
Sofía se desliza por el dormitorio con la ligereza de quien se sabe observada incluso en la intimidad de las cuatro paredes. Cada mañana, su ritual es el mismo: una danza silenciosa frente al espejo que termina por definir el tono de mi día. La observo desde la cama, fingiendo una somnolencia que no tengo, admirando cómo sus 1.51 m de estatura parecen concentrar una energía que desborda su pequeño cuerpo. Es una contradicción andante, con esa cara de ángel que invita a la protección y un cuerpo esculpido en el gimnasio con una disciplina casi militar; su cintura es apenas un suspiro que acentúa la curva firme de unas nalgas que han desafiado la gravedad a base de sentadillas pesadas.
Hoy ha elegido un vestido gris perla, tan ajustado que parece una segunda piel, y una minifalda que termina mucho antes de lo que cualquier reglamento escolar consideraría prudente. Cuando se calza los tacones de diez centímetros, su postura cambia, su espalda se arquea y esa vulnerabilidad aparente se transforma en una seguridad depredadora.
Ella dice que usa esa ropa para verse más alta, para que sus alumnos de preparatoria la respeten, pero yo veo cómo se recrea en su propio reflejo. Es la "Profe Sofi", la fantasía recurrente de trescientos adolescentes con las hormonas a punto de estallar, y ella sale a la calle cada mañana sabiendo que el mundo se va a inclinar ante su paso.
El desayuno transcurre entre comentarios banales sobre el tráfico y los exámenes finales, pero mi atención está clavada en su teléfono, que descansa sobre la mesa como una granada sin seguro. Durante el último año y medio, el dispositivo se ha convertido en un intruso constante.
Mientras ella se sirve café, la pantalla se ilumina: un mensaje de WhatsApp. No es un grupo de profesores, ni una madre preguntando por la conducta de su hijo. Es otro "padre preocupado". He empezado a notar un patrón sistemático; las notificaciones siempre llegan después de las nueve de la noche o en momentos de distracción, y curiosamente, las fotos de perfil siempre muestran a hombres maduros, nunca a las madres.
—¿Otra vez el papá de Julián? —pregunto, tratando de que mi voz mantenga un tono de curiosidad casual, ocultando el sabor amargo que empieza a subir por mi garganta.
—Ay, sí, amor. Ya sabes cómo son de intensos con las notas de sus hijos —responde ella sin apartar la vista de la pantalla, con esa sonrisa cándida que suele desarmarme.
La observo mientras teclea una respuesta rápida. ¿Cómo es posible que solo los padres tengan su número personal? En las reuniones escolares suelen ser las madres las que gestionan los detalles académicos, pero en el mundo de Sofía, los hombres parecen haber tomado el control total de la comunicación.
A veces me pregunto si realmente es tan ingenua como para no ver el deseo que chorrea en cada mensaje, o si detrás de esa mirada de absoluta inocencia se esconde una mujer que disfruta alimentando la obsesión de quienes la rodean.
Me pregunto si el respeto que busca en el aula no es en realidad una forma de adoración que ella consume en silencio, sintiéndose poderosa al saber que esos hombres, padres de familia respetables, se desvelan pensando en la vista que sus vestidos cortos ofrecen cuando se estira para escribir en la parte alta del pizarrón.
El beso que me da antes de salir hacia el colegio sabe a mentira piadosa. La veo alejarse sobre sus tacones, su figura pequeña desapareciendo tras la puerta, y me quedo solo con el eco de sus pasos y una sospecha que empieza a echar raíces en mi pecho.
Ella cree que su secreto está a salvo bajo esa fachada de profesionalismo y curvas atléticas, pero ha olvidado que yo la conozco mejor que nadie. O quizás, simplemente, ha empezado a subestimar el alcance de mi propia oscuridad.¿Es Sofía una víctima de su propia belleza, o es la arquitecta de un juego de seducción que se le está escapando de las manos? La duda es un veneno lento, y hoy he decidido que ya no quiero seguir siendo el único que no conoce las reglas del juego.
El reloj de la pared marca las once de la noche y el silencio del departamento se siente como una cuerda tensada al límite. Sofía está apoyada contra la barra de la cocina, sosteniendo una copa de tinto con esa elegancia natural que me hace odiarla y desearla a partes iguales. El vestido de seda negra que eligió para la cena se desliza por sus curvas como si fuera líquido, resaltando la firmeza de sus glúteos mientras se inclina un poco para alcanzar el sacacorchos.
El brillo del celular sobre la superficie de granito interrumpe la penumbra; otra notificación, otro nombre masculino que aparece en la pantalla bloqueada. Esta vez es el "Sr. Méndez", el padre de uno de sus alumnos de tercer año, enviando un mensaje que empieza con un "Hola, Sofi..." que me quema las retinas.
Me acerco a ella sin hacer ruido, sintiendo cómo el pulso me retumba en las sienes. No digo nada, simplemente rodeo su pequeña cintura con mis manos, hundiéndolas en la suavidad de su vientre antes de subirlas hasta el borde de sus senos. Ella suelta un suspiro entrecortado, una mezcla de sorpresa y esa satisfacción silenciosa de quien se sabe el centro de gravedad de mi mundo.
Al pegar mi cuerpo al suyo, la diferencia de estatura se vuelve una ventaja táctica; la obligo a arquear la espalda, sintiendo el calor que emana de su piel, ese magnetismo que parece diseñado para doblegar la voluntad de cualquier hombre.
—Ese teléfono no ha dejado de vibrar en toda la noche, Sofi —le susurro al oído, mientras mis labios recorren la línea de su cuello. Noto cómo su piel se eriza bajo mi toque—. Parece que tus alumnos no son los únicos que necesitan tu atención constante.
Ella suelta una risita suave, esa risa cristalina que usa para desviar cualquier sospecha, y se gira entre mis brazos para quedar frente a frente. Su cara de niña inocente me mira con una picardía que raya en lo cruel. Me rodea el cuello con sus brazos, obligándome a bajar la cabeza para encontrarme con sus labios.
—Solo son hombres aburridos, amor. No tienes por qué ponerte así —dice con una voz aterciopelada, mientras sus manos se enredan en mi cabello—. Al final del día, todos ellos se quedan con la imagen de la profesora en la pizarra, pero nadie sabe realmente lo que pasa cuando se cierra esta puerta. Nadie tiene lo que tú tienes.
Esa frase golpea mi paranoia como un martillazo. "Nadie sabe lo que pasa". Me lo dice para tranquilizarme, pero en mi mente suena como una advertencia velada. Si nadie sabe lo que hacemos nosotros, ¿quién sabe lo que ella hace en las horas muertas, en los salones vacíos o en las oficinas de esos "padres preocupados"? La duda me excita y me enfurece al mismo tiempo.
La levanto de un tirón y la siento sobre la barra fría, apartando las copas y el teléfono de un manotazo. La poseo ahí mismo, entre el mármol y las sombras de la cocina, con una urgencia que no es amor, sino una reclamación de propiedad. Cada gemido de ella se siente como una pequeña victoria contra esos mensajes invisibles, un intento desesperado de borrar con mi cuerpo el deseo de todos esos hombres que la acechan desde sus pantallas.
Mientras la tengo contra mí, buscando su boca con desesperación, no puedo evitar pensar en el delantal que usa para sus clases de laboratorio. Debajo de esa tela blanca y profesional, ella guarda este cuerpo que ahora se retuerce bajo el mío. Me pregunto si esa frase, "nadie sabe", es en realidad su mantra personal, la cortina de humo que utiliza para transitar entre sus dos mundos.
La sospecha de que Sofía no solo es la ídolo de la preparatoria, sino la arquitecta de una vida secreta que ni siquiera yo alcanzo a imaginar, se queda grabada en mi pecho como una marca de hierro candente mientras el eco de sus gemidos llena la habitación.
La llave gira en la cerradura con una lentitud que me resulta insultante. Son pasadas las ocho de la noche y la casa se siente como una sala de espera vacía, cargada con el peso de mi propia sospecha. Sofía entra con los tacones en la mano, caminando descalza sobre el parqué, proyectando esa imagen de agotamiento profesional que tan bien sabe interpretar.
Sin embargo, hay algo en su silueta que desentona con el cuadro de la profesora abnegada que acaba de salir de una junta de consejo técnico. Su cabello, que esta mañana era una cascada perfectamente lisa, cae ahora en mechones pesados y húmedos sobre sus hombros, y el vestido gris que tanto me gusta se aferra a su cuerpo con una humedad que no proviene de la lluvia.
—Hola, mi vida. Qué día tan espantoso —dice, acercándose para depositar un beso rápido en mi mejilla.
La detengo por la cintura, sintiendo bajo mis palmas la elasticidad de su piel. Al atraerla hacia mí, noto que el vestido se desliza sobre sus caderas de una forma demasiado fluida, demasiado libre. No necesito buscar el elástico de su lencería para saber que no está ahí; la ausencia de esa barrera mínima es un grito silencioso en medio de la sala.
Mi mano baja por instinto, comprobando el vacío bajo la tela, mientras ella ensaya una excusa antes siquiera de que yo abra la boca. Me explica, con esa voz de ángel cansado, que hubo una avería en las tuberías del gimnasio de la escuela y que, tras quedar empapada, tuvo que ducharse allí mismo para no pescar un resfriado.
Es una explicación lógica, casi perfecta, hasta que hundo mi rostro en el hueco de su cuello.
Busco el rastro de su perfume de jazmín, ese aroma dulce que es su firma personal, pero lo que encuentro me hiela la sangre. Su piel exhala un olor genérico, un aroma industrial y estéril a almendras amargas y antiséptico barato.
Es el inconfundible perfume del jabón de cortesía que solo se encuentra en los dispensadores de plástico de un motel de paso. No es el jabón neutro del gimnasio ni el gel de ducha de marca que tenemos en el baño. Es el aroma de una habitación alquilada por horas, de una toalla áspera y de un encuentro apresurado que no dejó tiempo para recuperar la esencia propia.
—¿Te duchaste en la escuela, Sofi? —pregunto, manteniendo la voz en una nota de calma gélida mientras mis dedos se clavan con un poco más de fuerza en su cadera.
—Sí, amor, ya te dije. Fue un desastre —responde ella, sosteniendo mi mirada con una inocencia tan absoluta que me resulta aterradora.
La observo alejarse hacia el dormitorio, moviendo sus 1.51 m con esa seguridad que ahora entiendo como una máscara de hierro. Me quedo solo en el pasillo, con el olor de ese jabón ajeno impregnado en mis pituitarias, sintiendo cómo la última pieza de mi confianza se pulveriza.
Ella cree que ha borrado el rastro, que una ducha rápida es suficiente para limpiar la traición, pero ha olvidado que el olfato es el sentido de la memoria más primitiva. Mi mente ya no visualiza pizarras ni exámenes; visualiza cuerpos sudorosos bajo luces de neón y manos extrañas recorriendo la cintura que yo juré proteger.
El ruido de la ducha real, la de nuestra casa, empieza a sonar de fondo. Sofía está intentando lavar la mentira sobre la mentira. Mientras me siento en el borde del sofá, observando cómo la luz del pasillo se filtra por debajo de la puerta del dormitorio, entiendo que el tiempo del diálogo y las dudas razonables ha terminado. Ya no puedo permitirme el lujo de la ignorancia. Esta noche, mientras ella duerma con esa cara de ángel que engaña al mundo, voy a cruzar la última frontera.
Voy a entrar en su teléfono, en su vida y en sus secretos, aunque lo que encuentre termine por despertar al hombre que prometí no volver a ser
La ducha se detiene y el silencio regresa como un animal doméstico que sabe esperar su hora. Me quedo en el sofá, con las manos sobre las rodillas, contando los minutos hasta que el pasillo se apaga y la puerta del dormitorio se cierra con ese clic suave que marca el fin de su día. Sofía cree que con agua caliente y un pijama de algodón puede borrar lo que sea que traiga pegado a la piel. Se equivoca. El olor a jabón barato sigue flotando en el aire como una niebla que no se disipa, recordándome que hay cosas que no se lavan tan fácil.
Espero media hora más, tal vez una, hasta que su respiración se vuelve profunda y regular. Me levanto sin prisa, descalzo para no hacer ruido sobre el parqué, y entro en el dormitorio. La luz de la mesita de noche está apagada, pero la ciudad filtra un resplandor anaranjado por las rendijas de la persiana. Sofía duerme de lado, con el cabello aún húmedo extendido sobre la almohada como una mancha oscura. Su cara parece más niña que nunca así, relajada, con los labios entreabiertos y esa expresión de paz que siempre me ha desarmado.
Por un momento me detengo junto a la cama y la miro. Pienso que podría ser tan sencillo como despertarla, preguntarle directamente, obligarla a confesar. Pero sé que mentiría con la misma facilidad con que respira, y yo ya no tengo paciencia para más mentiras.
El teléfono está en su mesita, cargando. Lo desconecto con cuidado, sintiendo el calor residual del dispositivo en la palma de mi mano. La pantalla se ilumina al tocarla: huella digital rechazada. Pruebo de nuevo, con más presión. Nada. Entonces recuerdo que ella siempre usa el código de emergencia para desbloquearlo rápido cuando está apurada. Marco la fecha de nuestro aniversario. La pantalla se abre como una puerta que nunca debí cruzar.
Primero reviso los mensajes recientes. Los "padres preocupados" están ahí, con sus saludos educados y sus preguntas sobre calificaciones. Pero más abajo, oculto entre grupos de profesores y chats familiares, encuentro uno sin nombre, solo un emoji: un libro abierto. 📖. El icono me resulta vagamente familiar; lo he visto iluminarse alguna vez en la cocina o en el auto, siempre cuando ella apartaba el teléfono con rapidez.
Abro el chat.
Las primeras líneas son banales: horarios, tareas, un comentario sobre un examen. El contacto se guarda como "Librito". Pero conforme bajo, el tono cambia. Los mensajes se vuelven más largos, más íntimos. Él le escribe a cualquier hora, y ella responde casi siempre. Hay fotos: primero selfies de ella en el gimnasio de la escuela, con leggings ajustados y esa sonrisa que parece inocente pero no lo es. Luego fotos más atrevidas, tomadas en nuestro baño, en nuestra cama. Desnudos completos. Primeros planos. Ella posando como si estuviera sola, pero sabiendo perfectamente que alguien más los vería.
Y luego las de él.
Un chico joven. Dieciocho, tal vez diecinueve. Cuerpo delgado pero definido, piel morena, una sonrisa arrogante en los selfies. En una de las fotos está en lo que parece un taller mecánico, con las manos sucias de grasa y la camiseta pegada al pecho por el sudor. En otra, mucho más explícita, se fotografía el miembro erecto, grueso, con una mano rodeándolo como si fuera un trofeo. Debajo, su mensaje: "Quiero que esto se estrene dentro de ti, profe. Hoy mismo si me dejas".
Siento que el aire se me escapa de los pulmones. El teléfono tiembla ligeramente en mi mano. Bajo más. Hay un mensaje de ella, de hace apenas unas horas: una foto suya en el espejo del gimnasio, sin ropa interior bajo el vestido, con la leyenda "Tal vez después de clases 💋". Y la respuesta de él: un emoji de diablo y la dirección de un motel en la carretera vieja.
El olor. Ese maldito olor a jabón de hotel que traía en la piel cuando llegó tarde. Ya no es una sospecha; es una certeza que me golpea el estómago como un puñetazo. El jabón barato, el cabello húmedo, la ausencia de ropa interior. Todo encaja. No fue una avería en las tuberías. Fue esto. Fue él. Un alumno. Un niño que podría ser su estudiante, que la llama "profe" mientras le envía fotos de su erección y planea encontrarse con ella en un motel de paso.
Me siento en el borde de la cama, con el teléfono aún en la mano, mirando la pantalla como si pudiera cambiar lo que veo si lo intento con suficiente fuerza. Sofía se mueve un poco en sueños, murmura algo inaudible, y por un instante siento el impulso de despertarla, de ponerle el teléfono en la cara y obligarla a mirar lo que ha hecho. Pero no lo hago. En lugar de eso, cierro el chat, bloqueo el teléfono y lo dejo exactamente donde estaba.
Salgo del dormitorio sin hacer ruido. En el pasillo, me apoyo contra la pared y cierro los ojos. Siento algo antiguo despertándose dentro de mí, algo que había enterrado hace ocho años bajo capas de rutina y promesas de una vida normal. Una frialdad que se extiende desde el pecho hasta las yemas de los dedos. El hombre que fui, el que resolvía problemas con precisión quirúrgica y sin preguntas, empieza a estirarse como si acabara de salir de un largo sueño.
Sofía cree que puede jugar a esto y mantenerlo oculto bajo su fachada de profesora intachable. Cree que su belleza la protege, que su inocencia aparente es un escudo. Pero ha olvidado que la inocencia también puede ser una provocación. Y que hay hombres, como yo, que alguna vez fuimos muy buenos resolviendo provocaciones.
Mañana la dejaré ir al colegio como siempre. La miraré vestirse, la besaré en la puerta, le diré que tenga un buen día. Y mientras tanto, empezaré a planear. Porque ahora sé el nombre del problema. Y sé exactamente cómo se eliminan los problemas cuando ya no hay vuelta atrás.
La mañana llega con una luz gris que se filtra por las persianas como si el día mismo dudara en comenzar. Me despierto antes que Sofía, como siempre, y preparo el café con la misma rutina que hemos perfeccionado en estos años. Ella sale del dormitorio envuelta en una bata corta, con el cabello revuelto y esa sonrisa somnolienta que hace que parezca inofensiva, casi frágil. Me besa en la mejilla mientras alcanzo su taza favorita, y por un instante me permito fingir que nada ha cambiado. Que anoche no crucé esa línea invisible al abrir su teléfono. Que no vi lo que vi.
—Amor, me siento un poco mal hoy —dice con esa voz suave, apoyando la frente contra mi hombro como si buscara consuelo—. Creo que voy a llegar tarde al colegio. Tal vez pida permiso para salir temprano si no mejoro.
Asiento, acariciándole la espalda con una mano que no tiembla. Le digo que se cuide, que no se esfuerce, que los alumnos pueden esperar un día. Ella sonríe agradecida, esa sonrisa que ilumina su cara de ángel y que ahora sé que usa como arma. Mientras se viste —otra minifalda, otro vestido ajustado que resalta la curva de sus caderas—, yo termino mi café y cojo las llaves del auto. Le digo que tengo una reunión temprana en la oficina, que no me espere para almorzar. Otro beso en la puerta, otro "te amo" susurrado, y salgo como si el mundo fuera el mismo de siempre.
Pero en lugar de dirigirme al trabajo, doy la vuelta en la primera esquina y me detengo en una agencia de renta de autos al otro lado de la ciudad. Elijo uno discreto, un sedán gris que no llama la atención, pago en efectivo y me aseguro de que las ventanas estén polarizadas. Para cuando estaciono a dos cuadras de la preparatoria, el reloj marca las nueve y media. El lugar es un hormiguero de adolescentes uniformados, risas y mochilas, pero mis ojos están fijos en la entrada principal.
Sofía llega casi a las diez, caminando con ese paso seguro sobre tacones que la hace destacar entre las multitudes. La veo saludar a algunos alumnos, ajustar su bolso al hombro, y entrar como si realmente estuviera enferma pero decidida a cumplir. Me quedo ahí, con el motor apagado, observando el flujo de la escuela desde la distancia. El sol sube y el calor empieza a acumularse en el auto, pero no me muevo. Pienso en su piel anoche, en cómo olía aún a ese jabón barato a pesar de la ducha en casa. Pienso en las fotos, en ese chico joven presumiendo lo que cree que va a conquistar.
Pasan las horas. Como un sándwich insípido de una tienda cercana, bebo agua tibia y espero. A las dos de la tarde, la veo salir. No camina como alguien que se siente mal; camina con prisa, mirando su teléfono mientras cruza el portón. Se detiene en la acera, habla por celular con voz baja, y luego un auto se acerca: un pickup viejo, con manchas de grasa en las ruedas y un parabrisas agrietado. El conductor es él. El mecánico del chat. Jóvenes rasgos morenos, camiseta ajustada que marca los músculos de quien trabaja con las manos. Baja la ventana y le dice algo que la hace reír, esa risa cristalina que yo creía reservada solo para mí.
Sofía sube al auto sin dudar, se inclina para besarlo en la boca antes siquiera de cerrar la puerta. Arrancan, y yo los sigo a distancia prudente, manteniendo dos o tres vehículos entre nosotros. El trayecto no es largo: salen de la ciudad por la carretera vieja, pasan gasolineras abandonadas y terrenos baldíos hasta llegar a un motel de una sola planta, con un letrero descolorido que apenas anuncia "Habitaciones por hora". El pickup se detiene frente a la recepción; él baja, paga rápido, y regresa con una llave. Estacionan frente a la habitación 14.
Los veo bajar. Ella se cuelga de su cuello mientras caminan hacia la puerta, sus piernas pequeñas envolviendo su cintura por un momento como si no pesara nada. Él la sostiene con una mano en las nalgas, riendo, y ella le muerde el lóbulo de la oreja antes de que entren. La puerta se cierra tras ellos con un clic que resuena en mi cabeza como un disparo.
Me quedo en el auto, al otro lado del estacionamiento, con las manos apretando el volante hasta que los nudillos palidecen. Siento una oleada de calor subiendo por el pecho, una mezcla de rabia y algo más primitivo, más oscuro. Mi cuerpo reacciona de una forma que no esperaba: una erección dura, dolorosa, nacida no del deseo sino de un odio posesivo que me recorre las venas como fuego. Bajo la mano al cinturón, toco el bulto familiar del arma que llevo escondida desde hace años, esa vieja compañera que juré dejar atrás. El metal está frío contra mi piel caliente.
Pienso en lo fácil que sería entrar ahora, abrir la puerta de esa habitación y terminar con todo. Con él, con la traición, con la mentira que ha sido mi vida estos últimos meses. Sofía cree que puede dividir su mundo en compartimentos: la profesora intachable, la esposa fiel, la amante secreta. Pero ha despertado algo que no debía. Ese chico joven, con su arrogancia y su cuerpo sudoroso, cree que ha ganado un trofeo. No sabe que los trofeos a veces terminan perteneciendo solo a un dueño.
La decisión se solidifica en mi pecho como una certeza fría. No hay vuelta atrás. Mañana, o pasado, cuando el momento sea preciso, él dejará de ser un problema. Y Sofía... Sofía aprenderá que hay límites que no se cruzan sin pagar un precio. El cazador ya no duerme. Está despierto, y tiene hambre.
El sol de la tarde convierte el estacionamiento del motel en un horno de asfalto agrietado. Me quedo en el auto rentado un rato más, con las ventanas entreabiertas para que entre algo de aire, observando la puerta de la habitación 14 como si pudiera ver a través de ella. No hay movimiento. Solo el zumbido distante de la carretera y el olor a aceite caliente que se filtra desde el motor. Pienso en lo que está pasando ahí dentro, en las manos de ese chico sobre el cuerpo que yo consideraba mío, y siento esa misma erección punzante de antes, una mezcla de furia y posesión que me revuelve el estómago.
No puedo quedarme aquí eternamente. Arranco y me dirijo al centro comercial que está a unos minutos, un complejo grande con vistas directas al motel desde el segundo nivel del estacionamiento. Encuentro un lugar elevado, apago el motor y me acomodo para esperar. Desde aquí, la habitación 14 es un punto pequeño entre muchas puertas idénticas, pero sé cuál es. Saco unos binoculares compactos del guantero —un hábito viejo que nunca perdí— y enfoco. Nada aún. Solo el pickup del mecánico estacionado como un trofeo ganado.
El tiempo se estira. Compro un café aguado en una máquina expendedora y me siento en el borde del concreto, con las piernas colgando al vacío. Mirar esa puerta cerrada me lleva atrás, a hace ocho años, cuando esperar era parte del oficio. Trabajaba para un cartel en el norte, resolviendo problemas que nadie más quería tocar. No era un loco con una ametralladora; era preciso, limpio. Un fantasma que entraba y salía sin dejar huellas. Recordar esas noches en moteles similares, esperando a un objetivo que nunca sabía que lo observaban, me trae un olor fantasma: pólvora mezclada con sudor barato y el metálico de la sangre fresca. Enterré eso cuando conocí a Sofía. Ella fue mi salvación, o eso creí. Su cara de ángel, su cuerpo pequeño y perfecto, me hicieron querer ser otro hombre. Uno normal, con un trabajo de oficina y una esposa que vestía minifaldas para dar clases.
Pero ahora, mirando esa puerta, entiendo que nunca se entierra del todo. Sofía lo ha desenterrado con sus secretos, con sus duchas apresuradas y sus sonrisas que esconden demasiado. Ella cree que su belleza la hace intocable, que puede jugar con fuego sin quemarse. Y ese chico, con su arrogancia juvenil, cree que ha conquistado algo prohibido. Ninguno de los dos sabe lo que han despertado.
Decido que esperar sin herramientas es un error de principiante. Bajo al área de tiendas, manteniendo el motel en vista periférica. En una ferretería grande compro lo necesario: un pasamontañas negro, cuerda resistente, un taser compacto que pasa por linterna y un cuchillo de hoja fija, de los que usan para cazar. Pago en efectivo, sin hablar más de lo necesario. El dependiente me mira con indiferencia, como si viera esto todos los días. Al volver al auto, guardo el kit en una mochila vieja que encontré en el maletero rentado. Siento el peso familiar de las cosas en mis manos, el frío del metal, y algo se asienta en mi pecho: una calma que solo conoce quien ha cruzado ciertas líneas antes.
Sofía ha hecho esto. Ella, con su inocencia aparente y su poder sutil sobre los hombres, ha revivido a la bestia que yo había encadenado. Pienso en cómo la miraré esta noche, cuando regrese a casa con otra excusa en los labios. Pienso en su piel aún cálida por otro cuerpo, y en cómo yo seré el único que sepa la verdad. El peso de eso no me asusta; me libera. Por primera vez en años, siento que vuelvo a ser quien realmente soy.
Enfoco los binoculares de nuevo. La puerta de la habitación 14 se abre por fin. Él sale primero, ajustándose la camiseta, con esa sonrisa satisfecha de quien cree haber ganado. Sofía lo sigue, arreglándose el vestido, colgándose de su brazo mientras caminan al pickup. Se besan una vez más antes de subir, un beso largo que me quema los ojos.
El portón del motel se abre para dejarlos salir. La cacería ha comenzado.
El pickup del mecánico desaparece por la carretera vieja, dejando una nube de polvo que se disipa lento bajo el sol del atardecer. Me quedo un momento más en el estacionamiento del centro comercial, con la mochila a mis pies y el peso del kit recién comprado asentándose en mi regazo como un viejo amigo que regresa sin invitación. Saco el teléfono desechable que adquirí en la ferretería —uno barato, sin rastreo— y marco el número de Sofía. Suena tres veces antes de que conteste, con esa voz jadeante que ahora reconozco como la de alguien que acaba de bajar de una nube.
—Hola, amor —dice, y de fondo escucho el ronroneo del motor y una risa masculina ahogada, como si él tuviera la mano sobre su muslo mientras conduce.
—Solo quería saber cómo estás, Sofi. Te oí un poco mal esta mañana —respondo, manteniendo el tono preocupado, ese que ella siempre ha creído genuino.
—Ay, sí, sigo con un poco de dolor de cabeza. Voy a pasar por la farmacia a comprar algo para el malestar y luego directo a casa, ¿vale? No me tardaré.
La mentira sale tan natural de sus labios, tan envuelta en esa dulzura infantil que usa para todo. Farmancia. Como si yo no acabara de verla salir de la habitación 14 con el vestido arrugado y el cabello revuelto. Cuelgo sin decir más, sintiendo esa calma fría extenderse por mis venas. Sé dónde trabaja él: las fotos del chat lo delataban, el taller mecánico en las afueras, con el nombre "Auto Reparaciones Hernández" en un letrero oxidado. Es un lugar pequeño, en una zona industrial semiabandonada, perfecto para lo que tengo en mente.
Arranco el auto rentado y tomo la ruta hacia allá. El tráfico de la tarde es denso, pero me mantengo paciente, repasando el plan en mi cabeza. No hay prisa; la prisa es para aficionados. Cuando llego, el taller está casi vacío: un par de autos levantados en gatos hidráulicos, herramientas esparcidas y el olor penetrante a grasa y aceite quemado que impregna el aire. El pickup está estacionado al fondo, aún caliente. Lo veo a él: el mecánico, limpiándose las manos con un trapo sucio, charlando con un compañero que pronto se va en una moto ruidosa.
Espero en el auto, a media cuadra, hasta que cae la noche. Las luces del taller se apagan una a una, y él sale solo, caminando hacia un callejón trasero donde deja su mochila. Lleva una sudadera vieja y jeans manchados, con esa postura relajada de quien cree que el día terminó bien. Me pongo el pasamontañas antes de bajar, el taser en una mano y el arma en la cintura, oculta pero lista.
Lo sigo a pie, sin hacer ruido sobre el asfalto agrietado. El callejón es estrecho, iluminado solo por un farol parpadeante que huele a humedad y orina vieja. Cuando está a mitad del camino, sacando las llaves de su bolsillo, me acerco por detrás. El taser chispea contra su cuello con un sonido seco, como un insecto eléctrico, y su cuerpo se convulsiona antes de caer de rodillas. No grita; solo un jadeo ahogado, los ojos abiertos en shock mientras se orina encima, el olor cálido y amargo extendiéndose por sus pantalones.
Lo agarro por el cuello de la sudadera y lo arrastro hacia el auto, que dejé con la cajuela abierta. Es joven, fuerte, pero el shock lo deja flojo como un muñeco. Lo meto adentro de un empujón, atándole las manos con la cuerda antes de que pueda reaccionar del todo. Cierro la cajuela y miro alrededor: nadie. Solo el eco distante de un perro ladrando y el viento moviendo basura por el suelo.
Adentro de la cajuela, lo escucho gemir, pateando débilmente contra las paredes. El olor a miedo —sudor ácido, orina fresca— se filtra incluso desde afuera. Por un momento, lo humanizo: es solo un chico que creyó haber ganado la lotería con una mujer prohibida, con su cuerpo joven y su arrogancia. Probablemente piensa en su madre, o en cómo salir de esta. Pero luego recuerdo sus manos sobre Sofía, su risa en el motel, y la piedad se evapora.
Arranco rumbo a la casa de seguridad abandonada que conozco desde mis días viejos: un galpón en las afueras, rodeado de maleza y olvido. El camino es largo, y con cada bache, escucho sus golpes desesperados en la cajuela. Sofía debe estar llegando a casa ahora, preguntándose por qué no contesto sus mensajes, preparando alguna excusa nueva para su tarde desaparecida.
El secreto ya no es solo de ella. Ahora es mío también, y pesa más que nunca. Pero esta carga no me hunde; me impulsa. Mañana, o esta misma noche, él hablará. Y luego, el problema se resolverá de una vez.
El galpón abandonado huele a óxido y humedad vieja, como si el tiempo mismo se hubiera podrido entre estas paredes de lámina corroída. Aparco el auto rentado detrás, en la maleza que lo oculta de la carretera, y abro la cajuela con calma. El mecánico está acurrucado en el fondo, con las manos atadas y los ojos muy abiertos, brillando en la penumbra como los de un animal acorralado. El olor a orina seca impregna el espacio cerrado, mezclado con su sudor ácido, y cuando lo agarro por el brazo para sacarlo, tiembla con una violencia que casi me da pena. Casi.
Lo arrastro adentro, sus pies raspando el concreto agrietado, y lo siento en una silla oxidada que encontré en un rincón. Le ato las piernas con la cuerda restante, apretando lo suficiente para que sienta el bite en la piel, pero no tanto como para cortar la circulación de inmediato. No quiero que se desmaye pronto; esto tiene que durar lo necesario. El pasamontañas sigue en mi cara, y el taser en mi mano derecha, listo. Él respira rápido, jadeos cortos que llenan el silencio, y por un momento lo observo: es joven, con esa fuerza bruta de quien trabaja con motores y grasa todo el día, pero ahora parece solo un chico asustado que se orinó encima.
—¿Qué quieres, cabrón? —susurra por fin, con voz ronca, intentando sonar desafiante. Hay un temblor debajo, uno que reconozco bien.
Saco su teléfono del bolsillo —lo confiscé en el callejón— y abro la galería. Las fotos del motel están ahí, las que le envió Sofía y las que él tomó: su cuerpo pequeño y perfecto extendido en la cama barata, su cara de ángel sonriendo al lente mientras él la tocaba. Las proyecto en la pared con la linterna del dispositivo, una tras otra, iluminando el galpón con flashes crudos. Él palidece al verlas, los ojos yendo de las imágenes a mí.
—Explícame esto —digo, mi voz amortiguada por el pasamontañas, calmada como si estuviéramos charlando de fútbol.
—No sé de qué hablas, wey. Esas son privadas —intenta, pero su voz se quiebra cuando aplico el taser en su muslo. El chispeo eléctrico lo hace arquearse, un grito ahogado saliendo de su garganta mientras su cuerpo se convulsiona. Huele a carne quemada leve, sutil, pero persistente.
Vuelvo a las fotos. El cuchillo sale ahora, la hoja fría rozando su mejilla, dejando una línea fina de sangre que gotea lenta. Él llora, lágrimas mezcladas con mocos, y empieza a hablar: cómo la conoció en la escuela cuando llevó el auto de su madre a reparar, cómo ella coqueteaba con mensajes inocentes que se volvieron calientes, cómo el motel era su lugar porque era discreto. Describe su piel, su olor después del sexo —ese jabón barato que ahora odio—, y cada detalle es un clavo en mi pecho. Pero lo escucho, porque necesito saberlo todo. Necesito que duela lo suficiente.
Lo humanizo un instante: es solo un muchacho con hormonas y arrogancia, creyendo que había conquistado a la profesora intocable. Probablemente sueña con una vida mejor, con escapar del taller y la grasa eterna. Pero luego pienso en Sofía gimiendo bajo él, en su risa en el pickup, y la piedad se disipa como humo.
—¿Cuántas veces? —pregunto, presionando la punta del cuchillo en su cuello, justo donde late la vena.
—Unas... unas diez, quizás más —admite, sollozando—. Por favor, no me mates. Tengo una hermana pequeña, mi jefa depende de mí...
Me detengo. Me quito el pasamontañas despacio, dejando que la luz tenue de la linterna ilumine mi cara. Sus ojos se abren más, el reconocimiento golpeándolo como otro taser.
—Tú... ¿el esposo? —susurra, la voz quebrada en shock puro.
Asiento. Sonrío un poco, esa sonrisa que Sofía siempre ha llamado tierna. Ahora debe verse diferente en su cara.
—Exacto. El esposo de Sofía. El que paga las cuentas, el que la espera en casa mientras tú la usas en moteles de paso.
Él llora más fuerte, suplicando, prometiendo que nunca más, que borrará todo. Saco mi teléfono desechable y empiezo a grabar. Lo obligo a repetir la confesión frente a la cámara: su nombre, cómo sedujo a la profesora casada, los detalles del motel, las fotos. Amenazo con enviarlo a su familia, a su jefe, a la policía si alguna vez se acerca a ella de nuevo. Y más: si habla de esto, su hermana pequeña pagará el precio. Lo dice todo, con la cara hinchada y la sangre goteando, la voz temblorosa pero clara.
Cierro la grabación. Lo miro un largo rato, sintiendo el peso nuevo en mi pecho: no solo la traición de Sofía, sino esta complicidad oscura que ahora comparto con él. Él sabe mi secreto, y yo el suyo. Pero solo uno de nosotros saldrá de aquí con vida.
Sofía cree que sus juegos son inofensivos, que su belleza la protege de consecuencias. Pero ha creado un lazo que no se rompe con excusas o duchas rápidas. Este chico pagará el precio, y ella... ella aprenderá que el amor posesivo no perdona. El secreto ya no es solo traición; es el fundamento de algo mucho más profundo, más irreversible. Y yo soy el único que decide cuánto dura.
El galpón está en silencio ahora, salvo por los sollozos intermitentes del mecánico, que resuenan contra las paredes de lámina como ecos de un animal herido. La grabación ha terminado; su confesión completa, con la cara hinchada y los ojos rojos, guardada en el teléfono desechable. Lo miro sentado en la silla, con la cabeza baja, el cuerpo temblando aún por los toques del taser. Hay sangre seca en su mejilla donde el cuchillo lo rozó, y el olor a orina vieja se mezcla con el sudor fresco y el metálico sutil de la miedo que impregna todo. Por un momento, lo veo como lo que es: un chico joven, con manos callosas de trabajar en motores, probablemente con sueños simples de salir del taller y tener algo mejor. Alguien que creyó que tocar a Sofía era un triunfo, no un error fatal.
Pero luego pienso en sus manos sobre ella, en cómo la hacía reír en el pickup, en las fotos que presumía como trofeos, y esa piedad fugaz se disipa. Sofía lo eligió a él para sus secretos, para esas horas robadas que olían a jabón barato y sexo apresurado. Ella, con su cara de ángel y su cuerpo que parece diseñado para provocar, ha tejido esta red. Y ahora, él es el hilo suelto que hay que cortar.
Saco el arma de la cintura, esa vieja compañera que carga balas desde hace años. El metal está frío, familiar, como si nunca hubiera estado ausente. Él levanta la cabeza al oír el clic del seguro quitado, los ojos abriéndose en pánico puro.
—Por favor... no lo hagas. Te juro que nunca más, que borraré todo, que me voy de la ciudad si quieres —suplica, la voz quebrada, lágrimas frescas rodando por la sangre seca.
Lo observo un segundo más. Pienso en cómo Sofía regresará a casa esta noche, con su sonrisa cándida y sus excusas listas, creyendo que su mundo sigue intacto. Pienso en el peso que llevo ahora, esta carga oscura que ella misma me ha impuesto. No hay ira explosiva; solo una certeza fría, como en los viejos tiempos. Apoyo el cañón contra su sien, sintiendo el temblor de su piel contra el metal.
El disparo es seco, amortiguado por el silencio del galpón. Su cuerpo se sacude una vez, luego se afloja en la silla, la cabeza cayendo hacia adelante. El olor a pólvora quemada llena el aire de inmediato, mezclado con el cálido metálico de la sangre que empieza a gotear sobre el concreto. No hay grito, solo el eco breve y el silencio que sigue. Lo miro: ya no es una amenaza, solo un cuerpo inerte, con los ojos abiertos mirando la nada.
Desato las cuerdas con calma, envuelvo el cuerpo en una lona vieja que encontré en un rincón, y lo cargo al auto. Es pesado, pero manejable; la adrenalina hace el trabajo. Conduzco hacia la barranca que conozco desde hace años, un lugar remoto en las afueras donde la tierra se traga lo que cae. Arrojo el cuerpo al vacío, escuchando el impacto sordo contra las rocas abajo, luego las piedras que lo cubren para borrar rastros. El viento nocturno lleva el olor a tierra húmeda y pólvora residual, pero pronto desaparece.
De vuelta en la ciudad, limpio todo: el galpón con trapos y lejía que compré de paso, el auto rentado hasta que no quede huella. Devuelvo el vehículo en la agencia nocturna, pago el extra en efectivo sin preguntas. Camino unas cuadras hasta una farmacia abierta las veinticuatro horas y compro lubricantes, de los caros, con aroma neutro. La cajera me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa: amplia, depredadora, como si el mundo fuera mío de nuevo.
El esposo amable, el que esperaba con café y besos en la puerta, ha muerto esta noche en esa barranca junto con el mecánico. Lo que queda es el dueño. Sofía cree que su belleza la hace intocable, que sus secretos son solo juegos inofensivos. Pero ahora el secreto es mío, profundo e irreversible, y ella bailará en él sin saberlo. Mañana la miraré cocinando, con esa inocencia aparente que tanto me fascina, y sabré que todo ha cambiado. Ella es mía, completamente, y este peso nuevo no me hunde; me define.
Llego a casa con el olor a tierra húmeda de la barranca aún pegado a la piel, aunque me duché dos veces antes de devolver el auto. La farmacia me dejó las manos oliendo a lubricante nuevo, neutro y frío, y esa sonrisa depredadora que le regalé a la cajera todavía me tira de los labios. Abro la puerta y el aroma de la cocina me golpea de inmediato: ajo sofrito, carne dorándose, algo mexicano que Sofía prepara cuando quiere fingir que todo es normal. La encuentro de espaldas, removiendo una sartén en la estufa, con un vestido ligero de algodón que se le pega a las caderas por el calor. Sus 1.51 m se ven frágiles bajo la luz cálida de la lámpara, el cabello recogido en una coleta alta que deja al descubierto la nuca perfecta, esa que siempre me ha vuelto loco.
—Amor, ya llegaste —dice sin voltear, con esa voz suave y cantarina que usa para desarmar el mundo—. La cena está casi lista. ¿Tuviste un día pesado?
Me quedo en el umbral de la cocina, observándola. Ella sigue moviendo la cuchara, como si no supiera que hoy maté a un hombre por ella. Como si no oliera a jabón barato hace unas horas, o como si sus gemidos en la habitación 14 no resonaran aún en mi cabeza. La inocencia que proyecta es tan perfecta que casi me hace dudar, pero ya no. El esposo que esperaba excusas y besos tímidos ha muerto. El que queda la mira como lo que es: mía, completamente, con secretos y todo.
Me acerco despacio, sin decir nada. Rodeo su cintura con las manos y pego mi cuerpo al suyo por detrás. Ella se tensa un segundo, luego se relaja contra mí, soltando un suspiro pequeño.
—¿Qué pasa, mi vida? —pregunta, girando la cabeza para buscar mi boca.
No respondo con palabras. La giro de un tirón, la levanto por las caderas y la siento sobre la mesa del comedor, apartando platos y cubiertos de un manotazo. La vajilla cae al suelo con estrépito, rompiéndose en pedazos que brillan bajo la luz. Sofía jadea, los ojos muy abiertos, pero no hay miedo en ellos; hay sorpresa, y algo más profundo, algo que reconoce el cambio.
—Hoy no quiero cena —le digo al fin, con la voz ronca, mientras le subo el vestido por los muslos—. Te quiero a ti.
Mis manos encuentran su piel desnuda debajo; no lleva nada, como siempre cuando cocina en casa. Ella muerde su labio inferior, esa cara de ángel enrojeciendo, y trata de decir algo, pero yo ya estoy besándola con fuerza, mordiendo su boca hasta que sabe a sangre leve. Sus piernas se abren por instinto, envolviéndome la cintura, y siento el calor de su sexo contra mí a través de la tela.
—Dios, amor... ¿qué te pasa hoy? —susurra contra mis labios, pero sus caderas ya se mueven buscándome, traicionando cualquier pregunta.
—Te pasa tú —respondo, desgarrando el escote del vestido de un jalón. Los botones saltan, el tejido se rasga, y sus pechos pequeños y firmes quedan al aire—. Siempre tú, jodiendo con mi cabeza.
La empujo hacia atrás sobre la mesa, el madera cruje bajo su peso. Me desabrocho el pantalón con una mano mientras con la otra le abro las piernas más, exponiéndola completamente. Ella gime cuando entro de una embestida seca, profunda, sin preámbulos. La mesa rechina fuerte, un sonido rítmico y violento que llena la casa mientras mis caderas chocan contra las suyas con fuerza bruta. Cada impacto levanta sus nalgas del madera, las hace rebotar, y yo las agarro con las dos manos, clavando los dedos en la carne suave hasta dejar marcas rojas.
—Así... sí... —jadea ella, arqueando la espalda, las uñas arañándome los brazos—. Más fuerte...
Tiro de su coleta con una mano, obligándola a alzar la cabeza, exponiendo su cuello. Le doy una nalgada seca, el sonido resuena como un latigazo, y ella grita, un gemido que es mitad dolor, mitad placer puro.
—Eres una puta, Sofi —le digo al oído, embistiendo más profundo, sintiendo cómo se aprieta alrededor de mí—. Mi puta. Y hoy vas a sentirlo todo.
Otra nalgada, más fuerte, y sus nalgas se enrojecen bajo mi palma. La mesa cruje como si fuera a romperse, las patas raspando el suelo con cada choque violento de mis caderas contra las suyas. Ella llora de placer, las piernas temblando, los gemidos saliendo en cascada: mi nombre, por favor, más, no pares. Yo no paro. La poseo como si quisiera borrar cualquier rastro de otro cuerpo, como si cada embestida pudiera grabar mi nombre en su piel.
El sudor nos empapa a los dos, el aire huele a sexo y a comida quemada en la estufa olvidada. Sofía está perdida, los ojos entrecerrados, la boca abierta en un gemido constante que sube de tono con cada choque. Agarro sus nalgas con más fuerza, levantándola un poco para entrar más profundo, y ella se deshace: un grito largo, el cuerpo convulsionando mientras se corre alrededor de mí, apretándome tan fuerte que casi me arrastra con ella.
Pero yo no termino aún. Sigo moviéndome, más lento ahora, pero igual de profundo, prolongando su clímax hasta que sus piernas tiemblan sin control. Cuando por fin la suelto, ella se desliza de la mesa, las rodillas cediendo, y cae de espaldas contra mí, incapaz de sostenerse en pie. Jadea, el pecho subiendo y bajando rápido, las piernas débiles como si fueran de gelatina.
La sostengo por la cintura, mirándola con esa hambre que ya no escondo. Mis ojos deben verse como los de un perro frente a su presa: oscuros, fijos, sin parpadeo. Bajo la mirada a mi sexo, aún erecto, brillante de ella, y le sonrío.
—Anda, ponte de rodillas —le digo, la voz baja y peligrosa—. Aún no hemos terminado.
Sofía baja los ojos, obediente por primera vez sin discusión, y los abre de golpe al verme todavía duro, listo. La sorpresa le cruza la cara: ese hombre que ella consideraba normal, predecible, el que preparaba café y esperaba con paciencia, ya no está. En su lugar hay alguien nuevo, con la mirada de un depredador que ha probado sangre y quiere más.
En su interior, algo se estremece. No es solo deseo; es reconocimiento. Esta noche, ella es la cena. Y mientras se arrodilla, temblando aún por el orgasmo, yo pienso en el cadáver pudriéndose en la barranca, en el secreto que ahora sostiene nuestra vida como un cimiento oscuro e inquebrantable. Ella gime mi nombre una vez más, pero esta vez suena diferente: no es solo placer. Es rendición.
El amor que teníamos ha muerto. Lo que queda es esto: posesión absoluta, oscuridad compartida. Y mientras la tomo de nuevo, con la mesa rota a nuestro lado y los platos hechos añicos en el suelo, sé que este es el verdadero comienzo. El secreto no nos destruirá. Nos unirá para siempre.
Comentario del autor:
Mi nombre de autor es Hunter, Espero que les allá gustado es mi primer relato erótico si tienen alguna idea sobre un posible relato mándeme un mensaje.
0 comentarios - La Profesora Sofía y su esposo con un pasado oscuro