese contado algo sobre nuestro juego de Caperucita y el lobo. Por suerte, era otro asunto del que quería hablarme.

—Verás... yo sé que eres un buen chico, y que me puedo fiar de tí, así que te voy a pedir un favor, algo muy delicado que debe quedar entre nosotros, ¿me entiendes? —Asentí, y ella cogió aire con dificultad, como si le costase decidirse a hablar, y continuó—. Como ya sabes, pues no me puedo callar y te lo he dicho un millón de veces, sospecho que mi marido se acuesta con la guarra de la cajera, y necesito que me ayudes.

Mi primer pensamiento fue que doña Paca quería vengarse de su esposo follándome en la cocina, entre los restos de pollo asado y los cacharros sucios. La verdad es que la idea no me disgustaba del todo; mi jefa no era lo que se dice guapa, le sobraban bastantes quilos y tenía la sensualidad de un tráctor. Pero era enorme. Me sacaba una cabeza (mido casi metro ochenta), tenía los pechos más grandes que había visto nunca y un culazo en proporción. No era tan atractiva como mi madre, ni siquiera tanto como Adelita, pero la oportunidad de montar a una mujer de su tamaño en plan rodeo no se presentaba muchas veces en la vida, y si se ponía a mi alcance la aprovecharía.

—Dígame, Paquita. Si puedo ayudarla en algo lo haré.

—Necesito pruebas. Pruebas de que el cabrón de mi marido me engaña. Ya sabes, fotos donde se le vea follándose a su putita —dijo, dejándome bastante confundido.

—Entiendo... pero, ¿cómo puedo ayudarla yo con eso?

—Mañana es lunes, y no trabajamos, como sabes. Por la tarde Fulgencio dice que se va a jugar a las cartas con sus amigotes de la peña, pero yo sé que se encuentra con ella en alguna parte. Estoy segura. Si los sigues y consigues hacerles una foto "in flagranti", tendré la prueba que necesito.

Abrí los ojos como platos, sin terminar de creerme lo que me proponía mi jefa. ¿Se había creído que yo era un paparazzi o algo así? Debió leerme el pensamiento, porque siguió hablando.

—Si no contrato a un detective es porque Fulgencio controla cada céntimo que entra o sale de casa y se daría cuenta. Pero no te creas que te pido que lo hagas a cambio de nada. Cuando tenga pruebas de que me engaña contrataré a un buen abogado y le sacaré a ese hijoputa hasta el hígado. Me quedaré con el local, mandaré a la mierda tanto pollo asado y montaré un restaurante como dios manda. Y claro, necesitaré un buen jefe de cocina...

Desde luego, había sabido como captar mi interés. Puede que el plan fuese descabellado, y que tuviese muchos cabos sueltos, pues no era seguro que Paquita consiguiese arrebatarle a su marido La Cresta de Oro, o puede que no mantuviese su promesa de remodelarlo y darme el mando de la cocina, pero ¿qué perdía intentándolo? Como mínimo, conseguiría joderle la vida a la comadreja de don Fulgencio.

Miré durante unos largos segundos a doña Paca, sopesando los sentimientos encontrados que me inspiraba. Por una parte me fiaba de ella, no me parecía una mujer lo bastante inteligente como para ser maquiavélica; por otra parte, me repugnaba la forma en que trataba a su hija; por otra parte, cada vez me atraía más la idea de montarla a pelo en el suelo de la cocina; por otra parte era una mujer irritante, paranoica y mezquina; por otra parte...

—Está bien, lo intentaré. Pero no le prometo nada.

—Gracias, Ulises, sabía que podría contar contigo —dijo. Me dio un abrazo, estrujándome contra sus tetazas, y si notó mi rabo erecto contra su muslo no dio muestras de ello— Siempre sale de casa sobre las cuatro, después de comer, se sube en el coche y conduce en dirección a la autopista.

—Lo tendré en cuenta —dije yo, hablando como un auténtico detective—, pero don Fulgencio conoce mi coche, y puede darse cuenta de que le sigo. Será mejor que vigile a Lucinda, ¿sabe su dirección?

—Sí, ahora te la apunto en un papel. Que no se te escape esa guarra.

Terminamos de limpiar y salimos de la cocina. Adelita aplaudió entusiasmada cuando la invité a pasar de nuevo la tarde conmigo, y su madre se despidió dándome de nuevo las gracias y un sonoro beso en la mejilla.

*****

Esa tarde, mientras mi padre dormía como un oso ivernante en la cama y mamá sesteaba en el sofá, Adelita y yo vimos en mi ordenador portátil una peculiar versión de Blancanieves, donde los siete enanitos tenían buenas herramientas pero no para picar en la mina, precisamente.

Gracias al sirope de chocolate, conseguí que me enseñase sus preciosas tetas de pezones pequeños y rosados, y que me dejase sobarlas y chuparlas cuanto quise. Después le enseñé algo muy divertido que podía hacer con ellas si yo metía mi cipote entre las dos, bien lubricado con su saliva. Me hizo correrme tres veces de esa forma, la última usando también la boca, y necesité un paquete entero de toallitas húmedas para limpiar la pegajosa mezcla de semen y chocolate de su pecho y cara.

Tan entretenidos estuvimos que se me olvidó salir a preparar la merienda, y mi madre, tan atenta como siempre, nos la llevó en una bandeja. Decidí que tenía que comprar un pestillo para la puerta cuando la vi aparecer. Por suerte ya estábamos los dos vestidos y jugando a la consola como si no hubiese pasado nada.

—Qué bien os lo pasáis, ¿eh? —dijo mamá, tras deja los bocadillos en la mesa.

—Sí, muy bien —respondió Adelita, sin apartar los ojos de la pantalla.

*****

El Lunes, un día que prometía ser interesante, me levanté sobre las diez de la mañana. Había dormido más de lo habitual, debido sin duda al cansancio acumulado tras un fin de semana de duro trabajo, juegos vespertinos y espionaje nocturno.

Al salir de mi habitación me encontré con la casa vacía. Papá se había ido a trabajar hacía horas y en la cocina encontré una nota de mamá pegada al frigorífico con un imán. "He ido a visitar a la abuela, que lleva unos días mala. Volveré a la hora de comer. Besos, Mamá". No me gusta insultar a la mujer que me dio la vida y a la que deseo por encima de cualquier otra, pero estaba claro que la muy perra se había quitado del medio para no quedarse a solas conmigo.

Desayuné cabreado, y me tumbé en el sofá del salón a ver el canal de cocina, pensando en la forma de castigarla por su cobardía. A medida que pasaban las horas me calmé un poco. La parte de mi cerebro que no estaba conectada directamente a mi polla intentaba hacerme entrar en razón, diciéndome que no debía ser fácil para ella dar ese paso. Incluso limpié un poco la cocina y ordené mi habitación, para que no tuviese motivo de queja cuando volviese.

Regresó casi a la una y media de la tarde, con varias bolsas del supermercado que le ayudé a llevar hasta la cocina después de darle un inocente beso de bienvenida. La miré de arriba a abajo, dudando todavía si perdonarla por su ausencia o echársela en cara. Llevaba un vestido veraniego con estampados florales (en mi pueblo aún hace calor en septiembre), que caía con gracia hasta sus rodillas y no muy escotado, como correspondía a una mujer decente. De todas formas, sus curvas eran demasiado evidentes para que una prenda tan ligera pudiese disimularlas, y sus pantorrillas quedaban a la vista, esas pantorrillas robustas y carnosas que tanto me excitaban. Calzaba unas sandalias con un poco de tacón, de esas que solo pueden permitirse lucir mujeres con unos pies tan bonitos como los suyos.

—¿Cómo está la abuela? —pregunté. Sentado en una silla de la cocina, la observaba colocar la compra.

—Oh... ya está mejor, no te preocupes.

Me levanté y me situé detrás de ella. Estaba colocando unos paquetes de legumbres en la parte alta de la alacena, y no se dio cuenta de mi proximidad hasta que aproveché su sugerente postura, de puntillas y con los brazos en alto, para agarrarle las tetas a dos manos y apretar mi paquete contra sus nalgas.

—¡Ulises, por favor! —exclamó, librándose de mis manos con un brusco gesto de las suyas, pero sin apartar su cuerpo del mío.

—¿Te has ido porque te daba miedo quedarte a solas conmigo? —pregunté, muy cerca de su oído.

—Me he ido porque la abuela estaba enferma. Apártate, por favor...

No le hice caso. Llevé las manos a su cintura y la besé en el cuello con suavidad. Podía notar el calor de su piel a través de la ropa, y su respiración agitada moviéndole los pechos arriba y abajo. No dijo nada durante un rato, y no me apartó a empujones, lo cual era buena señal. Llevé una de mis manos hacia abajo y le levanté el vestido al mismo tiempo que le acariciaba el muslo, subiendo hasta la cintura. Nunca he tocado nada tan suave como la piel de ese muslo.

—Por favor... tu padre está al llegar.

Volví la cabeza hacia el reloj de la cocina. Eran las dos menos cuarto, y papá siempre llegaba a las dos, salvo que se detuviese a tomar unas cervezas con sus compañeros de la fábrica, pero lo hacía solamente los viernes o sábados, nunca los lunes. Por muy ansioso que estuviese, no me agradaba la idea de que nuestro primer polvo durase diez minutos, ni tener que estar alerta por si se abría la puerta principal. Solté una maldición y me aparté de ella, permitiendo que se diese la vuelta y me mirase a la cara.

—Por lo menos hazme lo de siempre. Para eso hay tiempo —le dije, decidido a no quedarme con el calentón.

—¿Lo de siempre?

—Sí, que me hagas una paja, joder, ¿o es que ya no te acuerdas?

Reconozco que fui demasiado brusco, y su reacción no se hizo esperar, pero no fue una colleja, ni una bofetada ni un reproche. Me miró directamente a los ojos, desafiante, con los labios apretados y respirando fuerte por la nariz. Me bajó los pantalones de un tirón, y me señaló una silla. Me senté de inmediato, tan sorprendido como excitado por su extraña reacción, ella se arrodilló frente a mí, se escupió en las manos y comenzó a darme placer como lo hacía siempre, aunque esta vez no dejaba de mirarme fijamente a los ojos. Yo le devolví la mirada sin pestañear. Si lo que pretendía era hacerme sentir incómodo o culpable es que no me conocía en absoluto.

Para ponerla a prueba, alargué un brazo para tocarle las tetas, y lo impidió con un fuerte manotazo.

—Has dicho lo de siempre, ¿no? Pues nada de tocarme —dijo, en un tono frío como un granizado.

Le seguí el juego y puse los brazos a ambos lados de mi cuerpo, agarrándome a la madera de la silla como si fuese a despegar hacia la luna. Ella escupió de nuevo y aceleró el ritmo del masaje, al mismo tiempo que se aceleraba mi respiración. Después de haberme hecho tantas pajas a lo largo de los años, nadie sabe mejor que mamá cuando estoy a punto de correrme, por eso me sorprendió tanto lo que hizo a continuación. Bombeando a dos manos, se inclinó hacia adelante, sin dejar de mirarme a los ojos, y puso los labios alrededor del glande, metiéndoselo casi entero en la boca. Bastó la húmeda sensación y un leve movimiento de su lengua para conseguir que el volcán entrase en erupción. Y la sorpresa fue a más, porque no se apartó ni hizo gesto alguno, sino que tragó, tragó y tragó hasta la última gota de mi abundante descarga, engulléndola como si fuese una medicina amarga que tomase por obligación.

Sin pronunciar una palabra se puso de pie, se alisó el vestido con las manos y fue hasta el fregadero para beberse un vaso de agua. Yo no conseguía reponerme de la impresión, y la miraba embobado, jadeando todavía.

—Súbete los pantalones, que tu padre está al llegar.

—Mamá... —comencé, aunque no sabía muy bien qué decirle.

—Vete a ver la tele, anda, que voy a hacer la comida.

Me tumbé en el sofá, con la cabeza dándome vueltas, todavía impactado, no tanto por lo que había hecho mi madre como por su actitud mientras lo hacía. ¿Sería tan fría y desabrida si finalmente llegaba a acostarme con ella? Esperaba que no. Como madre era una mujer dulce, atenta, generosa y cálida, y quería que como amante fuese igual. Estaba claro que, además de sus escrúpulos morales, mi actitud era un problema, y debía actuar de otra forma si quería conseguir mi propósito.

Para colmo, minutos después de que terminásemos llamó mi padre desde la fábrica diciendo que tenía que quedarse a hacer horas extras y no llegaría a casa hasta bien entrada la tarde. De haberlo sabido antes, me lo habría tomado con más calma y tal vez hubiese sido distinto. Pero ya no había marcha atrás. Tendría que esperar a una mejor ocasión.

Media hora después comimos juntos en la cocina, sin hablar demasiado, y le dije que había quedado con mis viejos amigos del pueblo para echar un partido de fútbol. Me puse el chándal, metí en una bolsa de deporte mi pequeña cámara digital, una gorra y unas gafas de sol para pasar desapercibido, y salí para cumplir con mi encargo como investigador privado de cuernos.

Continuará...

1 comentario - El Maestro Pollero (Parte 4)

pumar_halo
Pfff buenisimo el relato me encanto