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En la discoteca

La discoteca Uñas Chung Lee, en el corazón palpitante de Madrid, era un torbellino de luces y deseo, con neones rojos y azules cortando la penumbra como relámpagos, destellando al ritmo del reggaetón que retumbaba en los altavoces, el bajo resonando en el pecho como un latido salvaje. El aire estaba cargado de aromas embriagadores: perfumes caros mezclados con el sudor fresco de los cuerpos en la pista, el dulzor pegajoso de cócteles derramados y un toque metálico de la humedad del local. La pista de baile era una locura, una marea de cuerpos entrelazados, chicos y chicas moviéndose como si el mundo fuera a acabarse esa madrugada, 18 de agosto de 2025, pasadas las once y media. Yo, Javi, 29 años, estaba metido en ese caos con nuestro grupo de amigos. Me veía como siempre: pelo castaño revuelto, un poco largo, cayendo sobre la frente, una camiseta gris que marcaba el pecho trabajado en el gimnasio, vaqueros oscuros y unas zapatillas gastadas que contaban demasiadas noches de juerga. Mis ojos marrones, siempre inquietos, buscaban a mi novia Laura, que estaba a pocos metros, radiante con su vestido negro ajustado que abrazaba sus curvas, su pelo rubio recogido en un moño alto, riendo con una amiga mientras pedía un gin-tonic en la barra, ajena a la tormenta que me estaba consumiendo por dentro. Laura, con su piel clara, sus ojos azules y su sonrisa fácil, era el tipo de chica que iluminaba cualquier sitio, pero esa noche, mi atención estaba en otra parte. Sofía, mi amiga desde la universidad, estaba ahí también, con su novio Diego, un tío majo, alto, de pelo corto negro y gafas de pasta, que charlaba con los colegas en una esquina, confiado, sin imaginar la corriente eléctrica que vibraba entre nosotros. Sofía, de 25 años, era un imán: pelo negro largo y ondulado que caía como una cascada sobre sus hombros, ojos verdes que brillaban como esmeraldas bajo las luces, una piel morena que parecía absorber los neones, y una figura que quitaba el aliento, con curvas suaves pero marcadas, pechos llenos que tensaban su blusa plateada y caderas que se movían con una sensualidad natural bajo su falda negra corta. Su rostro, con pómulos altos y labios carnosos pintados de rojo, tenía una expresión traviesa que siempre me desarmaba. Era la típica tía que, sin intentarlo, hacía que todos giraran la cabeza, pero para mí, era más que eso: era mi confidente, mi cómplice desde los días de la uni, cuando nos quedábamos hasta las tantas hablando en los bancos del campus, fumando y riendo, compartiendo sueños y secretos. Siempre había habido algo más entre nosotros: miradas que duraban demasiado, roces que dejaban la piel en llamas, comentarios con doble sentido que nos hacían reír nerviosos. Esta noche, con el alcohol corriendo por las venas, el reggaetón metiéndonos caña y el calor de la discoteca volviéndonos locos, ese algo más estaba a punto de estallar. Nos daba igual que Laura o Diego estuvieran tan cerca, que cualquier amigo pudiera pillarnos, que el segurata, un armario con cara de mala leche, pudiera abrir la puerta de los baños y vernos. El morbo de jugárnosla, de ceder a lo prohibido en un lugar tan expuesto, nos tenía con el corazón a mil.
Estábamos en una esquina de la pista, cerca de la barra, donde las luces eran más tenues, pero el riesgo seguía ahí, con Laura a diez metros pidiéndose su copa y Diego a quince, charlando con los colegas. El aire estaba pesado, el suelo vibraba con el ritmo, el olor a perfume, sudor y alcohol me tenía en una nube. Sofía se acercó, moviéndose con esa blusa plateada que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, los botones a punto de reventar, marcando la curva de sus pechos, y esa falda negra que apenas cubría sus muslos bronceados, brillando bajo los neones. Su perfume –jazmín con un toque dulce que gritaba deseo– me golpeó como un puñetazo. “Oye, Javi, ¿qué haces aquí parado como un pasmarote? ¿No te animas a bailar un rato?”, dijo, su voz suave pero con un deje juguetón, acercándose tanto que podía sentir el calor de su cuerpo, su respiración rozándome. Me apoyé en la pared, con un cubata en la mano, el hielo chocando contra el vaso, intentando mantener la calma, pero su cercanía me estaba poniendo al límite. “Joder, Sofía, con esa blusa me estás poniendo cardiaco. ¿Quieres que me meta en un lío o qué?”, dije, medio en broma, mi mirada recorriendo su cuerpo, deteniéndose en cómo la falda se subía un poco más con cada paso, dejando ver la piel suave de sus muslos. Ella soltó una risa baja, un sonido que me aceleró el pulso, y se acercó más, su mano rozando mi brazo, sus uñas pintadas de negro dejando un cosquilleo que me quemaba. “¿Un lío? Venga, Javi, no me vengas con rollos. Llevamos años con este juego, esas miradas que nos echamos, esos roces cuando pasamos la botella o nos sentamos demasiado cerca. No me digas que no sientes algo cada vez que estamos así”, susurró, su aliento rozándome la oreja, su cuerpo tan cerca que podía sentir el calor de sus pechos contra mi camiseta. “Sofía, para, que Laura está ahí mismo, y Diego también. Si nos ven, se lía una gorda”, dije, mi voz temblando, pero mis ojos atrapados en los suyos, en esos labios rojos que parecían llamarme a gritos. “Eso es justo lo que me pone, Javi. Que estén tan cerca, que puedan girarse y pillarnos. ¿No te acelera el corazón saber que estamos a un paso de mandar todo al carajo?”, respondió, su mano deslizándose por mi pecho, sus dedos jugueteando con los botones de mi camisa, cada toque como una chispa en la gasolina. “Me estás volviendo loco, tía. Llevo años notando esto, cada vez que te veo, cada vez que me rozas, me imagino cosas que no debería. Pero si hacemos esto, no hay vuelta atrás”, dije, mi mano apretando su cintura, la seda de su blusa fría contra mi piel sudada. “No quiero vuelta atrás, Javi. Llevo demasiado tiempo pensando en ti, tocándome por las noches imaginando que eres tú, que me besas, que me tocas. ¿Tú no? Sé honesto”, susurró, sus labios rozando mi mandíbula, su aliento cálido a vodka y menta haciéndome temblar. “Claro que sí, Sofía. Cada vez que te veo con Diego, me muero por dentro, quiero arrancarte de su lado, besarte, hacerte mía. Pero si cruzamos esta línea, se nos va de las manos”, dije, mi corazón a mil, el calor de su cuerpo quemándome. “Que se nos vaya, Javi. Quiero que me toques, que me hagas tuya, aquí, ahora, donde todos podrían vernos. Quiero sentirte entero, sin nada de por medio”, dijo, su voz un murmullo intenso, su mano bajando hasta rozarme por encima de los vaqueros, un toque que me hizo soltar un gemido. “Sofía, esto es de locos, pero no puedo parar. Vamos a los baños, no aguanto más”, dije, mi voz ronca, agarrándola de la mano y abriéndome paso entre la gente, esquivando cuerpos, el corazón latiéndome como un tambor, sabiendo que Laura, Diego o cualquier amigo podía vernos, pero el morbo nos tenía ciegos.
Los baños de Uñas Chung Lee eran un caos sensorial, oliendo a desinfectante rancio y alcohol derramado, con un toque de humedad que se pegaba a la piel. Las luces fluorescentes parpadeaban como si fueran a apagarse, proyectando sombras intermitentes sobre los azulejos sucios, el suelo pegajoso crujiendo bajo nuestras zapatillas, los espejos empañados por el vapor y el sudor de la noche. Cerré la puerta de un cubículo con un golpe seco, el cerrojo encajando con un chasquido débil, como si un empujón pudiera romperlo. Sofía se lanzó contra mí, sus labios chocando con los míos, su lengua explorando mi boca con una urgencia que sabía a vodka, menta y deseo puro. Su cuerpo, cálido y vibrante, se apretó contra el mío, sus pechos presionando mi pecho, sus manos desabrochando mi camisa con dedos temblorosos, los botones saltando al suelo, sus uñas recorriendo mi piel, dejando un rastro ardiente. “Javi, te necesito ahora, no puedo esperar más”, jadeó, su voz rota por el deseo, sus ojos verdes brillando bajo la luz parpadeante. “Sofía, esto es de locos, podrían entrar, el segurata podría abrir la puerta, Laura o Diego podrían estar fuera”, dije, mi voz temblando, mientras desabrochaba su blusa, la tela plateada abriéndose como un regalo, revelando sus pechos llenos, sin sujetador, los pezones endurecidos como pequeños botones oscuros pidiéndome atención. “Que entren, que nos pillen, me da igual, Javi. Quiero que me hagas tuya, que me hagas sentir viva”, susurró, sus uñas arañando mi espalda, sus pechos rozándome, el calor de su piel quemándome. “Siempre supe que esto iba a pasar, Sofía, pero aquí, ahora, es como jugar con fuego”, murmuré, mi boca bajando por su cuello, besando su piel morena, saboreando el sudor salado mezclado con su perfume de jazmín, dejando una marca que no podría ocultar.
Me arrodillé, mis manos subiendo por sus muslos bronceados, levantando su falda hasta la cintura, la tela negra arrugándose como un susurro. Su piel era suave, cálida, con un leve aroma a jazmín y sudor, y el olor de su intimidad, húmeda y abierta, me volvió loco. “Javi, por favor, tócame, no me hagas esperar”, gimió, sus manos enredándose en mi pelo, tirando suavemente mientras mis labios rozaban la piel sensible de sus muslos, besando cada centímetro, subiendo lento, saboreando su suavidad. Mi lengua encontró su centro, empapado y caliente, y comencé a lamer, primero suave, probando su dulzura salada, luego más rápido, succionando su clítoris con una intensidad que la hacía temblar, mi barbilla húmeda por su excitación. “Dios, Javi, me estás volviendo loca, sigue, no pares”, jadeó, sus caderas empujando contra mi boca, sus gemidos resonando en el cubículo, mezclándose con el eco del reggaetón que se colaba por las paredes. “Sofía, eres puro fuego, me tienes al borde”, murmuré contra su piel, mis dedos deslizándose dentro, explorando su calor apretado, curvándose para encontrar ese punto que la hacía arquearse, mientras mi lengua seguía, succionando y lamiendo hasta que un orgasmo la atravesó, sus piernas temblando, sus uñas clavándose en mi cuero cabelludo, su grito resonando como un eco salvaje. “Javi, eres increíble, me estás deshaciendo, sigue, por favor”, susurró, su voz rota, sus ojos verdes brillando con un deseo que me partía en dos.
Me levanté, y ella se arrodilló, sus manos temblando mientras desabrochaba mis vaqueros, liberando mi erección, dura y pulsante, la piel tensa bajo sus dedos. “Ahora me toca a mí, quiero saborearte”, susurró, sus labios envolviéndome, su lengua trazando círculos lentos, calientes, alrededor de la punta, luego bajando por el tronco, succionando con una intensidad que me arrancó un gemido profundo. “Sofía, me estás volviendo loco, no puedo más”, jadeé, mis manos enredándose en su pelo negro, la sensación de su boca cálida y húmeda llevándome al límite, sus labios apretados, su lengua jugando con cada centímetro. Ella succionó con más fuerza, sus ojos clavados en los míos, el morbo de su mirada amplificando cada caricia, sus manos acariciando la base, sus dedos rozando mis testículos con una delicadeza que me hacía temblar. “Quiero que pierdas el control, Javi, que me des todo”, murmuró, su voz vibrando contra mí, antes de acelerar, su boca subiendo y bajando, succionando con un ritmo que me llevaba al borde del abismo. “Sofía, si sigues, no aguanto, pero quiero estar dentro de ti”, jadeé, tirando de ella para levantarla, sus labios brillando, su sonrisa traviesa prometiendo más.
La giré, sus manos apoyándose en la pared, su falda arrugada en la cintura, su blusa abierta dejando sus pechos al aire, rebotando bajo la luz parpadeante, sus pezones oscuros endurecidos como pequeños faros. “Tómame, Javi, ahora, hasta el fondo, sin nada, me da igual lo que pase después”, suplicó, su voz un rugido, y me hundí en ella, mi erección deslizándose en su calor húmedo, apretado, cada centímetro un estallido de placer que me hacía gruñir, la sensación cruda de su interior envolviéndome como un guante de fuego. “Dios, Sofía, eres una adicción, me tienes atrapado”, rugí, embistiéndola con una furia que hacía temblar el cubículo, el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando resonando como una sinfonía de deseo, sus pechos rebotando con cada golpe, sus gemidos subiendo hasta convertirse en alaridos que apenas contenía. “Más, Javi, más duro, quiero sentirte en cada rincón de mí”, gimió, sus caderas empujando contra mí, sus uñas rascando el azulejo, dejando marcas profundas. Cambiamos de posición, sentándome en el retrete, la tapa fría contra mi piel, y Sofía se subió encima de mí, cabalgándome con una pasión desbordada, sus caderas moviendo en círculos, luego arriba y abajo, con una furia que me hacía gruñir, sus pechos rebotando frente a mi cara, mis manos agarrando sus caderas, guiándola mientras ella tomaba el control, sus ojos verdes clavados en los míos, su pelo negro cayendo sobre su cara, sus gemidos resonando como un cántico salvaje. “Javi, te quiero dentro, quiero todo de ti”, jadeó, acelerando el ritmo, su cuerpo temblando, su calor apretándome con una fuerza que me llevaba al borde, sus uñas clavándose en mis hombros. La giré, apoyándola contra la puerta del cubículo, sus manos presionando el metal frío, mi cuerpo pegado al suyo desde atrás, embistiendo con una intensidad que hacía vibrar el cerrojo, el riesgo de que alguien empujara la puerta amplificando cada sensación, su culo redondeado chocando contra mí, su calor apretándome con cada embestida. “Sofía, podrían entrar, Laura o Diego podrían estar justo fuera, el segurata podría reventar esto”, gruñí, mi voz rota, el morbo del peligro acelerando mi pulso. “Que entren, Javi, que vean cómo me haces tuya, me da igual”, rugió, su cuerpo temblando con cada golpe. Cambiamos otra vez, ella de pie, inclinada hacia adelante, sus manos en la pared, yo detrás, embistiendo con una furia animal, mis manos explorando sus pechos, pellizcando sus pezones hasta hacerla gritar, su cuerpo arqueándose hacia atrás, su pelo negro cayendo como una cortina sobre su espalda. Un crujido en la puerta del baño nos hizo parar, nuestros cuerpos tensos, el aire atrapado en los pulmones, el eco de pasos y una voz de tío diciendo “¿Quién está ahí dentro?” resonando como un disparo. “Sigue, Javi, no pares, me da igual quién esté ahí”, jadeó, sus ojos verdes brillando con desafío, y volví a embestirla, levantándola contra la puerta, sus piernas envolviendo mi cintura, mis manos sosteniendo sus muslos, mi erección golpeando profundo, sus gemidos resonando como un eco salvaje, su cuerpo temblando con cada embestida. Una última posición, ella de pie, de lado, una pierna levantada sobre mi hombro, apoyada contra la pared, permitiéndome hundirme aún más, mis manos agarrando su cintura, sus pechos rebotando, su mirada fija en la mía, el cubículo vibrando con nuestra pasión, el sonido de nuestros cuerpos chocando como un tambor en la penumbra. “Sofía, me estás deshaciendo, eres todo lo que quiero ahora”, gruñí, mi boca mordiendo su hombro, mi lengua saboreando su piel sudada, el olor a jazmín y sexo puro volviéndome loco. “Hazlo, Javi, lléname, quiero sentirte hasta el alma”, rugió, su cuerpo temblando mientras alcanzaba otro orgasmo, su calor apretándome con una intensidad que me llevó al borde. Me derramé dentro de ella, un orgasmo que me arrancó un rugido, mi cuerpo colapsando contra el suyo, nuestros jadeos resonando en el cubículo, el aire cargado del aroma crudo de nuestro encuentro, sudor, sexo y perfume de jazmín mezclados en una nube densa.
Nos quedamos allí, pegados a la pared, respirando como si hubiéramos corrido una maratón, su blusa rota colgando de un hombro, los botones perdidos en el suelo, su falda torcida alrededor de su cintura, mi camisa abierta, el pecho sudado, los vaqueros a medio subir. Sofía, con el pelo negro desordenado, mechones pegados a su frente por el sudor, sus ojos verdes brillando con una mezcla de éxtasis y vulnerabilidad, me miró y su voz salió temblorosa: “Javi, esto no es solo un calentón. Llevo años sintiendo algo por ti, desde la uni, cuando nos quedábamos hasta las tantas hablando en el campus, fumando y riéndonos. Cada vez que te veía con Laura, sentía un nudo aquí”, dijo, tocándose el pecho, sus dedos temblando. “Nunca te lo dije porque tenía miedo, pero esto… esto es real”. Me quedé helado, mi corazón todavía a mil, el calor de su cuerpo todavía en mis manos, sus palabras golpeándome como un rayo. “Sofía, yo también lo he sentido, desde siempre. Cada vez que te veía con Diego, me moría por dentro, quería ser yo el que estuviera contigo, el que te abrazara, el que te besara. Pero nunca me atreví, por Laura, por el grupo, por todo”, confesé, mi voz ronca, mis manos todavía en sus caderas, sintiendo el latido de su piel morena. “¿Y ahora qué, Javi? Esto no se queda aquí, lo sabes, ¿no? No puedo volver a fingir que somos solo amigos, no después de esto”, murmuró, su mano acariciándome la cara, sus dedos temblando, sus ojos verdes buscándome con una intensidad que me desarmaba. “No lo sé, Sofía, pero esto me ha cambiado. No puedo mirar a Laura igual, no después de sentirte así, de saber lo que siento por ti. Quiero más de ti, aunque no sé cómo manejarlo”, dije, el peso de la realidad cayendo como una losa, pero el fuego de tenerla tan cerca seguía quemándome. “Entonces no finjamos, Javi. Aunque se complique todo, aunque nos pillen, quiero estar contigo. No me arrepiento de nada, de esto, de lo que siento”, susurró, sus labios rozando los míos, un beso suave que contrastaba con la furia de antes, pero que me caló más hondo que cualquier orgasmo. Nos recompusimos como pudimos, ella ajustándose la blusa rota, intentando cubrirse, yo subiéndome los vaqueros, el olor de su cuerpo todavía en mis manos, el morbo de lo que hicimos grabado a fuego. “Esto no sale de aquí, Sofía, pero necesito verte otra vez, pronto”, murmuré, y ella asintió, con esa sonrisa traviesa que me volvía loco, antes de salir al baño de mujeres para arreglarse. Volví a la pista, Laura sonriéndome, su pelo rubio brillando bajo los neones, Diego charlando con los colegas, sus gafas reflejando las luces, nadie sospechando nada, pero yo ya no era el mismo, con el corazón en un puño y la cabeza llena de Sofía, su perfume, su piel, su voz.
Esa noche marcó el inicio de algo imparable. Una semana después, en una fiesta en un loft de Malasaña, nos encontramos de nuevo. El lugar era un caos de luces tenues, muebles desparejados y paredes llenas de grafitis, con el olor a cerveza, humo de tabaco y un toque de marihuana flotando en el aire. Laura estaba en la terraza, con su vestido azul que resaltaba sus ojos claros, su pelo rubio suelto cayendo sobre sus hombros, hablando con amigos, mientras Diego estaba en el salón, con una camiseta blanca que marcaba su cuerpo delgado, riendo con los colegas, sus gafas brillando bajo la luz de una lámpara vieja. Sofía, con un top negro ajustado que dejaba sus hombros al descubierto y unos vaqueros que abrazaban sus caderas, me miró desde el otro lado de la habitación, sus ojos verdes brillando con la misma intensidad, su pelo negro cayendo en ondas desordenadas. “Javi, no puedo sacarte de mi cabeza, necesito más de ti”, susurró, acercándose en un pasillo oscuro, el suelo crujiendo bajo nuestros pies, el aire cargado de incienso y alcohol. “Sofía, esto es de locos, podrían entrar en cualquier momento, Laura y Diego están a dos pasos”, dije, pero el morbo de estar a metros de nuestras parejas me tenía atrapado. “Que entren, me da igual, tómame otra vez”, rugió, y nos colamos en un cuarto pequeño, con una cama deshecha cubierta por una sábana arrugada, cortinas raídas que apenas tapaban una ventana rota, y un olor a incienso y cerveza impregnando el aire. La empujé contra la pared, levantando su top, sus pechos al aire, besándolos mientras ella gemía, sus manos desabrochando mis vaqueros con urgencia. La tomé contra la pared, sus piernas envolviéndome, luego en la cama, ella encima, moviendo sus caderas con una furia que me hacía perder la cabeza, su pelo negro cayendo sobre su cara, sus gemidos resonando en el cuarto, el riesgo de que alguien abriera la puerta haciéndonos arder. “Javi, eres mi obsesión, no pares”, jadeó, sus uñas arañando mi pecho, su cuerpo temblando mientras alcanzábamos el clímax, el suelo crujiendo bajo la cama, el eco de la fiesta fuera como un recordatorio del peligro.
La tercera vez fue en un callejón tras otro garito, bajo una lluvia fina que empapaba su blusa blanca, volviéndola casi transparente, pegándose a sus pechos, sus pezones visibles bajo la tela mojada, su pelo negro pegado a su cara como un marco oscuro. El callejón olía a asfalto húmedo, basura y un leve toque de gasolina, con el ruido lejano de la música escapándose del garito y el zumbido de una farola rota. “Javi, tómame aquí, ahora”, suplicó, sus ojos verdes brillando bajo la luz tenue, su piel morena reluciendo con las gotas de lluvia. “Sofía, podrían vernos, estamos a la vista, cualquiera podría pasar”, dije, pero el morbo de la lluvia y el riesgo de ser vistos nos llevaba al límite. Me montó contra la pared, sus movimientos salvajes, el agua corriendo por su piel, mis manos levantando su blusa, chupando sus pechos mientras ella gemía, sus piernas temblando. Luego la giré, apoyándola contra un contenedor, el metal frío contra sus manos, embistiéndola desde atrás, el sonido de la lluvia mezclándose con nuestros jadeos, su cuerpo arqueándose hacia mí, el orgasmo sacudiéndonos como un relámpago, nuestros cuerpos empapados, el frío del metal contrastando con el calor de su piel.
La cuarta vez fue en un parque cerca de Chueca, de madrugada, tras otra noche de copas. La luna iluminaba los árboles, proyectando sombras largas sobre el césped húmedo, el aire oliendo a hierba fresca, tabaco y un toque de tierra mojada. Sofía, con una chaqueta de cuero negra que olía a piel nueva y una falda corta que dejaba ver sus muslos bronceados, me arrastró detrás de unos arbustos, el suelo suave bajo nuestros pies. “Javi, no puedo parar, te necesito otra vez”, susurró, sus manos temblando mientras me quitaba la camiseta, su pelo negro cayendo sobre su cara, sus ojos verdes brillando bajo la luz de la luna. “Sofía, esto es de locos, podrían vernos desde la calle”, dije, pero el morbo de estar al aire libre, con el riesgo de que un paseante nos pillara, nos tenía enganchados. La tomé en el suelo, ella encima, moviendo sus caderas con una intensidad que me hacía gruñir, luego yo encima, cambiando posiciones bajo las ramas, sus gemidos ahogados contra mi hombro, el orgasmo explotando como una bomba, el olor a tierra y su perfume de jazmín grabándose en mi memoria, el crujido de las hojas bajo nosotros amplificando cada movimiento.
Un mes después, Sofía me escribió: “Javi, estoy embarazada.” Nos vimos en un bar discreto de Lavapiés, un sitio pequeño con mesas de madera gastada, paredes desconchadas pintadas de rojo oscuro, y un olor a café recién hecho y pan tostado. Sofía, con una blusa suelta que marcaba la curva incipiente de su vientre, su pelo negro suelto, sus ojos verdes brillando con la misma intensidad, estaba radiante pero nerviosa, sus manos jugueteando con un vaso de agua. “Es tuyo, Javi. Diego no sabe nada, pero lo dejé. No podía seguir fingiendo”, dijo, y la noticia me dio un vuelco, como si nuestro fuego hubiera creado algo eterno. Pero la cosa no quedó ahí. Decidí contarle todo a Laura: los encuentros en la discoteca, el loft, el callejón, el parque, el embarazo. Laura, con su pelo rubio suelto y sus ojos claros llenos de lágrimas, no se fue en silencio; montó un drama que sacudió al grupo, con mensajes volando por WhatsApp, amigos tomando partido, algunos cortando contacto, otros intentando mediar sin éxito. Diego, al enterarse por un rumor, armó un escándalo en un bar, echándole en cara a Sofía delante de todos, su voz rota resonando en el local, rompiendo nuestro círculo en pedazos. Sofía y yo, ahora atados por la niña, nos mudamos a un piso pequeño en Vallecas, un lugar sencillo con paredes blancas, muebles de segunda mano y una ventana que daba a un patio lleno de ropa tendida, criando a nuestra hija, una maravilla con los ojos verdes de su madre, su pelo negro empezando a crecer en rizos suaves. Los bares de Madrid nos miraban con recelo, el grupo de amigos era historia, pero cada noche, al ver a Sofía, con su pelo negro cayendo sobre sus hombros, y a nuestra pequeña, el recuerdo de esos momentos en Uñas Chung Lee, del morbo de jugárnosla, del incendio que nos unió, seguía quemándome como un faro que nunca se apagaba.

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