Una peculiar familia 12

CAPÍTULO XII

Si en su momento dije que mi prima Sara era poco agraciada de cara y que poseía un cuerpo de los que quitan el hipo, ahora me ratifico plenamente en lo segundo y rectifico en buena parte lo primero. Aparte de que un poco de maquillaje convenientemente distribuido puede hacer milagros, yo más bien creo que, en el caso de Sara, el verdadero secreto estuvo en el pelo. Sí, así como suena. Y me refiero al pelo normal, al que crece en la cabeza, y no al que se reparte por otros sitios ni al que, más delicadamente, suele llamársele vello.

Durante mi corta estancia en Romedales, siempre había visto a Sara con el pelo recogido atrás, formando un moño por encima de la nuca. Al verla ahora, con su maravillosa melena suelta, inundando de oro sus desnudos hombros y sus cubiertas tetas, cayendo también por detrás hasta la mitad de su espalda, me pareció una Sara completamente diferente. Casi una rubia de película. Casi una Sara Montiel en sus mejores tiempos.

El que haya venido siguiendo mis andanzas, sabrá que Sara tenía pendiente un viaje a la ciudad al objeto de examinarse para obtener el carné de conducir. Ese viaje al fin se había producido y mi padre había ido solo a recogerla en la estación de autobuses, por coincidir la hora de llegada del de Sara con la de salida de mi padre del trabajo.

Aunque yo ya tenía bastante tarea con Luci y Dori, a las que procuraba dar satisfacción dentro de mis posibilidades, la no por esperada menos sorprendente presencia de Sara en casa hizo reavivar en mí deseos que el tiempo había ido anestesiando poco a poco.

Sara estaba inmensa con aquellos ajustados tejanos y con aquella camiseta de tirantas, que a duras penas le tapaba el ombligo y bajo la cual sus formidables tetas se destacaban como dos cuencos puestos boca abajo.

Creo que no hay nada como hacer trabajar a la imaginación y Sara puso la mía a trabajar a destajo desde el primer momento. Aunque yo acababa de regresar a casa después de recibir la enésima "clase" de natación, de buena gana me la hubiera tirado en aquel mismo instante sin el menor problema. Y es que mi verga, que debiera de estar más que saciada con la reciente sesión mantenida con Luci, ante la novedad de plato tan sabroso no dudó en ponerse otra vez a punto de caramelo.

Los últimos días habían sido especialmente activos y sólo gracias a mi natural vitalidad lo sobrellevaba con bastante dignidad. Luci, con el cuento de que conmigo le resultaba todo tan maravilloso, no me perdonaba ni un día. Dori, que veía peligrar el monopolio que hasta entonces había venido ejerciendo sobre mí, se tornó más antojadiza y exigente.

—¿Es que esas clases de natación no terminan nunca? —me reprochaba alguna vez que yo no acertaba a dar la talla—. ¿Tan torpe eres?

—Eso mismo me pregunto yo —respondía—. Pero es que Bea parece empeñada en hacer de mí un nuevo Mark Spitz y las clases son cada vez más agotadoras.

Debo aclarar que Dori tampoco sabía nada de Luci. No es que dudara de su discreción, pues nunca me había fallado en tal sentido; pero entendía que, de momento, mientras menos gente supiera del asunto, menor era el riesgo de que se propagara y pudiera llegar a oídos de mi padre, que era lo que en verdad me preocupaba.

Ahora, con Sara, la cosa se complicaba aún más, pues estaba claro que todas mis preferencias iban dirigidas hacia su persona. Y aunque no creo que hubiera motivos para que así fuera, pues tenía tres días por delante para poder disfrutar de ella (yo ya daba por hecho que por su parte no habría ningún inconveniente), no me hizo mucha gracia que Viki la copara como si de una pertenencia suya se tratara.

Se había acordado que le cediese mi dormitorio durante las tres noches que había de pasar con nosotros, quedando yo relegado a dormir en el sofá—cama del salón. La idea, lejos de molestarme, me pareció estupenda e incluso favorable para mis intereses. Por dos razones: porque mejor era encontrarme con Sara a solas y porque, pretextando tener sueño, podía mandar desalojar el salón en cuanto a mí me apeteciese y hacer que todo el mundo se marchase a la cama.

La primera noche no me hizo falta pretextar nada. Mi padre, como ya he dicho alguna vez, al poco de concluir la cena era el primero en desfilar hacia su dormitorio y, automáticamente, mi madre le seguía como una ovejita bien enseñada. Eran mis hermanas, especialmente Barbi y Cati, las que gustaban de prolongar la velada viendo cualquier porquería televisiva; pero aquella noche deberían de estar todas muy cansadas por lo que fuese y se retiraron mucho más pronto que de costumbre. Sara estaba acostumbrada, en su vida de aldea, a acostarse a la hora de las gallinas y a despertar con el canto del gallo. No era de extrañar, pues, que estuviera deseando coger la cama cuanto antes.

—¿De veras que no te importa que ocupe yo tu cuarto? —me preguntó.

—Por mi linda primita renuncio yo a mi cuarto y hasta a mi propia vida si es necesario.

Bea me lo había advertido y la sonrisa de Sara me lo confirmó. No sé porqué, pero es rara la mujer a la que no le gusta que le digan cosas por el estilo, a pesar de que la exageración salta a la vista.

Con bastante más pena que alegría, la vi alejarse en dirección a mi cuarto con el balanceo de caderas más sugestivo que había visto en hembra alguna. Y es que en Sara todo era, por una razón o por otra, espectacular. Lo era lo que se veía a simple vista y mucho más aún lo era lo que no se veía, por lo que se intuía.

Sin apartar el pensamiento de ella en un solo instante, me dispuse a preparar el que había de ser mi lecho. Y en eso estaba cuando Sara reapareció en el salón.

—Me lo imaginaba —la oí decir a mi espalda.

Cuando me volví, me quedé sin habla. Los pantalones y la camiseta que luciera durante toda la tarde se habían trocado por un brevísimo camisón blanco que dejaba muchísimo más a la vista y muchísimo menos a la suposición.

Con gesto decidido me quitó de las manos la sábana que me disponía a desplegar sobre el simulacro de colchón que formaba el sofá una vez separada la pieza que se albergaba bajo lo que habitualmente servía de asiento.

—Ya que he venido a usurparte tu cuarto, lo menos que puedo hacer es prepararte la cama, ¿no?

—Tampoco tiene tanto trabajo —resté importancia al hecho—. Total, sólo se trata de estirar bien la sábana.

Yo no podía quitar los ojos de aquella panorámica que me ofrecía su escote mientras ella permanecía inclinada colocando la sábana. Eran las tetas más grandiosas que jamás había visto. No por lo grandes, que también lo eran aunque no tanto como las de su madre, sino por lo bien puestas, macizas y firmes que se adivinaban sin necesidad de tocarlas. Pero yo me moría de ganas de tocarla toda entera y mi polla pronto volvió a esgrimir una vez más su delatador bulto, que traté de ocultar a sus ojos colocándome estratégicamente tras el respaldo del sofá.

—¿Cuándo tienes que examinarte? —pregunté.

—Mañana me examino del teórico y, si apruebo, pasado mañana tendrá lugar la verdadera prueba de fuego.

—Seguro que lo aprobarás todo —afirmé por afirmar, con tal de ser simpático.

—No sé, no sé... No las tengo todas conmigo.

Contemplé en silencio como mullía la almohada.

—¿Tienes mucho sueño? —inquirí.

—No demasiado. ¿Por qué lo preguntas?

—Yo tampoco tengo ningún sueño. Has pasado toda la tarde con mis hermanas y me gustaría estar charlando un rato contigo.

Sara terminó de colocar la almohada, se incorporó y agitó la cabeza para apartar los mechones de pelo que le habían quedado sobre la cara.

—¿De qué quieres que hablemos?

—De cualquier cosa... De ti... De mí...

Sara me miró con un asomo de sonrisa burlona en sus labios.

—¿De mí? ¿Qué quieres que hablemos de mí?

Sin molestarme ya en ocultar la evidencia de mi erección, la tomé de la mano y la hice sentarse a mi lado en el borde de la ahora cama.

—¿Cómo os va la nueva vida sin tu padre?

—No se ha notado mucho el cambio. Total, para lo que paraba en casa últimamente...

—¿Y qué me cuentas de vuestras nuevas costumbres?

Había colocado mi diestra sobre su rodilla izquierda, que era la que me quedaba más próxima, y poco a poco empezaba a ascender por su muslo. De momento, Sara se dejaba hacer sin al parecer prestar atención a mi gesto.

—Creo que mamá se ha pasado un poco de rosca y ya empieza a dar que hablar en el pueblo.

—¿Ha llevado a la calle su falta de prejuicios?

—Aunque hemos ensayado de todo, Martita y yo no podemos darle lo que quiere y busca fuera lo que no tiene en casa. Al principio lo hacía con la mayor discreción; ahora no se corta nada.

—¿Qué es lo que habéis ensayado?

—Prefiero no entrar en detalles.

Mi mano alcanzaba ya el borde de su braguita. Sara se limitaba a dirigir de vez en cuando una mirada como perdida a mis evoluciones, pero seguía sin hacer ni decir nada para detener el avance.

—¿Tienes novio?

—¿Novio? —hizo un rictus casi de amargura—. No creo que llegue a tenerlo nunca mientras siga en Romedales.

—¿No te gusta ningún chico de Romedales?

—Ningún chico de Romedales me querría por novia. Si ya las separaciones están mal vistas, imagínate lo que pensarán de nosotras con la conducta de mamá.

Intenté coronar mi escalada pasando un par de dedos bajo la tela de su braguita y aquí sí me encontré ya con la resistencia de Sara. Su mano voló rápida a sujetar la mía e impedir la intrusión.

—¿Eres aún virgen? —proseguí mi interrogatorio haciendo como que no había pasado nada.

Esta vez la mueca de Sara fue más sardónica.

—Ni soy virgen ni dejo de serlo, según quiera entenderse. Aunque la prueba de mi virginidad ya pasó a la historia, no me he acostado con ningún macho.

—No lo entiendo muy bien.

—Pues es muy simple. Mamá compró uno de esos arneses que llevan incorporado un pene artificial y así nos desvirgó tanto a Martita como a mí.

Ahora fui yo quien tomó su mano y la obligué a ponerla sobre mi pene natural, que seguía conservando su más solemne aspecto. Ella intentó rehusar el contacto, pero mi mayor fuerza física terminó por imponerse.

—Ese pene artificial, ¿tiene alguna semejanza con el mío?

Sara miró para otro lado y obvió la respuesta. Tras forcejear unos instantes con ella, conseguí que su mano envolviera de lleno mi verga por encima del pantalón de deporte.

—¿No crees que va siendo hora de que pruebes uno de verdad?

Mi nueva pregunta se quedó igualmente sin contestación. Me pareció que se sentía algo inquieta, aunque no demasiado. Consideré que lo suyo era más desconcierto que otra cosa. La incité a que acariciara mi polla, guiando sus primeros movimientos, pero su mano se detenía en cuanto cesaba el impulso de la mía.

—¿Sabes que, desde que te vi el mes pasado, te deseo con todas mis ansias?

Sara suspiró y me miró:

—Será mejor que nos vayamos a la cama —dijo con tono impersonal.

—Ya estamos en la cama.

—Me refiero a irnos cada uno a la suya.

—Me da la impresión de que no eres sincera conmigo. Creo que lo deseas tanto como yo.

Di una nueva vuelta de tuerca a la situación. Me bajé el pantalón, dejando mi picha al aire, y la hice sentir su tacto en vivo y en directo. Su resistencia fue mínima y casi no tuve que hacer nada para que me la agarrara bien. Hasta el guiar sus movimientos, para que siguiera acariciándomela, se convirtió en un gesto que tenía más de testimonial que de necesario. De hecho, noté cómo sus pezones se acusaban cada vez más bajo la sutil tela de su camisón.

Cuando más seguro me hallaba de estar ganando la batalla, Sara me sorprendió poniéndose en pie de golpe, liberando su mano de la mía y literalmente huyendo en dirección a su aposento, que no dejaba de ser el mío. La seguí sin titubear y, cuando ella se dejó caer en su cama, que no dejaba de ser la mía, tampoco dudé en echarme sobre ella.

—¿Me vas a violar?

Aquella pregunta, formulada con aquel semblante tan serio, me dejó cortado. No era mi intención, por supuesto, violar a nadie; mas debo admitir que mis gestos sí daban lugar a sospecharlo. Me sorprendí a mí mismo a horcajadas sobre ella, con mi verga rondando por debajo del subido camisón en torno a su ombligo y mis manos aprisionando como grilletes sus muñecas, anulando toda capacidad de acción a unos brazos que en ningún momento habían intentado rechazarme.

—¿Sería preciso llegar a tal extremo? —me atreví a preguntar yo también.

Aflojé la presión de mis manos en torno a sus muñecas hasta liberarlas por completo.

—Nunca tomo —añadí— lo que no se me ofrece de buena gana.

—Entonces, ¿por qué has venido hasta aquí?

Juraría que mi voluntad no intervino para nada en ello y fueron mis propias manos, actuando por su cuenta, las que por sí solas se posaron en aquellas tetas que tanto ansiaban abarcar. No había fallado mi intuición: eran duras y tiernas, firmes y maleables, macizas y esponjosas; eran un cúmulo de contrastes que daban como resultado dos obras de arte capaces de eclipsarlo todo, de llenarlo todo como llenaban mis anhelantes manos, que sólo se conformaban con mantenerlas ligeramente oprimidas, emborrachándose del calor que transmitían a través de la tela.

Ahora era yo el que rehuía las palabras. ¿Qué podía decir que ella ya no supiera? Mi postura estaba clara. Era ella la que no acababa de definirse ni hacia un lado ni hacia el otro. ¿Cómo debía entender su actitud pasiva? ¿Aceptación, rechazo o simple indiferencia? A veces me parecía una cosa y a veces otra. Pero mi excitación, ajena a tal problemática, no menguaba por ello: mi picha seguía enredada bajo los pliegues de su camisón, humedeciendo más y más su ombligo, y mis huevos aplastados por el elástico del pantalón.

Aquello debía de ser bastante parecido a eso que suelen llamar calma tensa. Sara mantenía girada la cabeza hacia un lado para eludir mi mirada, casi en plan de chivo expiatorio. Entendí que algo había que hacer para salir de aquella situación y, aun no teniéndolas todas conmigo, me decidí a dar el primer paso.

Muy despacio, receloso de cualquier reacción negativa por su parte, comencé a ir subiendo su camisón. Apenas si pude alzarlo más allá de un palmo por encima de su ombligo, pues la parte de atrás, apresada bajo el peso de su cuerpo, no permitía un mayor avance. Era como desvestir a un muerto y urgía resucitarlo.

Me olvidé por el momento de sus tetas y, rectificando mi postura, intenté abordar su entrepierna. Toda la pasividad de Sara desapareció al instante y brazos y piernas se movilizaron al unísono para impedir la invasión. Se retorció de tal manera que intentar acceder a sus zonas íntimas se hizo imposible.

—¿Cuál es el problema? —pregunté asombrado de tan súbita agitación—. ¿Miedo o vergüenza?

—No me gusta que me toques ahí.

—¿Cómo puedes saberlo si aún no te he tocado?

—Lo sé.

—¿Dónde te gusta que te toquen?

—En ningún sitio.

—Pues eso es preocupante, ¿sabes? ¿Qué te parece si intentamos buscar un remedio?

—¿Cuál?

—No lo sé. Déjame que vaya probando.

—¿Probando qué?

—Distintas alternativas. Es posible que tengas un grave problema de sensibilidad.

—No sé a qué te refieres.

La actitud de Sara empezaba a recordarme cada vez más la que mantuvo Luci en nuestro primer "encuentro formal". También ahora tenía la sensación de ser mayor que Sara, a pesar de que ella me llevaba casi cuatro años de diferencia. Puesto ya a asumir mi papel de "doctor", con toda decisión le ordené:

—Quítate el camisón. Las bragas puedes dejártelas puestas, pues ya veo que el coño no hay forma de tocártelo por el momento.

—¿Qué quieres hacer? —me miró, no sé si asustada o escamada.

—Quítate el camisón y lo sabrás.

—Que sepas que no me fío de tus intenciones —me advirtió, ahora sí, con clara y manifiesta desconfianza.

Lo importante fue que, no sin darle muchas vueltas, se despojó del camisón y dejó que mi vista se regodeara con la contemplación de aquellos dos formidables monumentos colgantes, mucho más monumentos y mucho menos colgantes de lo que cabía suponer. Y como mis manos no querían ser menos que mis ojos, rápidamente pasaron a la acción, dando un concienzudo repaso a ambos portentos de la naturaleza, hasta conseguir que, en sus cúspides, florecieran los pezones con todo su esplendor.

Sara me miraba con cara de circunstancias y asistía en silencio al cada vez más intenso masaje.

Mi boca sintió celos de mis manos y atacó el pezón izquierdo. Dientes, labios y lengua se fueron alternando en el uso y disfrute de aquel fresón cada vez más duro y abultado y pasaron después al derecho para equilibrar las emociones.

Sara empezó a acusar los primeros síntomas de inseguridad y su pretendida falta de sensibilidad fue desmoronándose. Resultó un proceso asaz laborioso, pero la evidencia de los resultados me animaron a seguir insistiendo. Y mientras mi boca pasaba sin desmayo de uno a otro confín, mis manos se soltaron y dieron inicio a un amplio y avasallador recorrido por todo aquel complejo de curvas y planicies que componían el glorioso cuerpo de mi cada vez menos reticente prima.

La cosa iba por tan buenos derroteros que, sin cesar en mi voraz lengüeteo, acabé de quitarme los pantalones, pues ya empezaba a estar hasta los cojones de sentir en los ídem la presión del elástico. Ilusamente pensé que, tal vez denudándome yo, ella se animaría a hacer lo mismo.

No era la boca de Sara uno de sus principales atractivos. Sus labios eran finos y hasta me daba la impresión de que estaban un poco torcidos; pero cuando la fogosidad se dispara, detalles tan tri***s pasan desapercibidos y besé aquella boca con el mismo fervor que si de la de Angelina Jolie se tratara. Con más teatro que otra cosa, Sara insinuó un gesto de rechazo para, primero tímidamente y luego sin ningún complejo, aceptar de lleno el juego que mi lengua le proponía.

Estiré las piernas y busqué acomodar mi polla entre las suyas, apretándola contra su sexo sin más separación que la fina tela de sus bragas. Poco a poco empecé a sentir una humedad que no era mía y consideré llegado el momento de intentar el más difícil todavía: despojarla de la fatídica prenda.

La resistencia de Sara estaba notablemente disminuida pero no vencida. De igual forma que yo así por ambos lados las jodidas bragas, intentando bajárselas, ella se asió por delante a la cintura oponiéndose con tenacidad a mis propósitos, incrementando la fuerza de su empuje hacia arriba en la misma proporción que yo la aumentaba hacia abajo. Tuve que desistir una vez más, ante el temor de romper la prenda de la discordia.

—¿Escondes algo especial ahí? —pregunté no sin sorna—. Te advierto que estoy harto de ver coños, incluido el de tu madre.

—Me quitaré las bragas si apagas la luz —fue su propuesta.

—¿Para qué quieres que apague la luz?

—Porque me da vergüenza.

—Y con la luz apagada, ¿ya me dejarás que te lo toque?

Interpretando su silencio como un sí, acaté su deseo y a tientas la ayudé a completar por fin su desnudez.

No tardé en comprender cuál era el motivo de tanta reserva. Por lo que pude palpar, resultaba evidente que a Romedales no había llegado todavía la costumbre de que las mujeres se adecentaran el vello púbico y Sara había dejado crecer el suyo a su antojo, de forma que bien podía decirse que lucía en la entrepierna casi una segunda melena que le cubría toda la región pélvica. La más elemental prudencia me dictó no hacer el menor comentario al respecto y, fingiendo no reparar en ello, me abrí hueco con los dedos en aquella espesa selva pilosa hasta que su raja quedó expedita a la acción de mi lengua.

No sé qué pensaría Sara que le iba a hacer o si estaba jugando conmigo a hacerse la interesante. La realidad es que inició una defensa numantina, a base de pellizcos, patadas y rodillazos, todo muy en silencio para no despertar a los que dormían, pero con una contundencia que me hizo reconsiderar de inmediato mi postura.

Pese a todo, algo en mi interior me decía que todo aquello era puro cuento y que Sara estaba tan deseosa de que me la cepillara como yo de cepillármela. Igual ocurría que la madre había llegado a pervertirla de tal modo que le gustaban las "violaciones simuladas". No estaba yo por aquellos entonces muy al corriente de las mil y una aberraciones que existen en el mundo del sexo y quizá fue Sara la que aquella noche empezó a abrirme los ojos.

Así que, superada la sorpresa, me metí de lleno en el juego. Encendí la luz sin miramiento alguno y, bajo su expectante mirada, me proveí del oportuno condón, colocándomelo parsimoniosamente.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—¿De veras no te lo imaginas?

—¿Vas a violarme?

La pregunta ya no me causó ninguna sensación especial.

—Tú puedes llamarlo como quieras —contesté fríamente—. Pero esta noche no hay quien te salve ya de un buen polvo.

—Gritaré si lo intentas.

—Pues entonces ahórrate el grito. No lo voy a intentar; lo voy a hacer.

—Me opondré con todas mis fuerzas.

—Me parece estupendo. Yo también te follaré con todas las mías.

Y empezó la pelea o, para ser más exacto, el simulacro de pelea. Sara estaba más que entusiasmada con el saludable aspecto que mi verga exhibía y, curiosamente, cuando vio acercarse el momento, toda su defensa consistió en golpearme con los puños en la espalda, teniendo buen cuidado de no hacerme daño, mientras dejaba que mi sexo se hundiera en el suyo hasta lo más hondo.

—Mañana se lo diré a tu padre —argumentó, al tiempo que sus puños iban perdiendo consistencia.

—Hazlo y tal vez consigas que él también te "viole".

Siguió con sus protestas algún rato; pero, al mismo tiempo, sus piernas se enroscaban a mi cintura y sus puños se convertían en acariciadoras manos.

—¿No te da vergüenza lo que estás haciendo conmigo?

—Sí; pero me la aguanto.

—Eres un maldito bribón.

—Lo que yo soy es un maldito brevón. Me encantan las brevas; y especialmente las que, como la tuya, son de primera calidad.

Diálogo tan singular me resultaba altamente excitante por lo novedoso y contradictorio, pues nada tenía que ver lo que decíamos con lo que estábamos haciendo.

—Eres un cabronazo —la lengua de Sara se iba soltando cada vez más mientras mayor era el placer que yo iba contagiándole.

El primer orgasmo no aportó ningún cambio en su peculiar facundia.

—Eres un verdadero hijo de puta —afirmó al tiempo que casi clavaba sus uñas en mis brazos entre estremecimientos—. Me has obligado a correrme sin yo querer.

—Si no fueras tan guarra, seguro que no te habrías corrido tan pronto. Ahora me vas a obligar a que te obligue a correrte al menos otra vez más.

—No creo que te atrevas a humillarme de esa manera.

Casi no le dio tiempo a terminar la frase. Y, a partir de ese momento, su táctica cambió por completo.

—No pensarás darme también por el culo, ¿verdad? Eso sí que no estoy dispuesta a permitirlo.

Entendiendo la indirecta y, puesto que también tenía vaselina suficiente a mano, pasé a sodomizarla "sin su consentimiento" consentido. Aquello fue ya demasiado y apenas pude aguantarlo un par de minutos.

—Y ahora —continuó Sara cuando estaba yo en plena descarga—, lo mismo quieres que te la chupe hasta dejártela como nueva, ¿verdad? Pues de eso ya puedes irte olvidando.

De lo que realmente me olvidé fue del tiempo que duró la mamada. Chupó y chupó como una descosida hasta hacer que de nuevo mi verga cobrase su lustre y terminase echando en su boca lo que no había terminado de verter en su culo.

—Para ser la primera vez que catas un macho —dije, dejándome caer rendido a su lado—, no lo has aprovechado nada mal.

—Tú lo has dicho —replicó muy seria, todavía con alguna que otra gota de leche basculando titubeante en sus comisuras—. La primera y la última vez. Si piensas que mañana se va a repetir esto, estás muy equivocado.

Y fue cierto. No se repitió. Al día siguiente, y al otro, follamos mucho más a conciencia y con un lenguaje más acorde. Estuve tan ocupado con Sara, que no tuve más remedio que saltarme las clases de natación. Y como creí que merecía la pena, le comenté a mi padre las buenas facultades y la fuerte personalidad de Sara y él también se encargó de darle y sacarle el debido provecho.

Resta decir, aunque sólo sea a titulo de curiosidad, que mi prima aprobó brillantemente sus exámenes y regresó a Romedales con su flamante carné de conducir y bien satisfecha su libido para unos cuantos días más.

Y Viki, mientras tanto, a verlas venir.

SIGUIENTE RELATOO

http://www.poringa.net/posts/relatos/2601166/Una-peculiar-familia-13.html



0 comentarios - Una peculiar familia 12