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Compendio III
LA PROMESA III
Me lo tomé más tranquilo del domingo al martes. Por la tarde del domingo, acompañamos junto con Marisol y mis hijas a mi madre a la iglesia, algo que no hacía desde antes de casarme. La hermandad nos recibió cordialmente: gente mayor, humilde y amable y lo más memorable, algunos todavía se acordaban de mí. Recordé por qué me resultaba agradable asistir al culto.
En esos días, paré de manosear a Violeta mientras veíamos Netflix. La situación llegó a tal punto que ella misma me obligaba a sentarme a su lado abrazándola, guiando mi mano a su pecho, mientras que ella se entretenía tocándome el paquete.

Sin embargo, la sugerencia de Marisol seguía revoloteando en mi cabeza. Como les digo, soy yo el que organiza planes y programaciones. Mi ruiseñor tiende a ser más libre, dejando que las cosas fluyan.
+ Es súper sencillo, mi amor. -me explicó melosa una noche mientras nos preparábamos para dormir, acurrucándose a mi lado en esa voz suave y dormilona que la hace sonar tierna. – Solo pido que esperes cuatro años más.

- ¿Pero por qué cuatro años? – pregunté confundido.
Sonrió enérgica, ajustándose el cabello para acomodarse en la almohada y mirándome con dulzura, sus esmeraldas brillando picaras.
+ Mira, los primeros 2 años los voy a ocupar para cuidar a Jacinto y para disfrutarlo mientras es un bebé. Tú siempre me dices que no debemos tener bebés muy seguido, porque si no, no los vamos a disfrutar. – me explicó como si fuera una de sus alumnas en sus clases. – Cuando él tenga dos, no será tan mañosito y nos dará un poco de espacio. Ahí quiero que me embaraces otra vez. Y dos años después… un hijito más.
Sonreí, sorprendido por su astucia.
- Así que ese es tu plan de cuatro años. – le respondí, cautivado por su inteligencia.
Su sonrisa resplandecía.
+ Exacto. Pero bueno, si me embarazas de gemelos otra vez, pues… todo queda ahí. Puedes “arreglarte” antes, si tú quieres. – comentó bromista, pero a la vez ilusionada.
No podía parar de reírme, indeciso entre admirarla y sorprenderme. Pero amándola profundamente.
- Me asombra que lo hayas pensado tan bien. – le dije, luego de probar su deliciosa lengua con sabor a limón.
Y al instante, mi esposa se avergonzó, escondiendo su tierna carita en mi hombro, su vocecilla más suave y vulnerable, tan propia de ella.
+ Bueno… aprendí de ti. – me dijo, mirándome con esos brillantes ojitos color esmeralda que me doblan a su voluntad.
Y la contemplé cautivado por su belleza. Todavía recuerdo a mi tímida amiga, sumisa, insegura y temerosa de confrontar al mundo. A pesar de que se ha desarrollado tanto, todavía cree que no es perfecta para mí. Sin importar cuánto se lo diga o muestre, se sigue comparando con un estándar imaginario que nunca le he pedido.
El simple hecho que yo sea mejor cocinando la hace sentir como un fracaso, como si la comida contrastara todos los aportes que nos da nuestras vidas. Pero con solo verla arreglando a las niñas cuando salimos, asegurándose que se vistan bien, estén peinadas y que no pasen frio, ya es bastante. Yo lo intento, pero a Marisol le sale de forma espontánea. Hay una conexión entre ella y nuestras hijas, que yo no puedo replicar.
Para que me comprendan, Marisol es una profesora admirable porque es capaz de mirar más allá de las notas y el comportamiento de sus estudiantes, sino que sus esperanzas, miedos, sueños e intereses. Creo que es por eso por lo que nuestras hijas la adoran tanto, a pesar de que salten en mi defensa cada vez que una mujer coquetea conmigo o cuando el temor del divorcio aparece entre sus compañeros, olvidando que Marisol y yo nos amamos tanto.

Supongo que es el mismo tipo de cercanía que tengo con Bastián. Al igual que yo, le cuesta darse cuenta de que Lily y Karen no lo miran solamente como un amigo, pero algo más complicado de lo que su niñez le permite comprender. Imagino que me tocará enfrentarlo de nuevo cuando Jacinto tenga su edad.
Sabiendo que tenía el respaldo de mi ruiseñor, facilitó mucho las cosas: me sentía confiado para responder a Pamela.
No obstante, si quería salir a cenar con Pamela, tenía que inventar una mentira convincente para mi madre. Como he mencionado, mi mamá es una mujer estricta y religiosa, por lo que la idea de salir con Pamela a solas le habría sacado ronchas.
Con mi hermano a menudo bromeábamos que, si alguna vez nos hubiésemos metido en un problema serio con la ley y nos hubiesen ofrecido la posibilidad de ser arrestados por los policías o entregados a nuestra mamá, los dos siempre preferíamos que nos llevaran las autoridades.
Y no se trata de que mi mamá fuese “completamente violenta” con nosotros. Más bien, nos incomodan sus sermones, que impactan como golpes certeros. No lo dice en voz alta ni son dramáticos, pero tienen tal sutileza y claridad que dejan huella de por vida. Ella no alza la voz, sino los resentimientos, el sentimiento de decepción e incluso considero que su lógica es imbatible, que termina haciéndote sentir como un tonto, pecador y un niño cada vez que lo hace.
Incluso ahora, los 2 como adultos, nos estremece cuando mamá nos suelta esos discursos. Porque para mujeres como ella, nunca dejas de ser su hijo.
El martes por la noche llamé a Pamela para invitarla a salir y el miércoles nos juntamos para cenar.
El restaurant italiano que escogí estaba tenuemente iluminado, pero lejos de ser lúgubre: una cálida luz ámbar salía de su interior, invitando a los clientes a refugiarse en el interior, donde manteles blancos de tela esperaban en silencio. El murmullo de las conversaciones era casi embriagante junto con el tintineo de los cubiertos sobre platos deliciosos con aromas cautivantes y los lejanos acordes de un suave violín daban un aire familiar, romántico y calmo a la vez. Había escogido aquel local porque en mi primera cita con Pamela, la había llevado allí. Pero tras una década, el personal había cambiado o simplemente habían olvidado el indiscreto encuentro que Pamela y yo compartimos en el baño…
Cuando Pamela llegó, instantáneamente interrumpió el ambiente. A diferencia de la última vez, Pamela no vestía nada escandaloso. En realidad, su vestido verde oscuro lucía elegante, con un escote modesto, mangas elegantes y doblez hasta la rodilla. Pero era la forma que su vestido se ceñía sobre sus curvas, el contoneo de sus caderas y el aplomo de su postura lo que llamaban la atención.
Aun así, había un encanto distinto en comparación a su juventud. Pamela se veía compuesta, luminiscente, elegante. Había ahora una gracia que ella no tenía anteriormente. Los años no le habían hecho mella. Al contrario, la habían refinado. En resumen, se veía más hermosa, más peligrosa, como una llama que podría terminar quemándote.

Cuando pudo distinguirme entre la multitud que la contemplaba, Pamela esquivó mi mirada, mejillas brevemente coloradas. Cerró sus labios y contuvo su sonrisa, manteniendo su confianza por instinto.
• ¡Ostias, que no me mires así! -comentó en un tono coqueto y avergonzado. – ¡Que la gente pensará que me he vestido así para ti!
Me reí satisfecho, lleno de nostalgia. Pamela era así conmigo: un escudo frio cada vez que se sentía vulnerable. No había cambiado mucho en eso. Todavía ese orgullo distante que oculta las emociones que no puede manejar.
- No estaba mirándote. – le respondí con una sonrisa. – Solo estaba sorprendido. Has madurado.
• ¡Joder, que no ha sido por ti! – respondió automáticamente mi “Amazona española”, cautivándome aún más.
Cuando el mesero nos llevó a la mesa, noté cómo contemplaba a Pamela. La esencia de su perfume nos intrigaba. Cuando le retiró la silla para sentarse, los ojos del mesero se fijaron en la retaguardia de Pamela, para luego retirarse con una elegancia disimulada.

Me senté frente a ella, intentando conciliar a la mujer madura frente a mí con la impulsiva, coqueta joven que conocí años atrás. Sin lugar a dudas, seguía siendo bella, pero algo más tierno había germinado tras esos ojos negros.
Incluso al verla beber vino reflejaba la elegancia que los años le habían brindado. El tinto, que antes le parecía desagradable, parecía rodar suave por su garganta. Y notó que yo la contemplaba en silencio. Curiosamente, no resultó incómodo. Fue como una pausa, donde los dos nos estudiábamos mutuamente, asimilando los cambios que los años nos habían entregado.
Rompió el silencio de forma suave, seductora.
• ¿Sabes? Todavía me acuerdo cuando me convenciste que estudiara ingeniería. – comentó con coquetería. - ¡Que era una locura, tío! ¿Yo? ¿Con casco, trabajando en terreno, coordinando detonaciones? ¡Pensé que lo decías para burlarte!

Me reí, contemplando cómo parecía concentrar la atención de forma natural.
- Pues no. La verdad, me sorprendió que, con verte tan bonita, fueras tan inteligente. Y ahora mírate. Parece que estudiaste ingeniería y aun así, te ves como si estuvieras en una pasarela de modas.
Alzó una ceja, satisfecha con el halago.
• Marco, ¿Me estás piropeando? – preguntó seductora, buscando atraparme.
- ¡No! – le respondí, siguiéndole el juego. – Solo recalco lo evidente.
El rostro de Pamela se suavizó y se puso más seria.
• No fue fácil. El primer año fue horrible. Casi me rindo tres veces. Pero… tú creías en mí. – comentó con la garganta compungida. – Nadie había hecho eso antes. Así que seguí. Peleé con los números, los informes, los profesores gilipollas que me querían ver caer o en cueros… pero me gustó. Me gustó el caos.

Pamela revolvía su pasta con la mirada perdida, como asumiendo el largo camino que le costó atravesar. No quise interrumpir su silencio, porque Pamela se veía hermosa.
- ¿Y qué tal las faenas? – Le pregunté curioso. - ¿Cómo te trataron?
Pamela estalló en una risa jocosa.
• ¡Ay, las faenas, tío! – respondió con lágrimas de risa. - ¡No dijiste que Mr. Tom y los chicos de tu trabajo eran educados! ¡Joder! Imagina a una virgen sacrificada a los lobos. ¡Tío, que he trabajado en un bar! Y aun así, los comentarios. Los chismes a mis espaldas… me dieron de todo, desde guiños y agarrones hasta ofertas que casi me hacen vomitar.

Me sentí incómodo. Tenso. Pero ella levantó la mano, calmándome.
• ¡Tranquilo! Que ya lo manejé. Que aprendí las mañas, tío. – replicó con un guiño. – Que les di ostias con números, con conocimiento y que cuando eso no funcionaba, les di mi todo: tomaba los peores trabajos, aguantaba los turnos más largos. ¡Y que me hice mi reputación, joder! Al principio, como la “puta frígida”. Después, la “perra confiable”.
- Te lo ganaste. – comenté con sincera admiración.
• A puño y sangre, pero sí. – respondió con orgullo. – Me lo gané.
Y se hizo otro silencio. No pesado, pero reflexivo. La música de fondo limaba las asperezas, en una melodía rítmica, tranquila. La vela bailaba frente a nosotros.
Y fue entonces que la miré más serio, dejando mis cubiertos al lado de mi plato, mis ojos fijos en ella.
• ¿Y por qué no has aceptado la oferta en Australia? – le pregunté, ya sabiendo el contexto.
Mi jefa Sonia y yo ya la conocíamos. De hecho, le informamos a Edith, nuestra CEO, que sería una excelente adición al equipo y las negociaciones estaban abiertas…
Pamela bajó la mirada unos segundos. El primer quiebre dentro ese escudo infranqueable. Dejó salir un suspiro, y me miró de vuelta, sus ojos oscuros más vivos. Más vulnerables.

• Recibí la oferta hace seis meses. -reconoció con una voz suave y melosa. – ¡Es tentadora, tío! Incluso impresionante. El tipo de trabajo que me encantaría hacer…
- ¿Pero? – pregunté, intuyendo sus razones.
Y me miró de nuevo. Esos ojos sinceros. Sometidos. Para luego disimular la mirada en su copa.
• ¡Estás tú! ¡Está Mari! ¡Joder, que hasta está Sonia! - comentó con una sonrisa dolorosa. – Que si acepto… no sé si podré aguantarme.
La dejé beber vino, una solitaria lágrima escapando de su ojo.
• ¡Ostias, Marco! Que todavía me gustas… y me da miedo que, si estoy cerca de ti, me olvide de todo… y peor, que me olvide de Marisol. – sus lágrimas fluyeron libres al mencionar a mi esposa. - ¡Carajo, que Mari no es solo mi prima! ¡Es la única tía que nunca me ha juzgado, incluso cuando yo misma me odiaba!
Se afirmó de la base de su copa, como si fuera un salvavidas.
• ¡Sé que la amas! ¡Ostias, que veo cómo la miras a ella y tus críos! – prosiguió destrozada. – Pero una parte… una parte de mí nunca te olvidó.
El peso de su confesión parecía el ojo del huracán entre nosotros. Ver a Pamela sincera, emocional, parecía celestial.

Guardé silencio, reflexionando todo. No quería ni juzgarla ni interrumpirla. Solo escucharla, de la misma manera Pamela abría su alma años atrás para mí.
Me miró con un gesto de desdén, no hacia a mí, sino a la vida que le tocó vivir.
• Marco, me hice esta armadura de perra para sobrevivir. -comentó, sonriendo amargamente tras el vino. – Creía que, si no sentía nada, el bruto de mi padre me dejaría en paz… pero no fue así. La arrogancia, mi actitud… era para mantener a los tíos a raya. Una forma de mantener mi orgullo intacto. Pero contigo…
Me miró conmovida, una sonrisa triste saliendo de sus labios.
• Contigo, nunca he podido usar esa armadura bien. – sentenció en voz baja, conteniendo su tristeza.
No pude responderle de inmediato.
Al igual que ella, me enfoqué en la llama de la vela en el centro de nuestra mesa, mis dedos aferrándose a la base de mi vaso de jugo como si me anclase a la realidad. El silencio entre nosotros fue extendido. No precisamente incómodo, pero sí bastante denso, como si los dos supiéramos lo que había de venir, pero inseguro de quién avanzaría primero.
Finalmente, me animé a hablar, tratando de sonar solemne.
- En realidad, nunca quise que desaparecieras de mi vida. – le confesé, mirándola a sus ojos perplejos. – Incluso después de todo lo que pasó. Pero siempre creí que te volverías una mujer extraordinaria, como lo has hecho. Sé que suena egoísta de mi parte… pero si me hubiese quedado, nuestras vidas habrían sido más enredadas. Pamela, en realidad te amo… pero nunca podría haber armado la relación que tengo con Marisol si me hubiese quedado aquí.
La garganta de Pamela se contrajo, mirándome compungida.
• ¡No la haces fácil, pichón! – comentó, sonriendo con tristeza.
- No intento hacerlo. – le respondí con sinceridad. – Solo quiero decirte la verdad.
Y entonces, se puso nerviosa, bebiendo su amargo vino para infundirse valor.
• ¿Y nunca… nunca piensas en nosotros? – preguntó titubeante. - ¿Sobre cómo habría sido?

Su pregunta me pilló desprevenido, incapaz de responderle. Miré a la ventana por unos segundos, buscando aferrarme a algo que me abstrajera del momento.
- Solía hacerlo. – finalmente le confesé. – Cuando estaba solo en la faena… y las noches se hacían largas. Pero entonces, recordaba a Marisol y las pequeñas. Estábamos armando algo lindo y saludable…
Pamela sonrió levemente, pero no alcanzó a llegar a sus ojos.
• ¡Mi prima tiene suerte! - comentó en un susurro.
- ¡No, el afortunado soy yo! – le aclaré con una cálida sonrisa.
Pero mi respuesta la indignó.
• ¿Y qué hay de mí? – consultó la “Amazona española”- ¿Acaso soy "tu fantasía”?

La miré profundamente, estudiándola.
- Eres alguien que me importa. Incluso ahora. Eso no ha cambiado. Pero no puedo cambiar nuestra historia, Pamela.
Aceptó mis palabras mordiéndose el labio. Intentando lucir estoica, pero fallando en el momento. Su voz aguda y visceral, tratando de protegerse con su antigua arrogancia.
• ¿Sabes que siempre has sido un gilipollas que arruina un momento bonito, no?

Sonreí al ver su euforia salerosa.
- Tú siempre has sido más dramática. - le respondí más seco.
Y sorpresivamente, mis palabras la detuvieron, haciéndole sonreír. Creo que al igual que yo, recordó que era la misma dinámica que teníamos antes que nos marcháramos.
• Parece que todavía lo soy. – me dijo, esquivando la mirada de una manera sensual.

El mesero nos trajo el menú de los postres y los dos inconscientemente suspiramos, agradecidos por la interrupción. Pero mientras comíamos mi tiramisú y su banana Split, la conversación se calmó como un perfume agradable, dulce, donde nuestra mutua compañía nos era grata.
• ¿Y por qué me invitaste a salir? – preguntó con ojos curiosos, como una jovencita ilusa en su primera cita.
Me eché para atrás de mi silla, para dar mayor importancia a mi respuesta.
- Bueno… - le dije suspirando y con una amplia sonrisa. – Siempre he sido de la idea que un hijo tiene que ser concebido desde un lugar de amor… y contigo, Pamela, no voy a hacer una excepción.
Mis palabras la fulminaron y sus ojos se iluminaron como perlas, sus labios temblando conmovidas de la emoción.

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