El Sun Desire era un crucero exclusivo para adultos, de esos que no se anuncian en televisión. El paquete lo decía claro: “Desinhibición total. Placer garantizado. Playa, piel y perversión”. Y Valeria no había dudado en comprar su ticket.
Era su primer viaje sola después de un divorcio asfixiante. Lo que necesitaba no era paz. Era carne.
La primera noche, mientras el barco se alejaba del puerto, la cubierta principal se llenó de cuerpos dorados, copas frías y miradas lascivas. Valeria llevaba un vestido blanco sin ropa interior debajo. Cada paso dejaba ver sus pezones duros y su vagina recién depilada. Se sentía viva otra vez.
Lo vio en el bar. Diego, moreno, musculoso y una sonrisa que prometía peligro. Se acercó, le puso una copa en la mano y le dijo al oído:
—¿Viniste por el paisaje... o por la carne?
—Por todo. Pero la carne primero —contestó ella, sin pestañear.
En menos de diez minutos ya estaban en su camarote con vista al mar. Apenas cerraron la puerta, Diego la empujó contra el vidrio y le levantó el vestido. No usó palabras. Le abrió el culo con las manos y le lamió la concha desde atrás, haciéndola gemir contra el cristal.

Valeria jadeaba. Se giró y se lo metió en la boca sin piedad. Su pija era gruesa, venosa, caliente. Lo mamaba con hambre, con rabia, mientras se acariciaba el clítoris con la otra mano. Diego la agarró del pelo y le cogió la boca como si la conociera de toda la vida.
—Ponte en cuatro —ordenó.

Ella obedeció sobre el sofá blanco, arqueando la espalda, el culo en alto. Él la escupió, le metió dos dedos, luego la pija entera de una estocada. Valeria gritó. Lo sentía entrar hasta el fondo mientras las olas golpeaban el barco por fuera. Estaban cogiendo sobre el mar.
Diego le agarró la cintura y empezó a darle sin freno, con embestidas salvajes. Le daba en el punto exacto. Ella se corrió gritando, mojando el sofá, pero él no paró. Cambiaron de posición: de lado, encima, sentada, con una pierna en alto, contra la mesa, en el suelo.
—No pares... revéntame la concha —gemía ella—. ¡Cogeme como si fuéramos a naufragar!
Él se la sacó al final, la tiró al suelo y le acabó encima de las tetas, a chorros, goteando hasta su vientre. Valeria lo lamió con la lengua, con los ojos encendidos.

—Esto fue solo la bienvenida —dijo él, jadeando.
Ella sonrió, completamente desnuda, cubierta de semen, mar y sudor.
—Mañana bajamos en una isla nudista... espero que tengas más energía.
El sol caía como fuego sobre la arena blanca. El crucero había atracado frente a una isla privada, declarada “zona libre de ropa y prejuicios”. Apenas bajaron, Valeria sintió el calor del trópico entre las piernas. Iba completamente desnuda, con solo unas gafas de sol y un pareo atado a la cintura que no tapaba nada.
Diego caminaba detrás, desnudo también, con la pija semi dura colgando con orgullo. A su alrededor, decenas de cuerpos brillaban con protector solar y sudor. Algunos ya cogían sobre toallas, otros se tocaban sin vergüenza en el agua.
—Aquí no hay reglas —le susurró Diego—. Solo placer.

Se instalaron en una zona entre palmeras. Valeria se tumbó boca arriba, las piernas abiertas al sol, dejando que el calor le derritiera el alma. Diego se sentó entre sus muslos, le abrió los labios y comenzó a comerle la concha como si fuera el único alimento de la isla.
Su lengua entraba y salía, jugaba con su clítoris, la mordía, la lamía. Valeria arqueó la espalda, sus pezones rígidos como piedras, la vista llena de mar y orgasmo. Se corrió una vez, y él siguió. Se corrió otra, y él no se detuvo.
La gente los miraba. Algunos se acercaban, excitados. Una pareja se masturbaba cerca, sincronizados con sus gemidos. Otra mujer se arrodilló frente a Diego y le chupó los huevos mientras él seguía con la lengua en Valeria.
—Déjamelo duro —dijo Valeria, jadeando—. Quiero montarlo frente a todos.
Se puso sobre él, se lo metió lento, muy hondo, y empezó a cabalgarlo con furia. Sus tetas rebotaban, su culo golpeaba contra los muslos de Diego. La arena se le pegaba a la piel, pero no le importaba. Estaba poseída.
Otra pareja se unió. La chica, una morena preciosa de acento brasileño, comenzó a lamerle los pezones mientras su chico la masturbaba desde atrás. Valeria estaba rodeada de placer. Diego le metía la pija mientras ella gemía con una boca en los senos y otra lengua entre sus dedos del pie.
—¡Sigo corriéndome! —gritó Valeria—. ¡Esto es una locura!
La cogieron entre todos. La pusieron en cuatro sobre una manta de playa. Diego le dio por el culo mientras el brasileño le ofrecía su pija en la boca. Valeria no decía que no. Mamaba, gemía, se dejaba coger como una diosa del sol.
Cuando Diego estuvo a punto, la sacó, la hizo girar y le acabó en la cara, mezclándose con la corrida del otro chico. Valeria sonrió, el rostro cubierto de semen, la piel roja de sol, los labios hinchados de tanto gemir.
—¿Mañana qué isla toca? —preguntó con la voz temblorosa.
—Una donde llueve todo el día —contestó Diego—. Perfecta para quedarnos dentro… y mojarnos diferente.
Y así, el crucero siguió su curso, dejando una estela de sexo en cada isla que tocaba.
El crucero ancló en otra isla privada, esta vez con un clima distinto. Cielo gris, calor tropical, y una lluvia constante que mojaba todo con una sensualidad lenta, suave, líquida.
A los pasajeros se les ofrecieron cabañas individuales de madera, con grandes ventanales, camas redondas y duchas sin techo, abiertas al cielo. Todo invitaba al pecado.
Valeria se separó de Diego por unas horas. Quería algo nuevo. Algo más... grande.
Fue entonces cuando lo vio en el área común de masajes: Marco, de piel canela, espalda ancha, sonrisa felina y una toalla floja en la cintura que apenas ocultaba lo evidente. El bulto era impresionante. Pero lo que la hizo morderse el labio fue cómo la miró: como si supiera que podía hacerla gritar de rodillas.
—¿Querés compañía esta noche? —le preguntó, con un acento cargado de promesas.
Valeria solo asintió.
Esa noche, en la cabaña, la lluvia golpeaba el techo mientras los cuerpos se calentaban por dentro. Marco la besó lento, la desvistió con las manos calientes, le lamió el cuello, las tetas, los pezones, el ombligo… hasta arrodillarse frente a su concha mojada.

La lengua de Marco era más suave, más hábil. La trabajaba como un experto, con círculos, succión, besos y mordidas que la hacían retorcerse sobre la cama. Valeria se corrió sin pedirlo, con las piernas temblando.
—Eso fue solo el saludo —dijo él, levantándose.
Se quitó la toalla. Y ahí estaba.
Una pija gruesa, larga, obscenamente venosa, que parecía desafiar las leyes del cuerpo humano. Valeria abrió los ojos como si viera un arma cargada.
—¿Creés que podés con esto?
—No lo sé —dijo ella, excitada y asustada a la vez—. Pero quiero intentarlo.
Se la metió de a poco. Primero solo la punta, luego un poco más… y más… y más. Valeria gemía, su vagina se abría como una flor salvaje. Marco la tenía de espaldas, con las piernas en alto, empujando su pija hondo y lento, como si la reconstruyera por dentro.

—¡Dios… me parte en dos! —gritaba ella, agarrada a las sábanas mojadas.
El polvo fue brutal.
La cambió de posición: de lado, de espaldas, encima de él con movimientos circulares. Valeria lloraba de placer, se corría una y otra vez. El sonido de la lluvia, de los cuerpos mojados, del sexo húmedo y crudo, llenaba la cabaña como una sinfonía sucia.
—Quiero que me lo metas por atrás —le pidió ella, con voz temblorosa.
Marco la preparó con lengua y dedos. Fue paciente. Pero cuando la tuvo lista, se lo metió sin piedad. Valeria gritó como una loca, con la cara contra la almohada, la lengua afuera y el culo abierto para él.
Lo aguantó. Todo. Hasta el final.
Cuando Marco estuvo a punto, la puso de rodillas en el suelo de madera, bajo la lluvia que caía por el techo abierto, y le acabó en la cara. Ella se lo frotó por los pechos, por el vientre, lo lamió con ojos desbordados de deseo.

—Si querés repetir... —dijo él, jadeando—... tengo toda la semana libre.
Valeria sonrió, mojada, desnuda, marcada.
—Y yo... tengo una concha que no se cansa.
Era medianoche. En la cubierta del nivel superior, todo había cambiado. Velas, antorchas, telas oscuras colgando del techo. El dress code era simple: desnudez y máscara.
Valeria llevaba una negra, con bordes dorados y encaje, que solo dejaba ver su boca y su mirada peligrosa. Sus pezones estaban erectos, su vagina depilada brillaba con aceite. Caminaba entre cuerpos, sintiendo las miradas clavadas en su piel.
Música lenta, tribal. El ambiente olía a vino, sudor y deseo. Nadie hablaba. Solo cuerpos buscando cuerpos.
Un hombre la tomó de la cintura, sin decir palabra. Su máscara era roja, su pija dura y gruesa. La besó como si ya fuera suya y Valeria respondió montándolo contra una columna de madera. Se la metió con las piernas abiertas, gimiendo bajo la máscara mientras él le agarraba el culo y le embestía sin piedad.
—Dámela toda —susurró ella.

Cuando se corrió, otro ya esperaba.
Más alto, más delgado, máscara blanca. La cargó y la llevó al centro de la cubierta, donde una cama baja estaba preparada con cojines de seda. Valeria se arrodilló, le mamó la pija con hambre, babeándola, tragándosela hasta la garganta. Luego se puso encima, montándolo de frente, moviéndose con ritmo lento, masturbándose mientras sentía que volvía a estallar.
El tercero fue un moreno enorme con máscara dorada. La tomó por detrás mientras el segundo aún se recuperaba. Se la metió por el culo, sujetándola por el cuello, mientras ella gemía con la cara contra la cama. Nadie hablaba. Solo jadeos, piel, carne, ritmo.
El cuarto la hizo arrodillarse frente a él mientras los otros la sostenían. Le metió la pija en la boca, luego por la garganta, la hizo babear, llorar de placer, convulsionar. Ella no se detenía. Era una diosa del sexo, insaciable, mojada, temblorosa, pero hambrienta de más.
El quinto fue distinto.
Más joven, más suave. La besó primero. Le lamió los pezones, le acarició el pelo. Luego se acostó y dejó que ella lo cabalgara con lentitud. Valeria lo montó como si fuera su última noche sobre el mundo, con las manos en su pecho, con los ojos cerrados, sintiéndo su pija crecer y latir dentro de ella.
Cuando él se vino, ella se dejó caer sobre su pecho, el cuerpo temblando, la máscara aún puesta, el sexo chorreando.
La gente aplaudió en silencio. Algunos se masturbaban, otros ya estaban cogiendo alrededor, como si su acto hubiera abierto la compuerta del desenfreno.
Valeria se levantó despacio, caminó desnuda por la cubierta, con semen entre las piernas y las piernas débiles, como una reina que acaba de ser adorada por sus súbditos.
Detrás de ella, las olas del océano rompían con fuerza.
Y la noche apenas empezaba.
La noche siguiente, en el salón principal del Sun Desire, se colocó una tarima redonda con una cama giratoria, luces tenues y un cartel luminoso de neón que decía:
“La Chica del Crucero” – Competencia Extrema.
Las reglas eran simples:
Dos mujeres, diez hombres.
Gana la que cabalgue más pijas por más tiempo sin correrse.
El público elegiría a la reina.
Valeria ya estaba en posición, desnuda, en tacones altos, con la máscara negra puesta. Frente a ella, una mujer pelirroja, tatuada, voluptuosa y segura: Sasha, una rusa que parecía salida de una película porno.
Los diez hombres esperaban con las pijas duras, alineados junto al escenario. Era una galería de carne, venas y promesas.
—¿Lista para perder? —le susurró Sasha.
—Voy a sudar con tu derrota —le respondió Valeria, lamiéndose los labios.
La cuenta regresiva comenzó. El DJ subió la música. Las luces bajaron. Y entonces empezó el torneo de lujuria.
Primera ronda.
Valeria se subió sobre el primer tipo, una pija larga y recta que la llenó en segundos. Comenzó a cabalgarlo con fuerza, los muslos apretados, las manos en el pecho del hombre, moviéndose como una salvaje. A su lado, Sasha hacía lo mismo, pero más lento, sensual, provocadora. El público rugía.
Ambas cambiaron al segundo, luego al tercero. El ritmo aumentaba. El sudor les resbalaba por la espalda. Valeria montaba con rabia, como si cada pija fuera una corona por conquistar. La llenaban por completo. Ella se apretaba las tetas, se golpeaba el clítoris con cada embestida, jadeando como una puta insaciable.
Cuarta y quinta ronda.

Valeria respiraba agitadamente, los muslos ardían, pero no paraba. Sasha tampoco. Ambas cabalgaban sincronizadas, gemían, sudaban, temblaban. La gente aplaudía, se tocaban, algunos ya se corrían solo de mirar.
Sexto hombre.
Era Marco,Valeria le montó la pija como si volviera a casa. Lo rebotaba con fuerza, se clavaba hasta el fondo. Marco la agarraba de la cintura y le decía al oído:
—Rompéle el culo a la rusa. Vos sos la reina.
Valeria sonrió, y lo hizo. Lo cabalgó tan duro que Marco se vino antes de tiempo. La gente enloqueció.
Séptimo, octavo, noveno.
Valeria ya estaba roja, el cuerpo brillante de sudor y aceite. Las piernas le temblaban, la concha le ardia, pero seguía. Sasha comenzó a gemir demasiado, a perder el ritmo.
Y entonces, en la décima pija , la definitiva, sucedió.

Valeria se montó encima y lo cabalgó con un ritmo brutal. Las tetas rebotaban, su concha chorreaba, sus ojos cerrados de concentración. Sasha se corrió de golpe, gritando. Cayó hacia atrás, derrotada, su cuerpo convulsionando de placer.
Valeria la miró con orgullo mientras seguía montando y rebotando.
Se vino justo después, con un grito feroz, cayendo sobre el pecho del décimo hombre como una leona en la cima del mundo.
“¡Tenemos ganadora!” anunció la voz del capitán desde los altavoces.
El público ovacionó, algunos arrojaban ropa interior, otros aplaudían de pie.
Valeria fue coronada con una tiara de oro, aún desnuda, con la concha enrojecida, las piernas abiertas y una sonrisa que podía partir el mar.
—Desde hoy —dijo el capitán—, este barco tiene nombre y reina. Ella es…
La Chica del Crucero.

Era su primer viaje sola después de un divorcio asfixiante. Lo que necesitaba no era paz. Era carne.
La primera noche, mientras el barco se alejaba del puerto, la cubierta principal se llenó de cuerpos dorados, copas frías y miradas lascivas. Valeria llevaba un vestido blanco sin ropa interior debajo. Cada paso dejaba ver sus pezones duros y su vagina recién depilada. Se sentía viva otra vez.
Lo vio en el bar. Diego, moreno, musculoso y una sonrisa que prometía peligro. Se acercó, le puso una copa en la mano y le dijo al oído:
—¿Viniste por el paisaje... o por la carne?
—Por todo. Pero la carne primero —contestó ella, sin pestañear.
En menos de diez minutos ya estaban en su camarote con vista al mar. Apenas cerraron la puerta, Diego la empujó contra el vidrio y le levantó el vestido. No usó palabras. Le abrió el culo con las manos y le lamió la concha desde atrás, haciéndola gemir contra el cristal.

Valeria jadeaba. Se giró y se lo metió en la boca sin piedad. Su pija era gruesa, venosa, caliente. Lo mamaba con hambre, con rabia, mientras se acariciaba el clítoris con la otra mano. Diego la agarró del pelo y le cogió la boca como si la conociera de toda la vida.
—Ponte en cuatro —ordenó.

Ella obedeció sobre el sofá blanco, arqueando la espalda, el culo en alto. Él la escupió, le metió dos dedos, luego la pija entera de una estocada. Valeria gritó. Lo sentía entrar hasta el fondo mientras las olas golpeaban el barco por fuera. Estaban cogiendo sobre el mar.
Diego le agarró la cintura y empezó a darle sin freno, con embestidas salvajes. Le daba en el punto exacto. Ella se corrió gritando, mojando el sofá, pero él no paró. Cambiaron de posición: de lado, encima, sentada, con una pierna en alto, contra la mesa, en el suelo.
—No pares... revéntame la concha —gemía ella—. ¡Cogeme como si fuéramos a naufragar!
Él se la sacó al final, la tiró al suelo y le acabó encima de las tetas, a chorros, goteando hasta su vientre. Valeria lo lamió con la lengua, con los ojos encendidos.

—Esto fue solo la bienvenida —dijo él, jadeando.
Ella sonrió, completamente desnuda, cubierta de semen, mar y sudor.
—Mañana bajamos en una isla nudista... espero que tengas más energía.
El sol caía como fuego sobre la arena blanca. El crucero había atracado frente a una isla privada, declarada “zona libre de ropa y prejuicios”. Apenas bajaron, Valeria sintió el calor del trópico entre las piernas. Iba completamente desnuda, con solo unas gafas de sol y un pareo atado a la cintura que no tapaba nada.
Diego caminaba detrás, desnudo también, con la pija semi dura colgando con orgullo. A su alrededor, decenas de cuerpos brillaban con protector solar y sudor. Algunos ya cogían sobre toallas, otros se tocaban sin vergüenza en el agua.
—Aquí no hay reglas —le susurró Diego—. Solo placer.

Se instalaron en una zona entre palmeras. Valeria se tumbó boca arriba, las piernas abiertas al sol, dejando que el calor le derritiera el alma. Diego se sentó entre sus muslos, le abrió los labios y comenzó a comerle la concha como si fuera el único alimento de la isla.
Su lengua entraba y salía, jugaba con su clítoris, la mordía, la lamía. Valeria arqueó la espalda, sus pezones rígidos como piedras, la vista llena de mar y orgasmo. Se corrió una vez, y él siguió. Se corrió otra, y él no se detuvo.
La gente los miraba. Algunos se acercaban, excitados. Una pareja se masturbaba cerca, sincronizados con sus gemidos. Otra mujer se arrodilló frente a Diego y le chupó los huevos mientras él seguía con la lengua en Valeria.
—Déjamelo duro —dijo Valeria, jadeando—. Quiero montarlo frente a todos.
Se puso sobre él, se lo metió lento, muy hondo, y empezó a cabalgarlo con furia. Sus tetas rebotaban, su culo golpeaba contra los muslos de Diego. La arena se le pegaba a la piel, pero no le importaba. Estaba poseída.
Otra pareja se unió. La chica, una morena preciosa de acento brasileño, comenzó a lamerle los pezones mientras su chico la masturbaba desde atrás. Valeria estaba rodeada de placer. Diego le metía la pija mientras ella gemía con una boca en los senos y otra lengua entre sus dedos del pie.
—¡Sigo corriéndome! —gritó Valeria—. ¡Esto es una locura!
La cogieron entre todos. La pusieron en cuatro sobre una manta de playa. Diego le dio por el culo mientras el brasileño le ofrecía su pija en la boca. Valeria no decía que no. Mamaba, gemía, se dejaba coger como una diosa del sol.
Cuando Diego estuvo a punto, la sacó, la hizo girar y le acabó en la cara, mezclándose con la corrida del otro chico. Valeria sonrió, el rostro cubierto de semen, la piel roja de sol, los labios hinchados de tanto gemir.
—¿Mañana qué isla toca? —preguntó con la voz temblorosa.
—Una donde llueve todo el día —contestó Diego—. Perfecta para quedarnos dentro… y mojarnos diferente.
Y así, el crucero siguió su curso, dejando una estela de sexo en cada isla que tocaba.
El crucero ancló en otra isla privada, esta vez con un clima distinto. Cielo gris, calor tropical, y una lluvia constante que mojaba todo con una sensualidad lenta, suave, líquida.
A los pasajeros se les ofrecieron cabañas individuales de madera, con grandes ventanales, camas redondas y duchas sin techo, abiertas al cielo. Todo invitaba al pecado.
Valeria se separó de Diego por unas horas. Quería algo nuevo. Algo más... grande.
Fue entonces cuando lo vio en el área común de masajes: Marco, de piel canela, espalda ancha, sonrisa felina y una toalla floja en la cintura que apenas ocultaba lo evidente. El bulto era impresionante. Pero lo que la hizo morderse el labio fue cómo la miró: como si supiera que podía hacerla gritar de rodillas.
—¿Querés compañía esta noche? —le preguntó, con un acento cargado de promesas.
Valeria solo asintió.
Esa noche, en la cabaña, la lluvia golpeaba el techo mientras los cuerpos se calentaban por dentro. Marco la besó lento, la desvistió con las manos calientes, le lamió el cuello, las tetas, los pezones, el ombligo… hasta arrodillarse frente a su concha mojada.

La lengua de Marco era más suave, más hábil. La trabajaba como un experto, con círculos, succión, besos y mordidas que la hacían retorcerse sobre la cama. Valeria se corrió sin pedirlo, con las piernas temblando.
—Eso fue solo el saludo —dijo él, levantándose.
Se quitó la toalla. Y ahí estaba.
Una pija gruesa, larga, obscenamente venosa, que parecía desafiar las leyes del cuerpo humano. Valeria abrió los ojos como si viera un arma cargada.
—¿Creés que podés con esto?
—No lo sé —dijo ella, excitada y asustada a la vez—. Pero quiero intentarlo.
Se la metió de a poco. Primero solo la punta, luego un poco más… y más… y más. Valeria gemía, su vagina se abría como una flor salvaje. Marco la tenía de espaldas, con las piernas en alto, empujando su pija hondo y lento, como si la reconstruyera por dentro.

—¡Dios… me parte en dos! —gritaba ella, agarrada a las sábanas mojadas.
El polvo fue brutal.
La cambió de posición: de lado, de espaldas, encima de él con movimientos circulares. Valeria lloraba de placer, se corría una y otra vez. El sonido de la lluvia, de los cuerpos mojados, del sexo húmedo y crudo, llenaba la cabaña como una sinfonía sucia.
—Quiero que me lo metas por atrás —le pidió ella, con voz temblorosa.
Marco la preparó con lengua y dedos. Fue paciente. Pero cuando la tuvo lista, se lo metió sin piedad. Valeria gritó como una loca, con la cara contra la almohada, la lengua afuera y el culo abierto para él.
Lo aguantó. Todo. Hasta el final.
Cuando Marco estuvo a punto, la puso de rodillas en el suelo de madera, bajo la lluvia que caía por el techo abierto, y le acabó en la cara. Ella se lo frotó por los pechos, por el vientre, lo lamió con ojos desbordados de deseo.

—Si querés repetir... —dijo él, jadeando—... tengo toda la semana libre.
Valeria sonrió, mojada, desnuda, marcada.
—Y yo... tengo una concha que no se cansa.
Era medianoche. En la cubierta del nivel superior, todo había cambiado. Velas, antorchas, telas oscuras colgando del techo. El dress code era simple: desnudez y máscara.
Valeria llevaba una negra, con bordes dorados y encaje, que solo dejaba ver su boca y su mirada peligrosa. Sus pezones estaban erectos, su vagina depilada brillaba con aceite. Caminaba entre cuerpos, sintiendo las miradas clavadas en su piel.
Música lenta, tribal. El ambiente olía a vino, sudor y deseo. Nadie hablaba. Solo cuerpos buscando cuerpos.
Un hombre la tomó de la cintura, sin decir palabra. Su máscara era roja, su pija dura y gruesa. La besó como si ya fuera suya y Valeria respondió montándolo contra una columna de madera. Se la metió con las piernas abiertas, gimiendo bajo la máscara mientras él le agarraba el culo y le embestía sin piedad.
—Dámela toda —susurró ella.

Cuando se corrió, otro ya esperaba.
Más alto, más delgado, máscara blanca. La cargó y la llevó al centro de la cubierta, donde una cama baja estaba preparada con cojines de seda. Valeria se arrodilló, le mamó la pija con hambre, babeándola, tragándosela hasta la garganta. Luego se puso encima, montándolo de frente, moviéndose con ritmo lento, masturbándose mientras sentía que volvía a estallar.
El tercero fue un moreno enorme con máscara dorada. La tomó por detrás mientras el segundo aún se recuperaba. Se la metió por el culo, sujetándola por el cuello, mientras ella gemía con la cara contra la cama. Nadie hablaba. Solo jadeos, piel, carne, ritmo.
El cuarto la hizo arrodillarse frente a él mientras los otros la sostenían. Le metió la pija en la boca, luego por la garganta, la hizo babear, llorar de placer, convulsionar. Ella no se detenía. Era una diosa del sexo, insaciable, mojada, temblorosa, pero hambrienta de más.
El quinto fue distinto.
Más joven, más suave. La besó primero. Le lamió los pezones, le acarició el pelo. Luego se acostó y dejó que ella lo cabalgara con lentitud. Valeria lo montó como si fuera su última noche sobre el mundo, con las manos en su pecho, con los ojos cerrados, sintiéndo su pija crecer y latir dentro de ella.
Cuando él se vino, ella se dejó caer sobre su pecho, el cuerpo temblando, la máscara aún puesta, el sexo chorreando.
La gente aplaudió en silencio. Algunos se masturbaban, otros ya estaban cogiendo alrededor, como si su acto hubiera abierto la compuerta del desenfreno.
Valeria se levantó despacio, caminó desnuda por la cubierta, con semen entre las piernas y las piernas débiles, como una reina que acaba de ser adorada por sus súbditos.
Detrás de ella, las olas del océano rompían con fuerza.
Y la noche apenas empezaba.
La noche siguiente, en el salón principal del Sun Desire, se colocó una tarima redonda con una cama giratoria, luces tenues y un cartel luminoso de neón que decía:
“La Chica del Crucero” – Competencia Extrema.
Las reglas eran simples:
Dos mujeres, diez hombres.
Gana la que cabalgue más pijas por más tiempo sin correrse.
El público elegiría a la reina.
Valeria ya estaba en posición, desnuda, en tacones altos, con la máscara negra puesta. Frente a ella, una mujer pelirroja, tatuada, voluptuosa y segura: Sasha, una rusa que parecía salida de una película porno.
Los diez hombres esperaban con las pijas duras, alineados junto al escenario. Era una galería de carne, venas y promesas.
—¿Lista para perder? —le susurró Sasha.
—Voy a sudar con tu derrota —le respondió Valeria, lamiéndose los labios.
La cuenta regresiva comenzó. El DJ subió la música. Las luces bajaron. Y entonces empezó el torneo de lujuria.
Primera ronda.
Valeria se subió sobre el primer tipo, una pija larga y recta que la llenó en segundos. Comenzó a cabalgarlo con fuerza, los muslos apretados, las manos en el pecho del hombre, moviéndose como una salvaje. A su lado, Sasha hacía lo mismo, pero más lento, sensual, provocadora. El público rugía.
Ambas cambiaron al segundo, luego al tercero. El ritmo aumentaba. El sudor les resbalaba por la espalda. Valeria montaba con rabia, como si cada pija fuera una corona por conquistar. La llenaban por completo. Ella se apretaba las tetas, se golpeaba el clítoris con cada embestida, jadeando como una puta insaciable.
Cuarta y quinta ronda.

Valeria respiraba agitadamente, los muslos ardían, pero no paraba. Sasha tampoco. Ambas cabalgaban sincronizadas, gemían, sudaban, temblaban. La gente aplaudía, se tocaban, algunos ya se corrían solo de mirar.
Sexto hombre.
Era Marco,Valeria le montó la pija como si volviera a casa. Lo rebotaba con fuerza, se clavaba hasta el fondo. Marco la agarraba de la cintura y le decía al oído:
—Rompéle el culo a la rusa. Vos sos la reina.
Valeria sonrió, y lo hizo. Lo cabalgó tan duro que Marco se vino antes de tiempo. La gente enloqueció.
Séptimo, octavo, noveno.
Valeria ya estaba roja, el cuerpo brillante de sudor y aceite. Las piernas le temblaban, la concha le ardia, pero seguía. Sasha comenzó a gemir demasiado, a perder el ritmo.
Y entonces, en la décima pija , la definitiva, sucedió.

Valeria se montó encima y lo cabalgó con un ritmo brutal. Las tetas rebotaban, su concha chorreaba, sus ojos cerrados de concentración. Sasha se corrió de golpe, gritando. Cayó hacia atrás, derrotada, su cuerpo convulsionando de placer.
Valeria la miró con orgullo mientras seguía montando y rebotando.
Se vino justo después, con un grito feroz, cayendo sobre el pecho del décimo hombre como una leona en la cima del mundo.
“¡Tenemos ganadora!” anunció la voz del capitán desde los altavoces.
El público ovacionó, algunos arrojaban ropa interior, otros aplaudían de pie.
Valeria fue coronada con una tiara de oro, aún desnuda, con la concha enrojecida, las piernas abiertas y una sonrisa que podía partir el mar.
—Desde hoy —dijo el capitán—, este barco tiene nombre y reina. Ella es…
La Chica del Crucero.

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