Siete por siete (77): El sueño del pibe (VI)




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Compendio I


Estar casado con Marisol es una de las cosas más ricas que me pudo pasar. Solamente, ella me comprende mejor que nadie y si le pido algo, se desvive en cumplírmelo.
Como he seguido tenso por el asunto de trabajo (el acceso a la información desde mi casa es demasiado limitado), le he pedido si podemos hacer el amor por toda la casa hoy.
Y así lo hemos hecho. Empezamos por la mañana, en la ducha. Luego en el comedor. Luego en la cocina. En el living. En la escalera. En el cuarto de la lavadora…
Tuvimos que parar un poco al mediodía, porque las pequeñas querían almorzar. Aprovechamos de comer nosotros y tras lavar la loza, le dimos y le dimos otra vez.
Le he reventado la cola. He llenado su rajita con mi leche. Me la ha comido tanto como yo he comido la suya. Sus pechos cubiertos con mi hombría y ella, deliciosa como siempre.
Nos íbamos a duchar, para sacarnos el sudor, pero vi esa pompa bronceada y jugosa y tuve que darle. Y no contento con eso, hacerle una vez más el amor en la ducha.
No sé si quedará embarazada (Porque aunque se toma las pastillas con religiosidad, en días como hoy, las exijo demasiado) o no y aunque lo hemos conversado, no nos preocupa. Si pasara, pasara.
Y acá estamos, acostaditos, yo con el pantalón de mi pijama y ella, con un negligé blanco, apoyada sobre mi brazo.
Su cabello huele rico y está medio dormida del cansancio.
Pero es por ella que sigo escribiendo. Quiero que se levante por la mañana y lea cómo sucedió.
A veces, medio la entiendo, porque a pesar de sentirme culpable, hay chicas como Susana que vale la pena ser un bandido, robarles un beso y hacerles el amor, hasta dejarlas satisfechas.
Esa mañana, estaba nerviosa, porque ella misma sabía lo que pasaría…
“A lo mejor… vos no debés aprender conmigo…” me dijo, apenas empecé a meter los pies en el agua.
“Si tú me dices que no…” le respondí, dejándola que decidiera.
Ella quería ser “La amiga buena”, “La maestra desinteresada”…
Simplemente, sonrió y dejó que las cosas pasaran…
“Bueno… vos querés aprender… si te levantaste tan temprano…”
Porque ella no consideraba que yo deseara besarla o hacerla mía.
Nadamos en silencio, cerca de unos 300 metros. Ella se subió a la tabla y no me miró.
Quizás, porque me tenía miedo. Quizás, porque tenía miedo de lo que quería hacerme ella…
Llegamos a la zona donde reventaban las olas. Eran de tamaño considerable, de unos 4 metros.
Me había sugerido un flotador, pero se nadar bien y tampoco quería ni tenía un traje térmico de neopreno, porque el agua, a pesar que no amanecía y se veían las primeras luces de la mañana, seguía bastante tibia.
“¡Tené cuidado, pibe! ¡Tené cuidado!... ¡No te hagás el valiente!” me dijo, cuando llegamos al punto donde iba a reventar la próxima.
Comprendo por qué no me facilitó la tabla, siendo que era mi primera vez. Estaba posesiva y asustada.
No quería pasarme algo que la obligara a verme…
Por mi parte, fui un poco irresponsable. Quise ver qué tan profundo era el agua, ya que mi padre me enseñó que la mejor manera de enfrentar una ola que va a reventar encima es meterse por debajo de ella.
Nadé y nadé, abriendo mis ojos, intentando de llegar al fondo. Pero estimo que se encontraba a unos 15 metros bajo el nivel del mar.
Debí estar bajo el agua cerca de 20 segundos y cuando emergí, escuchaba sus gritos desesperados, llamándome…
“¡Marco!... ¡Marco!” Gemía ella, afligida, mirando en todas direcciones.
“¡Aquí!” respondí, limpiándome el agua de mar de la cara.
“¡Boludo!” me dijo, llorando de felicidad, muy aliviada. “¡No me asustés así!”
La mañana estaba nublada y corría un viento ligero, pero agradable. Se escuchaban algunas gaviotas y pelicanos al pasar, junto con otros pájaros que debían ser de la zona.
“¿No debería haber traído mi propia tabla?” le pregunté, cuando llegamos a su punto de descanso.
“¿Por qué lo decís?”
“Porque esta es tu tabla… y al parecer, es tu regalona…” dije, señalando el sticker de “Pequeño Pony” que estaba laminado sobre la punta.
“¡Ay, no!” exclamó avergonzada, cubriéndola con las 2 manos. “¡Debés creer que soy una pava!…”
“¡Para nada!” le respondí, sonriendo. “Sólo me sorprende que compartas algo tan íntimo conmigo…”
Lo dije para confundirla…
Para que se diera cuenta que era ella la que tomaba las decisiones.
“Bueno… lo primero que vos debes aprender es apoyarte en la tabla.” Dijo, enseñándome como corresponde. “Vos no podes apoyarte en las esquinas, porque te hundís.”
Levantó su cuerpo y abrió las piernas para montarse.
El traje, mojado, destacaba más su figura sensual y su regordete trasero.
“A lo mejor, pensás que es como las tablas de body, que se hacen pedazos si 2 pibes se montan encima… pero no. Estas tablas son más resistentes y pueden aguantar a más gente.” Me dijo, mirando para atrás. “¡Intentaló vos por atrás, para ver si lo hacés bien!…”
En realidad, no era tan difícil como lo intentaba hacer ver. El problema era que, una vez encima de la tabla, quedaba justo a centímetros de ese apetitoso trasero…
Ella se dio cuenta y por eso, se echó al agua al instante.
“¡Lo haces bien, pibe! ¡Lo haces bien!” me dijo, tratando de sacarse el sofoco de encima. “¡Ahora, para poder bracear, vos…!”
“¡Susana!...” le interrumpí. “¡Susana, eso ya lo sé! ¡Te dije que he usado tablas de body!”
Ella sonrió.
“¡Lo siento!” se disculpó. “¡Pensé que no sabías nada!”
“¡Háblame de cómo pararme, porque eso es algo nuevo!”
“Bueno… si tenés equilibrio, podés pararte de rodillas, para empezar…”
Intenté ponerme de rodillas, pero la tabla salió volando…
Ella se rió.
“¿Lo ves, pibe? ¡Te pasó por saltarte lecciones!” se burló de mí.
Me monté de nuevo y comprendí mi error.
“Marco… a lo mejor no me entendés, pero… ¡“La tabla te avisa”!” dijo ella, alzando las manos, como si hablase de misticismo.
Pero entendí que era su manera de ubicar mi propio centro de gravedad.
“¡No, boludo! ¡Movete más atrás, que te vas a caer otra vez!” me ordenó ella.
Pero no estaba equivocada: la tabla, en cierta forma, si hablaba…
“¡No puedo, Susana!” le respondí. “¡La tabla me dice que más acá!”
Se enojó…
“¡Si te vas a burlar, no te enseño!”
Entonces, me apoyé en mis manos, encogí mis piernas… ¡Y lo pude hacer!
“¡La madre que te parió!” exclamó ella, sorprendida.
“La tabla dijo que no me puedo parar como tú, porque estoy más gordo…” Le dije, para que no siguiera enojada.
Ella sonrió.
“¡Boludo!” dijo ella, tirándome un charco.
Y entonces, pasamos a la lección final…
“¡Mirá, esto no te lo puedo enseñar yo!” me dijo, claramente emocionada. “¡Es algo que sentís vos, en tu cuerpo y en tus brazos! ¡Tenés que mirar a la ola y adivinar dónde y cuándo va a reventar!”
Y ahí existía otra diferencia con el body. Cuando yo lo hacía, tenía que tomarla reventando o tras reventar.
Pero con la tabla, tenía que ubicarme cuando se levantaba y tirarme en diagonal.
“¡La movés con la cintura!... pero tratá y equilibráte…” me gritó ella, esperando más allá de la zona de reviente.
Las primeras 4 veces, me caí sin dar ni una. A la quinta, me equilibré un poco, pero me descentré. La 6ta y la 7ma también.
Pero a la 8va, de pura chiripa le pegué al ángulo y sentía la columna de agua alzarse en mi espalda, cuando empecé a ponerme de rodillas.
“¡Anda, boludo, anda!” me decía Susana, muy contenta.
La ola empezó a reventar y por unos breves 10 segundos, surfeé…
El problema fue que perdí el equilibrio, la tabla patinó y la punta se enterró en la muralla de agua.
“¡Susana! ¿Me viste? ¡Surfeé un poco!” dije, cuando nadé a su lado.
Ella estaba excitada y contenta.
“¡Te vi, loco, te vi! ¡Lo hiciste bien!” me dijo, muy alegre.
Y fue en esos momentos espontáneos, que me arrimé a su lado y le robé un beso…
“¡Marco! ¿Qué hacés?” preguntó, sorprendida.
“¡Te estoy dando las gracias!” respondí.
“¡No, vos me besaste!” dijo ella, muy abochornada.
“Pues… sí. Porque eres hermosa…” le dije.
“¡No! ¡Sos un boludo! ¡Eres un fresco!” exclamó, enojándose. “¡Vos tenés a Mari!... ¡Y yo… tengo a Giacopo!”
“Pero no están aquí… y quiero besarte de nuevo…”
Se puso colorada…
“¿Por… qué?”
“Porque eres bonita y porque estoy contento…”
“Pero… ¿Por qué… querés besarme vos?” preguntaba nuevamente.
No iba a explicárselo otra vez.
La besé y ella se dejó llevar por sus impulsos…
“¡Besás rico, boludo!” dijo ella, envolviéndome con sus piernas.
Me deseaba...
Ella agarraba mi pantalón, sobándola…
“¿Te tengo así de duro?” preguntó por unos breves segundos, para besarme y seguir acariciándola.
“¡Susana, quiero metértela!” Le dije, cuando ya no aguantaba más. “¡Por favor, dime que te cuidas!”
No me respondió, porque no sabía qué pensar. Sentía tantas cosas a la vez, que su mente no se podía organizar.
¡Cómo odie ese traje de neopreno! ¡Tenía la cremallera por la espalda y si quería desnudarla, tenía que parar de besarla!
De hecho, lo saqué con tanta impaciencia, que desabroché su top.
“¡Mis lolas!” exclamó, asustada y le hizo reaccionar.
“¡No, Marco! ¡Vos no me podes besar! ¡Sos el marido de Mari!” me suplicaba.
Pero mis instintos estaban desatados y le amasaba los pechos con suavidad.
Eran blanquitos y pujantes, con un pezón pequeñito, pero muy parado y durito.
Además, sus besos eran sabrosos. Profundos, como su amor por el mar.
También lloraba, al ver que no se podía contener.
“¿Por qué me besás así? ¿Por qué sos tan lindo?” gimoteaba, mientras yo trataba de despejar su tanga. “¡Vos me mirás como una mina… y siento que me podés distinguir de Nery! ¿Por qué, boludo? ¿Por qué?”
La besaba una vez más, mientras metía la cabeza en su estrecha rajita.
A ella, le encantaba…
“¡Y la tenés enorme!” me dijo, sonriendo con lágrimas, como si fuera el colmo de los males. “¡Te conozco tan poco… y siento que vos me conocés toda una vida!”
La empecé a bombear y fue una experiencia muy linda, porque Susana quería ser leal a mi esposa, pero lloraba ante la flaqueza.
“¡No quiero ser trola, Mari! ¡No quiero ser trola!” se quejaba. “¡Pero me gusta mucho tu marido!”
Y se la seguí metiendo y sacando. Me afirmaba a sus nalgas paradas y me hipnotizaba en el vaivén de sus pechos, mientras que ella adoptaba la posición que días atrás, mi esposa había tomado.
“¡Se siente tan rico!... ¡Se siente tan rico!... ¡Por favor, dame más!...”
Aun seguíamos en la parte profunda de la playa y si me apoyaba en algo, era solamente en ella.
La tabla y el traje flotaban cerca. Desgraciadamente, su top fue la única víctima desaparecida.
La sensación era como estar en el espacio. Sentía el vacío tibio generado en mi espalda, a medida que la bombeaba más y más rápido.
Ella se quejaba, pero no me veía. Tal vez, por remordimientos o simplemente, por disfrutar la extraña sensación.
Tampoco puedo asegurar si alcanzó o no varios orgasmos, ya que con el vaivén, se colaba parte del agua de mar junto mis movimientos.
“¡Susana… me voy a correr!”
“¡No, boludo!... ¡Sacála!... ¡Sacála!...” me pidió, desesperada.
Por un momento, me asusté, pensando que era por no tomar pastillas.
Pero se me hincha tanto y ella era tan estrecha, que no pude evitarlo.
“¡Y me llenás… con tu leche!” dijo, al sentir mi potente descarga.
Antes de salir, Marisol me “ordeñó” como todas las mañanas. Pero al parecer, gané otra carga en el trayecto a la playa.
Si antes se veía bonita, dichosa se veía esplendorosa. Y a pesar que tenía una sonrisa triste y amarga, estaba satisfecha y pacífica.
“¡Ahora entiendo a Mari cuando dice que te quedas atrapado!” me dijo ella, sonriendo serena, mientras flotábamos pegados en el mar.
“¡Susana, no pude sacarla! ¡Si te embarazas, yo me…!”
“¡Cállate, boludo!” me interrumpió. “¡Hasta en eso, sos adorable!... ¡Yo me cuido, Marco, porque Giacopo es un inmaduro, pero me busca a cada rato!”
Fue un alivio escuchar eso…
“¡Pero nunca he gozado tanto como con vos!” me dijo, acariciando mi cara.
Era una de esas frases que no podías responder. Porque si decías que tú también, echaba por la borda todo mi matrimonio con mi esposa.
Si le decía la verdad, lo único que conseguiría sería convertir lo dulce en amargo.
Por primera vez en ese viaje, Susana cortó la mirada conmigo y por un breve par de segundos, me confundió, pensando que lo había hecho con Nery.
Sin embargo, su elocuencia me dio a entender que estaba con la hermana correcta.
“Parando las boludeces… Marco… ¿Vos podés reconocerme, verdad?”
Y tuve que explicarle.
“Si me miras a los ojos, puedo… pero ahora, si me preguntas… no estoy seguro…” confesé, maravillado.
Y me miró, sonriente.
“¡Si, definitivamente eres Susana!” le dije.
Se puso más contenta…
“¡Mari tiene mucha suerte!”
Llegamos a la orilla, yo llevando el traje y la tabla, ya que sin su top, quedaba con sus pechos al aire.
Eran cerca de las 10 y los otros surfistas recién empezaban a tomar las olas.
“¡Por suerte, traje la remera!” dijo ella. “¡No conduciría el jeep con mis lolas afuera!”
La bahía a la que íbamos se encontraba a una hora y algo de Waingapu. La mayoría de los surfistas arriendan motos para movilizarse dentro de la isla (como en el caso de Nery).
Pero como Susana era más experimentada y tenía su tabla propia, había arrendado un Jeep. Yo, por mi parte, había arrendado una camioneta.
“Susana… ¿Te gustaría… hacerlo de nuevo… aquí?”
Aunque en el mar fue una experiencia nueva y agradable, tenía ganas de hacerlo en un lugar donde me pudiera afirmar. Donde pudiera sentir que la penetración era completa y pudiese llegar hasta el fondo.
Ella me miró sorprendida.
“¿Querés… hacerlo de nuevo?”
Mi traje de baño hablaba por sí solo.
Ella se reía, impresionada.
“¿Tan luego?...” exclamó, con una gran sonrisa, al descubrir mi traje de baño, ansiosa, como si fuera un regalo de navidad.
“¿No querés mejor… un pete?” me preguntó, al ver que estaba palpitante y no le mentía.
“¡Es que… te tengo ganas!” confesé.
“¡Primero, probemos con el pete!” dijo ella, creyendo que me iba a calmar.
Y me dio lo que podría llamar una “mamada aristocrática”, porque al acostarme en la arena, tras descubrirla, le daba 1, 2, 3 sacudidas y la chupaba 1 y 2.
1,2,3 sacudidas y la chupaba 1 y 2.
“¡La tenés bien dura y caliente!”
Y era periódica, como un reloj.
Claro que a medida que se empezaba a excitar, la chupaba con mayor intensidad.
“¡Anda, boludo! ¡Corréte de una vez!” me ordenaba, estrujando mis testículos.
Para el final, se la metía hasta casi al fondo.
Cuando me corrí, acabé en su cara.
“¡Linda me dejaste, pibe, con lefa en toda la cara!” protestó, muerta de la risa, chupando mis jugos de la mano. “¡Pero tenés buen sabor!”
“Susana… igual quiero metértela.”
Era evidente que a pesar de sus esfuerzos, pajarote no se había ni siquiera inmutado. Y es que como dicen, “Con una vez, es ninguna”.
“¿Vos… aun podés?” preguntó, impresionada.
Y la empezó a cabalgar…
“¡Ah, boludo!... ¡Que rica la tenés!... ¡Uh!... ¡La poronga que se gasta Mari por las noches!...” exclamaba ella dichosamente, mientras me montaba…
Pero YO quería penetrarla…
“¡Ahhh, Boludo!... ¡Rómpeme!... ¡Rómpeme, con la polla!...” Suplicaba, a medida que se la enterraba.
La había puesto encima del traje térmico, para que no se llenara de arena, pero mis embestidas eran tan fuertes, que el traje se había doblado y ella sentía mitad arena, mitad neopreno en la cola.
“¡Pártime, loco!... ¡Pártime en 2!... ¡Dame más!... ¡Ahhh!”
Eyaculé una vez más y quedé cansado, sobre ella.
“¡Sos un monstruo, boludo!... ¡Un monstruo!...” me decía, besándome apasionada y riéndose, con satisfacción. “¡Y me conocés, pelotudo!... ¡Me conocés mejor que mi novio, boludo!...”
Y me besaba, muy contenta en esos momentos.
Pero una vez que me achiqué y que nos mojamos en el mar, para limpiarnos, volvieron sus remordimientos.
“¡Marco, no te voy a mentir!... ¡Me gustás un montón!... ¡De veras!... pero Mari es muy derecha… y sincera… y no está bien que le hagamos esto…”
Sonreí, al ver que pensaba como yo.
“¡Susana, me ha gustado hacerlo contigo!” le dije, mientras me colocaba la polera. “Pero no tienes que preocuparte que pare de amar a Marisol por ti. Es mi mejor amiga y mi esposa… y lo de hoy, ha sido porque quisiste compartir algo tan tuyo conmigo…”
Ella sonreía, más serena.
“¿Sabés? Cuando Mari me dijo que estaba casada con vos, pensé que era inmadura… pero ahora que te conozco mejor, entiendo bien su decisión…”
Y diciendo eso, guardamos las cosas en nuestros vehículos, nos besamos una vez más y regresamos a Waingapu, a las casas de nuestros seres queridos.


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