Aún seguimos vivos gente pero algo inactivos... Les comparto un nuevo capítulo de El Burdel, recuerden poner sus comentarios, así como también dejar sus +10 si es de su agrado. Espero no lo tumben 😞
Disfruten en relato
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—¡Mierda! —solté, frustrado, en medio de la carretera desierta. El motor de mi coche se había rendido, y llevaba un par de horas peleando con él bajo el capó abierto, con herramientas esparcidas en el suelo. Por suerte, eran apenas las nueve de la mañana; el sol aún no quemaba con fuerza, y una brisa fresca aliviaba el calor del asfalto.
Mientras apretaba una tuerca, algo captó mi atención: una figura avanzaba por el borde de la carretera. Era una chica, con una sudadera negra que contrastaba con unos pantalones blancos ajustados que marcaban sus pasos seguros. Su cabello ondeaba ligeramente con el viento. Me enderecé, limpiándome las manos en un trapo viejo.

—¿Estás perdida o algo por el estilo? —pregunté, tratando de sonar casual.
Ella giró hacia mí, y una sonrisa leve, casi juguetona, se dibujó en su rostro.
—No, para nada —respondió, con una voz suave pero firme—. Solo camino por las mañanas. Me ayuda a despejar la mente.
—Entiendo —dije, echando un vistazo al motor. Por fin parecía estar en orden—. Ya terminé aquí, creo que sobreviví.
Ella se acercó un poco, observando el desastre de herramientas y el capó abierto.
—¿Todo bien con el coche? —preguntó, ladeando la cabeza.
—Ahora sí —contesté, sonriendo—. Oye, voy a la ciudad. ¿Quieres que te lleve?
Ella dudó un instante, pero luego asintió.
—Está bien, gracias. Voy al centro comercial.
Subimos al coche, y mientras arrancaba, la miré de reojo. Había algo en su forma de moverse, en cómo se acomodó en el asiento, que desprendía una confianza tranquila. Puse algo de música para romper el silencio, y las notas de Miénteme de María Becerra y Tini llenaron el aire.
—¿Es tu tipo de música? —pregunté, señalando la radio.
Ella soltó una risa ligera, negando con la cabeza.
—No mucho. Prefiero algo más tranquilo, cosas del 2007, ¿sabes? —respondió, mirándome con curiosidad—. ¿Y tú? ¿Fan de María Becerra?
Me reí, un poco atrapado por la pregunta.
—¿Qué si me gusta? María es una diosa. Rusherking tuvo suerte de tenerla —dije, guiñándole un ojo.
Jenna arqueó una ceja, y su sonrisa se volvió más traviesa.
—¿Tan pendiente estás de su vida? —preguntó, con un tono que mezclaba burla y coquetería.
—Digamos que esa argentina me tiene un poco loco —admití, manteniendo la mirada en la carretera, pero sintiendo cómo el ambiente en el coche se cargaba de una chispa sutil.
El trayecto se llenó de charlas ligeras. Hablamos de todo y de nada: chistes malos, películas que nos gustaban, los pequeños rituales que cada uno tenía para empezar el día. Su risa era contagiosa, y cada vez que se inclinaba un poco hacia mí para enfatizar algo, el roce de su perfume llenaba el espacio. Había una corriente entre nosotros, no explícita, pero sí palpable, como si el aire se hubiera espesado con cada palabra.
Antes de que me diera cuenta, ya estábamos en la ciudad. Jenna señaló un centro comercial a la derecha.
—Aquí está bien —dijo, mientras recogía su bolso.
Estacioné, y antes de bajar, ella se giró hacia mí, con esa misma sonrisa que parecía guardar un secreto.
—Gracias por el aventón, Antony. Y, oye, suerte con lo de conocer a María algún día —dijo, con un guiño.
Me reí, apoyando un brazo en el volante.
—Algún día, ya verás —respondí, sosteniendo su mirada un segundo más de lo necesario.
Ella bajó del coche, y mientras se alejaba, su silueta se perdió entre la gente. Arranqué el motor, todavía sonriendo, con la sensación de que ese encuentro había sido algo más que una
casualidad en la carretera.
El día se desvanecía en tonos de ámbar cuando la noche empezó a tejer su manto. Estaba terminando unas diligencias cuando mi teléfono vibró con un mensaje inesperado: “Camino a la felicidad: has sido elegido para reclamar tu premio. Dirígete al punto de reunión en la Plaza del Sol para obtener la ubicación exacta.”
Miré la pantalla, frunciendo el ceño. La Plaza del Sol estaba a pocas calles de donde me encontraba, y apenas eran las seis de la tarde. “No pierdo nada con echar un vistazo”, murmuré para mí mismo, con la condición de no bajarme del coche si algo se sentía raro. Sin pensarlo demasiado, arranqué.
Al llegar a la plaza, un hombre salió de las sombras. Llevaba una gabardina oscura y gafas de sol, a pesar de la penumbra. Sin decir mucho, me entregó un pequeño dispositivo GPS, frío al tacto.
—Este te guiará al lugar —dijo con voz grave—. Pero debes devolverlo al llegar. Es la única forma de entrar.
Asentí, algo intrigado, y coloqué el dispositivo en el salpicadero. El motor rugió, y en pocos minutos, las luces de la ciudad dieron paso a un callejón estrecho iluminado por neones parpadeantes. Azules, violetas y rosas, los letreros destellaban como un latido, dándole al lugar un aire de sueño prohibido. Aparqué el coche y caminé por el callejón, hipnotizado por el brillo de las luces. Al fondo, una mansión de tres pisos se alzaba imponente, sus ventanas bañadas en tonos rojos y rosados que prometían algo más allá de lo ordinario.
Dos guardias en la entrada me detuvieron. Entregué el GPS, y uno de ellos lo revisó con atención.
—¿Antony, correcto? —preguntó, con una ceja arqueada.
—Así es —respondí, tratando de sonar más seguro de lo que me sentía.
—Adelante. Espera en recepción —dijo, señalando la puerta con un gesto.
Crucé el umbral, y el aire se llenó de un murmullo suave, mezclado con risas y el tintineo de copas. La recepción era un espectáculo: sillones de terciopelo, luces tenues, y varias personas esperando, algunas jugando cartas, otras susurrando entre sí. Un grupo de chicas, con atuendos que dejaban poco a la imaginación, paseaba entre la multitud, sus miradas cargadas de promesas. Pero lo que realmente me detuvo en seco fue la figura detrás del mostrador principal.
Era Jenna. La misma Jenna de la carretera, con su sudadera negra y su sonrisa traviesa. Ahora, sin embargo, llevaba un vestido ajustado que marcaba cada curva, y sus ojos brillaban bajo la luz de los neones. Me acerqué, con el corazón latiéndome en la garganta.
—¿Jenna? ¿Qué… qué haces aquí? —tartamudeé, incapaz de ocultar mi sorpresa.
Ella me miró, y su sonrisa se volvió más amplia, casi felina.
—Trabajo aquí, Antony —dijo, como si fuera lo más natural del mundo—. Qué suerte que respondieras al mensaje.
—¿Qué es este lugar? —pregunté, todavía procesando la escena.
—Diversión y placer, todo en uno —respondió, inclinándose ligeramente sobre el mostrador, lo suficiente para que el aire entre nosotros se cargara de electricidad—. Toma, mira esto.
Me extendió un portafolio de cuero negro. Lo abrí con dedos torpes, y ella comenzó a hablar, su
voz baja y envolvente.

—Aquí, en El Burdel, hacemos realidad ciertas fantasías. Y parece que una de las tuyas está disponible esta noche.
Mis ojos se detuvieron en la primera página del portafolio. Allí, en letras elegantes, estaba escrito: María de los Ángeles Becerra, alias artístico: María Becerra. Estado: soltera. Implantes: sí (pecho). Altura: 1.55 m. Peso: 65 kg.
Mi mandíbula cayó. Miré a Jenna, incrédulo.
—¿Esto es en serio? —logré articular.
Ella se inclinó aún más, su mirada fija en la mía, con un brillo que era a la vez burlón y seductor.
—Un encuentro con María Becerra —susurró—. Uno de los servicios exclusivos que ofrecemos. ¿Qué dices, Antony? ¿Te animas?
El aire se volvió denso, y el latido de mi corazón resonó en mis oídos. Esto era mucho más de lo que había imaginado al salir de casa esa mañana.
—¿Cómo es esto posible? —balbuceé, con el corazón acelerado—. ¿Es alguna broma?
Jenna se recostó ligeramente contra el mostrador, su mirada fija en la mía, serena pero cargada de un brillo que desarmaba.
—No es ninguna broma, Antony —dijo, con una voz que era casi un susurro—. Algunas famosas vienen aquí por diferentes razones: problemas económicos, a veces solo para liberarse, para ser ellas mismas sin el peso de los juicios. Todo es estrictamente confidencial. Nada sale de estas paredes.
Mi mente era un torbellino. Con el nerviosismo a flor de piel, me atreví a preguntar:
—¿Y… tiene algún costo?
Jenna ladeó la cabeza, y una sonrisa lenta y traviesa se dibujó en sus labios.
—Normalmente, sí. Pero en tu caso… digamos que es un agradecimiento por haberme dado ese aventón a la ciudad. Esta vez, es gratis.
No podía creerlo. Tragué saliva, sintiendo cómo el aire se volvía más denso.
—Está bien —dije, tratando de sonar seguro, aunque mi voz tembló un instante—. Acepto.
—¡Excelente! —respondió Jenna, con un entusiasmo que parecía esconder algo más. Sacó un documento del cajón y lo deslizó hacia mí—. Necesito que firmes este contrato de no divulgación y confidencialidad.
Lo revisé rápidamente y firmé sin dudar, con la adrenalina corriendo por mis venas.
—¿Y ahora qué sigue? —pregunté, entregándole el bolígrafo.
—Acompáñame —dijo, con un gesto que me invitaba a seguirla.
Caminamos por un corredor estrecho, flanqueado por puertas cerradas que parecían guardar secretos. Las luces tenues proyectaban sombras suaves en las paredes, y el eco de nuestros pasos se mezclaba con un murmullo distante, como si el lugar estuviera vivo. Mientras avanzábamos, no pude contenerme.
—¿Por qué tú trabajas aquí, Jenna? —pregunté, curioso.
Ella giró la cabeza ligeramente, sin detenerse, y me lanzó una mirada que era mitad misterio, mitad desafío.
—Es una larga historia —respondió, con una risa baja—. Pero si quieres la versión corta: comodidad.
No dijo más, y yo no insistí. Había algo en su tono que me hacía querer saber más, pero el momento no era para preguntas. Después de unos minutos, nos detuvimos frente a una puerta de madera oscura, con detalles dorados que brillaban bajo la luz y pequeñas manchas que parecían contar historias propias.
—Aquí te dejo —dijo Jenna, con una sonrisa que era a la vez cálida y enigmática—. Con María. Hazla sentir bien, Antony.
Se dio la vuelta, y su silueta se desvaneció por el corredor. Mi mano tembló al sujetar la perilla de la puerta. Con un respiro profundo, la giré y entré al cuarto, dejando atrás la seguridad de lo conocido.
La luz violeta del neón lamía la habitación, envolviéndonos en un calor que hacía latir el aire. María Becerra se deslizó de la cama con la gracia de una pantera, caminando hacia mí con pasos lentos, deliberados. Sus ojos verdes, afilados y jodidamente hipnóticos, me clavaron en el sitio. Cuando estuvo a centímetros, su rostro tan cerca del mío que podía sentir su aliento, algo en mí se encendió como un puto volcán.
—¿No te contaron que soy bastante buena en este quilombo, che? —dijo, con esa voz porteña que era puro fuego, arrastrando las palabras como si me estuviera invitando a perderme en ella.
Sin pensarlo, la empujé contra la pared detrás de ella, acorralándola con mi cuerpo. Mis manos encontraron sus caderas, y le respo
ndí, con la voz cargada de deseo:

—Claro que sí, Mari… sos una golosa de mierda.
Ella se mordió el labio, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y lujuria.
—Vas a jugar con fuego, nene, y ojalá no te quemes —susurró, antes de abalanzarse sobre mí sin filtro alguno.
Sus labios chocaron contra los míos, hambrientos, y el beso fue una explosión de calor. Mis manos, casi por instinto, recorrieron su cuerpo, moldeando sus curvas hasta apretar esas nalgas perfectas que el mono azul rey marcaba como si fueran un pecado. Cada vez que las apretaba, ella soltaba un gemido suave, un sonido que me volvía loco.
—¿Querés cogerme, papito? ¿Eh? ¿Soy tu puta o qué? —dijo entre besos, con esa risa pícara que me hacía hervir la sangre.
—Siempre quise cogerte, María —gruñí, mientras la guiaba hacia la cama, girándola sobre mí con un movimiento rápido.
Le arranqué el mono de una pieza, y joder, no llevaba nada debajo. Sus tetas operadas, grandes y firmes, quedaron a la vista, con ese tatuaje entre ellas que parecía gritar mi nombre. Sus pezones, duros, me llamaban como imanes.
—Dale, nene, date gusto —dijo, recostándose en la cama, con una mirada que era puro desafío.
No me hice rogar. Agarré sus tetas, apretándolas con fuerza, sintiendo su peso en mis manos. Cada apretón arrancaba un gemido de su boca, y cuando me incliné a chuparlas, fue como si el mundo se detuviera. Lamí y mordí sus pezones, tirando de ellos con los dientes justo lo suficiente para que el placer se mezclara con un toque de dolor. María arqueó la espalda, gimiendo má
s fuerte.

—¡Seguí, boludo, no pares! —jadeó, enredando los dedos en mi pelo.
Con una mano, bajé hasta su entrepierna. La tanga apenas cubría su concha, que ya estaba empapada, caliente y apretada. Deslicé dos dedos dentro, y ella soltó un gemido que resonó en la habitación, arqueando la espalda como si quisiera fundirse conmigo. La besé con furia, mi lengua danzando con la suya, mientras mis dedos se movían dentro de ella, entrando y saliendo, sintiendo cómo se contraía.
María no se quedó atrás. Sus manos, ágiles y ansiosas, encontraron mi bulto, que ya estaba duro como piedra.
—Joder, qué grande la tenés —dijo, con los ojos brillando mientras palpaba mi verga por encima del pantalón.
Me puse de pie un segundo, arrancándome la ropa hasta quedar en bóxers. Cuando ella vio mi verga erecta, casi se le escapa una risa de puro deseo.
—Mierda, qué rica está —susurró, lamiéndose los labios.
Volvimos a besarnos, más salvajes, mientras ella me masturbaba con esas manos delicadas pero firmes, haciendo que mi excitación subiera a mil. Mis dedos seguían trabajando su concha, cada vez más húmeda, hasta que ella se apartó un poco, se arrodilló frente a mí y, sin decir nada, metió mi verga en su boca. Joder, la chupó como si hubiera nacido para eso, su lengua danzando, sus labios apretando justo donde debían. Cada movimiento era una puta obra maestra, y yo solo podía gemir, perdido en el
placer.

Lo miraba desde abajo.
—Obvio que sí —respondí, con la voz ronca de deseo.
—Entonces bancátela, porque acá mando yo —dijo, con una risa que era mitad desafío, mitad promesa.
Se levantó y me empujó contra la cama. Me tendí, con el corazón a mil, mientras ella se paraba frente a mí, sus piernas abiertas, atrapando las mías en el medio. De pronto, se dio la vuelta, y joder, sus nalgas perfectas cayeron justo sobre mi cara. Quería un 69, y quién carajos era yo para decirle que no.
Me hundí en su concha, saboreándola con ganas. Estaba húmeda, salada, perfecta. Mi lengua recorría cada rincón de sus labios, chupando su clítoris con una mezcla de suavidad y urgencia. Ella gemía fuerte, interrumpiendo su propia mamada porque mis lamidas la hacían perder el control.
—Puta madre, qué rico, seguí —jadeó, mientras su boca volvía a mi verga, chupándola con más fuerza.
Mi lengua se aventuró más allá, humedeciendo su culo. Sin pensarlo, metí un dedo, lento pero firme. Su ano se apretó, y María soltó un grito ahogado, mitad placer, mitad sorpresa.
—¡No, ahí no, boludo! —dijo, riendo, aunque sus nalgas se cerraron un poco, como invitándome a insistir.
Se giró, quedando frente a frente, sus rodillas a cada lado de mis piernas, su cuerpo tan cerca que sentía el calor de su piel.
—Veamos cuánto aguantás, nene —susurró, con una mirada que me quemaba.
Agarró mi verga con esas manos delicadas pero decididas, frotándola contra su concha empapada. La deslizaba arriba y abajo, jugando, provocando, haciendo que los sonidos húmedos llenaran la habitación. De repente, con un movimiento rápido, dejó que mi verga se deslizara dentro de ella. Pero joder, solo entró un cuarto, y María abrió los ojos,
sorprendida.

—Puta, qué grande la tenés, loco —dijo entre risas y gemidos, mientras subía y bajaba, cabalgándome despacio, tratando de adaptarse a mi tamaño.
Sus movimientos eran una danza, sus caderas ondulando, sus tetas rebotando con cada embestida. Yo la miraba, hipnotizado, mientras ella se mordía el labio, gimiendo como si el placer la estuviera rompiendo por dentro.
—¿Te gusta, nene? —jadeó María, sus gemidos resonando como una puta sinfonía en la habitación bañada por el neón violeta—. ¡Ah, ah, qué rico, la concha!
Sus tetas, grandes y perfectas, rebotaban con cada movimiento de sus caderas mientras cabalgaba mi verga con una sensualidad que me tenía al borde de la locura. Agarró mis manos y las plantó en sus tetas, apretándolas contra su piel suave.
—¡Apretalas, boludo, dale! —dijo, con esa voz porteña que mezclaba desafío y lujuria.
Obedecí, hundiendo los dedos en sus tetas operadas, sintiendo cómo sus pezones duros se clavaban en mis palmas. Su concha, ahora completamente adaptada a mi verga, la tragaba entera, apretándome con cada embestida. María se movía como si estuviera bailando, subiendo hasta que la punta de mi verga casi salía, para luego bajar con fuerza, sus caderas girando en círculos. Cada movimiento hacía que su concha liberara pequeños sonidos húmedos, como si el aire escapara de ella, y joder, eso me ponía aún más caliente.
—¡Más, nene, no pares! —gemía, su voz quebrándose entre el placer y la urgencia.
Sin pensarlo, la abracé con fuerza, mis manos agarrando sus nalgas perfectas, redondas y firmes. Cambié el ritmo, tomando el control. Empujé desde abajo, embistiéndola con fuerza, cada golpe más profundo que el anterior. María se deshacía en gemidos, su cuerpo temblando contra el mío.
—¡Más rápido, más rápido, la puta madre! —gritó, mientras mi boca buscaba sus tetas.
Chupé sus pezones con hambre, mordiéndolos suavemente, lamiendo cada centímetro de su piel. Ella abrió la boca, dejando escapar gemidos que llenaban la habitación, un eco de placer puro que rebotaba en las paredes. Su cuerpo se tensaba, sus uñas clavándose en mis hombros mientras yo seguía embistiéndola, mi verga enterrada hasta el fondo en su concha empapada.
—¡Pará, pará! —jadeó de repente, su voz temblorosa—. ¡Me voy a venir, boludo, siento que…!
Antes de que terminara, un chorro caliente salió disparado de su concha, empapándome. Un squirt, joder, María se estaba viniendo a mares, su cuerpo convulsionando mientras un gemido desgarrador escapaba de su garganta. Sus caderas temblaban, y el placer en su cara era algo que no olvidaría nunca.
—Mari, mierda, yo también me vengo —gruñí, sintiendo cómo el calor subía desde mis bolas.
—¡Afuera, nene, venite afuera! —jadeó, pero era demasiado tarde.
Mi verga explotó dentro de ella, descargando todo lo que tenía. El placer me cegó, y seguí embistiendo mientras mi semen la llenaba. Cuando por fin me detuve, jadeando, María se incorporó lentamente, haciéndose a un lado. Mi semen goteaba de su concha, deslizándose por su muslo y cayendo sobre mi pierna.
—Mierda —exclamé, todavía con la respiración agitada.
—¿En serio te viniste adentro, boludo? —dijo, con una mezcla de incredulidad y picardía. Metió los dedos en su concha, confirmando lo que ya sentía, y me miró con una ceja arqueada—. ¡Te dije que afuera, loco!
Se rió, pero había un filo en su voz, como si no supiera si enojarse o tomárselo a broma. Yo solo pude mirarla, todavía perdido en el calor de su cuerpo, su tatuaje brillando bajo la luz violeta, sus tetas subiendo y bajando con cada respiración. La habitación seguía vibrando con lo que acabábamos de hacer, y el aire olía a s
exo, a ella, a nosotros.
María se deslizó al borde de la cama, su cuerpo todavía brillando bajo la luz violeta del neón. Agarró un rollo de papel higiénico y, con movimientos lentos, empezó a limpiarse mi semen que goteaba de su concha, sus muslos todavía temblando un poco. El aire seguía pesado, cargado del olor a sexo y del eco de sus gemidos.
—¿Todo bien? —pregunté, todavía jadeando, apoyado contra la pared mientras intentaba recuperar el aliento.
Ella me miró, sus ojos verdes perdiendo por un momento esa chispa pícara. Se quedó callada un segundo, limpiándose con cuidado.

—Venirte adentro… no sé, me trae malos recuerdos, ¿viste? —dijo, ahora sonaba más suave, casi vulnerable—. Supongo que sabés lo que pasé con Rei… Yo quería un hijo, boludo, pero el riesgo es alto, ¿entendés?
Iba a decir algo, a disculparme, pero ella levantó una mano, cortándome con una sonrisa que intentaba cambiar el rumbo de la conversación.
—Pará, no es nada, ¿eh? Punto y aparte —dijo, recobrando su tono juguetón, aunque sus ojos aún guardaban una sombra—. Querías conocerme, querías cogerme, y lo hiciste, nene. ¿Qué tal te sentís?
Me reí, todavía aturdido por todo lo que había pasado.
—¿Que qué tal me siento? —respondí, acercándome un poco, mirándola directo a los ojos—. Cualquiera mataría por estar en mi lugar, querida. Sos un puto sueño.
Ella soltó una carcajada, esa risa cantarina que me recordaba a sus videos, pero ahora con un filo más íntimo.
—Obvio, boludo, sé que soy una fiera en la cama —dijo, guiñándome un ojo mientras se levantaba para recoger su mono azul del suelo—. Me encanta coger, ¿qué querés que te diga?
Nos quedamos unos minutos más, recogiendo la ropa tirada por la habitación. Yo me puse los bóxers y los pantalones, ella se deslizó de nuevo en su mono, que abrazaba cada curva de su cuerpo como si estuviera hecho para ella. Hablamos un poco, una charla ligera, casi amistosa, sobre nada en particular: un chiste sobre el calor de la habitación, un comentario sobre el neón que parpadeaba en la ventana. Había una extraña calidez en esos minutos, como si el frenesí de antes se hubiera asentado en algo más humano.
Finalmente, le di un abrazo rápido, una despedida amable pero cargada de todo lo que acabábamos de compartir.
—Fue un placer, Mari —dije, con una sonrisa.
—Placer el mío, nene —respondió, con un guiño antes de que cruzara
la puerta.
Salí de la habitación, el corazón todavía latiendo fuerte. El corredor seguía envuelto en esa penumbra suave, las luces tenues proyectando sombras en las paredes. Al fondo, apoyada contra la pared como si me estuviera esperando, estaba Jenna. Su vestido ajustado brillaba bajo la luz, y su sonrisa, como siempre, parecía esconder un secreto.
—¿Y? ¿Cómo te fue con la estrella, Antony? —preguntó, con un tono que era puro desafío.
—Digamos que… jodidamente bien —respondí, con una sonrisa torcida, mientras caminaba hacia Jenna por el corredor tenuemente iluminado. Sus ojos, brillando bajo la luz suave, me escanearon como si pudieran ver a través de mí.
—¿Te viniste adentro de ella, no? —preguntó, con una ceja arqueada y una sonrisa que era puro desafío.
Me quedé helado, balbuceando como idiota.
—¿Cómo carajos sabés eso? —dije, sintiendo el calor subir a mi cara.
Jenna se acercó un paso, su vestido ajustado marcando cada curva, y se inclinó ligeramente hacia mí, como si compartiera un secreto.
—Antony, estoy a cargo de este lugar —susurró, con un tono que mezclaba autoridad y picardía—. Mi trabajo es saber cómo se portan las chicas… y los clientes. Créeme, sé todo lo que pasa detrás de esas puertas.
—Tenés razón —admití, todavía procesando su mirada, que parecía desnudarme más que cualquier cosa que hubiera pasado con María.
Caminamos juntos hacia la recepción, el eco de nuestros pasos resonando en el corredor. El aire seguía cargado, como si el lugar entero estuviera impregnado de sexo y secretos. Al llegar, Jenna se dejó caer en su silla detrás del escritorio, cruzando las piernas con una elegancia que no escondía su poder.
—¿Y ahora qué sigue? —pregunté, apoyándome en el mostrador, todavía sintiendo la adrenalina del encuentro con María.
Ella me miró, sus labios curvándose en una sonrisa que prometía más de lo que decía.
—Eso sería todo, Antony… a menos que quieras pagar por otra ronda —dijo, deslizando un catálogo de cuero negro hacia mí—. Acá están las joyas d
e la corona. Abrí el catálogo, y joder, las fotos de las famosas eran como un golpe al pecho. Nombres, rostros, cuerpos que cualquiera reconocería. Pero los precios al lado de cada una eran una locura.

—Esto es un dineral —dije, cerrando el catálogo con un gesto firme y devolviéndoselo—. Quizás en otra, Jenna.
—No hay drama —respondió, reclinándose en su silla, su sonrisa ahora más felina—. Tarde o temprano vas a volver, te lo garantizo.
Me reí, tratando de aligerar el momento.
—Si vuelvo, va a ser porque gané una fortuna, créeme —contesté, dándome la vuelta para dirigirme a la salida.
Mientras caminaba hacia la puerta, escuché a los guardias murmurar. “Jefa”, la llamaron, con un respeto que rayaba en temor. Uno de ellos le susurró algo sobre una “nueva servidora”, y la palabra cayó como una piedra en mi cabeza. Jenna, esa chica que parecía toda dulzura en la carretera, con su sudadera y su risa fácil, era la reina de este antro. A sus pies, un imperio de placer y secretos. ¿Cómo carajos había terminado manejando un lugar como este?
Sacudí la cabeza, dejando la pregunta para otro día. Por ahora, el callejón de neones me esperaba afuera, y con un último vistazo a la mansión, seguí mi camino, con el eco de la noche todavía latiendo en mi s
angre.
Disfruten en relato
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—¡Mierda! —solté, frustrado, en medio de la carretera desierta. El motor de mi coche se había rendido, y llevaba un par de horas peleando con él bajo el capó abierto, con herramientas esparcidas en el suelo. Por suerte, eran apenas las nueve de la mañana; el sol aún no quemaba con fuerza, y una brisa fresca aliviaba el calor del asfalto.
Mientras apretaba una tuerca, algo captó mi atención: una figura avanzaba por el borde de la carretera. Era una chica, con una sudadera negra que contrastaba con unos pantalones blancos ajustados que marcaban sus pasos seguros. Su cabello ondeaba ligeramente con el viento. Me enderecé, limpiándome las manos en un trapo viejo.

—¿Estás perdida o algo por el estilo? —pregunté, tratando de sonar casual.
Ella giró hacia mí, y una sonrisa leve, casi juguetona, se dibujó en su rostro.
—No, para nada —respondió, con una voz suave pero firme—. Solo camino por las mañanas. Me ayuda a despejar la mente.
—Entiendo —dije, echando un vistazo al motor. Por fin parecía estar en orden—. Ya terminé aquí, creo que sobreviví.
Ella se acercó un poco, observando el desastre de herramientas y el capó abierto.
—¿Todo bien con el coche? —preguntó, ladeando la cabeza.
—Ahora sí —contesté, sonriendo—. Oye, voy a la ciudad. ¿Quieres que te lleve?
Ella dudó un instante, pero luego asintió.
—Está bien, gracias. Voy al centro comercial.
Subimos al coche, y mientras arrancaba, la miré de reojo. Había algo en su forma de moverse, en cómo se acomodó en el asiento, que desprendía una confianza tranquila. Puse algo de música para romper el silencio, y las notas de Miénteme de María Becerra y Tini llenaron el aire.
—¿Es tu tipo de música? —pregunté, señalando la radio.
Ella soltó una risa ligera, negando con la cabeza.
—No mucho. Prefiero algo más tranquilo, cosas del 2007, ¿sabes? —respondió, mirándome con curiosidad—. ¿Y tú? ¿Fan de María Becerra?
Me reí, un poco atrapado por la pregunta.
—¿Qué si me gusta? María es una diosa. Rusherking tuvo suerte de tenerla —dije, guiñándole un ojo.
Jenna arqueó una ceja, y su sonrisa se volvió más traviesa.
—¿Tan pendiente estás de su vida? —preguntó, con un tono que mezclaba burla y coquetería.
—Digamos que esa argentina me tiene un poco loco —admití, manteniendo la mirada en la carretera, pero sintiendo cómo el ambiente en el coche se cargaba de una chispa sutil.
El trayecto se llenó de charlas ligeras. Hablamos de todo y de nada: chistes malos, películas que nos gustaban, los pequeños rituales que cada uno tenía para empezar el día. Su risa era contagiosa, y cada vez que se inclinaba un poco hacia mí para enfatizar algo, el roce de su perfume llenaba el espacio. Había una corriente entre nosotros, no explícita, pero sí palpable, como si el aire se hubiera espesado con cada palabra.
Antes de que me diera cuenta, ya estábamos en la ciudad. Jenna señaló un centro comercial a la derecha.
—Aquí está bien —dijo, mientras recogía su bolso.
Estacioné, y antes de bajar, ella se giró hacia mí, con esa misma sonrisa que parecía guardar un secreto.
—Gracias por el aventón, Antony. Y, oye, suerte con lo de conocer a María algún día —dijo, con un guiño.
Me reí, apoyando un brazo en el volante.
—Algún día, ya verás —respondí, sosteniendo su mirada un segundo más de lo necesario.
Ella bajó del coche, y mientras se alejaba, su silueta se perdió entre la gente. Arranqué el motor, todavía sonriendo, con la sensación de que ese encuentro había sido algo más que una
casualidad en la carretera.
El día se desvanecía en tonos de ámbar cuando la noche empezó a tejer su manto. Estaba terminando unas diligencias cuando mi teléfono vibró con un mensaje inesperado: “Camino a la felicidad: has sido elegido para reclamar tu premio. Dirígete al punto de reunión en la Plaza del Sol para obtener la ubicación exacta.”
Miré la pantalla, frunciendo el ceño. La Plaza del Sol estaba a pocas calles de donde me encontraba, y apenas eran las seis de la tarde. “No pierdo nada con echar un vistazo”, murmuré para mí mismo, con la condición de no bajarme del coche si algo se sentía raro. Sin pensarlo demasiado, arranqué.
Al llegar a la plaza, un hombre salió de las sombras. Llevaba una gabardina oscura y gafas de sol, a pesar de la penumbra. Sin decir mucho, me entregó un pequeño dispositivo GPS, frío al tacto.
—Este te guiará al lugar —dijo con voz grave—. Pero debes devolverlo al llegar. Es la única forma de entrar.
Asentí, algo intrigado, y coloqué el dispositivo en el salpicadero. El motor rugió, y en pocos minutos, las luces de la ciudad dieron paso a un callejón estrecho iluminado por neones parpadeantes. Azules, violetas y rosas, los letreros destellaban como un latido, dándole al lugar un aire de sueño prohibido. Aparqué el coche y caminé por el callejón, hipnotizado por el brillo de las luces. Al fondo, una mansión de tres pisos se alzaba imponente, sus ventanas bañadas en tonos rojos y rosados que prometían algo más allá de lo ordinario.
Dos guardias en la entrada me detuvieron. Entregué el GPS, y uno de ellos lo revisó con atención.
—¿Antony, correcto? —preguntó, con una ceja arqueada.
—Así es —respondí, tratando de sonar más seguro de lo que me sentía.
—Adelante. Espera en recepción —dijo, señalando la puerta con un gesto.
Crucé el umbral, y el aire se llenó de un murmullo suave, mezclado con risas y el tintineo de copas. La recepción era un espectáculo: sillones de terciopelo, luces tenues, y varias personas esperando, algunas jugando cartas, otras susurrando entre sí. Un grupo de chicas, con atuendos que dejaban poco a la imaginación, paseaba entre la multitud, sus miradas cargadas de promesas. Pero lo que realmente me detuvo en seco fue la figura detrás del mostrador principal.
Era Jenna. La misma Jenna de la carretera, con su sudadera negra y su sonrisa traviesa. Ahora, sin embargo, llevaba un vestido ajustado que marcaba cada curva, y sus ojos brillaban bajo la luz de los neones. Me acerqué, con el corazón latiéndome en la garganta.
—¿Jenna? ¿Qué… qué haces aquí? —tartamudeé, incapaz de ocultar mi sorpresa.
Ella me miró, y su sonrisa se volvió más amplia, casi felina.
—Trabajo aquí, Antony —dijo, como si fuera lo más natural del mundo—. Qué suerte que respondieras al mensaje.
—¿Qué es este lugar? —pregunté, todavía procesando la escena.
—Diversión y placer, todo en uno —respondió, inclinándose ligeramente sobre el mostrador, lo suficiente para que el aire entre nosotros se cargara de electricidad—. Toma, mira esto.
Me extendió un portafolio de cuero negro. Lo abrí con dedos torpes, y ella comenzó a hablar, su
voz baja y envolvente.

—Aquí, en El Burdel, hacemos realidad ciertas fantasías. Y parece que una de las tuyas está disponible esta noche.
Mis ojos se detuvieron en la primera página del portafolio. Allí, en letras elegantes, estaba escrito: María de los Ángeles Becerra, alias artístico: María Becerra. Estado: soltera. Implantes: sí (pecho). Altura: 1.55 m. Peso: 65 kg.
Mi mandíbula cayó. Miré a Jenna, incrédulo.
—¿Esto es en serio? —logré articular.
Ella se inclinó aún más, su mirada fija en la mía, con un brillo que era a la vez burlón y seductor.
—Un encuentro con María Becerra —susurró—. Uno de los servicios exclusivos que ofrecemos. ¿Qué dices, Antony? ¿Te animas?
El aire se volvió denso, y el latido de mi corazón resonó en mis oídos. Esto era mucho más de lo que había imaginado al salir de casa esa mañana.
—¿Cómo es esto posible? —balbuceé, con el corazón acelerado—. ¿Es alguna broma?
Jenna se recostó ligeramente contra el mostrador, su mirada fija en la mía, serena pero cargada de un brillo que desarmaba.
—No es ninguna broma, Antony —dijo, con una voz que era casi un susurro—. Algunas famosas vienen aquí por diferentes razones: problemas económicos, a veces solo para liberarse, para ser ellas mismas sin el peso de los juicios. Todo es estrictamente confidencial. Nada sale de estas paredes.
Mi mente era un torbellino. Con el nerviosismo a flor de piel, me atreví a preguntar:
—¿Y… tiene algún costo?
Jenna ladeó la cabeza, y una sonrisa lenta y traviesa se dibujó en sus labios.
—Normalmente, sí. Pero en tu caso… digamos que es un agradecimiento por haberme dado ese aventón a la ciudad. Esta vez, es gratis.
No podía creerlo. Tragué saliva, sintiendo cómo el aire se volvía más denso.
—Está bien —dije, tratando de sonar seguro, aunque mi voz tembló un instante—. Acepto.
—¡Excelente! —respondió Jenna, con un entusiasmo que parecía esconder algo más. Sacó un documento del cajón y lo deslizó hacia mí—. Necesito que firmes este contrato de no divulgación y confidencialidad.
Lo revisé rápidamente y firmé sin dudar, con la adrenalina corriendo por mis venas.
—¿Y ahora qué sigue? —pregunté, entregándole el bolígrafo.
—Acompáñame —dijo, con un gesto que me invitaba a seguirla.
Caminamos por un corredor estrecho, flanqueado por puertas cerradas que parecían guardar secretos. Las luces tenues proyectaban sombras suaves en las paredes, y el eco de nuestros pasos se mezclaba con un murmullo distante, como si el lugar estuviera vivo. Mientras avanzábamos, no pude contenerme.
—¿Por qué tú trabajas aquí, Jenna? —pregunté, curioso.
Ella giró la cabeza ligeramente, sin detenerse, y me lanzó una mirada que era mitad misterio, mitad desafío.
—Es una larga historia —respondió, con una risa baja—. Pero si quieres la versión corta: comodidad.
No dijo más, y yo no insistí. Había algo en su tono que me hacía querer saber más, pero el momento no era para preguntas. Después de unos minutos, nos detuvimos frente a una puerta de madera oscura, con detalles dorados que brillaban bajo la luz y pequeñas manchas que parecían contar historias propias.
—Aquí te dejo —dijo Jenna, con una sonrisa que era a la vez cálida y enigmática—. Con María. Hazla sentir bien, Antony.
Se dio la vuelta, y su silueta se desvaneció por el corredor. Mi mano tembló al sujetar la perilla de la puerta. Con un respiro profundo, la giré y entré al cuarto, dejando atrás la seguridad de lo conocido.
La luz violeta del neón lamía la habitación, envolviéndonos en un calor que hacía latir el aire. María Becerra se deslizó de la cama con la gracia de una pantera, caminando hacia mí con pasos lentos, deliberados. Sus ojos verdes, afilados y jodidamente hipnóticos, me clavaron en el sitio. Cuando estuvo a centímetros, su rostro tan cerca del mío que podía sentir su aliento, algo en mí se encendió como un puto volcán.
—¿No te contaron que soy bastante buena en este quilombo, che? —dijo, con esa voz porteña que era puro fuego, arrastrando las palabras como si me estuviera invitando a perderme en ella.
Sin pensarlo, la empujé contra la pared detrás de ella, acorralándola con mi cuerpo. Mis manos encontraron sus caderas, y le respo
ndí, con la voz cargada de deseo:

—Claro que sí, Mari… sos una golosa de mierda.
Ella se mordió el labio, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y lujuria.
—Vas a jugar con fuego, nene, y ojalá no te quemes —susurró, antes de abalanzarse sobre mí sin filtro alguno.
Sus labios chocaron contra los míos, hambrientos, y el beso fue una explosión de calor. Mis manos, casi por instinto, recorrieron su cuerpo, moldeando sus curvas hasta apretar esas nalgas perfectas que el mono azul rey marcaba como si fueran un pecado. Cada vez que las apretaba, ella soltaba un gemido suave, un sonido que me volvía loco.
—¿Querés cogerme, papito? ¿Eh? ¿Soy tu puta o qué? —dijo entre besos, con esa risa pícara que me hacía hervir la sangre.
—Siempre quise cogerte, María —gruñí, mientras la guiaba hacia la cama, girándola sobre mí con un movimiento rápido.
Le arranqué el mono de una pieza, y joder, no llevaba nada debajo. Sus tetas operadas, grandes y firmes, quedaron a la vista, con ese tatuaje entre ellas que parecía gritar mi nombre. Sus pezones, duros, me llamaban como imanes.
—Dale, nene, date gusto —dijo, recostándose en la cama, con una mirada que era puro desafío.
No me hice rogar. Agarré sus tetas, apretándolas con fuerza, sintiendo su peso en mis manos. Cada apretón arrancaba un gemido de su boca, y cuando me incliné a chuparlas, fue como si el mundo se detuviera. Lamí y mordí sus pezones, tirando de ellos con los dientes justo lo suficiente para que el placer se mezclara con un toque de dolor. María arqueó la espalda, gimiendo má
s fuerte.

—¡Seguí, boludo, no pares! —jadeó, enredando los dedos en mi pelo.
Con una mano, bajé hasta su entrepierna. La tanga apenas cubría su concha, que ya estaba empapada, caliente y apretada. Deslicé dos dedos dentro, y ella soltó un gemido que resonó en la habitación, arqueando la espalda como si quisiera fundirse conmigo. La besé con furia, mi lengua danzando con la suya, mientras mis dedos se movían dentro de ella, entrando y saliendo, sintiendo cómo se contraía.
María no se quedó atrás. Sus manos, ágiles y ansiosas, encontraron mi bulto, que ya estaba duro como piedra.
—Joder, qué grande la tenés —dijo, con los ojos brillando mientras palpaba mi verga por encima del pantalón.
Me puse de pie un segundo, arrancándome la ropa hasta quedar en bóxers. Cuando ella vio mi verga erecta, casi se le escapa una risa de puro deseo.
—Mierda, qué rica está —susurró, lamiéndose los labios.
Volvimos a besarnos, más salvajes, mientras ella me masturbaba con esas manos delicadas pero firmes, haciendo que mi excitación subiera a mil. Mis dedos seguían trabajando su concha, cada vez más húmeda, hasta que ella se apartó un poco, se arrodilló frente a mí y, sin decir nada, metió mi verga en su boca. Joder, la chupó como si hubiera nacido para eso, su lengua danzando, sus labios apretando justo donde debían. Cada movimiento era una puta obra maestra, y yo solo podía gemir, perdido en el
placer.

Lo miraba desde abajo.
—Obvio que sí —respondí, con la voz ronca de deseo.
—Entonces bancátela, porque acá mando yo —dijo, con una risa que era mitad desafío, mitad promesa.
Se levantó y me empujó contra la cama. Me tendí, con el corazón a mil, mientras ella se paraba frente a mí, sus piernas abiertas, atrapando las mías en el medio. De pronto, se dio la vuelta, y joder, sus nalgas perfectas cayeron justo sobre mi cara. Quería un 69, y quién carajos era yo para decirle que no.
Me hundí en su concha, saboreándola con ganas. Estaba húmeda, salada, perfecta. Mi lengua recorría cada rincón de sus labios, chupando su clítoris con una mezcla de suavidad y urgencia. Ella gemía fuerte, interrumpiendo su propia mamada porque mis lamidas la hacían perder el control.
—Puta madre, qué rico, seguí —jadeó, mientras su boca volvía a mi verga, chupándola con más fuerza.
Mi lengua se aventuró más allá, humedeciendo su culo. Sin pensarlo, metí un dedo, lento pero firme. Su ano se apretó, y María soltó un grito ahogado, mitad placer, mitad sorpresa.
—¡No, ahí no, boludo! —dijo, riendo, aunque sus nalgas se cerraron un poco, como invitándome a insistir.
Se giró, quedando frente a frente, sus rodillas a cada lado de mis piernas, su cuerpo tan cerca que sentía el calor de su piel.
—Veamos cuánto aguantás, nene —susurró, con una mirada que me quemaba.
Agarró mi verga con esas manos delicadas pero decididas, frotándola contra su concha empapada. La deslizaba arriba y abajo, jugando, provocando, haciendo que los sonidos húmedos llenaran la habitación. De repente, con un movimiento rápido, dejó que mi verga se deslizara dentro de ella. Pero joder, solo entró un cuarto, y María abrió los ojos,
sorprendida.

—Puta, qué grande la tenés, loco —dijo entre risas y gemidos, mientras subía y bajaba, cabalgándome despacio, tratando de adaptarse a mi tamaño.
Sus movimientos eran una danza, sus caderas ondulando, sus tetas rebotando con cada embestida. Yo la miraba, hipnotizado, mientras ella se mordía el labio, gimiendo como si el placer la estuviera rompiendo por dentro.
—¿Te gusta, nene? —jadeó María, sus gemidos resonando como una puta sinfonía en la habitación bañada por el neón violeta—. ¡Ah, ah, qué rico, la concha!
Sus tetas, grandes y perfectas, rebotaban con cada movimiento de sus caderas mientras cabalgaba mi verga con una sensualidad que me tenía al borde de la locura. Agarró mis manos y las plantó en sus tetas, apretándolas contra su piel suave.
—¡Apretalas, boludo, dale! —dijo, con esa voz porteña que mezclaba desafío y lujuria.
Obedecí, hundiendo los dedos en sus tetas operadas, sintiendo cómo sus pezones duros se clavaban en mis palmas. Su concha, ahora completamente adaptada a mi verga, la tragaba entera, apretándome con cada embestida. María se movía como si estuviera bailando, subiendo hasta que la punta de mi verga casi salía, para luego bajar con fuerza, sus caderas girando en círculos. Cada movimiento hacía que su concha liberara pequeños sonidos húmedos, como si el aire escapara de ella, y joder, eso me ponía aún más caliente.
—¡Más, nene, no pares! —gemía, su voz quebrándose entre el placer y la urgencia.
Sin pensarlo, la abracé con fuerza, mis manos agarrando sus nalgas perfectas, redondas y firmes. Cambié el ritmo, tomando el control. Empujé desde abajo, embistiéndola con fuerza, cada golpe más profundo que el anterior. María se deshacía en gemidos, su cuerpo temblando contra el mío.
—¡Más rápido, más rápido, la puta madre! —gritó, mientras mi boca buscaba sus tetas.
Chupé sus pezones con hambre, mordiéndolos suavemente, lamiendo cada centímetro de su piel. Ella abrió la boca, dejando escapar gemidos que llenaban la habitación, un eco de placer puro que rebotaba en las paredes. Su cuerpo se tensaba, sus uñas clavándose en mis hombros mientras yo seguía embistiéndola, mi verga enterrada hasta el fondo en su concha empapada.
—¡Pará, pará! —jadeó de repente, su voz temblorosa—. ¡Me voy a venir, boludo, siento que…!
Antes de que terminara, un chorro caliente salió disparado de su concha, empapándome. Un squirt, joder, María se estaba viniendo a mares, su cuerpo convulsionando mientras un gemido desgarrador escapaba de su garganta. Sus caderas temblaban, y el placer en su cara era algo que no olvidaría nunca.
—Mari, mierda, yo también me vengo —gruñí, sintiendo cómo el calor subía desde mis bolas.
—¡Afuera, nene, venite afuera! —jadeó, pero era demasiado tarde.
Mi verga explotó dentro de ella, descargando todo lo que tenía. El placer me cegó, y seguí embistiendo mientras mi semen la llenaba. Cuando por fin me detuve, jadeando, María se incorporó lentamente, haciéndose a un lado. Mi semen goteaba de su concha, deslizándose por su muslo y cayendo sobre mi pierna.
—Mierda —exclamé, todavía con la respiración agitada.
—¿En serio te viniste adentro, boludo? —dijo, con una mezcla de incredulidad y picardía. Metió los dedos en su concha, confirmando lo que ya sentía, y me miró con una ceja arqueada—. ¡Te dije que afuera, loco!
Se rió, pero había un filo en su voz, como si no supiera si enojarse o tomárselo a broma. Yo solo pude mirarla, todavía perdido en el calor de su cuerpo, su tatuaje brillando bajo la luz violeta, sus tetas subiendo y bajando con cada respiración. La habitación seguía vibrando con lo que acabábamos de hacer, y el aire olía a s
exo, a ella, a nosotros.
María se deslizó al borde de la cama, su cuerpo todavía brillando bajo la luz violeta del neón. Agarró un rollo de papel higiénico y, con movimientos lentos, empezó a limpiarse mi semen que goteaba de su concha, sus muslos todavía temblando un poco. El aire seguía pesado, cargado del olor a sexo y del eco de sus gemidos.
—¿Todo bien? —pregunté, todavía jadeando, apoyado contra la pared mientras intentaba recuperar el aliento.
Ella me miró, sus ojos verdes perdiendo por un momento esa chispa pícara. Se quedó callada un segundo, limpiándose con cuidado.

—Venirte adentro… no sé, me trae malos recuerdos, ¿viste? —dijo, ahora sonaba más suave, casi vulnerable—. Supongo que sabés lo que pasé con Rei… Yo quería un hijo, boludo, pero el riesgo es alto, ¿entendés?
Iba a decir algo, a disculparme, pero ella levantó una mano, cortándome con una sonrisa que intentaba cambiar el rumbo de la conversación.
—Pará, no es nada, ¿eh? Punto y aparte —dijo, recobrando su tono juguetón, aunque sus ojos aún guardaban una sombra—. Querías conocerme, querías cogerme, y lo hiciste, nene. ¿Qué tal te sentís?
Me reí, todavía aturdido por todo lo que había pasado.
—¿Que qué tal me siento? —respondí, acercándome un poco, mirándola directo a los ojos—. Cualquiera mataría por estar en mi lugar, querida. Sos un puto sueño.
Ella soltó una carcajada, esa risa cantarina que me recordaba a sus videos, pero ahora con un filo más íntimo.
—Obvio, boludo, sé que soy una fiera en la cama —dijo, guiñándome un ojo mientras se levantaba para recoger su mono azul del suelo—. Me encanta coger, ¿qué querés que te diga?
Nos quedamos unos minutos más, recogiendo la ropa tirada por la habitación. Yo me puse los bóxers y los pantalones, ella se deslizó de nuevo en su mono, que abrazaba cada curva de su cuerpo como si estuviera hecho para ella. Hablamos un poco, una charla ligera, casi amistosa, sobre nada en particular: un chiste sobre el calor de la habitación, un comentario sobre el neón que parpadeaba en la ventana. Había una extraña calidez en esos minutos, como si el frenesí de antes se hubiera asentado en algo más humano.
Finalmente, le di un abrazo rápido, una despedida amable pero cargada de todo lo que acabábamos de compartir.
—Fue un placer, Mari —dije, con una sonrisa.
—Placer el mío, nene —respondió, con un guiño antes de que cruzara
la puerta.
Salí de la habitación, el corazón todavía latiendo fuerte. El corredor seguía envuelto en esa penumbra suave, las luces tenues proyectando sombras en las paredes. Al fondo, apoyada contra la pared como si me estuviera esperando, estaba Jenna. Su vestido ajustado brillaba bajo la luz, y su sonrisa, como siempre, parecía esconder un secreto.
—¿Y? ¿Cómo te fue con la estrella, Antony? —preguntó, con un tono que era puro desafío.
—Digamos que… jodidamente bien —respondí, con una sonrisa torcida, mientras caminaba hacia Jenna por el corredor tenuemente iluminado. Sus ojos, brillando bajo la luz suave, me escanearon como si pudieran ver a través de mí.
—¿Te viniste adentro de ella, no? —preguntó, con una ceja arqueada y una sonrisa que era puro desafío.
Me quedé helado, balbuceando como idiota.
—¿Cómo carajos sabés eso? —dije, sintiendo el calor subir a mi cara.
Jenna se acercó un paso, su vestido ajustado marcando cada curva, y se inclinó ligeramente hacia mí, como si compartiera un secreto.
—Antony, estoy a cargo de este lugar —susurró, con un tono que mezclaba autoridad y picardía—. Mi trabajo es saber cómo se portan las chicas… y los clientes. Créeme, sé todo lo que pasa detrás de esas puertas.
—Tenés razón —admití, todavía procesando su mirada, que parecía desnudarme más que cualquier cosa que hubiera pasado con María.
Caminamos juntos hacia la recepción, el eco de nuestros pasos resonando en el corredor. El aire seguía cargado, como si el lugar entero estuviera impregnado de sexo y secretos. Al llegar, Jenna se dejó caer en su silla detrás del escritorio, cruzando las piernas con una elegancia que no escondía su poder.
—¿Y ahora qué sigue? —pregunté, apoyándome en el mostrador, todavía sintiendo la adrenalina del encuentro con María.
Ella me miró, sus labios curvándose en una sonrisa que prometía más de lo que decía.
—Eso sería todo, Antony… a menos que quieras pagar por otra ronda —dijo, deslizando un catálogo de cuero negro hacia mí—. Acá están las joyas d
e la corona. Abrí el catálogo, y joder, las fotos de las famosas eran como un golpe al pecho. Nombres, rostros, cuerpos que cualquiera reconocería. Pero los precios al lado de cada una eran una locura.

—Esto es un dineral —dije, cerrando el catálogo con un gesto firme y devolviéndoselo—. Quizás en otra, Jenna.
—No hay drama —respondió, reclinándose en su silla, su sonrisa ahora más felina—. Tarde o temprano vas a volver, te lo garantizo.
Me reí, tratando de aligerar el momento.
—Si vuelvo, va a ser porque gané una fortuna, créeme —contesté, dándome la vuelta para dirigirme a la salida.
Mientras caminaba hacia la puerta, escuché a los guardias murmurar. “Jefa”, la llamaron, con un respeto que rayaba en temor. Uno de ellos le susurró algo sobre una “nueva servidora”, y la palabra cayó como una piedra en mi cabeza. Jenna, esa chica que parecía toda dulzura en la carretera, con su sudadera y su risa fácil, era la reina de este antro. A sus pies, un imperio de placer y secretos. ¿Cómo carajos había terminado manejando un lugar como este?
Sacudí la cabeza, dejando la pregunta para otro día. Por ahora, el callejón de neones me esperaba afuera, y con un último vistazo a la mansión, seguí mi camino, con el eco de la noche todavía latiendo en mi s
angre.
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