El viento azotaba las ventanas con fuerza, y la lluvia caía con un ritmo constante y melancólico sobre el tejado. El fuego en la chimenea chisporroteaba, lanzando sombras temblorosas sobre las paredes de madera. Afuera, el mundo era un caos húmedo y helado. Pero adentro, el calor era otro.
Marina que estaba llegando, se quitó lentamente el abrigo mojado. Llevaba una blusa blanca pegada al cuerpo por el agua, que transparentaba el encaje oscuro de su sosten. Sus pezones duros se marcaban como pequeños botones de deseo. Alejandro la miraba desde el sofá, con una copa de vino en la mano y los ojos fijos en ella.
—Estás mojada—dijo él.
—Y tú no te mueves para calentarme —respondió ella con una sonrisa provocadora, dejando caer la blusa al suelo.
Alejandro se levantó despacio, dejando el vino en la mesa. Se acercó a ella y le apartó el cabello húmedo del rostro. Sus dedos le recorrieron la mandíbula hasta el cuello, descendiendo lentamente, sin prisa. Cuando sus manos llegaron a la cintura, la atrajo hacia el. Marina sintió el calor de su cuerpo atravesar la tela de su pantalón, duro, firme, deseándola.
—Estás tiritando —murmuró él contra sus labios.
—Hazme entrar en calor —susurró ella, mordiéndole el labio inferior.
La besó con hambre. Con urgencia. Sus lenguas se buscaron como si llevasen semanas sin tocarse. Alejandro deslizó las manos por la espalda de Marina y desabrochó el sosten, dejándolo caer. Ella se frotó contra él, sintiendo su pecho desnudo contra el suyo. Jadeó cuando él la levantó en brazos y la llevó hasta la alfombra frente al fuego.
El calor de las llamas acariciaba su piel desnuda mientras él se arrodillaba sobre ella, besando sus tetas, su vientre, sus caderas, bajando poco a poco. Marina abrió las piernas, ansiosa. Alejandro le deslizó lentamente su tanga por los muslos hasta quitársela del todo, y entonces hundió la lengua en su concha, caliente, húmeda, deliciosa.

—Oh… Dios… —gimió ella, echando la cabeza hacia atrás.
Alejandro lamía con maestría, alternando caricias suaves con succión profunda, hasta que ella se aferró a su cabello con fuerza y tembló con un orgasmo corto pero intenso. No le dio tiempo a respirar: él se colocó encima, le metio la pija de un solo empuje y Marina soltó un gemido de sorpresa y placer.
Sus cuerpos se movieron al ritmo de la tormenta. Afuera, el mundo era gris y frío. Dentro, solo había piel, fuego y humedad. Marina lo abrazaba con las piernas mientras él embestía más profundo, más fuerte. El sonido de sus cuerpos chocando se mezclaba con los crujidos del fuego y el rugido del viento.
—Dámelo… —susurró ella en su oído—. Quiero sentirlo dentro.
Y Alejandro. Con un gruñido ahogado, se derramó dentro de ella, temblando, mordiendo su cuello. Marina lo envolvió con sus brazos, aún jadeante, con el cuerpo sudado y las piernas temblorosas. Se quedaron así un largo rato, escuchando la lluvia.
—Ya no tengo frío —dijo ella, con una sonrisa perezosa.
—Yo tampoco —respondió él, y la besó otra vez.
Marina dormía a medias sobre la alfombra, envuelta en una manta, con el cuerpo aún tibio por el fuego y el sexo. Alejandro la contemplaba, acariciando suavemente la curva de su espalda, hasta que sus dedos bajaron, curiosos, entre los pliegues de sus nalgas. Ella suspiró al sentir el roce, y abrió un ojo.
—¿Otra vez? —murmuró con una sonrisa traviesa.
—No he tenido suficiente de ti —le dijo él, bajando la voz como una caricia.
Marina se giró lentamente, boca abajo, y arqueó la cadera apenas unos centímetros, lo justo para ofrecerle su culo redondo, firme, todavía marcado por sus manos. Sin decir nada, Alejandro se inclinó y separó las nalgas con una mano. Con la otra, humedeció su dedo en su propia saliva y lo deslizó, con delicadeza, por el pequeño y apretado orificio que tanto lo excitaba.

—Mmm… —Marina gemía suave, moviéndose apenas, acostumbrándose al contacto—. No te detengas.
Él lamió su entrada, húmeda y tensa, con movimientos circulares, mientras ella se retorcía lentamente contra la alfombra, jadeando, abriéndose más. Luego, sin quitarle los ojos de encima, se colocó detrás, escupió sobre la punta de su pija ya erecta, y la frotó lentamente contra su culo. Marina apretó los dientes, pero no se movió. Quería sentirlo. Todo.
—Dámelo —susurró con voz temblorosa—. Hazlo salvaje.
Alejandro empujó, despacio al principio, abriéndose paso por el anillo apretado. Ella jadeó, agarrando la manta con fuerza, mientras él entraba centímetro a centímetro, hasta estar completamente dentro. Se detuvo unos segundos, dejando que su cuerpo se acostumbrara a la invasión, y luego empezó a moverse.
Las embestidas eran profundas, rítmicas, y cada vez más fuertes. El sonido húmedo y sucio llenaba la habitación, junto al crujir de la alfombra bajo sus rodillas y los gemidos de Marina que se volvían más obscenos con cada golpe.
—¡Sí…! Así… —gritaba ella—. Rómpeme el culo, cabrón…
Alejandro la sujetaba de las caderas y la usaba sin piedad, clavándole las uñas, jadeando como un animal. Y cuando estuvo a punto de venirse, la sacó de golpe, con el miembro brillante de saliva y de su humedad mezclada.
—Termina con tu boca —ordenó, mirándola con fuego en los ojos.
Marina se giró de rodillas, sin pensarlo. Abrió los labios y se lo tragó hasta la garganta, profunda, salvaje, con hambre. Sus manos jugaban con sus huevos mientras su lengua lo masajeaba y lo mamaba. Alejandro gemía, sudado, tirando del cabello de ella, cogiendole la boca como si fuera la última vez.
—¡Me corro…! —advirtió, y Marina no se apartó.
Se lo tragó todo, sin vacilar, mirándolo desde abajo con una expresión sucia y hermosa, mientras tragaba con la boca llena de él. Luego se relamió los labios y sonrió.
—Ahora sí estás caliente —dijo, con voz ronca y satisfecha.
Él se rió, exhausto, cayendo de espaldas a su lado.
—Con esta tormenta… vamos a necesitar un tercer round.
Marina que estaba llegando, se quitó lentamente el abrigo mojado. Llevaba una blusa blanca pegada al cuerpo por el agua, que transparentaba el encaje oscuro de su sosten. Sus pezones duros se marcaban como pequeños botones de deseo. Alejandro la miraba desde el sofá, con una copa de vino en la mano y los ojos fijos en ella.
—Estás mojada—dijo él.
—Y tú no te mueves para calentarme —respondió ella con una sonrisa provocadora, dejando caer la blusa al suelo.
Alejandro se levantó despacio, dejando el vino en la mesa. Se acercó a ella y le apartó el cabello húmedo del rostro. Sus dedos le recorrieron la mandíbula hasta el cuello, descendiendo lentamente, sin prisa. Cuando sus manos llegaron a la cintura, la atrajo hacia el. Marina sintió el calor de su cuerpo atravesar la tela de su pantalón, duro, firme, deseándola.
—Estás tiritando —murmuró él contra sus labios.
—Hazme entrar en calor —susurró ella, mordiéndole el labio inferior.
La besó con hambre. Con urgencia. Sus lenguas se buscaron como si llevasen semanas sin tocarse. Alejandro deslizó las manos por la espalda de Marina y desabrochó el sosten, dejándolo caer. Ella se frotó contra él, sintiendo su pecho desnudo contra el suyo. Jadeó cuando él la levantó en brazos y la llevó hasta la alfombra frente al fuego.
El calor de las llamas acariciaba su piel desnuda mientras él se arrodillaba sobre ella, besando sus tetas, su vientre, sus caderas, bajando poco a poco. Marina abrió las piernas, ansiosa. Alejandro le deslizó lentamente su tanga por los muslos hasta quitársela del todo, y entonces hundió la lengua en su concha, caliente, húmeda, deliciosa.

—Oh… Dios… —gimió ella, echando la cabeza hacia atrás.
Alejandro lamía con maestría, alternando caricias suaves con succión profunda, hasta que ella se aferró a su cabello con fuerza y tembló con un orgasmo corto pero intenso. No le dio tiempo a respirar: él se colocó encima, le metio la pija de un solo empuje y Marina soltó un gemido de sorpresa y placer.
Sus cuerpos se movieron al ritmo de la tormenta. Afuera, el mundo era gris y frío. Dentro, solo había piel, fuego y humedad. Marina lo abrazaba con las piernas mientras él embestía más profundo, más fuerte. El sonido de sus cuerpos chocando se mezclaba con los crujidos del fuego y el rugido del viento.
—Dámelo… —susurró ella en su oído—. Quiero sentirlo dentro.
Y Alejandro. Con un gruñido ahogado, se derramó dentro de ella, temblando, mordiendo su cuello. Marina lo envolvió con sus brazos, aún jadeante, con el cuerpo sudado y las piernas temblorosas. Se quedaron así un largo rato, escuchando la lluvia.
—Ya no tengo frío —dijo ella, con una sonrisa perezosa.
—Yo tampoco —respondió él, y la besó otra vez.
Marina dormía a medias sobre la alfombra, envuelta en una manta, con el cuerpo aún tibio por el fuego y el sexo. Alejandro la contemplaba, acariciando suavemente la curva de su espalda, hasta que sus dedos bajaron, curiosos, entre los pliegues de sus nalgas. Ella suspiró al sentir el roce, y abrió un ojo.
—¿Otra vez? —murmuró con una sonrisa traviesa.
—No he tenido suficiente de ti —le dijo él, bajando la voz como una caricia.
Marina se giró lentamente, boca abajo, y arqueó la cadera apenas unos centímetros, lo justo para ofrecerle su culo redondo, firme, todavía marcado por sus manos. Sin decir nada, Alejandro se inclinó y separó las nalgas con una mano. Con la otra, humedeció su dedo en su propia saliva y lo deslizó, con delicadeza, por el pequeño y apretado orificio que tanto lo excitaba.

—Mmm… —Marina gemía suave, moviéndose apenas, acostumbrándose al contacto—. No te detengas.
Él lamió su entrada, húmeda y tensa, con movimientos circulares, mientras ella se retorcía lentamente contra la alfombra, jadeando, abriéndose más. Luego, sin quitarle los ojos de encima, se colocó detrás, escupió sobre la punta de su pija ya erecta, y la frotó lentamente contra su culo. Marina apretó los dientes, pero no se movió. Quería sentirlo. Todo.
—Dámelo —susurró con voz temblorosa—. Hazlo salvaje.
Alejandro empujó, despacio al principio, abriéndose paso por el anillo apretado. Ella jadeó, agarrando la manta con fuerza, mientras él entraba centímetro a centímetro, hasta estar completamente dentro. Se detuvo unos segundos, dejando que su cuerpo se acostumbrara a la invasión, y luego empezó a moverse.
Las embestidas eran profundas, rítmicas, y cada vez más fuertes. El sonido húmedo y sucio llenaba la habitación, junto al crujir de la alfombra bajo sus rodillas y los gemidos de Marina que se volvían más obscenos con cada golpe.
—¡Sí…! Así… —gritaba ella—. Rómpeme el culo, cabrón…
Alejandro la sujetaba de las caderas y la usaba sin piedad, clavándole las uñas, jadeando como un animal. Y cuando estuvo a punto de venirse, la sacó de golpe, con el miembro brillante de saliva y de su humedad mezclada.
—Termina con tu boca —ordenó, mirándola con fuego en los ojos.
Marina se giró de rodillas, sin pensarlo. Abrió los labios y se lo tragó hasta la garganta, profunda, salvaje, con hambre. Sus manos jugaban con sus huevos mientras su lengua lo masajeaba y lo mamaba. Alejandro gemía, sudado, tirando del cabello de ella, cogiendole la boca como si fuera la última vez.
—¡Me corro…! —advirtió, y Marina no se apartó.
Se lo tragó todo, sin vacilar, mirándolo desde abajo con una expresión sucia y hermosa, mientras tragaba con la boca llena de él. Luego se relamió los labios y sonrió.
—Ahora sí estás caliente —dijo, con voz ronca y satisfecha.
Él se rió, exhausto, cayendo de espaldas a su lado.
—Con esta tormenta… vamos a necesitar un tercer round.
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