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Los Cuatro Ancianos. Parte 5

  Hay quienes dicen que los sueños son un reflejo de las inquietudes y anhelos del soñador, pero ¿y la falta de sueño? ¿No poder dormir revela tanto como los propios sueños? Eso era lo que Isabel se había estado preguntando durante varias noches, aunque sabía perfectamente la respuesta. No era porque no se sintiera feliz, ni porque no quisiera a José, ni porque estuviera insatisfecha en algunos de los pilares fundamentales de la vida para ella. Era por el arrepentimiento. Ese insecto traicionero que roía su mente, sobre todo en la soledad y el silencio de una cama cuando el sol ya se había puesto. Desde que Isabel buscó, completamente desnuda, a su suegro tres días atrás para acostarse con él, no había podido dormir bien por las noches. Se despertaba, volvía a dormirse, y luego volvía a despertarse. A partir de las cinco no podía volver a conciliar el sueño, por lo que se levantaba antes de las seis para preparar el desayuno de su marido mientras veía las primeras luces del amanecer. Pero el sueño acumulado empezaba a ser demasiado molesto.
  Tras darle un beso a su marido Isabel lo dejó desayunando solo. Ella ya lo había hecho hacía casi una hora. Entró al baño con la intención de ducharse con agua caliente para relajar los músculos de su cuerpo, y se dijo que luego se volvería a acostar y se daría toda la mañana libre para así descansar. Comenzó a desvestirse y se quitó el camisón y la ropa interior. Antes de meterse en la ducha se miró en el espejo y se centró exclusivamente en sus ojeras, que eran de un color azulado en contraste con la tonalidad pálida de su piel. Llevaba el pelo suelto y sin peinar. Su pelo castaño claro caía de forma caótica por su cara, e incluso desaliñada no perdía su natural belleza. 
  Isabel se subió al plato de ducha lentamente, pero en su estado actual perdió el equilibrio al pisar un poco de agua en la losa de cerámica. Se agarró a las cortinas, pero no pudieron sostener su peso y comenzaron a desengancharse. Entonces unos fuertes brazos la sostuvieron y evitaron que se cayese. Isabel se dio la vuelta y vio a Manuel con una sonrisa bobalicona frente a ella. El anciano comenzó a desvestirse.
  —Manuel, ¡qué haces aquí! —exclamó ella en voz baja.
  —Evitar que te cayeras al suelo —dijo él mientras se quitaba los calzoncillos y le mostraba su pene erecto.
  —Tu hijo sigue en la casa. Está en la cocina —le susurró ella.
  Manuel entró en la ducha, junto a ella, y corrió las cortinas mientras acercaba sus labios al cuello de su nuera.
  —He cerrado la puerta y con el ruido de la ducha no nos oirá.
  Isabel quería negarse, pero las manos de su suegro ya le acariciaban la piel de esa forma tan brusca y posesiva. El pene erecto de Manuel subía y bajaba solo por entre sus piernas, y su lengua recorría todo su cuello. Isabel cerró los ojos y abrió el agua de la ducha. Comenzó a frotar el pene de su suegro mientras sintió como los pezones de sus pechos se endurecían morbosamente. Manuel se los chupó como si quisiera sacarle leche de ellos.
  Algunas de las gotas de agua caliente que bajaban por el mango de la ducha cayeron sobre la espalda de Isabel y le hicieron percatarse de que el agua ya estaba perfecta. Dio un paso atrás, de forma muy sensual y mirada morbosa, y dejó que el agua cayera sobre su cuerpo. Isabel sintió el agua caliente recorrer su piel, sus caderas y sus piernas que ya ardían por otra índole, y deslizó sus manos por sus propios senos de forma erótica. No podía contenerse por la excitación y de forma instintiva cerró los ojos. Como si no ver lo que estaba haciendo le ayudara a apagar esa vocecita que le pedía que parara. Manuel fue hasta ella y la besó en los labios mientras ella seguía con los ojos cerrados, para luego meterle la lengua en su boca. 
  Isabel sintió la lengua de su suegro recorrer toda su boca y el deseo lascivo la inundó. Abrió las piernas lo que le permitía el plato de ducha solo para sentirse un poco más obscena. Tal fue la compenetración entre ambos que Manuel percibió el gesto y bajó sus manos hasta el culo de ella para comenzar a estrujárselo y meterle los dedos por la vagina. Isabel lanzó un gemido de excitación. Una parte de sí misma quería parar, como si su voluntad estuviera dividida en dos. El agua de la ducha caía sobre ella, pero no la purificaba, al contrario, parecía encontrarse más sucia por momentos. Al final, como cada vez, se rindió a su parte más lasciva. 
  Tras un último y apasionado beso en el que las lenguas de ambos se enrollaron al extremo, Isabel retiró su lengua para ponerse de rodillas, hasta que el pene de su suegro le señaló al rostro. Ella cogió el miembro erecto con las dos manos y lo frotó mientras lo miraba directamente. Su boca salivó como quien está ansioso por almorzar tras haberse saltado el desayuno y la cena del día anterior. El cabezón del pene de Manuel parecía apetitoso mientras el agua caía sobre él, como una roca que es bañada por una cascada. Isabel despegó los labios lentamente y se metió la polla de su suegro dentro de la boca. Primero el cabezón, el cual saboreó con su lengua intensamente, después el resto del largo miembro que recorrió de cabo a rabo, y también los huevos, los cuales se metía en la boca enteros. Continuó ordeñando con intensidad a su suegro, deseando que un gran chorro de leche llenase su boca. Mientras más pensaba en eso con más intensidad chupaba.
  Manuel sin embargo no quería correrse todavía. Tras un buen rato sintiendo la lengua de su nuera en su pene, la ayudó a auparse para volver a ponerla de pie, y luego le dio la vuelta. Isabel sabía lo que quería hacerle y para mostrar su beneplácito apoyó sus manos en la pared, abrió bien las piernas, y levantó el culo todo lo posible. Manuel le separó las nalgas con ambas manos dejando su ano y su vagina completamente visibles y abiertos. El anciano notó como su polla quería explotar de gusto, y de no haberse controlado podría haberse corrido sin remedio. Entonces, dejando solo una mano en una de las nalgas de Isabel, cogió su pene y lo introdujo en la vagina de ella. Fue metiéndola poco a poco pero el agua de la ducha ayudó a que el proceso fuera muy rápido.
  Isabel comenzó a notar como todo el pene de su suegro entraba dentro de ella. Aparte de embriagarla de placer era una sensación que la hacía sentir sucia, pero eso no mitigaba el goce. Las embestidas se fueron intensificando e Isabel sintió como los brazos le temblaban. Poco a poco fue siendo penetrada cada vez con más fuerza hasta el punto que apoyó su cara en la pared. Sus gemidos eran lo suficientemente débiles como para ser mitigados por el ruido del agua de la ducha. Manuel dio una nalgada al culo de ella que la hizo excitar enormemente, pero que de igual modo la hizo voltear la cabeza en señal de reproche. “El sonido podría alertar a mi marido”, es lo que pareció querer decir con la mirada a Manuel. Entonces, como si de una premonición se hubiera tratado, la voz de José se escuchó al otro lado de la puerta justo después de que intentara abrirla.
  —Isa, ¿estás bien? Llevas mucho rato en la ducha.
  Isabel irguió la cabeza de inmediato, como un perro cuando alerta un ruido imperceptible que amenaza sus dominios.
  —¡Sí! —exclamó lo suficientemente alto como para ser oída con claridad —. Me estoy enjabonando.
  Manuel sonrió por el comentario, aunque sabía que su nuera no lo había dicho en ese sentido. Ella se ruborizó por la situación, y Manuel, que seguía muy excitado, volvió a continuar con las penetraciones.
  —Yo voy a tener que salir ya o llegaré tarde al trabajo —dijo José desde el otro lado de la puerta.
  Isabel, cuando sintió de nuevo el miembro de su suegro avanzar dentro de sí, intentó detenerle con su mano derecha pero la polla le llegaba hasta lo más hondo de su interior y le arrebataba las fuerzas. Por fortuna ahora Manuel metía el pene lentamente y sin hacer nada de ruido, pero la dejaba metida hasta el fondo por más tiempo antes de retirarla para luego volver a arremeter.
  —De acuerdo, yo terminaré dentro de poco —le dijo ella con cierto nerviosismo y tartamudeo en la voz por las penetraciones —. Que tengas un buen día en el trabajo.
  Un breve silencio pareció evidenciar que José ya se marchaba, por lo que Manuel comenzó a meterla con más intensidad. El momento de tensión había hecho mella en Isabel de una forma impredecible, que provocó que la sacudiera un profundo orgasmo. Abrió la boca de forma exagerada sin emitir sonido, en un grito mudo que expresaba su placer. Sin embargo, la voz de José volvió a escucharse detrás de la puerta.
  —Por cierto, no he podido tirar los restos de comida a la basura porque está muy llena. Los he dejado sobre la mesa.
  —De acuerdo, no te preocupes. Yo tiraré la basura después —dijo ella tratando de controlar la voz mientras las piernas le temblaban por el orgasmo y las continuas penetraciones de su suegro, que ahora no cesaban.
  —No. Le diré a mi padre que tire la basura antes de irme. Debió de haberlo hecho ayer —manifestó José mientras en la última parte de la frase el sonido de la voz mostraba que se había empezado a alejar, probablemente hacia el dormitorio de Manuel.
  —¡No! —exclamó ella mientras se le escapó levemente un gemido —. No despiertes a tu padre. Yo se lo diré después. Déjalo dormir.
  Justo en ese momento Manuel retiró el pene del interior de su nuera y se corrió en sus nalgas, su ano y en el exterior de su coño. Exhausto, se quedó observando como su leche pegajosa resbalaba por las partes pudendas de Isabel y se mezclaba con sus propios jugos.
  —¿De verdad estás bien, cariño? —preguntó José confuso por los diferentes timbres de voz que había puesto su mujer —. ¿Por qué has cerrado con llave?
  —La costumbre —indicó ella tratando de parecer más calmada —. Vivimos con tu padre, recuerdas.
  —Bueno, ya me voy. Nos vemos después.
  —Chao, amor —se despidió ella deseando que esta vez fuera la definitiva.
  Isabel se mantuvo inmóvil, con el culo en pompa y el semen de su suegro chorreándole en su entrepierna, y no se movió hasta que escuchó la puerta de la entrada cerrarse.
  —Vaya —manifestó Manuel tras un suspiro —. Estuvo cerca.
  Isabel se dio la vuelta y, con la palma de la mano abierta, abofeteó a su suegro en la cara. De haber seguido José en la casa seguro que habría escuchado el bofetón, pero Manuel no se quejó. Isabel dribló a su suegro y se puso debajo de la ducha para quitarse el semen de encima. 
  Manuel esperó unos segundos, y poco después se movió hasta su nuera y la rodeó con sus brazos afectuosamente. Ella finalmente cedió y aceptó la lengua de su suegro nuevamente dentro de su boca.

  La siesta es uno de los placeres más agraciados por cualquiera que tenga la costumbre de disfrutarla habitualmente. Sentir como se te cierran los ojos y dejarte mecer por el sueño diurno, aunque solo sea un rato, te repara el cuerpo y el alma. Isabel, ciertamente, no lo tenía por costumbre, pero lo agradecía tanto como la que más.
  La bella mujer recién casada se despertó poco a poco. Se frotó los ojos muy a gusto por haber podido dormir un rato, y seguidamente miró el reloj despertador en la mesilla de noche. Vio que eran ya la una y media, y se le hacía ya muy tarde si quería hacer el almuerzo a tiempo. Miró a su lado y vio a su suegro desnudo durmiendo. Habían estado follando buena parte de la mañana y finalmente se habían dormido. Isabel también estaba desnuda, salvo por las bragas de lencería roja que le había comprado José, y que le colgaban del muslo izquierdo. También había restos de semen por sus piernas y pechos, que hacían que su piel estuviera pegajosa. Se lamentó pues tendría que volver a ducharse antes de que volviera su marido a casa. No solo tendría que lavarse ella, sino las sábanas de la cama de matrimonio, pues habían estado follando en el dormitorio principal e Isabel no quería que José durmiera en las sábanas en las que su padre se había tirado a su mujer. Pero no lo haría ahora. Isabel no quería tener que hablar con su suegro en estos momentos, al contrario, le apetecía salir de la habitación. Incluso de la casa.
  Isabel se levantó de la cama lentamente y se puso de pie. Tras dar el primer paso sintió como todo su coño le escocía y las piernas le flaqueaban. Manuel le había estado dando más duro de lo normal durante demasiado tiempo, y ahora estaría todo el resto del día con agujetas.
  Recogió el sujetador, el liguero y el resto de la lencería roja nueva que le había regalado su marido hacía poco, y que estaba desperdigada por el suelo junto a la cama. Finalmente no había podido estrenarla con José, pero quería lavarlas a mano para que así lo pareciera cuando las llevara con él.
  Fue hasta el armario y cogió una falda azul claro, una blusa blanca y un grueso cinturón negro. También cogió ropa de interior blanca, calcetines y calzado, y se lo llevó todo fuera de la habitación. Mientras más se alejaba del dormitorio más le apetecía seguir haciéndolo, y esa idea recorrió su mente hasta que pensó en que ese día podría comprar comida en un restaurante y traerla a casa. Pensó en ducharse antes de vestirse, pero no quería que el sonido de la ducha despertase a Manuel y pudiera aparecer nuevamente en el baño. Así que retiró los restos de semen de su piel con una servilleta y se puso las bragas y el sujetador. Continuó vistiéndose en el salón, para así poder salir de inmediato.
  La falda de Isabel era algo juvenil y le llegaba hasta las rodillas. Inicialmente era más baja pero ya tenía muchos años y ella había crecido desde entonces. No había querido deshacerse de ella porque le seguía sirviendo de talla y porque era realmente cómoda. Finalmente se recogió el pelo y salió a la calle algo más contenta por respirar aire puro.
  Isabel recorrió el barrio a buen ritmo en busca de un restaurante. Encontró varios pero cada vez que daba con uno descubría que le apetecía caminar un poco más y siguió hasta ver el siguiente. Para cuando se fue a dar cuenta ya llevaba casi una hora andando, así que fue hasta una tasca que servía garbanzos como plato del día para sus clientes. Sobre todo, trabajadores de una obra cercana.
  El establecimiento no era adecuado para una cena romántica, más pareciera un tugurio para la inexperta opinión de Isabel, pero sin duda le serviría. En una de las mesas había varios obreros almorzando, que la miraron con gesto obsceno cuando se percataron de su llegada. Ella alzó el mentón indiferente y se dirigió a la barra. El tabernero fue hasta ella, con una agradable sonrisa en su rostro.
  —Buenos días, señorita. ¿Qué puedo servirla?
  —Me preguntaba si podía servirme dos platos del día, para llevar —dijo ella en tono neutro.
  —¿Para llevar? —preguntó sorprendido, pero rápidamente asintió —. Si, por supuesto. Puede esperar en una de las mesas.
  Isabel buscó una mesa donde sentarse y entonces por el rabillo del ojo vio como uno de los obreros no dejaba de mirarla. Así que, en un arranque de valentía fue a sentarse en la mesa que estaba frente a la de ellos. No sabía por qué lo había hecho. En realidad, y en general, nunca le habían gustado los desagradables y maleducados obreros. Pero allí estaba, devolviéndole la mirada a uno de ellos.
  El obrero disimuló ante sus compañeros, pero no lo hizo ante ella, a la cual no dejaba de mirar siempre que podía. Incluso dejaba de lado la comida para hacerlo. Entonces Isabel le picó el ojo y movió la lengua de forma lasciva. El obrero sonrió y eso llamó la atención de sus compañeros que se giraron para ver lo que ocurría. Una vez más parte de ella no entendió qué era lo que hacía, y se dijo que debía parar. Pero se había sentido retada por sí misma a recordarse si era así de reprochable como quería ser. Y, en cierto modo, era una forma de insultarse a sí misma. Como si sintiera la necesidad de reprenderse llamándose, de algún modo, golfa. Una penitencia que creía que se merecía.
  Pronto, el tabernero la avisó de que su comida estaba lista, pero Isabel no se levantó de inmediato. La joven mujer recién casada, que había visto cómo los obreros habían vuelto a prestar atención a su comida, se abrió de piernas enseñando sus bragas al que todavía la miraba y tenía frente a sí. Solo él podía verlas desde su ángulo, pero el obrero, anonadado por completo, no supo cómo reaccionar. Seguidamente Isabel apartó con sus dedos la parte de la ropa interior que cubría el chocho y se lo mostró al obrero. Acto seguido Isabel se levantó, pagó las garbanzas, y se marchó sin mirar atrás. El obrero se levantó como si pensase que debía hacer algo, pero no supo el que, y solo pudo observar como esa lujuriosa mujer se marchaba de la tasca sin poder volverla a ver.
    Isabel recorrió el camino de vuelta a casa ralentizando el paso todo lo posible. Cuando llegó la comida ya estaba fría.



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