La Huida:
LucÃa corrÃa por la orilla como si el mar pudiera tragar su pasado. El vestido, mojado, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus pies descalzos dejaban huellas erráticas en la arena mojada. No miraba atrás, aunque sentÃa que algo —o alguien— la perseguÃa todavÃa, en la mente, en los recuerdos.
El atardecer caÃa sobre la playa como una sábana roja y silenciosa. La costa estaba vacÃa. Salvo por una cabaña de madera, medio oculta entre la vegetación.
Allà estaba él. Paco, alto, moreno, torso desnudo, frente a una fogata. Levantó la mirada al verla, sin sorpresa, como si la estuviera esperando.
—¿Estás bien? —preguntó con voz serena.
LucÃa dudó. No sabÃa si hablar, si confiar. Solo asintió con la cabeza, intentando sonar convincente. Pero su cuerpo temblaba. No de frÃo, sino de algo más profundo: de miedo, de tensión, de deseo contenido.
—Parece que no —dijo él, con una media sonrisa—. Ven. Puedo ofrecerte refugio esta noche.
Ella lo miró con recelo, pero algo en su mirada —tan calmada, tan directa— la desarmó. Aceptó sin decir palabra.
La cabaña era rústica, pero cálida. HabÃa una hamaca, una colchoneta ancha sobre el suelo, un farol viejo iluminando la madera gastada. Él le ofreció una toalla y una camisa.
—No tienes que contarme nada —dijo mientras le alcanzaba una taza con té—. Pero si quieres quedarte, tendrás que confiar en mÃ.
LucÃa bajó la mirada. Su labio tembló. TenÃa tanto que decir… pero no querÃa romper el silencio seguro que los envolvÃa.
En lugar de hablar, se acercó a él. Lo miró a los ojos. Y lo besó.
Primero con duda. Luego con hambre.
Él la sujetó de la cintura y la atrajo hacia su cuerpo caliente. Su lengua encontró la de ella en un choque ardiente. LucÃa gimió suave cuando sintió sus manos en su espalda, desatándole el vestido que resbaló hasta la arena dentro de la cabaña.
Quedó desnuda ante él, con el cuerpo mojado por el mar y los pezones endurecidos, él se arrodilló ante ella y comenzó a besarle las tetas, el vientre, bajando lento, sin prisa, hasta su concha húmeda y temblorosa.

LucÃa abrió las piernas, apoyándose contra la pared de madera. Él la lamÃa con devoción, con hambre, con precisión. Su lengua trazaba cÃrculos, bajaba, entraba, subÃa, la volvÃa loca. Ella jadeaba, se mordÃa los labios, gemÃa ahogada en un placer que hacÃa años no sentÃa.
—Más… no pares… asÃ… —suplicaba entre espasmos.
Cuando se corrió, lo hizo con un grito desgarrado, aferrándose a su cabeza, temblando contra la pared. Pero no habÃa terminado.
Él se levantó, se bajó el pantalón, su pija con la erección marcada, dura, palpitante. La alzó en brazos, y la llevó hasta el colchón. Allà penetró su concha lento, de una sola estocada.
LucÃa gritó otra vez, pero no de dolor. Sino de alivio, de furia liberada, de un deseo profundo por sentirse poseÃda, olvidada, vacÃa de todo menos de él.
Él la cogÃa con fuerza, con ritmo, con la respiración caliente contra su cuello. La cogÃa como si el pasado no existiera, como si el presente fuera solo carne y sudor. Ella se abrÃa, se movÃa, se lo pedÃa con cada gemido.
—Rómpeme… —susurró—. Que no me quede nada de lo que fui.
Se vino dentro de ella con un orgasmo profundo, apretándola contra su pecho. Y LucÃa sintió que algo dentro de sà también explotaba, pero no de miedo… sino de libertad.
La noche los envolvió. Afuera, el mar seguÃa rugiendo. Pero dentro de esa cabaña, solo existÃan ellos dos. Y un deseo que no habÃa hecho más que empezar.
El sol apenas comenzaba a asomar sobre el mar cuando LucÃa se despertó. El murmullo de las olas entraba suave por la puerta entreabierta de la cabaña. Él dormÃa a su lado, desnudo, el cuerpo bronceado envuelto en la luz dorada del amanecer. Y su pene, ya duro, palpitaba contra su muslo.
LucÃa sonrió, Lo tomó con la mano, lento, y empezó a chuparlo con hambre. Lo metió en la boca, profundo, húmedo, hasta que él jadeo entre sueños.
—Joder… —murmuró, despertando con la cabeza hacia atrás—. Sigue… no te detengas…
Ella lo devoraba con la boca caliente, moviendo la lengua en espiral, succionando con fuerza, dejando un hilo de saliva colgar entre sus labios. Lo miraba desde abajo, provocadora, mientras lo masturbaba con una mano .
—Te quiero dentro —dijo ella —. Pero no aquÃ.
Se levantó de la cama y salió corriendo desnuda hacia la playa. Él la siguió con la pija dura rebotandole entre las piernas, hechizado por la visión de sus nalgas moviéndose bajo la luz del amanecer.
LucÃa se detuvo justo frente al mar, donde las olas mojaban apenas sus tobillos. Se agachó en la arena, a cuatro patas, y alzó las caderas. Mostrandole su culo y su concha húmeda, brillante, abierta como una flor salvaje.

—cojeme aquÃ… donde todos puedan verme —dijo—. Hazme gritar con la boca llena de sal.
Él se arrodilló detrás de ella, le escupió el culo, y le metió la pija lentamente. LucÃa se arqueó, gimiendo como una puta hambrienta. Luego, él la aumento la fuerza de las embestidas, dándole nalgadas.
El sonido del choque de sus cuerpos se mezclaba con el rugido del mar. La tomaba del pelo, la cogÃa con las manos llenas de arena, la empujaba con fuerza mientras ella gemÃa sin pudor, la boca abierta, las tetas sacudiéndose con cada embestida.
—Duro… más… rómpeme —suplicaba.
Cada estocada era más honda, más sucia, más salvaje. El agua del mar les lamÃa las piernas mientras ella se corrÃa de nuevo, empapada de placer.
Él la levantó por la cintura, la hizo girar y la volvió a meter la pija en la vagina con ella sobre la arena. LucÃa le rodeó la cintura con las piernas y lo empujó más adentro. Le clavó las uñas en la espalda, le chupó los labios, y lo sintió acabar dentro de ella, salvaje, como un animal herido de deseo.
Ambos quedaron jadeando, cubiertos de arena, sudor y semen. El sol los bañaba, y el mar parecÃa aplaudir en la distancia.
LucÃa le acarició la cara, aún con la respiración entrecortada.
—Si esto es empezar de nuevo… no quiero regresar jamás.
LucÃa corrÃa por la orilla como si el mar pudiera tragar su pasado. El vestido, mojado, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus pies descalzos dejaban huellas erráticas en la arena mojada. No miraba atrás, aunque sentÃa que algo —o alguien— la perseguÃa todavÃa, en la mente, en los recuerdos.
El atardecer caÃa sobre la playa como una sábana roja y silenciosa. La costa estaba vacÃa. Salvo por una cabaña de madera, medio oculta entre la vegetación.
Allà estaba él. Paco, alto, moreno, torso desnudo, frente a una fogata. Levantó la mirada al verla, sin sorpresa, como si la estuviera esperando.
—¿Estás bien? —preguntó con voz serena.
LucÃa dudó. No sabÃa si hablar, si confiar. Solo asintió con la cabeza, intentando sonar convincente. Pero su cuerpo temblaba. No de frÃo, sino de algo más profundo: de miedo, de tensión, de deseo contenido.
—Parece que no —dijo él, con una media sonrisa—. Ven. Puedo ofrecerte refugio esta noche.
Ella lo miró con recelo, pero algo en su mirada —tan calmada, tan directa— la desarmó. Aceptó sin decir palabra.
La cabaña era rústica, pero cálida. HabÃa una hamaca, una colchoneta ancha sobre el suelo, un farol viejo iluminando la madera gastada. Él le ofreció una toalla y una camisa.
—No tienes que contarme nada —dijo mientras le alcanzaba una taza con té—. Pero si quieres quedarte, tendrás que confiar en mÃ.
LucÃa bajó la mirada. Su labio tembló. TenÃa tanto que decir… pero no querÃa romper el silencio seguro que los envolvÃa.
En lugar de hablar, se acercó a él. Lo miró a los ojos. Y lo besó.
Primero con duda. Luego con hambre.
Él la sujetó de la cintura y la atrajo hacia su cuerpo caliente. Su lengua encontró la de ella en un choque ardiente. LucÃa gimió suave cuando sintió sus manos en su espalda, desatándole el vestido que resbaló hasta la arena dentro de la cabaña.
Quedó desnuda ante él, con el cuerpo mojado por el mar y los pezones endurecidos, él se arrodilló ante ella y comenzó a besarle las tetas, el vientre, bajando lento, sin prisa, hasta su concha húmeda y temblorosa.

LucÃa abrió las piernas, apoyándose contra la pared de madera. Él la lamÃa con devoción, con hambre, con precisión. Su lengua trazaba cÃrculos, bajaba, entraba, subÃa, la volvÃa loca. Ella jadeaba, se mordÃa los labios, gemÃa ahogada en un placer que hacÃa años no sentÃa.
—Más… no pares… asÃ… —suplicaba entre espasmos.
Cuando se corrió, lo hizo con un grito desgarrado, aferrándose a su cabeza, temblando contra la pared. Pero no habÃa terminado.
Él se levantó, se bajó el pantalón, su pija con la erección marcada, dura, palpitante. La alzó en brazos, y la llevó hasta el colchón. Allà penetró su concha lento, de una sola estocada.
LucÃa gritó otra vez, pero no de dolor. Sino de alivio, de furia liberada, de un deseo profundo por sentirse poseÃda, olvidada, vacÃa de todo menos de él.
Él la cogÃa con fuerza, con ritmo, con la respiración caliente contra su cuello. La cogÃa como si el pasado no existiera, como si el presente fuera solo carne y sudor. Ella se abrÃa, se movÃa, se lo pedÃa con cada gemido.
—Rómpeme… —susurró—. Que no me quede nada de lo que fui.
Se vino dentro de ella con un orgasmo profundo, apretándola contra su pecho. Y LucÃa sintió que algo dentro de sà también explotaba, pero no de miedo… sino de libertad.
La noche los envolvió. Afuera, el mar seguÃa rugiendo. Pero dentro de esa cabaña, solo existÃan ellos dos. Y un deseo que no habÃa hecho más que empezar.
El sol apenas comenzaba a asomar sobre el mar cuando LucÃa se despertó. El murmullo de las olas entraba suave por la puerta entreabierta de la cabaña. Él dormÃa a su lado, desnudo, el cuerpo bronceado envuelto en la luz dorada del amanecer. Y su pene, ya duro, palpitaba contra su muslo.
LucÃa sonrió, Lo tomó con la mano, lento, y empezó a chuparlo con hambre. Lo metió en la boca, profundo, húmedo, hasta que él jadeo entre sueños.
—Joder… —murmuró, despertando con la cabeza hacia atrás—. Sigue… no te detengas…
Ella lo devoraba con la boca caliente, moviendo la lengua en espiral, succionando con fuerza, dejando un hilo de saliva colgar entre sus labios. Lo miraba desde abajo, provocadora, mientras lo masturbaba con una mano .
—Te quiero dentro —dijo ella —. Pero no aquÃ.
Se levantó de la cama y salió corriendo desnuda hacia la playa. Él la siguió con la pija dura rebotandole entre las piernas, hechizado por la visión de sus nalgas moviéndose bajo la luz del amanecer.
LucÃa se detuvo justo frente al mar, donde las olas mojaban apenas sus tobillos. Se agachó en la arena, a cuatro patas, y alzó las caderas. Mostrandole su culo y su concha húmeda, brillante, abierta como una flor salvaje.

—cojeme aquÃ… donde todos puedan verme —dijo—. Hazme gritar con la boca llena de sal.
Él se arrodilló detrás de ella, le escupió el culo, y le metió la pija lentamente. LucÃa se arqueó, gimiendo como una puta hambrienta. Luego, él la aumento la fuerza de las embestidas, dándole nalgadas.
El sonido del choque de sus cuerpos se mezclaba con el rugido del mar. La tomaba del pelo, la cogÃa con las manos llenas de arena, la empujaba con fuerza mientras ella gemÃa sin pudor, la boca abierta, las tetas sacudiéndose con cada embestida.
—Duro… más… rómpeme —suplicaba.
Cada estocada era más honda, más sucia, más salvaje. El agua del mar les lamÃa las piernas mientras ella se corrÃa de nuevo, empapada de placer.
Él la levantó por la cintura, la hizo girar y la volvió a meter la pija en la vagina con ella sobre la arena. LucÃa le rodeó la cintura con las piernas y lo empujó más adentro. Le clavó las uñas en la espalda, le chupó los labios, y lo sintió acabar dentro de ella, salvaje, como un animal herido de deseo.
Ambos quedaron jadeando, cubiertos de arena, sudor y semen. El sol los bañaba, y el mar parecÃa aplaudir en la distancia.
LucÃa le acarició la cara, aún con la respiración entrecortada.
—Si esto es empezar de nuevo… no quiero regresar jamás.
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