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La casa del cornudo de Roberto 4

ESTE ES EL FIN DE ESTA SERIE PERO AHORA VIENEN DOS CAPITULOS MAS EL CUAL SE LLAMARA "El verdadero deseo de roberto"
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El avión aterrizó en el aeropuerto de Múnich, pero Roberto ya estaba de vuelta en casa, en su mente. Su "viaje de negocios" de un mes era en realidad una estancia en un hotel anónimo, desde donde su única ocupación era observar las veinticuatro horas del día las dieciséis cámaras ocultas que había instalado en cada rincón de su casa. La primera semana fue un torbellino de descubrimientos. No eran encuentros aislados; era un festival.

El lunes, el fontanero, un hombre fornido con tatuajes de serpientes, tuvo a Elena doblada sobre la encimera de la cocina, follándola por el culo mientras ella gritaba que se la rompiera. El martes, el entrenador personal de Sofía, un joven rubio y musculoso, se las apañó para que madre e hija lo atendieran a la vez en el salón, en un 69 mientras él se turnaba para meterseles por detrás. El miércoles, el vecino de al lado, un hombre de cincuenta y siempre correcto, se atrevió a cruzar la valla y terminó atado a la cama del matrimonio, siendo torturado con placer por las dos mujeres, que lo montaron hasta dejarlo inconsciente.

Cada día era un hombre diferente. El repartidor de comida, el técnico de internet, un vendedor de libros que tocó a la puerta por casualidad. Todos eran devorados. Elena y Sofía se movían por la casa como depredadoras en su propio territorio, y Roberto, desde miles de kilómetros de distancia, era el voyeur cautivo de su reinado. Se masturbaba hasta sangrar, su excitación mezclada con una humillación tan profunda que se había convertido en su única razón de vivir. Guardaba grabaciones de cada encuentro, un archivo de su propia decadencia.

El clímax, como él lo imaginaba, llegó el último viernes de su ausencia. A través de la cámara del salón, vio cómo llegaban cinco hombres. Eran los más habituales: el jardinero, el cuñado Carlos, el fontanero, el entrenador y el repartidor. No venían a trabajar. Venían a celebrar.

La música estaba alta. Las luces eran bajas. Elena y Sofía, vestidas con lencería negra y roja, las recibieron con besos y caricias. No hubo palabras. Solo un acuerdo tácito. Se arrodillaron en el centro de la habitación, formando un círculo de carne masculina a su alrededor. Roberto vio cómo su esposa y su hija comenzaban la ceremonia, pasando de un miembro a otro, lamiendo, chupando, masturbando. Eran dos sacerdotisas de un culto al placer, y aquellos hombres sus ofrendas.

La orgía fue un caos ordenado. Elena fue montada por el jardinero y el fontanero a la vez, una en cada orificio, mientras su cuñado Carlos se la metía en la boca. A pocos metros, Sofía era levantada en el aire por el entrenador y el repartidor, que la hacían rebotar sobre sus pollas como si fuera un muñeco. Los gemidos, los golpes, los insultos y las palabras sucias llenaban la casa. "Sí, folladme como a vuestra perra", gritaba Elena. "Soy vuestra zorra, usadme", lloriqueaba Sofía. Roberto observaba todo, con los ojos vidriosos, su mano moviéndose mecánicamente sobre su miembro dolorido. El espectáculo de su familia, el centro de un bukkake de semen y sudor, era la obra de arte más sublime y terrible que jamás había contemplado.

Cuando el último hombre se vació sobre ellas, y Elena y Sofía yacían en el suelo, cubiertas de fluidos, sonriendo y exhaustas, Roberto tomó una decisión. Apagó el monitor, reservó un vuelo para esa misma noche y borró todas las grabaciones, menos una.

Volvió a casa al día siguiente, con una maleta y una expresión de total derrota. Las encontró en la cocina, desayunando como si nada, frescas y radiantes. Elena levantó la vista al verlo. "Roberto. No esperábamos que volvieras mañana".

Él dejó caer la maleta. Se arrodilló en medio de la cocina, delante de ellas. No dijo nada. Solo abrió su portátil y reprodujo el vídeo de la orgía del día anterior.

Elena y Sofía lo miraron, primero con sorpresa, luego con una comprensión lenta y una sonrisa cruel. "Así que estabas mirando", dijo Elena, su voz un susurro seductor. "Nuestro pequeño espectador".

"Sí", dijo Roberto, con la voz rota. "Lo he visto todo. Y... quiero formar parte".

Sofía se levantó y se acercó a él, le levantó la barbilla. "¿Formar parte? ¿En qué sentido, papi?".

"Como ellos", balbuceó él. "No... como yo. Quiero... quiero servirles. Quiero que me usen. Quiero ser vuestro sumiso".

La risa de Elena resonó en la cocina. Una risa de poder, de victoria. "Pues tienes suerte, cariño. Siempre estamos buscando un nuevo juguete".

Esa noche, la dinámica cambió por completo. Roberto fue despojado de su ropa y de su dignidad. Lo ataron a una silla en el centro del salón. Elena y Sofía, con la ayuda de un par de sus amantes, lo iniciaron. Lo obligaron a observar mientras ellas eran folladas, su cara a centímetros de donde los otros hombres las penetraban. Le hacían limpiar el semen de sus cuerpos con la lengua. Lo insultaban, lo abofeteaban, lo humillaban.

Finalmente, Elena se acercó a él, con el rostro sonrosado y los ojos brillantes. "Has sido un buen marido, Roberto. Un buen espectador. Ahora es hora de que seas un buen marido sumiso".

Desataron a la silla y lo tiraron al suelo. El jardinero se acercó por detrás, y Roberto, por primera vez en su vida, sintió la humillación suprema y la éxtasis final al ser penetrado. Mientras otro hombre se lo metía en la boca y su hija se masturbaba encima de su cara, Roberto sintió que se rompía por dentro para nunca más volver a ser el mismo. Había perdido a su esposa, a su hija y su hogar, pero había encontrado su verdadero lugar en el mundo: un objeto, un agujero, un esclavo en la orgía que él mismo había creado

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