Hola, me llamo Ángela, tengo 24 años y, hasta hace cuatro días, tenía novio. Ahora solo tengo un montón de mensajes de texto llorones de mis amigas y un vacío raro en el estómago que no sé si es tristeza o simple cabreo. Lucas, el genio, decidió que la víspera de Navidad era el momento perfecto para soltar el clásico "necesito encontrarme a mí mismo". Qué original. Por suerte, el timing me vino casi bien, porque tocaba la cena familiar de Año Nuevo, y mi madre me habría matado si llegaba con cara de funeral. Así que, me dije, "Angie, échale ganas. Es tiempo de estar con la familia, de reír, de comer hasta reventar. Y ya está".

Esa mañana, la del 31 de diciembre, me desperté con ese primer rayo de sol que promete calor más tarde. Me costó un montón salir de la cama, la verdad. Pero me levanté, me pasé las manos por la cara para despejarme y, como cualquier otro día en esta casa, no me di ni la pena de buscar una bata. ¿Para qué? Total, todos andan igual.
Bajé las escaleras medio dormida, solo en ropa interior y una sudadera negra. El suelo de madera estaba fresco bajo mis pies. Me dirigí a la cocina en busca de mi salvación matutina: el café.

Al llegar al umbral, la escena era la de siempre, pero esa mañana, con la luz del sol entrando a chorros por la ventana, la vi con otros ojos. Ahí estaba mi madre, Marisa, parada frente a la cafetera, con su cuerpo de curvas suaves y reales, en un conjunto de lencería de encaje color vino. El tanga se le marcaba perfecto bajo la tela. Y mi padre, Roberto, sentado a la mesa del desayuno leyendo el periódico en su ropa interior de siempre, unos boxers negros de algodón que dejaban bien claro que, a sus casi 50, el hombre seguía en forma.
Ni se inmutaron al verme. Mi madre solo volvió la cabeza y sonrió.
—Buenos días, mi vida. ¿Café?
—Sí, por favor, ma —murmuré, yendo directamente a la taza que ya me estaba esperando.
Mi padre levantó la vista un segundo, me guiñó un ojo y volvió al periódico.
—Hoy llegamos los tíos de Guadalajara —dijo mi madre, sirviéndose otra taza—. Y el pequeño Leo, que ya no debe ser tan pequeño, dicen que está hecho un hombre.
—Qué bien —dije yo, sin mucho entusiasmo, apoyándome en la encimera.
Miré a mis padres, tan cómodos en su piel, en su casa, en su… libertad. En mi casa siempre ha sido así. Cero complejos. Bajar en ropa interior, ducharse con la puerta abierta si hace calor, comentarios picantes a la hora de la cena. De pequeña me daba vergüenza cuando venían amigos, pero luego crecí y entendí que era nuestra normalidad. Confianza total. A fin de cuentas, el cuerpo es algo natural, ¿no?
Aunque, si soy completamente sincera, esa "naturalidad" a veces me llevó por caminos raros. Desde los quince, más o menos, empecé a… notarlos de otra manera. A mi madre, con sus formas que nunca se esconden. A mi padre, con esa seguridad tan masculina. Una vez, a esa edad, me desperté en mitad de la noche por unos ruidos. Eran ellos, en su habitación, al otro lado del pasillo. Los gemidos bajitos de mi madre, el jadeo de mi padre. Me quedé quieta en mi cama, escuchando, y una cosa llevó a la otra… y descubrí que aquel sonido, saber lo que estaban haciendo, me ponía. Mucho. Fue la primera vez que me tocé pensando en ellos. En cómo sería, en la pasión que debían tener. No era algo que me avergonzara, en realidad. Era más como un secreto caliente y retorcido que solo yo conocía. Una prueba de que, en esta casa de apariencia tan desenfadada, latía algo más intenso, más oscuro.
Mis pensamientos, justo cuando empezaban a ponerme un poco caliente, se cortaron de golpe por el timbre de la puerta principal. Ding-dong. Sonó fuerte y alegre, como anunciando que la paz de la mañana se había acabado.
—¡Serán ellos! —dijo mi mamá, secándose las manos en un trapo. Mi papá se levantó, estirándose como un gato grande, sin apuro.
Yo, todavía en mi ropa interior, me encogí de hombros. Total, aquí no era nada fuera de lo común. Fui yo la que abrió la puerta.
Ahí estaban. Mis tíos, Laura y Tomás, con sonrisas amplias y maletas. Y a su lado… caray. Ahí estaba Leo. Pero no el niño flacucho y desgarbado que recordaba de hace años. Este Leo era… diferente. Alto, casi a la par que su papá, con los hombros anchos que llenaban la camiseta y una postura un poco torpe, como si no supiera bien qué hacer con su cuerpo nuevo. Tenía el pelo oscuro un poco desordenado y unos ojos verdes que se clavaron en mí con una intensidad que casi me hizo dar un paso atrás.
—¡Angela, mi niña! —exclamó mi tía Laura, soltando la maleta para abrazarme con fuerza—. ¡Qué hermosa estás!
—Hola, tía, qué gusto verlos —dije, devolviendo el abrago. Salude a mi tío Tomás con un beso en la mejilla y un caluroso abrazo
Luego llegó el turno de Leo. Me acerqué con una sonrisa. Él parecía un poco hipnotizado. Sus ojos no iban a mi cara. Recorrieron, rápido pero claro, mi cuerpo: los tirantes del sujetador, la curva de mis pechos, mi cintura, mis piernas desnudas. Un rubor intenso le subió por el cuello hasta las orejas.
—Hola, Leo —dije, juguetona, poniendo una mano en su brazo—. ¡Wow, ya creciste! ¡Eres todo un hombrecito! —La frase salió un poco cursi, pero era la verdad—. Parece que fue ayer cuando jugábamos a las escondidas y tú llorabas porque siempre te encontraba.
Leo tragó saliva y finalmente logró mirarme a los ojos, aunque solo por un segundo.
—S… sí, lo recuerdo —murmuró, con una voz más grave de lo que esperaba, pero quebrada por los nervios—. Hola, prima.
Su incomodidad era tan evidente y tan dulce que sentí una punzada de diversión. Era obvio que no estaba para nada preparado para el nivel de "libertad doméstica" de nuestra casa.
—Pasen, pasen, no se queden en la puerta —dije, haciéndome a un lado.
Entraron todos. Los saludos en la cocina fueron un caos de besos, abrazos y exclamaciones. Mis tíos no parecieron sorprenderse al ver a mis papás casi desnudos; supongo que después de años ya están más o menos acostumbrados. Pero Leo… pobre Leo. Trataba de mirar al suelo, a la pared, a cualquier lugar que no fuera mi mamá en tanga o a mí casi igual. Se sentía como un ciervo asustado en medio de un safari nudista.
Cuando todos estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, ya con café para los recién llegados, mi mamá habló con toda naturalidad, mientras untaba mantequilla en una tostada.
—Angela, cariño, como sabes, la habitación de huéspedes solo tiene una cama individual. Y el sillón cama de la sala está muy viejo… —hizo una pausa dramática y me miró con esos ojos que saben que no voy a decir que no—. ¿Te importaría mucho compartir tu cuarto con Leo esta noche? Tú tienesa cama king, hay espacio de sobra. Es solo por hoy, hasta que mañana podamos arreglar algo.
Todos me miraron. Mis tíos con cara de "lo siento por la molestia". Mis papás con la seguridad de que diría que sí. Y Leo… Leo parecía a punto de desmayarse o de salir corriendo.
Sonreí, dulce como el azúcar. Era la oportunidad perfecta envuelta en un problema logístico.
—Claro, no hay problema, mamá —dije, encogiéndome de hombros como si fuera lo más normal del mundo compartir mi cama con mi primo adolescente que acababa de devorarme con la mirada—. Por mí, perfecto.
Todos soltaron un suspiro de alivio, menos uno. Leo tartamudeó, mirando fijamente su taza de café como si contuviera las respuestas al universo.
—E-esta bien… G-gracias, Angela —logró decir.
—¡Fantástico! —rugió mi padre, dando una palmada en la mesa—. Problema resuelto. ¿Más café para alguien?
Continuamos desayunando, la charla se llenó de los típicos temas familiares: el viaje, el trabajo de mis tíos, lo caro que está todo. Leo casi no hablaba, solo asentía o soltaba un "sí" o "no" cortante. Pero no podía evitar notar cómo, cada vez que me movía para alcanzar el azúcar o levantaba para servir más café, sus ojos me seguían. Era como tener un cachorro grande y un poco perdido mirándome.
Al terminar, mi mamá, que es una generala organizando estas cosas, empezó a repartir tareas para la cena de Año Nuevo.
—Roberto, tú te encargas del pavo y de la música. Tomás, ayúdalo con la parrilla para las guarniciones. Laura, conmigo en las ensaladas y la decoración…
Luego nos miró a Leo y a mí.
—Angela, tú haces el postre. Tu flan napolitano es una maravilla. Leo, tú le ayudas. Necesitas aprender a hacer algo más que calentar pizza congelada.
Leo asintió, todavía un poco colorado, pero con una chispa de interés en los ojos.
—Claro, tía.
Pusimos manos a la obra con el flan. Le explicaba los pasos a Leo, pero su atención estaba en otra parte. Cada movimiento mío era vigilado. Y él, torpe pero determinado, empezó a buscar contacto.
El primer roce fue al pasar junto a él para tomar la vainilla. Su antebrazo, cálido y firme, se deslizó contra el mío. Fue breve, pero deliberado. No se disculpó.
—El azúcar —dije, y al girar para alcanzarla, mi cadera rozó su muslo. Él no se apartó. Sentí la tensión en su cuerpo a través de la tela de su pantalón.
El verdadero juego empezó cuando me incliné para prender el horno. Sus dedos, supuestamente buscando apoyo en el mesón, rozaron la parte trasera de mi muslo, justo bajo la tela de mis bragas. Un toque eléctrico, fugaz, que me hizo contener la respiración.

—Perdón —murmuró, pero su voz sonaba ronca, no arrepentida.
—No te preocupes —respondí, sin mirarlo, sabiendo que mi sonrisa lo volvería loco.
El momento más claro fue al girar con la lata de leche condensada. Mi trasero, casi al descubierto, chocó de lleno contra su entrepierna. Allí no había duda. A través de sus jeans, sentí la firme y gruesa evidencia de su excitación. Se quedó quieto, pegado a mí por un instante que se sintió eterno, antes de apartarse con un leve movimiento de cadera.
—Es… que hay poco espacio —tartamudeó, el rubor subiéndole hasta las orejas.
—Sí, está un poco apretado aquí —dije, con un tono inocente que no coincidía con la mirada lenta que le lancé, recorriendo su cuerpo de arriba abajo.
La tensión en la cocina era más espesa que la mezcla del flan. Cada roce accidental era una caricia deliberada. Cada disculpa, una confesión. Y a mí, lejos de molestarme, me encendía. Después del golpe a mi ego, esta admiración cruda y física de Leo, este deseo que no podía ocultar, era justo lo que necesitaba. Era poder puro, dulce y prohibido, y con cada roce sentía cómo ese poder se afianzaba más en mis manos.
Decidí que era el momento perfecto para subir la apuesta. Después de esos roces en la cocina, la tensión era una cuerda floja y yo quería bailar en ella.
—Oye, Leo —dije, recogiendo mi taza de café vacía—, ¿por qué no subes tus cosas y te enseño el cuarto? Así te acomodas y no andamos corriendo luego.
Él asintió, tragando saliva. —Sí, está bien.
Subimos juntos. Mi cuarto era amplio, luminoso, y en el centro reinaba mi cama king size, con su edredón gris y un montón de cojines. Señalé hacia ella.
—Ahí es donde vamos a ganar la batalla contra el cansancio —dije, con un tono casual que contrastaba con lo sugerente de mis palabras—. Es enorme, cabemos los dos sin ni siquiera rozarnos… si es eso lo que quieres. —Le lancé una mirada de reojo. Él volvió a ponerse colorado—. Puedes dejar tus cosas en ese mueble, ahí está vacío.
Mientras él empezaba a sacar ropa de su mochila, yo fingí normalidad. Agarré mi toalla más suave y un camisón limpio.
—Voy a darme una ducha rápida, todo ese azúcar del flan me dejó pegajosa —anuncié, y entré al baño que estaba conectado a mi habitación, cerrándola, pero no del todo. Dejé una rendija de unos dos centímetros. Suficiente.
El agua caliente cayó sobre mí, relajando mis músculos pero no mi mente. Estaba calculando. Y entonces, como por arte de magia, recordé que había dejado mi acondicionador sin perfume en mi tocador. Perfecto.
Apagué el agua, me envolví la toalla alrededor del cuerpo, dejando mis hombros y piernas al descubierto, y salí del baño con pasos silenciosos, el pelo goteando.
Y ahí lo vi.
Leo estaba de espaldas a mí, plantado justo frente a mi cómoda. Pero no estaba guardando su ropa. Había abierto mi cajón de ropa interior. Tangas, bragas de encaje, colores oscuros y claros, todos desparramados un poco. Y en su mano, apretada contra su cara, tenía una de mis tangas negras.
Sus pantalones deportivos y su ropa interior estaban bajados hasta los tobillos. Y entre sus piernas, completamente expuesta, latía su verga. No era solo grande para un adolescente; era enorme. Fácilmente unos 17 centímetros, pero era el grosor lo que me dejó boquiabierta. Ancha, palpitante, con las venas marcadas, y un hilo de líquido preseminal brillando en la punta. Se estaba masturbando con movimientos firmes y urgentes, oliendo mi tanga como si fuera el elixir más preciado, completamente perdido en su propio mundo prohibido.
Una oleada de calor húmedo e instantáneo me inundó entre las piernas. Me mojé allí mismo, viéndolo. Era la imagen más perversa y excitante que había visto en mi vida. No sentí rabia, ni vergüenza. Sentí poder absoluto. Y supe que tenía que jugar con eso.
Me deslicé de vuelta al baño, sin hacer ruido. Esta vez, dejé la puerta claramente entreabierta, unos buenos cinco centímetros. Me metí bajo el chorro de agua nuevamente, el corazón latiéndome en el pecho. Entonces, con una sonrisa que él no podía ver, dejé caer mi botella de shampoo al suelo de la ducha.
¡PLAF!
El sonido fue perfecto, fuerte y seco, imposible de ignorar.
Conté mentalmente. Uno… dos… tres…
Y ahí estaba. A través del velo de agua caliente y el vapor, vi la sombra en la rendija de la puerta. Se había acercado. Estaba mirando.
Actué de inmediato. Con un movimiento exagerado, me di la vuelta, dándole la espalda a la puerta. Sabía que mi silueta se recortaría contra la luz del baño. Empecé a enjabonarme lentamente, teatralmente. Me puse una buena cantidad de espuma en las manos y comencé a masajearme las nalgas con movimientos circulares, lentos, sensuales. Me incliné un poco, arqueando la espalda para ofrecerle la vista completa, separando un poco las piernas. Froté la espuma en el pliegue entre mis nalgas, bajando hasta rozar, solo de pasada, el lugar que ahora latía con necesidad. Moví mis caderas en un leve balanceo, un baute lento y provocador, sabiendo que cada movimiento lo estaría volviendo loco.

Fingí estar absorta en mi baño, tarareando bajito, como si fuera la persona más inocente del mundo. Pero toda mi atención estaba puesta en esa rendija de puerta, en saber que sus ojos verdes estaban clavados en mí, que su verga enorme y dura seguramente palpitaba en su mano, y que estaba a punto de cruzar un punto de no retorno… y que yo iba a ser la que lo llevara de la mano.
De pronto, justo cuando estaba en medio de mi show acuático, escuché unos pasos firmes subiendo las escaleras y la voz de mi papá preguntando: "¿Angela? ¿Todo bien ahí arriba? Se escuchó un golpe".
El hechizo se rompió. A través de la rendija, vi la sombra de Leo alejarse de un salto, seguido por el sonido apagado pero rápido de sus pies en la alfombra, la puerta de mi cuarto abriéndose y cerrándose suavemente. Se había ido.
Una mezcla de frustración y excitación aún más intensa se apoderó de mí. Estaba tan cerca... tanto de mi propio límite como del suyo. Necesitaba alivio, pero no quería alcanzarlo sola, no después de eso. Me toqué rápidamente bajo el agua, los dedos buscando ese clímax que se me escapaba, pero mi mente estaba demasiado acelerada, demasiado enfocada en él, y el orgasmo se negó a llegar. Maldije en silencio.
Salí de la ducha, secándome con movimientos bruscos. No, esto no podía quedar así. Si Leo iba a huir, yo iba a hacer que la tentación lo siguiera. Abrí mi cajón y elegí la prenda más mínima e insinuante que tenía: una tanga roja de hilo dental. Cuando me la puse, la delgadísima tira de tela desapareció por completo entre mis nalgas, dejando al descubierto casi todo. Me puse un sujetador a juego, que apenas cubría mis pechos y realzaba el escote. Era como llevar casi nada, pero el casi era lo que importaba.

Salí de mi cuarto con cautela. Abajo, en la sala, se oían las risas y la música de mis papás y tíos, ya más relajados. Pasé de puntillas, pegada a la pared, y logré llegar a la cocina sin que nadie me viera.
Y ahí estaba él. Sentado en un taburete de la isla, con la cabeza gacha, mirando fijamente su celular como si fuera el objeto más fascinante del mundo. Pero su postura estaba tensa. Parecía un animal asustado.
—Hey —dije, apoyándome en el marco de la puerta.
Levantó la vista. Sus ojos se abrieron como platos, recorriendo mi cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en el triángulo rojo de la tanga que apenas velaba mi pubis, en la curva de mis pechos en el sujetador. Parecía que le hubieran quitado el aire. No pudo decir nada. Solo tragó saliva, con un sonido audible.
—Tuve que bajar así —continué, caminando lentamente hacia la estufa con una calma que no sentía— porque de repente me acordé… no apagué bien la hornilla del flan. Se nos puede quemar.
Me agaché frente al horno, deliberadamente encarando mi trasero hacia él. Sabía exactamente lo que veía: las dos mitades de mis nalgas casi completamente desnudas, separadas solo por esa línea roja infinitamente delgada que se hundía en mi intimidad. Me tomé mi tiempo, ajustando un botón que ni siquiera necesitaba ajustar. Luego, con un paño, abrí la puerta del horno y saqué la fuente con el flan perfectamente dorado. El aroma a caramelo y vainilla llenó la cocina.

Lo puse sobre la mesa, justo frente a él.
—¿A qué huele delicioso, no? —dije, limpiándome las manos de forma teatral en mi toalla—. ¿No se te antoja probarlo?
Él seguía mudo, pero su mirada era una confesión. No estaba mirando el flan.
Sonreí, picara.
—Vaya, Leo, debes tener mucha hambre —dije, y luego bajé la voz a un susurro cargado de malicia—. Estás babeando… ¿por el flan?
Su rubor fue instantáneo. Me acerqué más, hasta que estuve a un lado de su taburete. Me incliné, mi pecho rozando su brazo, y acerqué mis labios a su oído. Mi aliento cálido acarició su piel cuando susurré, lenta y seductoramente:
—Tal vez… en la noche… sí puedas probarlo.
Antes de que pudiera reaccionar, le di un beso rápido pero firme en la mejilla. Mis labios se posaron en su piel caliente, y sentí un temblor recorrer todo su cuerpo.
No pasó nada fuera de lo común el resto de la tarde. El ambiente era de preparativos y anticipación festiva. Más tarde, me puse el arma final: un vestido negro, corto y de un tejido tan fino que era casi transparente. Sin ropa interior, por supuesto. Cada curva, cada sombra de mi cuerpo se insinuaba bajo la tela. Mis papás, al verme, solo sonrieron con aprobación ("¡Esa es mi hija!"), y fueron a cambiarse ellos también, seguidos por mis tíos y por Leo, que casi tropieza al subir las escaleras de tanto mirarme.

La cena de Nochevieja fue exactamente lo que esperaba: ruidosa, llena de comida, brindis cursis, risas de mis tíos contando anécdotas antiguas y mis papás haciendo chistes subidos de tono como siempre. Pasada la medianoche, con el Año Nuevo ya oficialmente estrenado, las botellas de licor y vino circularon con más libertad. Para las 3 de la mañana, el ambiente estaba relajado y borroso. Mis padres y mis tíos, bastante tomados, se reían a carcajadas en el sofá, despreocupados y felices.
—Angela, mi amor —dijo mi mamá, con la voz pastosa y una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Por qué no subes a tu cuarto? Llévate a tu primo, que el pobre bosteza cada dos segundos.
Todos rieron. Leo, que estaba en un sillón cercano, se puso colorado, pero no negó el cansancio. Sus ojos, vidriosos por el alcohol, se encontraron con los míos. La invitación era perfecta.
—Claro, mamá —dije, levantándome con una elegancia un poco tambaleante que no era del todo actuada—. Vamos, Leo, que parece que te van a cargar los zapatos.
Me acerqué a él y, sin darle opción, le tomé la mano. Sus dedos eran cálidos y se cerraron alrededor de los míos con una presión intensa. Lo guié por las escaleras, sintiendo su mirada clavada en mi espalda, en la forma en que el vestido se pegaba a mis nalgas con cada paso.
Una vez dentro de mi habitación, cerré la puerta. El ruido de la fiesta se convirtió en un murmullo lejano. La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la luz de la luna que entraba por la ventana.
Me solté de su mano y me giré hacia él.
—Uf, qué noche —suspiré, y sin más preámbulos, me llevé las manos a la espalda y desabroché el cierre del vestido. La tela negra y ligera se deslizó por mi cuerpo como una segunda piel y cayó en un susurro a mis pies. Me quedé completamente desnuda frente a él, sin pudor alguno, la piel brillando pálida en la oscuridad.

Leo contuvo el aliento. Sus ojos, ahora completamente despiertos a pesar del alcohol, recorrieron cada centímetro de mi cuerpo con una hambre que ya no disimulaba.
—Perdón —dije con una sonrisa pequeña, fingiendo un arrepentimiento que no sentía—. Es que generalmente duermo así, desnuda. Espero que no te moleste.
Él negó con la cabeza, tan rápido que parecía que iba a lastimarse el cuello. Su voz sonó ronca, arrastrada por el deseo y el licor.
—Claro que no, está bien —tragó saliva—. De hecho… yo también duermo así. Desnudo.
Y entonces, comenzó a desvestirse. No con mi teatralidad, sino con una urgencia torpe y hermosa. Se quitó la camisa, revelando un torso más definido de lo que imaginaba. Luego, sus manos bajaron al cinturón, lo desabrocharon, y el pantalón cayó junto a sus zapatos.
Y ahí estaba. Su enorme verga, ya completamente erecta y palpitante, quedó libre, apuntando hacia mí como un imán. A la tenue luz, podía ver cada detalle: el grosor impresionante, las venas marcadas, la cabeza oscura y húmeda. Latía con un ritmo propio.
Estábamos ahora a apenas unos centímetros de distancia, completamente desnudos el uno frente al otro. El aire en la habitación era eléctrico, cargado con el olor a alcohol, a su colonia barata y a mi propio perfume. Yo podía sentir el calor que emanaba de su piel, y la humedad entre mis piernas era ahora un río indomable. Mi vagina, empapada y palpitante, estaba a un suspiro de ese miembro que había obsesionado mi mente todo el día. No había más barreras. Solo la promesa del roce, del calor, del tabú a punto de consumarse.
Vaya, primo —dije, mi voz un susurro cargado de malicia y admiración, mientras mis ojos bajaban deliberadamente hacia su entrepierna—. Tienes una verga muy grande, Leo.
Él se sonrojó de golpe, como si le hubieran prendido fuego a las mejillas. Tragó saliva, visiblemente abrumado.
—Y tú… tú eres muy linda también, prima —logró balbucear, su mirada escapándose hacia mis pechos apenas cubiertos.
—¿Lindas? —repetí, con una risa baja—. Apuesto a que mis nalgas se ven mucho mejor así, de cerca, sin la cortina de vapor del baño… ¿o no? —Lo confronté directamente, sin darle espacio para la ficción.
Su mirada se llenó de pánico por un segundo. Tragó de nuevo, la voz quebrada.
—Per… perdón. Yo no sabía, prima. De verdad fue un accidente, yo solo… escuché el ruido y pensé que… —empezó a soltar una ráfaga de excusas nerviosas, las manos moviéndose sin rumbo.
No le dejé terminar. Di un paso adelante, cerrándole la boca con mi proximidad. Ahora estábamos a solo un centímetro de distancia. Y lo sentí, duro e insistente, presionando contra la delgada tela de mi tanga roja y mi abdomen. La evidencia física de su deseo, a pesar de sus palabras de disculpa, era innegable y deliciosamente grande.
—Shhh —siseé, acercando mis labios a los suyos, mi aliento mezclándose con el suyo, que era rápido y caliente—. Cállate. No quiero escusas.
Mis ojos se clavaron en los suyos, verdes y llenos de confusión y una lujuria que ya no podía contener.
—Lo único que quiero saber —continué, bajando la voz hasta convertirla en un roce sensual, mientras una de mis manos se deslizaba por su pecho— es qué tan profundo llega esa verga tuya… dentro de mí.
Sus ojos se abrieron completamente, una mezcla de shock y deseo puro destellando en ellos. No hubo más palabras.
Cerrando la distancia final, capturé sus labios con los míos. No fue un beso tierno o exploratorio. Fue apasionado, urgente, cargado de toda la tensión del día, del voyerismo del baño, de los roces en la cocina, de mi provocación. Abrí mi boca, invitando, exigiendo. Al principio él se quedó rígido, paralizado por el impacto, pero entonces algo se rompió dentro de él. Un gruñido bajo surgió de su garganta y respondió al beso con la misma intensidad.
Sus manos, torpes pero fuertes, encontraron mis caderas y me atraparon contra él, apretándome de forma que sentí toda la longitud de su erección marcándose contra mí. Mi propia lengua se enredó con la suya, saboreando el sabor a café y a deseo prohibido. Besé como si fuera la última vez, con las uñas clavándose levemente en su espalda a través de la camiseta, arrastrándolo más cerca, borrando cualquier última ilusión de inocencia o accidente.
Pero yo no quería solo besos. Rompí el contacto bruscamente, dejándolo jadeando. Sus labios estaban hinchados, sus ojos vidriosos.
Sin decir una palabra, bajé de mi posición frente a él. Me arrodillé en el frío suelo de la cocina, justo entre sus piernas, que él abrió instintivamente. Mis manos encontraron el botón de sus jeans y, con movimientos rápidos y seguros, lo desabroché y bajé la cremallera. Su ropa interior, empapada de preseminal, ofrecía poca resistencia. La aparté, y su verga saltó hacia mí, imponente, palpitando en el aire.
Era aún más impresionante de cerca. Los 17 centímetros de longitud eran una cosa, pero el grosor era desafiante. La cabeza, de un color violáceo intenso, ya brillaba húmeda. Un hilo de líquido transparente conectaba la punta con su pubis.
—Dios mío —susurré, más para mí que para él, antes de lamer lentamente esa gota de liquido preseminal. Era salado, masculino, excitante.
Luego, sin más preámbulos, envolví los labios alrededor de la punta. Él gimió, un sonido gutural que salió desde lo más hondo. Empecé a chupar, usando mi lengua para masajear la sensible cabeza, mis manos acariciando la base y sus testículos. Sus gemidos se hicieron más fuertes, sus dedos se enredaron con más fuerza en mi pelo, no guiándome, sino aferrándose como a un salvavidas.
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—Así… así, prima… mierda… —jadeaba.
Quería darle más. Tomé más de él en mi boca, descendiendo por su tronco, pero el grosor era un desafío. Mis mejillas se hundían intentando acomodarlo. Llegó un punto en que, a pesar de mi esfuerzo, no podía tomar más sin ahogarme. La parte posterior de mi garganta rozaba la punta. Intenté bajar un poco más, forzando, y desencadené un reflejo involuntario.
¡Arc! Una arcada seca y húmeda me sacudió. Salí tosiendo por un instante, con los ojos llorosos, una hilera de saliva conectando mis labios con su verga ahora brillante.
—Lo siento —logré decir, con la voz ronca.
Pero Leo no parecía molesto. Al contrario. Su expresión era de éxtasis puro. —No… no pares… por favor —suplicó, jadeando.
Esa súplica me encendió aún más. Volví a la carga, con determinación. Esta vez no intenté tragármela toda de una vez. En su lugar, usé mis manos. Enrollé un puño alrededor de la base que mi boca no podía cubrir, sincronizando los movimientos. Subía y bajaba mi cabeza, chupando fuerte la parte que cabía, mientras mi puño subía y bajaba por el resto, esparciendo su propia humedad. El sonido era obsceno, húmedo, el de mis esfuerzos y sus gemidos incontrolables. Cada vez que la punta rozaba mi garganta y provocaba otra arcada leve, él gruñía más fuerte, sus caderas comenzaban a empujar suavemente, buscando más profundidad.
Estaba perdiendo el control, y yo estaba allí, de rodillas en la cocina de mi casa, con mi familia a unos metros de distancia, siendo la razón de cada uno de esos sonajes. Era el poder más intoxicante que había sentido jamás. Y apenas estaba comenzando.
Después de llenar su verga de mi saliva, saboreando su tamaño y su textura, me puse de pie. No dije nada. Solo le tomé de la mano y lo guié hacia la cama. Con una mirada que no dejaba lugar a dudas, me puse en cuatro, apoyándome en mis codos. Arqueé la espalda todo lo que pude, presentándole mis nalgas, ofreciéndome. La delgada tira de la tanga roja, empapada ahora, se hundía como una marca entre mis labios, que estaban completamente abiertos y palpitantes.
—Ven —susurré, moviendo las caderas en un círculo lento y obsceno—. Te estoy esperando.
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Leo, aún con esa mezcla de nerviosismo y lujuria desbordada, se acercó. Se arrodilló detrás de mí. Sentí el calor de su cuerpo primero, luego la punta de su verga, enorme y empapada, buscando a tientas la entrada. Rozó mis labios, deslizándose arriba y abajo, mojándome aún más con su precum y mi saliva, torturándome con la fricción justo donde más la necesitaba.
—Ay, Dios… —gemí, enterrando la cara en las sábanas—. No me tortures, Leo. Métela. Métela rápido.
Esa fue la orden que rompió su última reserva. Con un gruñido bajo, más animal que humano, agarró mis caderas con fuerza y empujó.
Su verga, tan ancha que casi sentí que me abría en dos, entró de una vez, llenándome por completo hasta el fondo. Un grito ahogado, gutural, escapó de mi garganta.
—¡Ah, mierda! —grité, sin poder contenerlo—. ¡Sí! ¡Así!
Él se quedó quieto por un segundo, como mareado por la sensación, por lo apretado y caliente que estaba.
—¿Te… te gusta? —preguntó, con la voz quebrada por el esfuerzo.
—Me encanta —jadeé, empujando mis caderas hacia atrás contra él—. Estás enorme… me llenas toda. Ahora muévete, primo. Fóllame.
Obedeció. Comenzó a bombear, al principio con movimientos torpes y rápidos, pero que pronto encontraron un ritmo profundo y devastador. Cada embestida hacía que mi cuerpo se estremeciera, que mis pechos se balancearan y que un nuevo gemido saliera de mis labios.

—¡Sí, ahí! —grité cuando encontró un ángulo que rozó un punto interno que me hizo ver estrellas—. ¡No pares!
—Angela… —gemía él a mi espalda, sus manos apretando mis caderas con más fuerza—. Estás tan apretada… tan caliente…
—¿Y a ti te gusta? —pregunté, volviendo la cabeza para mirarlo entre jadeos—. ¿Te gusta follar a tu prima?
—¡Sí! —gritó él, y su ritmo se volvió más frenético, más posesivo—. ¡Sí, me encanta! Eres… eres increíble.
Los gemidos se mezclaron con el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando, con el crujido de la cama. Ya no había vergüenza, solo necesidad pura. Él me follaba como si llevara toda la vida esperando este momento, y yo lo recibía como si fuera el único hombre del mundo que podía saciar esta hambre nueva y feroz que había descubierto.
—Voy a… voy a acabar —advirtió él, con los dientes apretados.
—Adentro —ordené yo, sin pensarlo dos veces—. Acaba dentro, Leo. Dame todo.
Esa última frase fue su perdición. Con un gemido largo y tembloroso, se hundió hasta el fondo y se quedó rígido. Sentí el chorro caliente de su semen llenándome, una oleada tras otra, mientras sus caderas temblaban contra las mías. La sensación me llevó al borde a mí también, y con unos cuantos roces más de su cuerpo contra el mío, exploté en un orgasmo que me dejó temblando y sin aliento, colapsando sobre la cama con él encima de mí, ambos cubiertos de sudor y jadeando en la oscuridad.
Leo no paró. Siguió bombeando su verga adentro de mí con una fuerza que me quitaba el aliento, cada embestida más profunda, más posesiva. Sus manos me agarraban de las caderas con tanta fuerza que seguro me dejarían moretones, pero me encantaba. Sentía el golpe de sus huesos contra los míos, el sonido húmedo y obsceno de nuestros cuerpos chocando, sus gemidos roncos en mi oído. Era justo lo que había querido, lo que mi fantasía más retorcida necesitaba: que me follaran sin contemplaciones, que me usaran.
—¡Sí, así, duro, más duro! —le jadeaba, clavándole las uñas en la espalda.
Y entonces lo sentí. Un temblor profundo que recorrió todo su cuerpo, su verga palpitó violentamente dentro de mí, y un chorro de semen caliente llenó mi coño. Una ola de placer tan intensa que me hizo gritar bajito, arqueándome contra él.
—Dios… qué rico se siente —suspiré, casi sin aliento, sintiendo cómo su leche caliente empezaba a escurrirme por los muslos.
Leo se desplomó sobre mí, todo su peso encima, jadeando como si hubiera corrido una maratón. Luego rodó hacia un lado, cayendo boca arriba en la cama, completamente agotado.
—Eso… eso fue increíble —murmuró, pasándose un brazo por la frente sudorosa. Luego, una sombra de preocupación cruzó su rostro—. Espero que… que nadie nos haya escuchado.
Yo me acosté de costado junto a él, apoyando la cabeza en su pecho, que subía y bajaba rápidamente.

—No te preocupes —dije, trazando círculos en su piel con un dedo—. Con el ruido de la música y la fiesta, nadie escuchó nada.
Le di un beso lento y húmedo en los labios, saboreando nuestro sudor mezclado. Luego me puse de pie, sintiendo cómo su semen me corría por las piernas. Una sensación deliciosamente sucia.
—Voy a asegurarme de que todo esté bien —dije, recogiendo mi camisón del suelo y envolviéndomelo sin preocuparme por tapar nada.
Salí de mi cuarto y me deslicé silenciosamente por el pasillo hasta la parte superior de las escaleras. Desde ahí, tenía una vista clara de la sala de estar, ahora solo iluminada por las luces del árbol de Navidad y la pantalla del televisor apagado.
Y lo que vi me hizo congelar la sonrisa en los labios, no por sorpresa, sino por una confirmación perversa.
Ahí, en el gran sofá de piel, estaba mi madre. Montada encima de mi tío Tomás, moviéndose con un ritmo lento y sensual, su espalda arqueada, los pechos al aire. Mi tío tenía las manos agarrando sus nalgas, ayudándole en cada movimiento. Y a su lado, sentado en un sillón, estaba mi padre, Roberto. No dormido. No indiferente. Estaba allí, completamente desnudo también, con una expresión de concentración intensa en el rostro, mirando fijamente cómo su esposa follaba a su cuñado. Y arrodillada entre sus piernas, estaba mi tía Laura, la madre de Leo, con la cabeza moviéndose arriba y abajo, chupando la verga erecta de mi padre con dedicación.
Una carcajada silenciosa me sacudió por dentro. "Estos pervertidos" pensé, sin un ápice de juicio, solo con un reconocimiento cómplice. El círculo estaba completo. Mi aventura con Leo no era una anomalía. Era solo la punta más joven del iceberg. Era el verdadero espíritu navideño de esta familia.
Sonreí, genuinamente divertida, y me retiré sin hacer ruido.
Regresé a mi cuarto. Leo ya se había sentado en la cama, recostado contra la cabecera, todavía desnudo. Su verga, ahora flácida, colgaba entre sus piernas, pero incluso en reposo, se veía grande, prometedora.
—¿Todo bien? —preguntó, con un dejo de ansiedad aún.
Me acerqué a la cama con una sonrisa lenta y peligrosa.
—Todo está más que bien, primo —dije, mi voz un susurro cargado de intenciones—. No deberías preocuparte por si nos escucharon… —Empecé a gatear por la cama hacia él, moviendo las caderas de manera exagerada—. Deberías preocuparte por otra cosa.
—¿Por qué? —preguntó él, sus ojos siguiendo cada uno de mis movimientos.
Llegué hasta entre sus piernas. Lo miré directamente a los ojos.
—Por tenerme satisfecha toda esta noche —dije, y sin apartar la mirada, bajé la cabeza.
Mi boca encontró su verga aún sensible. Estaba suave, cálida, y todavía olía a sexo y a mí. La besé suavemente, primero en la punta, luego a lo largo de todo el tronco. Sentí cómo empezaba a palpitar bajo mis labios. Abrí la boca y lentamente, tomé la cabeza entre mis labios, chupando con suavidad, saboreando los restos de nuestro encuentro.
Un gemido profundo escapó de la garganta de Leo. Sus manos se enterraron en mi cabello, no para guiarme, sino como si necesitara anclarse a algo. Yo solo sonreí, con su miembro entre mis labios, y continué, decidida a despertar de nuevo a la bestia que acababa de empezar a domar. La noche era larga, y mi familia… bueno, mi familia claramente no iba a interrumpirnos.

El resto de la noche después de que todos se fueran a dormir fue… una locura. No fue solo una vez. Fue como si Leo, después de soltarse, no pudiera parar. Y yo, la verdad, tampoco quería.
Empezó torpe, en mi cama, con esos besos urgentes y desesperados. Pero le enseñé. Le dije qué me gustaba, cómo me gustaba. Y él aprendía rápido, dios, qué rápido.
La primera vez fue arriba de él, cabalgándolo. Quería tener el control, ver su cara mientras entraba en mí. Estaba tan grande y tan duro que me hizo gritar bajito al clavarlo todo. Me moví lento al principio, después más rápido, y cuando sentí que se le tensaba todo el cuerpo y empezaba a temblar, me agaché y le mordí el cuello. “Córrete dentro, primo”, le susurré en el oído. Y lo hizo. Un chorro caliente que me llenó por dentro y me hizo venir yo también, retorciéndome encima de él.
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Después, cuando ya habíamos descansado un poco y estábamos otra vez calientes, le di la espalda. Me puse a cuatro patas y le ofrecí mi culo. Él no dudó. Me agarró de las caderas y me empotró contra la pared con cada embestida. Ese fue el turno de mis nalgas. “En el culo, Leo, píntamelo”, le jadeé. Y el muy cerdo se corrió otra vez, dejando mi piel blanca llena de su semen caliente.
Pero no bastaba. Quería probarlo. Así que lo empujé para que se recostara y, sin decir nada, me deslicé entre sus piernas. Esa verga enorme y todavía húmeda se erguía frente a mi cara. Me la llevé a la boca entera, chupándola como si fuera un helado. El sabor era salado y a mí, a nosotros. Él gimió y enterró los dedos en mi pelo, empujando sin querer. Le encantó. Y cuando empezó a gemir más fuerte, apreté y aceleré. “En la boca”, fue todo lo que dije. Y él explotó, llenándome la garganta hasta que me la tragué toda.
Así seguimos, cambiando de posición, probando, riéndonos en bajito. En el sillón de mi cuarto, conmigo sentada en su regazo. De lado en la cama, con sus piernas enredadas en las mías. Cada vez que él se corría, en donde fuera, sentía que ganaba. Era mi trofeo, mi prueba de que esto estaba pasando, de que yo tenía este poder sobre él.
Nos quedamos dormidos dios sabe a qué hora, cuando el cielo empezaba a aclarar. Estábamos hechos un desastre, sudados, pegados, totalmente desnudos y con las sábanas revueltas.
Al despertar, la luz del día ya entraba fuerte por la ventana. Me dolía todo el cuerpo, pero de una buena manera. Me moví un poco y sentí a Leo respirando profundo a mi lado. Luego, el roce inconfundible: su verga, otra vez dura como una piedra, presionando contra mi muslo. El chico tenía una energía inagotable.
Abrí un ojo. Él también estaba despierto, mirándome con esos ojos verdes llenos de asombro y de un deseo que ya no trataba de esconder.
Una sonrisa lenta se dibujó en mis labios, que todavía sentían un poco doloridos.
—Bueno… feliz año nuevo, primo —dije, mi voz ronca por la noche y por todo lo que habíamos hecho.
Y sin esperar respuesta, me deslicé bajo las sábanas, bajando por su cuerpo, y volví a tomar con mis labios esa verga que ya parecía ser mía. Él gimió, y sus manos volvieron a encontrarse en mi pelo.
El primer día del año empezaba igual que había terminado la noche: con el sabor prohibido de mi primo en mi boca.

🎆✨ ¡FELIZ AÑO NUEVO, FAMILIA DE LECTORES! ✨🎆
El próximo año promete... y mucho. Más tensión, más seducción, más secretos familiares destapados y más dinámicas que harán que se les acelere el pulso. ¡Tenemos un montón de ideas prohibidas cocinandose!
Así que no se despeguen, síganme dejen comentarios y puntos
¡Nos leemos en el 2026! 🖤

Esa mañana, la del 31 de diciembre, me desperté con ese primer rayo de sol que promete calor más tarde. Me costó un montón salir de la cama, la verdad. Pero me levanté, me pasé las manos por la cara para despejarme y, como cualquier otro día en esta casa, no me di ni la pena de buscar una bata. ¿Para qué? Total, todos andan igual.
Bajé las escaleras medio dormida, solo en ropa interior y una sudadera negra. El suelo de madera estaba fresco bajo mis pies. Me dirigí a la cocina en busca de mi salvación matutina: el café.

Al llegar al umbral, la escena era la de siempre, pero esa mañana, con la luz del sol entrando a chorros por la ventana, la vi con otros ojos. Ahí estaba mi madre, Marisa, parada frente a la cafetera, con su cuerpo de curvas suaves y reales, en un conjunto de lencería de encaje color vino. El tanga se le marcaba perfecto bajo la tela. Y mi padre, Roberto, sentado a la mesa del desayuno leyendo el periódico en su ropa interior de siempre, unos boxers negros de algodón que dejaban bien claro que, a sus casi 50, el hombre seguía en forma.
Ni se inmutaron al verme. Mi madre solo volvió la cabeza y sonrió.
—Buenos días, mi vida. ¿Café?
—Sí, por favor, ma —murmuré, yendo directamente a la taza que ya me estaba esperando.
Mi padre levantó la vista un segundo, me guiñó un ojo y volvió al periódico.
—Hoy llegamos los tíos de Guadalajara —dijo mi madre, sirviéndose otra taza—. Y el pequeño Leo, que ya no debe ser tan pequeño, dicen que está hecho un hombre.
—Qué bien —dije yo, sin mucho entusiasmo, apoyándome en la encimera.
Miré a mis padres, tan cómodos en su piel, en su casa, en su… libertad. En mi casa siempre ha sido así. Cero complejos. Bajar en ropa interior, ducharse con la puerta abierta si hace calor, comentarios picantes a la hora de la cena. De pequeña me daba vergüenza cuando venían amigos, pero luego crecí y entendí que era nuestra normalidad. Confianza total. A fin de cuentas, el cuerpo es algo natural, ¿no?
Aunque, si soy completamente sincera, esa "naturalidad" a veces me llevó por caminos raros. Desde los quince, más o menos, empecé a… notarlos de otra manera. A mi madre, con sus formas que nunca se esconden. A mi padre, con esa seguridad tan masculina. Una vez, a esa edad, me desperté en mitad de la noche por unos ruidos. Eran ellos, en su habitación, al otro lado del pasillo. Los gemidos bajitos de mi madre, el jadeo de mi padre. Me quedé quieta en mi cama, escuchando, y una cosa llevó a la otra… y descubrí que aquel sonido, saber lo que estaban haciendo, me ponía. Mucho. Fue la primera vez que me tocé pensando en ellos. En cómo sería, en la pasión que debían tener. No era algo que me avergonzara, en realidad. Era más como un secreto caliente y retorcido que solo yo conocía. Una prueba de que, en esta casa de apariencia tan desenfadada, latía algo más intenso, más oscuro.
Mis pensamientos, justo cuando empezaban a ponerme un poco caliente, se cortaron de golpe por el timbre de la puerta principal. Ding-dong. Sonó fuerte y alegre, como anunciando que la paz de la mañana se había acabado.
—¡Serán ellos! —dijo mi mamá, secándose las manos en un trapo. Mi papá se levantó, estirándose como un gato grande, sin apuro.
Yo, todavía en mi ropa interior, me encogí de hombros. Total, aquí no era nada fuera de lo común. Fui yo la que abrió la puerta.
Ahí estaban. Mis tíos, Laura y Tomás, con sonrisas amplias y maletas. Y a su lado… caray. Ahí estaba Leo. Pero no el niño flacucho y desgarbado que recordaba de hace años. Este Leo era… diferente. Alto, casi a la par que su papá, con los hombros anchos que llenaban la camiseta y una postura un poco torpe, como si no supiera bien qué hacer con su cuerpo nuevo. Tenía el pelo oscuro un poco desordenado y unos ojos verdes que se clavaron en mí con una intensidad que casi me hizo dar un paso atrás.
—¡Angela, mi niña! —exclamó mi tía Laura, soltando la maleta para abrazarme con fuerza—. ¡Qué hermosa estás!
—Hola, tía, qué gusto verlos —dije, devolviendo el abrago. Salude a mi tío Tomás con un beso en la mejilla y un caluroso abrazo
Luego llegó el turno de Leo. Me acerqué con una sonrisa. Él parecía un poco hipnotizado. Sus ojos no iban a mi cara. Recorrieron, rápido pero claro, mi cuerpo: los tirantes del sujetador, la curva de mis pechos, mi cintura, mis piernas desnudas. Un rubor intenso le subió por el cuello hasta las orejas.
—Hola, Leo —dije, juguetona, poniendo una mano en su brazo—. ¡Wow, ya creciste! ¡Eres todo un hombrecito! —La frase salió un poco cursi, pero era la verdad—. Parece que fue ayer cuando jugábamos a las escondidas y tú llorabas porque siempre te encontraba.
Leo tragó saliva y finalmente logró mirarme a los ojos, aunque solo por un segundo.
—S… sí, lo recuerdo —murmuró, con una voz más grave de lo que esperaba, pero quebrada por los nervios—. Hola, prima.
Su incomodidad era tan evidente y tan dulce que sentí una punzada de diversión. Era obvio que no estaba para nada preparado para el nivel de "libertad doméstica" de nuestra casa.
—Pasen, pasen, no se queden en la puerta —dije, haciéndome a un lado.
Entraron todos. Los saludos en la cocina fueron un caos de besos, abrazos y exclamaciones. Mis tíos no parecieron sorprenderse al ver a mis papás casi desnudos; supongo que después de años ya están más o menos acostumbrados. Pero Leo… pobre Leo. Trataba de mirar al suelo, a la pared, a cualquier lugar que no fuera mi mamá en tanga o a mí casi igual. Se sentía como un ciervo asustado en medio de un safari nudista.
Cuando todos estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, ya con café para los recién llegados, mi mamá habló con toda naturalidad, mientras untaba mantequilla en una tostada.
—Angela, cariño, como sabes, la habitación de huéspedes solo tiene una cama individual. Y el sillón cama de la sala está muy viejo… —hizo una pausa dramática y me miró con esos ojos que saben que no voy a decir que no—. ¿Te importaría mucho compartir tu cuarto con Leo esta noche? Tú tienesa cama king, hay espacio de sobra. Es solo por hoy, hasta que mañana podamos arreglar algo.
Todos me miraron. Mis tíos con cara de "lo siento por la molestia". Mis papás con la seguridad de que diría que sí. Y Leo… Leo parecía a punto de desmayarse o de salir corriendo.
Sonreí, dulce como el azúcar. Era la oportunidad perfecta envuelta en un problema logístico.
—Claro, no hay problema, mamá —dije, encogiéndome de hombros como si fuera lo más normal del mundo compartir mi cama con mi primo adolescente que acababa de devorarme con la mirada—. Por mí, perfecto.
Todos soltaron un suspiro de alivio, menos uno. Leo tartamudeó, mirando fijamente su taza de café como si contuviera las respuestas al universo.
—E-esta bien… G-gracias, Angela —logró decir.
—¡Fantástico! —rugió mi padre, dando una palmada en la mesa—. Problema resuelto. ¿Más café para alguien?
Continuamos desayunando, la charla se llenó de los típicos temas familiares: el viaje, el trabajo de mis tíos, lo caro que está todo. Leo casi no hablaba, solo asentía o soltaba un "sí" o "no" cortante. Pero no podía evitar notar cómo, cada vez que me movía para alcanzar el azúcar o levantaba para servir más café, sus ojos me seguían. Era como tener un cachorro grande y un poco perdido mirándome.
Al terminar, mi mamá, que es una generala organizando estas cosas, empezó a repartir tareas para la cena de Año Nuevo.
—Roberto, tú te encargas del pavo y de la música. Tomás, ayúdalo con la parrilla para las guarniciones. Laura, conmigo en las ensaladas y la decoración…
Luego nos miró a Leo y a mí.
—Angela, tú haces el postre. Tu flan napolitano es una maravilla. Leo, tú le ayudas. Necesitas aprender a hacer algo más que calentar pizza congelada.
Leo asintió, todavía un poco colorado, pero con una chispa de interés en los ojos.
—Claro, tía.
Pusimos manos a la obra con el flan. Le explicaba los pasos a Leo, pero su atención estaba en otra parte. Cada movimiento mío era vigilado. Y él, torpe pero determinado, empezó a buscar contacto.
El primer roce fue al pasar junto a él para tomar la vainilla. Su antebrazo, cálido y firme, se deslizó contra el mío. Fue breve, pero deliberado. No se disculpó.
—El azúcar —dije, y al girar para alcanzarla, mi cadera rozó su muslo. Él no se apartó. Sentí la tensión en su cuerpo a través de la tela de su pantalón.
El verdadero juego empezó cuando me incliné para prender el horno. Sus dedos, supuestamente buscando apoyo en el mesón, rozaron la parte trasera de mi muslo, justo bajo la tela de mis bragas. Un toque eléctrico, fugaz, que me hizo contener la respiración.

—Perdón —murmuró, pero su voz sonaba ronca, no arrepentida.
—No te preocupes —respondí, sin mirarlo, sabiendo que mi sonrisa lo volvería loco.
El momento más claro fue al girar con la lata de leche condensada. Mi trasero, casi al descubierto, chocó de lleno contra su entrepierna. Allí no había duda. A través de sus jeans, sentí la firme y gruesa evidencia de su excitación. Se quedó quieto, pegado a mí por un instante que se sintió eterno, antes de apartarse con un leve movimiento de cadera.
—Es… que hay poco espacio —tartamudeó, el rubor subiéndole hasta las orejas.
—Sí, está un poco apretado aquí —dije, con un tono inocente que no coincidía con la mirada lenta que le lancé, recorriendo su cuerpo de arriba abajo.
La tensión en la cocina era más espesa que la mezcla del flan. Cada roce accidental era una caricia deliberada. Cada disculpa, una confesión. Y a mí, lejos de molestarme, me encendía. Después del golpe a mi ego, esta admiración cruda y física de Leo, este deseo que no podía ocultar, era justo lo que necesitaba. Era poder puro, dulce y prohibido, y con cada roce sentía cómo ese poder se afianzaba más en mis manos.
Decidí que era el momento perfecto para subir la apuesta. Después de esos roces en la cocina, la tensión era una cuerda floja y yo quería bailar en ella.
—Oye, Leo —dije, recogiendo mi taza de café vacía—, ¿por qué no subes tus cosas y te enseño el cuarto? Así te acomodas y no andamos corriendo luego.
Él asintió, tragando saliva. —Sí, está bien.
Subimos juntos. Mi cuarto era amplio, luminoso, y en el centro reinaba mi cama king size, con su edredón gris y un montón de cojines. Señalé hacia ella.
—Ahí es donde vamos a ganar la batalla contra el cansancio —dije, con un tono casual que contrastaba con lo sugerente de mis palabras—. Es enorme, cabemos los dos sin ni siquiera rozarnos… si es eso lo que quieres. —Le lancé una mirada de reojo. Él volvió a ponerse colorado—. Puedes dejar tus cosas en ese mueble, ahí está vacío.
Mientras él empezaba a sacar ropa de su mochila, yo fingí normalidad. Agarré mi toalla más suave y un camisón limpio.
—Voy a darme una ducha rápida, todo ese azúcar del flan me dejó pegajosa —anuncié, y entré al baño que estaba conectado a mi habitación, cerrándola, pero no del todo. Dejé una rendija de unos dos centímetros. Suficiente.
El agua caliente cayó sobre mí, relajando mis músculos pero no mi mente. Estaba calculando. Y entonces, como por arte de magia, recordé que había dejado mi acondicionador sin perfume en mi tocador. Perfecto.
Apagué el agua, me envolví la toalla alrededor del cuerpo, dejando mis hombros y piernas al descubierto, y salí del baño con pasos silenciosos, el pelo goteando.
Y ahí lo vi.
Leo estaba de espaldas a mí, plantado justo frente a mi cómoda. Pero no estaba guardando su ropa. Había abierto mi cajón de ropa interior. Tangas, bragas de encaje, colores oscuros y claros, todos desparramados un poco. Y en su mano, apretada contra su cara, tenía una de mis tangas negras.
Sus pantalones deportivos y su ropa interior estaban bajados hasta los tobillos. Y entre sus piernas, completamente expuesta, latía su verga. No era solo grande para un adolescente; era enorme. Fácilmente unos 17 centímetros, pero era el grosor lo que me dejó boquiabierta. Ancha, palpitante, con las venas marcadas, y un hilo de líquido preseminal brillando en la punta. Se estaba masturbando con movimientos firmes y urgentes, oliendo mi tanga como si fuera el elixir más preciado, completamente perdido en su propio mundo prohibido.
Una oleada de calor húmedo e instantáneo me inundó entre las piernas. Me mojé allí mismo, viéndolo. Era la imagen más perversa y excitante que había visto en mi vida. No sentí rabia, ni vergüenza. Sentí poder absoluto. Y supe que tenía que jugar con eso.
Me deslicé de vuelta al baño, sin hacer ruido. Esta vez, dejé la puerta claramente entreabierta, unos buenos cinco centímetros. Me metí bajo el chorro de agua nuevamente, el corazón latiéndome en el pecho. Entonces, con una sonrisa que él no podía ver, dejé caer mi botella de shampoo al suelo de la ducha.
¡PLAF!
El sonido fue perfecto, fuerte y seco, imposible de ignorar.
Conté mentalmente. Uno… dos… tres…
Y ahí estaba. A través del velo de agua caliente y el vapor, vi la sombra en la rendija de la puerta. Se había acercado. Estaba mirando.
Actué de inmediato. Con un movimiento exagerado, me di la vuelta, dándole la espalda a la puerta. Sabía que mi silueta se recortaría contra la luz del baño. Empecé a enjabonarme lentamente, teatralmente. Me puse una buena cantidad de espuma en las manos y comencé a masajearme las nalgas con movimientos circulares, lentos, sensuales. Me incliné un poco, arqueando la espalda para ofrecerle la vista completa, separando un poco las piernas. Froté la espuma en el pliegue entre mis nalgas, bajando hasta rozar, solo de pasada, el lugar que ahora latía con necesidad. Moví mis caderas en un leve balanceo, un baute lento y provocador, sabiendo que cada movimiento lo estaría volviendo loco.

Fingí estar absorta en mi baño, tarareando bajito, como si fuera la persona más inocente del mundo. Pero toda mi atención estaba puesta en esa rendija de puerta, en saber que sus ojos verdes estaban clavados en mí, que su verga enorme y dura seguramente palpitaba en su mano, y que estaba a punto de cruzar un punto de no retorno… y que yo iba a ser la que lo llevara de la mano.
De pronto, justo cuando estaba en medio de mi show acuático, escuché unos pasos firmes subiendo las escaleras y la voz de mi papá preguntando: "¿Angela? ¿Todo bien ahí arriba? Se escuchó un golpe".
El hechizo se rompió. A través de la rendija, vi la sombra de Leo alejarse de un salto, seguido por el sonido apagado pero rápido de sus pies en la alfombra, la puerta de mi cuarto abriéndose y cerrándose suavemente. Se había ido.
Una mezcla de frustración y excitación aún más intensa se apoderó de mí. Estaba tan cerca... tanto de mi propio límite como del suyo. Necesitaba alivio, pero no quería alcanzarlo sola, no después de eso. Me toqué rápidamente bajo el agua, los dedos buscando ese clímax que se me escapaba, pero mi mente estaba demasiado acelerada, demasiado enfocada en él, y el orgasmo se negó a llegar. Maldije en silencio.
Salí de la ducha, secándome con movimientos bruscos. No, esto no podía quedar así. Si Leo iba a huir, yo iba a hacer que la tentación lo siguiera. Abrí mi cajón y elegí la prenda más mínima e insinuante que tenía: una tanga roja de hilo dental. Cuando me la puse, la delgadísima tira de tela desapareció por completo entre mis nalgas, dejando al descubierto casi todo. Me puse un sujetador a juego, que apenas cubría mis pechos y realzaba el escote. Era como llevar casi nada, pero el casi era lo que importaba.

Salí de mi cuarto con cautela. Abajo, en la sala, se oían las risas y la música de mis papás y tíos, ya más relajados. Pasé de puntillas, pegada a la pared, y logré llegar a la cocina sin que nadie me viera.
Y ahí estaba él. Sentado en un taburete de la isla, con la cabeza gacha, mirando fijamente su celular como si fuera el objeto más fascinante del mundo. Pero su postura estaba tensa. Parecía un animal asustado.
—Hey —dije, apoyándome en el marco de la puerta.
Levantó la vista. Sus ojos se abrieron como platos, recorriendo mi cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en el triángulo rojo de la tanga que apenas velaba mi pubis, en la curva de mis pechos en el sujetador. Parecía que le hubieran quitado el aire. No pudo decir nada. Solo tragó saliva, con un sonido audible.
—Tuve que bajar así —continué, caminando lentamente hacia la estufa con una calma que no sentía— porque de repente me acordé… no apagué bien la hornilla del flan. Se nos puede quemar.
Me agaché frente al horno, deliberadamente encarando mi trasero hacia él. Sabía exactamente lo que veía: las dos mitades de mis nalgas casi completamente desnudas, separadas solo por esa línea roja infinitamente delgada que se hundía en mi intimidad. Me tomé mi tiempo, ajustando un botón que ni siquiera necesitaba ajustar. Luego, con un paño, abrí la puerta del horno y saqué la fuente con el flan perfectamente dorado. El aroma a caramelo y vainilla llenó la cocina.

Lo puse sobre la mesa, justo frente a él.
—¿A qué huele delicioso, no? —dije, limpiándome las manos de forma teatral en mi toalla—. ¿No se te antoja probarlo?
Él seguía mudo, pero su mirada era una confesión. No estaba mirando el flan.
Sonreí, picara.
—Vaya, Leo, debes tener mucha hambre —dije, y luego bajé la voz a un susurro cargado de malicia—. Estás babeando… ¿por el flan?
Su rubor fue instantáneo. Me acerqué más, hasta que estuve a un lado de su taburete. Me incliné, mi pecho rozando su brazo, y acerqué mis labios a su oído. Mi aliento cálido acarició su piel cuando susurré, lenta y seductoramente:
—Tal vez… en la noche… sí puedas probarlo.
Antes de que pudiera reaccionar, le di un beso rápido pero firme en la mejilla. Mis labios se posaron en su piel caliente, y sentí un temblor recorrer todo su cuerpo.
No pasó nada fuera de lo común el resto de la tarde. El ambiente era de preparativos y anticipación festiva. Más tarde, me puse el arma final: un vestido negro, corto y de un tejido tan fino que era casi transparente. Sin ropa interior, por supuesto. Cada curva, cada sombra de mi cuerpo se insinuaba bajo la tela. Mis papás, al verme, solo sonrieron con aprobación ("¡Esa es mi hija!"), y fueron a cambiarse ellos también, seguidos por mis tíos y por Leo, que casi tropieza al subir las escaleras de tanto mirarme.

La cena de Nochevieja fue exactamente lo que esperaba: ruidosa, llena de comida, brindis cursis, risas de mis tíos contando anécdotas antiguas y mis papás haciendo chistes subidos de tono como siempre. Pasada la medianoche, con el Año Nuevo ya oficialmente estrenado, las botellas de licor y vino circularon con más libertad. Para las 3 de la mañana, el ambiente estaba relajado y borroso. Mis padres y mis tíos, bastante tomados, se reían a carcajadas en el sofá, despreocupados y felices.
—Angela, mi amor —dijo mi mamá, con la voz pastosa y una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Por qué no subes a tu cuarto? Llévate a tu primo, que el pobre bosteza cada dos segundos.
Todos rieron. Leo, que estaba en un sillón cercano, se puso colorado, pero no negó el cansancio. Sus ojos, vidriosos por el alcohol, se encontraron con los míos. La invitación era perfecta.
—Claro, mamá —dije, levantándome con una elegancia un poco tambaleante que no era del todo actuada—. Vamos, Leo, que parece que te van a cargar los zapatos.
Me acerqué a él y, sin darle opción, le tomé la mano. Sus dedos eran cálidos y se cerraron alrededor de los míos con una presión intensa. Lo guié por las escaleras, sintiendo su mirada clavada en mi espalda, en la forma en que el vestido se pegaba a mis nalgas con cada paso.
Una vez dentro de mi habitación, cerré la puerta. El ruido de la fiesta se convirtió en un murmullo lejano. La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la luz de la luna que entraba por la ventana.
Me solté de su mano y me giré hacia él.
—Uf, qué noche —suspiré, y sin más preámbulos, me llevé las manos a la espalda y desabroché el cierre del vestido. La tela negra y ligera se deslizó por mi cuerpo como una segunda piel y cayó en un susurro a mis pies. Me quedé completamente desnuda frente a él, sin pudor alguno, la piel brillando pálida en la oscuridad.

Leo contuvo el aliento. Sus ojos, ahora completamente despiertos a pesar del alcohol, recorrieron cada centímetro de mi cuerpo con una hambre que ya no disimulaba.
—Perdón —dije con una sonrisa pequeña, fingiendo un arrepentimiento que no sentía—. Es que generalmente duermo así, desnuda. Espero que no te moleste.
Él negó con la cabeza, tan rápido que parecía que iba a lastimarse el cuello. Su voz sonó ronca, arrastrada por el deseo y el licor.
—Claro que no, está bien —tragó saliva—. De hecho… yo también duermo así. Desnudo.
Y entonces, comenzó a desvestirse. No con mi teatralidad, sino con una urgencia torpe y hermosa. Se quitó la camisa, revelando un torso más definido de lo que imaginaba. Luego, sus manos bajaron al cinturón, lo desabrocharon, y el pantalón cayó junto a sus zapatos.
Y ahí estaba. Su enorme verga, ya completamente erecta y palpitante, quedó libre, apuntando hacia mí como un imán. A la tenue luz, podía ver cada detalle: el grosor impresionante, las venas marcadas, la cabeza oscura y húmeda. Latía con un ritmo propio.
Estábamos ahora a apenas unos centímetros de distancia, completamente desnudos el uno frente al otro. El aire en la habitación era eléctrico, cargado con el olor a alcohol, a su colonia barata y a mi propio perfume. Yo podía sentir el calor que emanaba de su piel, y la humedad entre mis piernas era ahora un río indomable. Mi vagina, empapada y palpitante, estaba a un suspiro de ese miembro que había obsesionado mi mente todo el día. No había más barreras. Solo la promesa del roce, del calor, del tabú a punto de consumarse.
Vaya, primo —dije, mi voz un susurro cargado de malicia y admiración, mientras mis ojos bajaban deliberadamente hacia su entrepierna—. Tienes una verga muy grande, Leo.
Él se sonrojó de golpe, como si le hubieran prendido fuego a las mejillas. Tragó saliva, visiblemente abrumado.
—Y tú… tú eres muy linda también, prima —logró balbucear, su mirada escapándose hacia mis pechos apenas cubiertos.
—¿Lindas? —repetí, con una risa baja—. Apuesto a que mis nalgas se ven mucho mejor así, de cerca, sin la cortina de vapor del baño… ¿o no? —Lo confronté directamente, sin darle espacio para la ficción.
Su mirada se llenó de pánico por un segundo. Tragó de nuevo, la voz quebrada.
—Per… perdón. Yo no sabía, prima. De verdad fue un accidente, yo solo… escuché el ruido y pensé que… —empezó a soltar una ráfaga de excusas nerviosas, las manos moviéndose sin rumbo.
No le dejé terminar. Di un paso adelante, cerrándole la boca con mi proximidad. Ahora estábamos a solo un centímetro de distancia. Y lo sentí, duro e insistente, presionando contra la delgada tela de mi tanga roja y mi abdomen. La evidencia física de su deseo, a pesar de sus palabras de disculpa, era innegable y deliciosamente grande.
—Shhh —siseé, acercando mis labios a los suyos, mi aliento mezclándose con el suyo, que era rápido y caliente—. Cállate. No quiero escusas.
Mis ojos se clavaron en los suyos, verdes y llenos de confusión y una lujuria que ya no podía contener.
—Lo único que quiero saber —continué, bajando la voz hasta convertirla en un roce sensual, mientras una de mis manos se deslizaba por su pecho— es qué tan profundo llega esa verga tuya… dentro de mí.
Sus ojos se abrieron completamente, una mezcla de shock y deseo puro destellando en ellos. No hubo más palabras.
Cerrando la distancia final, capturé sus labios con los míos. No fue un beso tierno o exploratorio. Fue apasionado, urgente, cargado de toda la tensión del día, del voyerismo del baño, de los roces en la cocina, de mi provocación. Abrí mi boca, invitando, exigiendo. Al principio él se quedó rígido, paralizado por el impacto, pero entonces algo se rompió dentro de él. Un gruñido bajo surgió de su garganta y respondió al beso con la misma intensidad.
Sus manos, torpes pero fuertes, encontraron mis caderas y me atraparon contra él, apretándome de forma que sentí toda la longitud de su erección marcándose contra mí. Mi propia lengua se enredó con la suya, saboreando el sabor a café y a deseo prohibido. Besé como si fuera la última vez, con las uñas clavándose levemente en su espalda a través de la camiseta, arrastrándolo más cerca, borrando cualquier última ilusión de inocencia o accidente.
Pero yo no quería solo besos. Rompí el contacto bruscamente, dejándolo jadeando. Sus labios estaban hinchados, sus ojos vidriosos.
Sin decir una palabra, bajé de mi posición frente a él. Me arrodillé en el frío suelo de la cocina, justo entre sus piernas, que él abrió instintivamente. Mis manos encontraron el botón de sus jeans y, con movimientos rápidos y seguros, lo desabroché y bajé la cremallera. Su ropa interior, empapada de preseminal, ofrecía poca resistencia. La aparté, y su verga saltó hacia mí, imponente, palpitando en el aire.
Era aún más impresionante de cerca. Los 17 centímetros de longitud eran una cosa, pero el grosor era desafiante. La cabeza, de un color violáceo intenso, ya brillaba húmeda. Un hilo de líquido transparente conectaba la punta con su pubis.
—Dios mío —susurré, más para mí que para él, antes de lamer lentamente esa gota de liquido preseminal. Era salado, masculino, excitante.
Luego, sin más preámbulos, envolví los labios alrededor de la punta. Él gimió, un sonido gutural que salió desde lo más hondo. Empecé a chupar, usando mi lengua para masajear la sensible cabeza, mis manos acariciando la base y sus testículos. Sus gemidos se hicieron más fuertes, sus dedos se enredaron con más fuerza en mi pelo, no guiándome, sino aferrándose como a un salvavidas.
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—Así… así, prima… mierda… —jadeaba.
Quería darle más. Tomé más de él en mi boca, descendiendo por su tronco, pero el grosor era un desafío. Mis mejillas se hundían intentando acomodarlo. Llegó un punto en que, a pesar de mi esfuerzo, no podía tomar más sin ahogarme. La parte posterior de mi garganta rozaba la punta. Intenté bajar un poco más, forzando, y desencadené un reflejo involuntario.
¡Arc! Una arcada seca y húmeda me sacudió. Salí tosiendo por un instante, con los ojos llorosos, una hilera de saliva conectando mis labios con su verga ahora brillante.
—Lo siento —logré decir, con la voz ronca.
Pero Leo no parecía molesto. Al contrario. Su expresión era de éxtasis puro. —No… no pares… por favor —suplicó, jadeando.
Esa súplica me encendió aún más. Volví a la carga, con determinación. Esta vez no intenté tragármela toda de una vez. En su lugar, usé mis manos. Enrollé un puño alrededor de la base que mi boca no podía cubrir, sincronizando los movimientos. Subía y bajaba mi cabeza, chupando fuerte la parte que cabía, mientras mi puño subía y bajaba por el resto, esparciendo su propia humedad. El sonido era obsceno, húmedo, el de mis esfuerzos y sus gemidos incontrolables. Cada vez que la punta rozaba mi garganta y provocaba otra arcada leve, él gruñía más fuerte, sus caderas comenzaban a empujar suavemente, buscando más profundidad.
Estaba perdiendo el control, y yo estaba allí, de rodillas en la cocina de mi casa, con mi familia a unos metros de distancia, siendo la razón de cada uno de esos sonajes. Era el poder más intoxicante que había sentido jamás. Y apenas estaba comenzando.
Después de llenar su verga de mi saliva, saboreando su tamaño y su textura, me puse de pie. No dije nada. Solo le tomé de la mano y lo guié hacia la cama. Con una mirada que no dejaba lugar a dudas, me puse en cuatro, apoyándome en mis codos. Arqueé la espalda todo lo que pude, presentándole mis nalgas, ofreciéndome. La delgada tira de la tanga roja, empapada ahora, se hundía como una marca entre mis labios, que estaban completamente abiertos y palpitantes.
—Ven —susurré, moviendo las caderas en un círculo lento y obsceno—. Te estoy esperando.
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Leo, aún con esa mezcla de nerviosismo y lujuria desbordada, se acercó. Se arrodilló detrás de mí. Sentí el calor de su cuerpo primero, luego la punta de su verga, enorme y empapada, buscando a tientas la entrada. Rozó mis labios, deslizándose arriba y abajo, mojándome aún más con su precum y mi saliva, torturándome con la fricción justo donde más la necesitaba.
—Ay, Dios… —gemí, enterrando la cara en las sábanas—. No me tortures, Leo. Métela. Métela rápido.
Esa fue la orden que rompió su última reserva. Con un gruñido bajo, más animal que humano, agarró mis caderas con fuerza y empujó.
Su verga, tan ancha que casi sentí que me abría en dos, entró de una vez, llenándome por completo hasta el fondo. Un grito ahogado, gutural, escapó de mi garganta.
—¡Ah, mierda! —grité, sin poder contenerlo—. ¡Sí! ¡Así!
Él se quedó quieto por un segundo, como mareado por la sensación, por lo apretado y caliente que estaba.
—¿Te… te gusta? —preguntó, con la voz quebrada por el esfuerzo.
—Me encanta —jadeé, empujando mis caderas hacia atrás contra él—. Estás enorme… me llenas toda. Ahora muévete, primo. Fóllame.
Obedeció. Comenzó a bombear, al principio con movimientos torpes y rápidos, pero que pronto encontraron un ritmo profundo y devastador. Cada embestida hacía que mi cuerpo se estremeciera, que mis pechos se balancearan y que un nuevo gemido saliera de mis labios.

—¡Sí, ahí! —grité cuando encontró un ángulo que rozó un punto interno que me hizo ver estrellas—. ¡No pares!
—Angela… —gemía él a mi espalda, sus manos apretando mis caderas con más fuerza—. Estás tan apretada… tan caliente…
—¿Y a ti te gusta? —pregunté, volviendo la cabeza para mirarlo entre jadeos—. ¿Te gusta follar a tu prima?
—¡Sí! —gritó él, y su ritmo se volvió más frenético, más posesivo—. ¡Sí, me encanta! Eres… eres increíble.
Los gemidos se mezclaron con el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando, con el crujido de la cama. Ya no había vergüenza, solo necesidad pura. Él me follaba como si llevara toda la vida esperando este momento, y yo lo recibía como si fuera el único hombre del mundo que podía saciar esta hambre nueva y feroz que había descubierto.
—Voy a… voy a acabar —advirtió él, con los dientes apretados.
—Adentro —ordené yo, sin pensarlo dos veces—. Acaba dentro, Leo. Dame todo.
Esa última frase fue su perdición. Con un gemido largo y tembloroso, se hundió hasta el fondo y se quedó rígido. Sentí el chorro caliente de su semen llenándome, una oleada tras otra, mientras sus caderas temblaban contra las mías. La sensación me llevó al borde a mí también, y con unos cuantos roces más de su cuerpo contra el mío, exploté en un orgasmo que me dejó temblando y sin aliento, colapsando sobre la cama con él encima de mí, ambos cubiertos de sudor y jadeando en la oscuridad.
Leo no paró. Siguió bombeando su verga adentro de mí con una fuerza que me quitaba el aliento, cada embestida más profunda, más posesiva. Sus manos me agarraban de las caderas con tanta fuerza que seguro me dejarían moretones, pero me encantaba. Sentía el golpe de sus huesos contra los míos, el sonido húmedo y obsceno de nuestros cuerpos chocando, sus gemidos roncos en mi oído. Era justo lo que había querido, lo que mi fantasía más retorcida necesitaba: que me follaran sin contemplaciones, que me usaran.
—¡Sí, así, duro, más duro! —le jadeaba, clavándole las uñas en la espalda.
Y entonces lo sentí. Un temblor profundo que recorrió todo su cuerpo, su verga palpitó violentamente dentro de mí, y un chorro de semen caliente llenó mi coño. Una ola de placer tan intensa que me hizo gritar bajito, arqueándome contra él.
—Dios… qué rico se siente —suspiré, casi sin aliento, sintiendo cómo su leche caliente empezaba a escurrirme por los muslos.
Leo se desplomó sobre mí, todo su peso encima, jadeando como si hubiera corrido una maratón. Luego rodó hacia un lado, cayendo boca arriba en la cama, completamente agotado.
—Eso… eso fue increíble —murmuró, pasándose un brazo por la frente sudorosa. Luego, una sombra de preocupación cruzó su rostro—. Espero que… que nadie nos haya escuchado.
Yo me acosté de costado junto a él, apoyando la cabeza en su pecho, que subía y bajaba rápidamente.

—No te preocupes —dije, trazando círculos en su piel con un dedo—. Con el ruido de la música y la fiesta, nadie escuchó nada.
Le di un beso lento y húmedo en los labios, saboreando nuestro sudor mezclado. Luego me puse de pie, sintiendo cómo su semen me corría por las piernas. Una sensación deliciosamente sucia.
—Voy a asegurarme de que todo esté bien —dije, recogiendo mi camisón del suelo y envolviéndomelo sin preocuparme por tapar nada.
Salí de mi cuarto y me deslicé silenciosamente por el pasillo hasta la parte superior de las escaleras. Desde ahí, tenía una vista clara de la sala de estar, ahora solo iluminada por las luces del árbol de Navidad y la pantalla del televisor apagado.
Y lo que vi me hizo congelar la sonrisa en los labios, no por sorpresa, sino por una confirmación perversa.
Ahí, en el gran sofá de piel, estaba mi madre. Montada encima de mi tío Tomás, moviéndose con un ritmo lento y sensual, su espalda arqueada, los pechos al aire. Mi tío tenía las manos agarrando sus nalgas, ayudándole en cada movimiento. Y a su lado, sentado en un sillón, estaba mi padre, Roberto. No dormido. No indiferente. Estaba allí, completamente desnudo también, con una expresión de concentración intensa en el rostro, mirando fijamente cómo su esposa follaba a su cuñado. Y arrodillada entre sus piernas, estaba mi tía Laura, la madre de Leo, con la cabeza moviéndose arriba y abajo, chupando la verga erecta de mi padre con dedicación.
Una carcajada silenciosa me sacudió por dentro. "Estos pervertidos" pensé, sin un ápice de juicio, solo con un reconocimiento cómplice. El círculo estaba completo. Mi aventura con Leo no era una anomalía. Era solo la punta más joven del iceberg. Era el verdadero espíritu navideño de esta familia.
Sonreí, genuinamente divertida, y me retiré sin hacer ruido.
Regresé a mi cuarto. Leo ya se había sentado en la cama, recostado contra la cabecera, todavía desnudo. Su verga, ahora flácida, colgaba entre sus piernas, pero incluso en reposo, se veía grande, prometedora.
—¿Todo bien? —preguntó, con un dejo de ansiedad aún.
Me acerqué a la cama con una sonrisa lenta y peligrosa.
—Todo está más que bien, primo —dije, mi voz un susurro cargado de intenciones—. No deberías preocuparte por si nos escucharon… —Empecé a gatear por la cama hacia él, moviendo las caderas de manera exagerada—. Deberías preocuparte por otra cosa.
—¿Por qué? —preguntó él, sus ojos siguiendo cada uno de mis movimientos.
Llegué hasta entre sus piernas. Lo miré directamente a los ojos.
—Por tenerme satisfecha toda esta noche —dije, y sin apartar la mirada, bajé la cabeza.
Mi boca encontró su verga aún sensible. Estaba suave, cálida, y todavía olía a sexo y a mí. La besé suavemente, primero en la punta, luego a lo largo de todo el tronco. Sentí cómo empezaba a palpitar bajo mis labios. Abrí la boca y lentamente, tomé la cabeza entre mis labios, chupando con suavidad, saboreando los restos de nuestro encuentro.
Un gemido profundo escapó de la garganta de Leo. Sus manos se enterraron en mi cabello, no para guiarme, sino como si necesitara anclarse a algo. Yo solo sonreí, con su miembro entre mis labios, y continué, decidida a despertar de nuevo a la bestia que acababa de empezar a domar. La noche era larga, y mi familia… bueno, mi familia claramente no iba a interrumpirnos.

El resto de la noche después de que todos se fueran a dormir fue… una locura. No fue solo una vez. Fue como si Leo, después de soltarse, no pudiera parar. Y yo, la verdad, tampoco quería.
Empezó torpe, en mi cama, con esos besos urgentes y desesperados. Pero le enseñé. Le dije qué me gustaba, cómo me gustaba. Y él aprendía rápido, dios, qué rápido.
La primera vez fue arriba de él, cabalgándolo. Quería tener el control, ver su cara mientras entraba en mí. Estaba tan grande y tan duro que me hizo gritar bajito al clavarlo todo. Me moví lento al principio, después más rápido, y cuando sentí que se le tensaba todo el cuerpo y empezaba a temblar, me agaché y le mordí el cuello. “Córrete dentro, primo”, le susurré en el oído. Y lo hizo. Un chorro caliente que me llenó por dentro y me hizo venir yo también, retorciéndome encima de él.
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Después, cuando ya habíamos descansado un poco y estábamos otra vez calientes, le di la espalda. Me puse a cuatro patas y le ofrecí mi culo. Él no dudó. Me agarró de las caderas y me empotró contra la pared con cada embestida. Ese fue el turno de mis nalgas. “En el culo, Leo, píntamelo”, le jadeé. Y el muy cerdo se corrió otra vez, dejando mi piel blanca llena de su semen caliente.
Pero no bastaba. Quería probarlo. Así que lo empujé para que se recostara y, sin decir nada, me deslicé entre sus piernas. Esa verga enorme y todavía húmeda se erguía frente a mi cara. Me la llevé a la boca entera, chupándola como si fuera un helado. El sabor era salado y a mí, a nosotros. Él gimió y enterró los dedos en mi pelo, empujando sin querer. Le encantó. Y cuando empezó a gemir más fuerte, apreté y aceleré. “En la boca”, fue todo lo que dije. Y él explotó, llenándome la garganta hasta que me la tragué toda.
Así seguimos, cambiando de posición, probando, riéndonos en bajito. En el sillón de mi cuarto, conmigo sentada en su regazo. De lado en la cama, con sus piernas enredadas en las mías. Cada vez que él se corría, en donde fuera, sentía que ganaba. Era mi trofeo, mi prueba de que esto estaba pasando, de que yo tenía este poder sobre él.
Nos quedamos dormidos dios sabe a qué hora, cuando el cielo empezaba a aclarar. Estábamos hechos un desastre, sudados, pegados, totalmente desnudos y con las sábanas revueltas.
Al despertar, la luz del día ya entraba fuerte por la ventana. Me dolía todo el cuerpo, pero de una buena manera. Me moví un poco y sentí a Leo respirando profundo a mi lado. Luego, el roce inconfundible: su verga, otra vez dura como una piedra, presionando contra mi muslo. El chico tenía una energía inagotable.
Abrí un ojo. Él también estaba despierto, mirándome con esos ojos verdes llenos de asombro y de un deseo que ya no trataba de esconder.
Una sonrisa lenta se dibujó en mis labios, que todavía sentían un poco doloridos.
—Bueno… feliz año nuevo, primo —dije, mi voz ronca por la noche y por todo lo que habíamos hecho.
Y sin esperar respuesta, me deslicé bajo las sábanas, bajando por su cuerpo, y volví a tomar con mis labios esa verga que ya parecía ser mía. Él gimió, y sus manos volvieron a encontrarse en mi pelo.
El primer día del año empezaba igual que había terminado la noche: con el sabor prohibido de mi primo en mi boca.

🎆✨ ¡FELIZ AÑO NUEVO, FAMILIA DE LECTORES! ✨🎆
El próximo año promete... y mucho. Más tensión, más seducción, más secretos familiares destapados y más dinámicas que harán que se les acelere el pulso. ¡Tenemos un montón de ideas prohibidas cocinandose!
Así que no se despeguen, síganme dejen comentarios y puntos
¡Nos leemos en el 2026! 🖤
4 comentarios - Cena de Año Nuevo