Jóvenes maduras (lV)

7. Víctima: Persona que sufre un daño o perjuicio.
Cuando pasé esa tarde a la habitación, Mario estaba en el sofá delante de la ventana. Sin embargo, al no poder levantar la cabeza, lo que Mario había estado contemplando no eran los campos de hierba que se extendían frente a la residencia si no el rincón vacío donde se colocaba el propio sofá articulado cuando él no lo utilizaba. De su boca pendía un hilo de saliva como si se hubiera tumbado a dormir la siesta justo después de comer, pero Mario no tenía los ojos cerrados, los tenía tristes.
Durante las últimas semanas las derrotas frente al maldito Párkinson se habían ido sucediendo una tras otra como las fichas de un despiadado dominó. Primero fue la necesidad de llevar babero todo el tiempo, después el cambio de la silla de ruedas por un sillón articulado con arnés y, al final, la apatía y el silencio de la depresión. Mario había ido bajando cada uno de los peldaños de la enfermedad degenerativa que padecía. Su abrupto deterioro no había sido sólo físico, también se hallaba emocionalmente hundido.
Por la mañana, la terapeuta ocupacional y el fisio continuaban trabajando con él, pero la pasividad de Mario era descorazonadora. Todos tenemos un límite, y él había sobrepasado el suyo. Aunque Mario no había tirado la toalla en toda su vida, finalmente había aceptado la derrota y ahora se limitaba a esperar el final, un final que parecía no tener prisa por llegar.
— Mario, tengo que contarte algo, algo tan difícil de explicar como de entender, así que necesito saber si vas a prestarme atención.
Mario no podía hablar, era incapaz de controlar ningún músculo de su cuerpo, ni siquiera podía sostener erguida la cabeza, así que hizo lo único que sí podía hacer, mirarme.
— Bien —hice una pausa para tomar aire y recordar las palabras— Imagino que cuando te dijeron que padecías Párkinson investigarías en qué consistía esta enfermedad. En caso de que no lo hicieras da igual, yo no estoy aquí para contarte lo que ya sabes si no para que decidas como deseas morir.
Mario me miró tan atónito como si acabara de ver un unicornio. Su sorpresa no era de extrañar, en ese momento la eutanasia era aún un delito penal.
— Imagino que sabes en qué consiste la eutanasia, pero he de ser honesto contigo —hice una pausa para reseñar la importancia de lo que iba a decirle a continuación— Yo estoy dispuesto a ayudarte a morir, pero no a ser yo quien te quite la vida. Es decir, yo pondré los medios a tu disposición, pero tendrás que ser tú quién apriete el botón. ¿Me has entendido?
Con todo su cuerpo dio una pequeña sacudida en señal de asentimiento. Un segundo después, la expresión de su rostro se retorció en una mueca y de su garganta brotó un bramido, ambos igual de incomprensibles.
Me levanté y cogí la tablilla con el alfabeto. Delante de él, deslicé el dedo por la superficie atento a la señal de Mario que me indicara donde parar.
La “C” fue la primera letra del mensaje. A ésta le siguieron la “O”, la “M” y otra vez la “O”.
— ¿Cómo? —dije poniendo voz a su pregunta— No te lo explicaré hasta que no sea el momento, pero te aseguro que será rápido y no sentirás dolor.
La mirada de Mario se perdió en el suelo y sentí que debía dejarle a solas. Sin embargo cuando hice ademán de incorporarme Mario volvió a convulsionarse. Tenía otra pregunta.
“Q”, “U”, “E”, “Q”, “U”, “I”, “E”, “R”, “E”, “S”, “A”, “C”, “A”, “M”.
— ¿Que qué quiero a cambio? —intenté adivinar.
Mario asintió.
Inspiré antes de responder. Lo que le iba a contar era algo muy personal.
— Verás… Llevo trabajando aquí casi veinte años. ¿Sabes cuánta gente como tú he visto agonizar? A muchos, Mario. Algunos mueren en unas semanas, pero la mayoría tarda meses o incluso años en morir. Así que si hago esto es por piedad, por lástima, por caridad… Puedes llamarlo cómo quieras, pero yo creo que lo que hago es bueno —me quedé en silencio intentando decidir entre las posibles razones— ¿Alguna pregunta más?
“C”, “U”, “A”, “N”, “D”, “O”
— Cuando tú quieras —dije antes de marcharme a repartir la medicación de la merienda— Con que me avises un par de días antes será suficiente.
 
Belén era puntual, de modo que cuando llegó a mi casa hacía ya rato que su hija se había marchado a la academia de inglés. Pulsé el botón del portero para abrir y por el hueco de la escalera escuché sus pasos resonar tres pisos más abajo.
— Hola, cuánto tiempo —me saludó con diplomacia al salir del ascensor.
Por el modo en que iba vestida deduje que Belén había venido directamente desde la oficina. Aquel traje oscuro de falda y chaqueta le quedaba soberbio, además de ser muy elegante y sencillo se ajustaba como un guante a sus curvas. Esbelta sobre unos deslumbrantes zapatos de tacón, Belén se exhibía abiertamente como alguien que siempre consigue lo que se propone.
La invité a pasar y le pregunté si quería tomar algo. Cuando fui a preparar el café con leche que me había pedido, Belén me siguió a la cocina con total familiaridad. Aunque hubiera pasado mucho tiempo desde su última visita, Belén seguía sintiéndose como en su casa. De hecho, en lugar de sentarse en uno de los taburetes, mi ex apoyó los codos sobre la pequeña barra de la cocina brindándome distraídamente su generoso escote. Sabiendo que lo había hecho aposta me resistí a mirar y me centré en mi ritual del té. Mientras la bolsita reposaba en agua hirviendo preparé su café, sin azúcar y con un chorrito de leche. Luego escurrí la bolsita de té un par de veces y le añadí la miel y otro poco de leche. Entonces saqué de un cajón unos Huesitos que había comprado para la ocasión.
— ¡Ah, te has acordado! —exclamó emocionada al verlos. Belén siempre había sido golosa y ese era uno de sus dulces favoritos.
Mientras Belén me ponía al día de su vida, yo no dejaba de pensar en su hija, ya que, desde que pasó lo que pasó, Lorena y yo habíamos dormido juntos noche tras noche. De nada sirvió que la segunda vez que la muchacha entró en mi cuarto yo intentara hacerle ver que aquello era inmoral, que yo tenía el doble de edad que ella. Lorena incluso llegó a burlarse de mí cuando aduje que su madre me había encargado cuidar de ella. Según manifestó, si tal cosa era cierta, atender sus necesidades sexuales era también parte del encargo. Lorena no había heredado las tetas de su madre, pero sí sus dotes de persuasión. La muchacha desoyó mis objeciones y, arguyendo que sólo quería dormir conmigo, se metió de nuevo en mi cama. Evidentemente a la mañana siguiente Lorena yacía tan desnuda como su madre la trajo al mundo. Luego, mientras cambiaba las sábanas por segundo día consecutivo, tuve que aceptar lo estúpido que había sido.
— Esa colonia es nueva —afirmó acertadamente mi ex.
— Sí, es Sportsman —confirmé todavía azorado por el perturbador recuerdo de su hija.
— Pues huele muy bien, seguro que te la ha regalado una mujer —afirmó con la velada intención de enterarse de si estaba saliendo con alguien.
— Has acertado otra vez —reconocí— Mi hermana menor, la que vive en Valencia.
Risueña, Belén esbozó una sonrisa suspicaz y empezó a contarme como le iba a ella con Alfonso. También me adelantó las halagüeñas noticias sobre la ampliación de la empresa y la consiguiente prima salarial que, al parecer, pensaba invertir en acciones de una operadora de telecomunicaciones. Sólo cuando se cansó de hablar de ella misma recordó para qué habíamos quedado.
— Bueno, ¿y qué tal con Lorena? —dijo haciendo un aspaviento— Esto está igual de ordenado que siempre. Casi cuesta creer que viva aquí.
— Ahí tienes su habitación —le indiqué— Yo no me atrevo a entrar, pero tú eres su madre.
Sin pensárselo dos veces, mi ex fue a comprobar si de verdad aquel era el cuarto de su hija.
— Increíble —dijo desde la puerta— ¡Se ha hecho la cama!
— Ya ves —dije perdiendo la calma— En tu casa, ¿no?
— Las hace Mari Cruz.
— ¡Ah, claro! —dije al recordar que Belén tenía una empleada del hogar por las mañanas.
— Vaya, realmente estás haciéndolo mejor de lo que pensaba —reconoció.
— Tan sólo la trato como a una persona adulta, nada más —no pude ser más honesto.
— ¿Adulta? —repitió Belén con sorna— Pues en casa estaba retándome continuamente como una cría consentida. Ponía a prueba mi paciencia, Alberto.
— Como cualquier mujer de su edad —alegué en favor de su hija.
Entonces le conté a Belén lo del incidente en la terraza y le expliqué que de vez en cuando se bebía una cerveza. A ella no le extrañó, esas chiquilladas sí que encajaban con la Lorena que ella conocía.
— ¿Te cuenta cómo le va en el instituto? —preguntó Belén.
— No mucho la verdad, pero su tutor me comentó que últimamente no da tantos problemas.
Le dije a Belén que Lorena estaba intentando salvar el curso, que después de comer hacía los deberes y después de cenar estudiaba un rato. Luego se me ocurrió contarle lo del chico con quien la había visto en la puerta del instituto y de pronto Belén comprendió que su hija estaba dando sus primeros y vacilantes pasos como adulta.
Entonces se puso repentinamente seria.
— ¿Has pensado cuánto crees que te debería pagar por… las molestias? —fue al grano de una forma un tanto ruda y dejando claro que tenía intención de obtener un buen acuerdo.
— Tenerla aquí durante algún tiempo no será molestia —rebatí mirándola a los ojos. Ya no estaba delante de mi ex, estaba frente a una economista que pretendía regatear el coste de mis servicios. De hecho, Belén había cruzado las piernas en el taburete y se había erguido con aire hosco ante su oponente.
— ¿Durante algún tiempo? —inquirió mirándome con desdén.
— Tu hija tiene diecisiete años, Belén. Cuando cumpla los dieciocho querrá marcharse a vivir con otras chicas de su edad, o con su novio, ¿quién sabe?
Belén se quedó pensando en mi pronóstico, así que decidí anunciar mi precio de salida.
— En cuanto al dinero, creo que el doble de la miseria que me has ingresado este mes sería razonable por cuidar de tu hija y darle de comer.
Belén hizo un gesto de perplejidad.
— ¡Pero tú estás loco! —exclamó.
No me sorprendió que Belén pretendiera negociar algo que, como madre de Lorena, era en realidad obligación suya. Siempre había sido un bastante ruin y tacaña.
— Belén, se trata de tú hija, no del mantenimiento de los vehículos de tu empresa —sentencié realmente enojado.
— Mi hija es lo primero para mí. ¡Qué te has creído! —alegó ofendida.
— Entonces, ¿por qué me estás regateando? —exigí.
— El doble es demasiado, Alberto.
— Belén, eso no es dinero para ti —afirmé a ciencia cierta, pues conocía de primera mano el lujo en que vivía.
Nos quedamos en silencio y Belén acabó resoplando reconociendo su falta de argumentos. Sin embargo, súbitamente su semblante cambió.
— Pues, por esa cantidad —empezó a decir— también podrías cuidar un poquito de mí.
Mi ex me miró zalamera reconociendo ahora su carencia de escrúpulos. Poco a poco la madre de Lorena se fue subiendo la falda hasta mostrar su cuidado bello púbico.
— ¿Siempre vas así al trabajo? —bromeé.
— Me las he quitado en el ascensor —refunfuñó— Dijiste que viniera sin bragas.
— Lo dije de broma, mujer, pero me gusta que sigas siendo obediente.
Belén y yo nos conocíamos demasiado bien. El juego acababa de empezar.
— ¿Entonces? —dijo mi ex alzando el mentón.
— ¿Qué es lo que quieres? —pregunté impasible.
— Tu polla —jadeó exhibiendo su abultado clítoris.
— De acuerdo —acepté.
— Y tú, ¿no quieres nada? —añadió.
— Claro que sí.
Me puse en cuclillas entre sus piernas y empecé a lamer su rajita. Belén se encontraba tan excitada que dio un respingo al sentir el contacto de mi lengua, pero en cuanto empecé a dar cuenta de su ardiente sexo sollozó de puro frenesí. Chupé sus inflamados labios mayores y utilicé la punta de mi lengua para dar unos traviesos golpecitos a su centro de placer.
— ¡Aaah! —se puso a chillar Belén.
Viendo que meneaba inconscientemente las caderas igual que si estuviera follando, decidí parar.
— Las bragas —inquirí— Dámelas.
Belén sonrió respirando de forma apurada. Sin decir nada se giró y sacó de su bolso lo que acababa de pedirle. A ella le encantaba mi forma de jugar.
— Desnúdate —ordené a continuación.
Belén procedió sin prisa. Primero la camisa y luego la falda.
— El sujetador también —exigí.
Belén se había operado, de modo que sus pechos se erguían con una plenitud pasmosa. Devoré aquel caro par de tetas como si llevara dos días sin comer. Chupé alternativamente sus pezones hasta dejarlos duros como garbanzos.
— Date la vuelta.
Belén se giró con presteza. Sin embargo, suspiró de sorpresa cuando le separé las nalgas.
¡Um! —jadeó nada más repasé su ano con mi lengua.
Titilé con el extremo de mi lengua en su agujerito al tiempo que la masturbaba empleando la yema de un dedo.
— Tu novio no te la mete por el culo, ¿verdad?
— ¡Cabrón! —gruño entre dientes.
Aquel tipo era demasiado correcto, demasiado formal. Aunque Belén rehusara contestar, yo estaba seguro, la conocía demasiado bien. Ella sacaba el culo buscando la punta de mi lengua. La estimulación de ese rincón de su cuerpo siempre la había desquiciado, se descomponía de lujuria. Prueba de ello fue que recibió con alborozo la entrada de mi dedo índice y gimió mordiéndose el labio inferior.
¡Plas!
— ¡Mueve el culo! —bramé tras darle un sonoro azote.
Segundos antes la punta de mi lengua la había dejado desesperada y, ciertamente, eso ayudó a que Belén emprendiera un brusco vaivén follando mi dedo con su agujerito. Yo continuaba hostigando su ya rabioso clítoris de forma que Belén no tardó en experimentar un tremendo y anhelado orgasmo.
— ¡Sííí! —exclamó entusiasmada.
Aunque sus piernas atenazaron mi mano, mi dedo siguió haciéndola gritar. Belén era una furibunda multiorgásmica, de manera que empezó a encadenar convulsiones y orgasmos hasta caer de rodillas volcando de paso el taburete en que se apoyaba.
Le di un minuto de respiro mientras me desnudaba, pero antes de que Belén hubiera recuperado el sentido situé mi imponente erección a su disposición.
Al igual que todas las mujeres que he conocido de forma íntima, Belén era una ferviente aficionada a las mamadas. Yo nunca he tenido que pedirle a ninguna mujer que me la chupe. En cuanto tienen una polla al alcance de la boca se ponen a mamar. Se diría que es poco menos que un acto reflejo común a todo el género femenino.
Aquel fugaz pensamiento hizo que, mientras mi ex se zampaba mi verga, me acordara de una anécdota de muchos años atrás. Por aquel entonces yo tendría veintidós o veintitrés años. El caso es que quise reclamar la nota de un examen que consideraba injustamente baja. Con tal propósito me presenté en la puerta del despacho de mi profesora el día de la revisión, junto con otros cinco o seis alumnos. Doña Caridad era una mujer madura de un pelo lacio y negro que siempre llevaba discretamente recogido. Tampoco su rostro, blanco y desmejorado, dejaba intuir que hubiera sido guapa. Sin embargo, lo que Doña Caridad tenía era un par de tetas enormes que la habían hecho merecedora del mote de “La Lechera”. Pues bien, ese día la blusa de Doña Caridad mostraba con altruismo sus encantos y, como yo estaba de pie y ella sentada, no pude dejar de mirar sus tetazas. Naturalmente, mi polla se puso firme en menos de diez segundos y, claro, tanto me distraje que al final ella acabó dándose cuenta. Al saberme sorprendido actué mecánicamente, me bajé la cremallera y le planté delante de las narices la monumental erección que ella misma había provocado. Pues bien, después de un momento de asombro y sin decir ni una palabra, mi profesora de Farmacología hizo girar su butaca y empezó a chuparme la polla como si no hubiera mañana. No fue la mejor mamada de mi vida, pero mi tenaz profesora no paró hasta hacer gala de su sobrenombre. Aquella tarde me marché de su despacho con dos puntos más en la nota de mi examen.
Como suele decirse, “se me había ido el santo al cielo”. Si bien Belén seguía chupando como loca sin darse cuenta de nada, ya iba siendo hora de pasar a mayores. Me eché un poco hacia atrás, sacando mi miembro de su boca.
— Vamos a la cama —le expliqué.
No obstante, cuando mi ex hizo intención de incorporarse…
— ¡No, ve gateando! —reclamé.
Astuta y valiente, Belén echó a caminar a cuatro patas siguiendo de cerca el balanceo de mi verga. Una vez en mi dormitorio, le indiqué que se tendiera boca abajo en el borde de la cama. A pesar de sus kilos demás y de la celulitis, Belén estaba arrebatadora. Llevaba aún los zapatos de tacón y las medias negras.
— ¡Fóllame! —exigió.
Coloqué en su sitio la banda elástica de sus medias, que se había bajado un poco. Separé un poco sus piernas y finalmente coloqué mi glande a punto de entrar en su sexo. La besé en el hombro y se la fui metiendo centímetro a centímetro, despacio, rozando su interior, muy lento hasta que creí que no podía caberle más. Belén sollozó serenamente conforme me acogía en su seno.
— Mis huevos… —susurré en su oído— Tócalos.
Belén obró como yo le había indicado y, dándome un delicado masaje en los testículos, comprobó fehacientemente que tenía dentro de ella toda mi polla.
Empecé despacio, pero como mi miembro salía mojado, mis embestidas fueron ganando intensidad hasta que cada nuevo empujón impulsaba todo su cuerpo hacia delante. Sus sollozos se fueron enfatizando hasta transformarse en unos explícitos jadeos. Belén estaba nuevamente henchida de placer, perdía el control de su cuerpo y se echaba hacia mí en pos de una penetración aún más profunda. Hube de contenerme para no dejarme arrastrar por ella, para mantener un ritmo tranquilo. Cada entrada de mi miembro acumulaba un poquito más de placer en el interior del sexo de Belén, hasta que llegó un momento que ya no le cupo más. Me sujetó con la mano para que no saliera de ella y entonces, su clítoris explotó con un gran orgasmo cuya onda expansiva la recorrió de pies a cabeza.
— ¡Sííí! —es lo único que Belén acertó a decir— ¡Joder!
Mis manos se deslizaron a lo largo de la espalda de aquella diosa mientras ambos íbamos recuperando el aliento.
— ¡Por Dios! —sollozó despanzurrada sobre la cama— ¡Qué maravilla!
Mi miembro salió a regañadientes de su guarida, pero no hubo más remedio. Tenía que abrir el guardarropa y sacar el lubricante del fondo del primer cajón.
— Aún no hemos acabado, preciosa —aclaré.
Mi ex giró la cabeza percatándose de que mi miembro seguía completamente erguido.
— ¡Me vas a matar!
Derramé un chorro de gel sobre mi mano a modo de respuesta y, a continuación, me embadurné la verga sin apartar los ojos de ella. Pretendía dejarle claro que no podría eludir sus obligaciones. Luego hice que se girara y tiré de sus caderas para colocarla en el borde de la cama. Volví a alegrarme la vista con su espléndido trasero, con sus piernas enfundadas en medias y sus caros zapatos a juego.
Le di un beso en el culo antes de meterle el dedo y empezar a follarla. Mi índice entraba y salía sin ninguna dificultad merced al resbaladizo lubricante. No obstante, al introducir dos dedos aumentó considerablemente el apuro y la turbación de mi ex. En cuanto aquella leona volvió a ronronear di por concluido el acondicionamiento de ese descuidado sendero. Me embadurné bien la polla y presenté mi glande ante su estrecho acceso.
Mi ex había acudido a mi casa sin bragas a sabiendas de cuanto me gustaba follar con ella. Aún no estando casada todavía, Belén confesó el adulterio y esperó su penitencia.
— ¡Uf! —se estremeció con el mero contacto.
— Vamos, échate para atrás, preciosa —le indiqué— Hazlo tú misma.
Belén contuvo la respiración y comenzó a ejercer presión. Aunque mi polla estaba dura como una roca, su ano apenas cedió. Mi ex volvió a tomar aire y empujó hacia atrás con más determinación. Casi estaba, casi, casi, a punto de…
— ¡¡¡Ah, cabrón!!! —a mi ex no le hizo gracia que la ayudara con un ligero pero eficaz envite.
Resopló. Ciertamente Belén había perdido práctica, pensé con mi glande al fin dentro de su culo. A pesar del pequeño susto, no tardó en empezar a moverse cautelosamente. Aquel lubricante era una maravilla y, poco a poco, se fue excitando de nuevo hasta disfrutar como loca con mi polla entrando y saliendo de entre sus nalgas. Belén acabó pidiéndome que la follara y comenzó masturbarse.
¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!
La humedad hacía que el entrechocar de nuestros cuerpos generara el inconfundible clamor del acto sexual. Pensé en mi vecina, viuda y medio sorda, y redoblé mis esfuerzos. Ojalá la anciana se enterara de todo y el golpeteo trajera a su memoria buenos recuerdos.
Belén jadeaba como una perra, iba a correrse de un momento a otro y, decidido a que así fuera, embestí su grupa con todas mis fuerzas.
¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!
Mi ex seguía siendo la jaca que yo recordaba, una hembra excepcional que gozaba del sexo con ardor. Cuando noté que iba a eyacular, decidí unánimemente clavarle a fondo la polla y hacerle entrega de su merecido premio. Ni que decir tiene que el culo de Belén recogió encantado mi descomunal corrida. Su euforia fue tal que terminó experimentando un clímax que la hizo arquear la espalda y estremecerse de gozo.
Yacimos extasiados durante un rato, nos lo habíamos ganado. Sin embargo, no me resistí a un último capricho y, separándole los cachetes, extraje mi miembro de su esfínter. En una rápida inspección observé el brillo de su clítoris, el maltrecho estado de su sexo y, ante todo, el hueco que acababa de abrir entre las nalgas a mi ex. Aquel turbador espectáculo hizo que mi polla diera un respingo y…
Belén salió de su sopor en cuanto la volví a encular.
— ¡Alberto! —protestó enfadada.
— Me encanta tu culo, ¿qué quieres qué haga? —alegué riendo.
“¡Joder!”, me grité de sopetón, ¡¡¡Lorena está a punto de llegar!!!
Rápidamente me desentendí de Belén y corrí en busca de mi teléfono móvil.
“Lorena, pásate por el súper y trae algo para desayunar”. Con ese escueto mensaje debía ser suficiente.
 
8. Últimas voluntades.
Las habitaciones de una residencia de mayores suelen ser demasiado frías e impersonales. A pesar de la diversidad de hombres y mujeres que hayan vivido en ellas a lo largo de los años son, sin embargo, habitaciones sin alma. La uniformidad clónica es la responsable de ello, las mismas mesitas, las mismas camas, los mismos sofás. Todas las habitaciones son iguales de modo que, si su dueño no está, no es raro tener que leer el nombre escrito en la puerta para saber en cuál de ellas estás.
Por desgracia era difícil equivocarse con la habitación de Mario, ya que desde hacía semanas él casi siempre estaba allí. Su carencia total de autonomía le había confinado. Las cocineras le subían la comida triturada y las auxiliares se encargaban de pasársela a través de la sonda. Mario solamente salía de su habitación después de la comida, cuando le trasladaban a la gran sala de estar del primer piso para echar la siesta. La luz de la cristalera le hacía caer en un sopor insidioso haciéndole dormitar hasta la llegada de su hija.
A pesar de su deterioro, Cristina había continuado acudiendo cada tarde a leer para él. Sin embargo, esas últimas semanas la habitación había estado más transitada.
Algunas personas al acercarse al final de sus días se plantean la posibilidad de dejar por escrito sus últimas voluntades, aunque a la mayoría la muerte les sorprende sin decidir qué quieren que sea de ellos llegado ese trance. En ese caso, son los familiares quienes han de asumir dicha responsabilidad. He aquí una de las ventajas de Mario al saber que se acercaba su último día, tuvo tiempo para dejarlo todo en orden.
Normalmente, las últimas voluntades se restringen a qué deseamos que hagan con nosotros si quedamos en estado vegetativo o si deseamos donar nuestros órganos en caso de muerte. Mario fue mucho más allá. En el transcurso de ese último mes se las arregló para que la trabajadora social concertara en su nombre varias visitas.
Aquello no me gustó. Aunque yo no tuve nada que ver con ese trasiego de gente, alguien podía sospechar que algo raro pasaba. Si bien una hermana, un amigo, un abogado y una misteriosa mujer recibieron la llamada telefónica a petición de Mario, solamente tres de esas personas fueron finalmente a visitarle. Aquella mujer, que Mario definió como “amante”, no quiso ir a verle.
Ese martes de octubre truqué un termómetro y se lo comenté a mi relevo para que avisara al médico. Tras una revisión poco concluyente el médico de urgencias pautó antibiótico y paracetamol durante una semana tal y como yo había previsto. Ese sería el ardid para enmascarar su muerte.
Al día siguiente volví a tener turno de tarde. Estuve pendiente del reloj y, mientras las auxiliares daban de cenar en el comedor, cogí todo lo necesario y subí a la habitación. Tal y como le había explicado a Mario, a los residentes encamados les daban de cenar primero. Arriba no quedaba nadie, pero sólo teníamos media hora antes de que los demás terminaran de cenar. Lo primero fue ponerle el colirio que prevendría la miosis de sus pupilas. Luego le canalicé la vía sanguínea en la zona donde más pelo le quedaba. Ese sería todo el dolor que Mario habría de sentir, pero cuando fui a colocarle la válvula vi temor en sus ojos.
— Me quedaré hasta el final —prometí cogiéndole de la mano.
Ese gesto de apoyo bastó para que Mario se tranquilizara. Entonces le pregunté si estaba preparado y, con el movimiento desmedido propio del Parkinson, él asintió.
Puse la válvula entre sus dientes tal y como habíamos ensayado. Mario me apretó la mano con fuerza. Sabía que llegado el momento no debía vacilar, de modo que cerró los ojos, tomó aliento y finalmente accionó la válvula.
Todo había acabado en cuestión de segundos. Esos inquietantes segundos que tarda una sobredosis en parar tu corazón y dejar en tu rostro una expresión sin alma. A continuación recogí todo meticulosamente y bajé a ayudar a las auxiliares al igual que siempre.
Al día siguiente, la compañera del turno de mañana me comunicó el repentino fallecimiento de Mario.
— Pero, ¿esta mañana? —pregunté mostrando sorpresa.
— No —desmintió— ¡Pues sólo había faltado eso! ¡Menudo follón me ha liado Juan Pedro!
— ¿Juan Pedro?
— ¡Vaya! Se ha plantado en la puerta gritando que se iba —dramatizó mi compañera haciendo aspavientos.
— ¿A dónde? —sonreí.
Descarté hacer más preguntas sobre Mario, así que eso fue todo lo que hablamos sobre él. Para enterarme de algo más revisé la agenda donde registrábamos las novedades.
“ — 02:00 h. Mario Ortiz González. EXITUS. Aviso a la Directora y a la familia.”
Justo debajo estaba la escueta nota firmada por el médico de Urgencias. Como causa inmediata del fallecimiento figuraba, broncoaspiración y, como causa fundamental, “Parkinson”.
Dos o tres semanas más tarde, estaba actualizando los tratamientos que el médico había cambiado esa mañana cuando de pronto escuche ese “Tacatá – Tacatá” tan familiar que nos había abandonado tras la muerte de Mario.
En efecto, un minuto más tarde me estaban llamando. Cristina estaba esperándome en recepción.
Después del sobresalto inicial al corroborar de quién se trataba, fui al baño y delante del espejo me esforcé por recuperar la serenidad en tres segundos. La hija de Mario era la mujer más elegante, altiva e impasible que yo hubiera conocido. Tan hermosa y delgada, no tenía nada que envidiar a todas esas famosas que salen en televisión, más bien al contrario. Así pues, aunque dicen que “no está hecha la miel para la boca del asno”, antes de ir a ver que la traía de nuevo por allí me eché un poco de colonia, por si acaso.
Cristina me esperaba delante de la cristalera, mirando absorta el jardín donde tantas tardes había pasado leyéndole a su padre.
— Buenas tardes —la saludé desde detrás.
— ¿Eh? —se volvió sobresaltada.
— Lo siento, no pretendía asustarla —me disculpé y, en referencia al jardín, añadí— Todo sigue igual, ¿verdad?
— Ahora no está tan bonito —afirmó Cristina con profunda tristeza.
— Claro que sí —rebatí— Lo que pasa es que cada estación es hermosa de una forma distinta a la anterior. Es lo mismo que nos ocurre a las personas. Los niños son la primavera; los jóvenes, el verano; los adultos, el otoño y los ancianos, el invierno. Cada estación tiene su encanto propio.
Indolente, Cristina me escrutó con la mirada para averiguar a qué había venido semejante alarde poético.
— Yo soy como el otoño, ¿no? —indagó apartándose un mechón de pelo de delante de la cara.
La verdad es que Cristina iba vestida con tonos fríos a juego con la estación imperante.
— Un otoño apacible, sin temperaturas extremas —dije con zalamería— y con mucho que ofrecer.
Cristina esbozó una sonrisa apartando por un instante la tristeza de su rostro. Su camisa color rojo oscuro cubierta de florecillas combinaba a la perfección con la larga falda de color marrón. Yo sabía que si Cristina no estaba tan radiante como siempre era sólo a causa de la aflicción por la muerte de su padre.
Cristina volvió a emplear un tono imperturbable para preguntar si había algún sitio donde pudiéramos hablar en privado.
Sin la menor idea de cuáles eran sus intenciones, la acompañé hasta la enfermería. Una vez allí, Cristina tomó asiento y me preguntó con tono circunspecto si sabía lo del testamento de su padre. Yo abrí los ojos de par en par.
— Sí, mi padre modificó su testamento dos semanas antes de morir —explicó Cristina con evidente disgusto— y, entre otras cosas, le incluyó a usted.
Me quedé atónito.
— ¿No va a decir nada? —inquirió enseguida.
— Yo… —yo no sabía que decir— No sé, es la primera vez que me ocurre algo así.
— Eso espero, porque pienso hacer que le investiguen.
Se me pusieron los pelos de punta, pero salí al ataque para que no se notara.
— Bueno —me encogí de hombros— La verdad es que parece que a usted le sobra el dinero, así que es libre de malgastarlo como quiera, pero le aseguro que es la primera vez que me pasa algo así.
— No sé si creerle, es usted muy… amable con los ancianos.
— Con los ancianos y con todo el mundo —alegué sin dar crédito— Incluso con las personas que vienen a insultarme.
Cristina continuó escrutándome con la mirada, así que retomé la palabra.
— Haga lo que crea oportuno —proseguí— pero si de verdad piensa que su padre se habría dejado engañar es que no le conocía.
De pronto el semblante glacial de Cristina se desmoronó y, tapándose la cara con ambas manos, se echó a llorar. Negaba con la cabeza al tiempo que se deshacía en llanto, ella sabía que yo tenía razón. Cristina se había dejado llevar por el dolor y la impotencia ante la decisión de su padre.
En lugar de quedarme mirándola, me fui a su lado y la abracé. Su tristeza fluía en un dosel de lágrimas que esparció el maquillaje por toda su cara y, cuando finalmente alzó la vista, sus ojos enrojecidos buscaron consuelo en los míos.
Cristina me miró con gratitud, se secó las lágrimas y antes de marcharse me anotó el nombre del notario que había registrado el testamento de su padre.
Ya a solas me quedé mirando aquel insignificante pedazo de papel, consciente del indeleble rastro que Mario había dejado tras de mí.
Afortunadamente todo quedó en un susto. La cantidad que Mario me legó no fue tan importante como para que sus familiares se querellasen contra mí. No obstante, a partir de entonces sólo ayudé a morir a personas con trastornos graves y muy avanzados de Alzheimer, demencia o parálisis cerebral, personas todas ellas incapacitadas judicialmente y que, por tanto, no pueden otorgar testamento.

FIN

1 comentario - Jóvenes maduras (lV)

yiyo356
Me imagino que tendrá una precuela o algo así, no nos podes dejar sin saber que pasó con la hija de tu amiga y con ella misma... Excelente relato!!!