
1 - Promesa De Bienestar
La primera vez que la vio fue en el mercado, entre puestos de ropa barata y olores mezclados.
Tania —una belleza callejera, de curvas que parecían diseñadas para tentar— estaba regateando por un vestido usado. El comerciante, Marcelo, la observó desde lejos: piel morena, labios gruesos, mirada decidida… y una necesidad evidente que despertó en él una mezcla de deseo y dominio.
Ella lo miró cuando él se acercó, con esa sonrisa tímida que solo tienen las que conocen la miseria pero no han perdido el fuego.
—¿Cuánto querés por el vestido? —preguntó ella.
Marcelo sonrió y se lo quitó a la vendedora de la mano.
—Nada. Te lo regalo.
Ella lo miró sorprendida; él aprovechó para recorrerla de arriba abajo con descaro.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque tenía ganas de conocerte —respondió él, con una voz gruesa que la estremeció.
Ella aceptó el regalo y él aprovechó para invitarla a su local privado, donde guardaba mercancía más cara.
Apenas cerró la puerta, Marcelo la tomó suavemente de la barbilla.
—Ese vestido no es para vos —susurró—. Vos merecés ropa nueva… y cosas mejores.
Ella tragó saliva.
Él abrió una bolsa con prendas finas y se la puso enfrente: blusas caras, falditas diminutas, ropa interior provocativa.
—¿Qué… qué querés a cambio? —preguntó ella.
—Solo que te pruebes algo —contestó él con una sonrisa lenta—. Quiero ver cómo te queda.
Ella dudó… pero el hambre y la necesidad la empujaron.
Se quitó la ropa rápida, como quien está acostumbrada a no tener privacidad, quedando frente a él solo con su piel cálida.
Marcelo sintió la pija despertarle de golpe.
Ella se puso la faldita fina, dejando gran parte de sus caderas a la vista. Cuando se dio vuelta, él no resistió: la sujetó por la cintura y la acercó a su cuerpo.
—Mirá lo que me hacés… —murmuró él, dejando que ella sintiera su dureza creciente.
Ella se mordió el labio y deslizó la mano hacia abajo, tocándolo por encima del pantalón.
—Si me tratás así… yo puedo ser tuya —susurró—. Pero cumplí tus promesas.

Él la empujó suave contra una mesa y bajó por su abdomen hasta encontrar su vagina tibia.
La saboreó lento, profundo, haciendo que ella se arquease como un arco tenso.
Ella gemía con hambre, aferrándose a su cabello, moviendo las caderas como si quisiera más.
—Quiero que seas mi mujer —le dijo entre jadeos él, mientras la devoraba.
Ella soltó un gemido más fuerte, temblando.
—¿En serio? ¿ Querés casarte conmigo? —preguntó entre suspiros.
Marcelo la alzó y la apoyó sobre él, dejándola sentir su pija palpitante.
—Si te portás bien —susurró—, voy a darte todo lo que prometo.
Ella, necesitada, caliente, llena de ilusión y deseo, se montó sobre su pija y comenzó a moverse como si fuese su última oportunidad.

Él la sujetó por las caderas, disfrutándola, guiándola, haciéndola subir y bajar con un ritmo de puro fuego.
La joven lo miró con ojos brillantes, confiando… sin saber que las promesas más dulces son siempre las que más duelen.

El comerciante la llevó a pasear por la ciudad como si quisiera enseñarle un mundo nuevo, un mundo que ella solo había imaginado viendo vitrinas.
Le compró un helado, luego un vestido ligero y después la invitó a cenar en un restaurante donde las luces parecían brillar solo para ella.
Ella, con esos ojos hambrientos de esperanza, se le pegaba al brazo como si él fuera la puerta a una vida distinta.
Y él, experto en palabras dulces, le repetía:
—Vos te merecés todo… Y yo quiero dártelo.
Cuando llegaron al motel, la joven entró sin decir nada, apenas respirando, como si temiera que un ruido brusco rompiera el encanto.
El cuarto tenía una luz rojiza que bañaba su piel morena, haciéndola ver como una promesa que ardía sin tocarse.
Él la empujó suavemente hacia la cama, la besó el cuello con hambre contenida, bajó y le chupo las tetas, los pezones y sus manos recorrieron cada curva como si la estuviera descubriendo por primera vez.
Ella temblaba, pero no de miedo: era el vértigo del deseo mezclado con la ilusión.
—Vos vas a ser mi mujer —susurró él, acariciando su cintura.
La joven, creyéndole cada palabra, se arrodilló frente a él y le agarró la pija y se lo chupo, lo recibió con un fervor casi devoto, como si adorara un futuro imaginado.
Él la guiaba con la mano en el cabello, respirando entrecortado, disfrutando más del poder que del placer.
Después la hizo apoyarse sobre la cama, en cuatro, esa postura que lo volvía loco, le metió la pija en la concha de una embestida, y la sostuvo por la cadera mientras la unía a su ritmo, profundo, posesivo, como queriendo dejar una firma en su memoria.

Ella jadeaba su nombre, creyendo que aquello era amor…
Él la inclinó un poco más, susurrándole al oído:
—Quiero que me des tu culito, como un adelanto… un regalo de futura esposa.
La joven obedeció, ruborizada, entregándole cada parte de sí, creyendo que así aseguraba el mañana que él le prometía.
Y mientras la cogia por el culo, mientras su respiración se mezclaba con la de ella, el comerciante pensaba que algunas ilusiones eran demasiado fáciles de comprar.

Ella aún tenía en la piel el recuerdo tibio de la noche anterior: sus manos firmes guiándola, sus palabras dulces al oído, y esa mezcla peligrosa de ternura y dominio que él usaba para envolverla como un lazo invisible.
Le había dicho que era “la mujer con la que siempre soñó”, que “todo iba a cambiar”,
que “merecía un futuro distinto a la pobreza que la rodeaba”.
Y ella, ilusionada, quiso creerlo.
Quiso aferrarse a la idea de que alguien por fin la veía, la elegía, la quería.
Al amanecer decidió sorprenderlo.
Se arregló lo mejor que pudo, se puso la ropa nueva que él le había comprado, y caminó hasta el negocio donde él decía ser dueño.
La sonrisa se le congeló al entrar.
Detrás del mostrador no estaba él, sino un hombre mayor que la miró con extrañeza.
—¿Buscás al vendedor? —preguntó, levantando apenas la ceja—.
Sí, vino temprano… pero se fue.
Su esposa lo llamó.
Parece que tenían cosas familiares que atender.
"¿Su… esposa?"
La palabra le cayó como un balde de agua helada en el pecho.
—Claro —continuó el hombre, sin saber el terremoto que provocaba—.
Está casado hace años. Tiene dos chicos.
Buen vendedor, eso sí.
Siempre habla bonito… y conquista rápido.
Ella sintió que el piso temblaba. De repente todo encajó:
las promesas exageradas, los regalos repentinos, la urgencia con que la buscaba, la forma en que evitaba preguntas personales.
Todo había sido un truco. Una ilusión envuelta en frases dulces. Un sueño prestado que nunca fue real.
Se quedó quieta unos segundos, respirando hondo para no quebrarse ahí mismo.
El local se le hacía pequeño, asfixiante. El espejo del fondo le devolvía una imagen que dolía:
la de una mujer que creyó en palabras hechas humo.
Cuando estaba saliendo, apareció el.
—¿Qué estás haciendo aquí, mi cielo? —dijo, con esa voz dulce que antes la derretía.
Ella cruzó los brazos, con una sonrisa quebrada:
—Vine a ver al hombre con el que supuestamente me iba a casar.
El silencio se volvió pesado.
—Déjame explicarte… —balbuceó.
Ella negó con la cabeza, dolida pero firme.
—No hace falta. Ya escuché que eres solo un vendedor y tienes esposa… ¿y aún así me hablabas de hogar, de futuro, de amor?
Él salió detrás y la tomó suavemente de los brazos, desesperado.
—Perdóname… Te juro que lo que pasó entre nosotros fue real. No fingí nada. La forma en que te deseé, la forma en que te abracé… eso no se puede inventar. —Su voz se quebró—. Puedo dejarlo todo si quieres. Si quieres una vida conmigo, la tengo. Solo dime que sí.
Ella lo miró largo rato… y por primera vez lo vio tal como era: un hombre que prometía mundos que no tenía y juraba futuros que no podía cumplir.
—Lo nuestro fue fuego —admitió—. Intenso, sí. Pero el fuego sin verdad solo deja cenizas. Ya no puedo creer en ti. Ya no puedo creer en falsas promesas.
Él intentó acercarse, pero ella dio un paso atrás.
—Lo que rompiste no se arregla con palabras —susurró ella—. Y definitivamente no con promesas que ya sé que no valen nada.
Y se fue sin mirar atrás, dejando al hombre que la había encendido… y también quemado.

2 - La Promesa de Humo
Desde la primera noche que la vio, Nerea brillaba como un incendio bajo las luces del bar. No era la más arreglada ni la más llamativa, pero tenía esa mezcla peligrosa de inocencia y hambre de vida que volvía a cualquiera loco.
Y Él —Matías—, experto en jugar con palabras dulces, supo que con ella debía usar sus mejores armas: promesas envueltas en terciopelo.
La invitó un trago, la miró como si fuera lo único importante en el local, y le susurró cerca del cuello:
—Contigo sí me animaría a algo serio…
Nerea, vulnerable y deseosa de sentirse escogida, cayó justa en la red. Sonrió, bajó la mirada, y la tensión en sus piernas lo dijo todo.

Matías la llevó a un rincón oscuro, donde el murmullo de la música tapaba cualquier gemido ahogado. La besó como quien reclama un premio, y ella respondió con un fuego que delataba lo poco que conocía del placer… y lo mucho que quería aprender.
Él la tomó de la mano y la sacó del bar como si realmente fuera su chica. Camino al motel, siguió alimentando la ilusión:
—Cuando termine unos asuntos… quiero que seas mi mujer y vivas conmigo.
Ella lo miró como si acabaran de abrirle el cielo.
Apenas cerraron la puerta, Matías la arrinconó y la recorrió con la boca, bajando lentamente, saboreando cada curva.
Ella temblaba, entregada.
Cuando él la acomodó sobre la cama, su respiración ya era un ruego silencioso.

La tomó con fuerza, devorándole la concha, chupandole cada pliegue.
Ella se arqueó, gimiendo contra su mano. Él subió, le quitó la blusa y atrapó sus dos tetas con la boca, jugando entre besos y mordiscos suaves.
—Tu turno… —le dijo con voz ronca. Mientras sacaba su pija.
Ella bajó, se arrodilló frente a él y rozó su pija con los labios, luego la lamió, la besó, la envolvió con su lengua como si fuera un dulce prohibido que no quería desperdiciar.

La acostó en la cama, se subió encima y la penetró de una estocada, ella gimió al sentirlo, mientras él la bombeaba sin piedad.
—Quiero verte cabalgar, le dijo y ella se subió sobre él le agarró la pija y se metió en la concha, subiendo y bajando con intensidad, gimiendo, el agarrándola de las tetas.

Matías, ya sin control, la puso en cuatro sobre la cama.
La sostuvo por las caderas y la penetró desde atrás, embistió su concha con ganas, dominándola, empujando hasta que su cuerpo sonara contra el de ella.
—¿Me dejas meterla en el culo…? .
Ella solo asintió, mordiendo la almohada. Y él le metió la pija en el culo, despacio primero, luego más profundo, embistiendola sin piedad, mientras ella jadeaba, perdida en la mezcla de dolor y delicia. completamente entre sus manos.

Terminaron sudados, abrazados, con la habitación oliendo a pasión y promesas que parecían reales… aunque no lo eran.
Ella permanecía sentada al borde de la cama, aún envuelta en el eco tibio de lo que habían compartido. Él se estaba vistiendo con calma, como si nada en ese cuarto pesara más que el aire.
—¿Entonces… me vas a llevar contigo? —preguntó ella, con esa mezcla de esperanza y miedo que se aferraba a su voz.
Él terminó de abrocharse la camisa, ni siquiera volteó de inmediato.
Solo exhaló, como alguien que ya dio por terminado un trato.
—No —respondió sin rodeos—. Te dije eso para que aflojaras… para que me dejaras cojerte.
El mundo se le quebró en silencio.
Ella sintió cómo la garganta se le cerraba, cómo el corazón se le apretaba con una fuerza cruel y fría.
—Pero yo… —intentó decir algo, cualquier cosa.
—No te hagas ilusiones —añadió él, tomando su reloj de la mesa de noche—. No tengo nada para darte. Era un rato… solo eso.
Ella se llevó las manos al pecho, como si quisiera sostener los pedazos de sí misma que caían
—No te enamores de promesas que se dicen con la boca… y se niegan con la vida.
Ella quedó allí, paralizada, atrapada entre el aroma que él dejó en la habitación y la herida que le había dejado en el alma.
Él abrió la puerta sin mirarla y se fue.
Sin mirar atrás. Sin culpa. Dejandola con el corazón roto... Y el culo también.

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