Tu me acariciaste

A veces, en las relaciones, pareciera que viviéramos en un mundo ciego, silencioso y oscuro, y que los amantes nos buscáramos a tientas en la oscuridad sin luz, sin sonidos, sin pistas para saber dónde estamos el uno y el otro.

En ese momento me sentía así con Alex.

Palpaba a oscuras, buscándolo, sin encontrar una luz para entender dónde estaba Alex y dónde me encontraba yo.

Yo estaba triste.

Tercer intento de localizarle en aquella tarde, llamando inútilmente al telefonillo de su casa, llovía y me sentía desolada.

Caminé unos pasos y entré en la vieja librería para esconder mi desconsuelo entre los libros.

Afuera diluviaba.

Un chaparrón otoñal que lavaba las calles y alejaba el calor que se negaba a abandonar la Ciudad.

Las librerías de viejo huelen a canela. Es un olor muy tranquilizador.

Pasé las puntas de los dedos sobre los lomos de los libros alineados en líneas irregulares en las estanterías, sintiendo la piel suave, acariciando su suave frialdad, paseando con paso quedo, el sonido de mis botas apagado por la moqueta, en paralelo a las estanterías que se distribuían geométricamente separando la librería en diferentes zonas.

El suave recorrido de mis dedos quedó parado por una mano que quería tomar un libro desde el otro lado de la estantería.

Tu me acariciaste y otros cuentos , D.H. Lawrence

Una mano elegante y masculina de dedos alargados, ni muy gruesos, ni muy delgados, uñas redondas y rosadas, una mano de artista.

Miré a través del recuadro de madera tostada. Unos ojos marrones miel, con reflejos verdosos, de cejas arqueadas y bien proporcionadas y pestañas castañas parpadeaban al otro lado.

- ¿Mónica?

Preguntó desde el otro lado una voz familiar.

Miré a través del hueco de la estantería. Los dedos de la mano de artista se acercaron a mis mejillas y me rozaron levemente.

- ¿Mónica? ¡qué carita más tristona!

Me dijo la voz.

- ¿Robert?


Robert Schau, el padre de Alex, dio la vuelta a la estantería hasta donde yo me encontraba. Sus manos sostenían el libro que había hecho chocar nuestros dedos.

- ¡Ei! ¿Qué te pasa?
- No encuentro a Alex. Le he llamado tres veces esta tarde y no me contesta.
- Se fue al Pueblo. A visitar a su madre. Ya sabes que ahí no hay cobertura…Pensé que te lo había dicho.
- No.

Mi cara de congoja era evidente. Robert me tomó del brazo y me invitó a subir a su piso.

El piso de Robert era una antiguo piso modernista de la ciudad vieja que Robert había conservado tal y como lo había heredado de su abuela.

La decoración era parca, masculina, tan sólo destacaba un gran piano y encima un pequeño pianito de Alex niño y dos fotos hechas por Robert de una joven y embarazada Antonia, la madre de Alex y ex mujer de Robert, y un Alex pequeño y reflexivo. El piso estaba limpio y ordenado (Gracias a Nora, la chica de la limpieza), sólo unas partituras del conservatorio de Alex ponían un poco de desorden en el comedor.

Robert me preparó una infusión. Puso música de su gusto, una interpretación de piano melancólica, de cíclicas resonancias, misteriosa. Resultaba raro ver a Robert moviéndose por el piso, porque siempre había estado allí con Alex.

Nos sentamos en uno de los sofás. Mi costado estaba pegado a su costado y podía sentir el calor de su piel a través de la tela de la camisa. Olía a mar.

Pude fijarme en el parecido de Robert y Alex.

Siempre había pensado que Alex, rubio como la madre, era más parecido a Antonia, pero, mientras hablábamos, me fijé en el rostro cuadrado, la nariz romana, los labios finos de Robert que eran los mismos que los de Alex. Una leve puntaza mariposeó en el estómago al descubrir el parecido entre padre e hijo.

Robert, ajeno a mis observaciones naturalistas, quitó importancia a mis penas con Alex, me guiñó el ojo, y, con una broma, me propuso acercarme al día siguiente al pueblo.

- Es hora de que vaya al Pueblo. Antonia estará encantada de verme – dijo con sorna.

Al marcharme, Robert sacó un paquete del bolsillo.

- Mónica, para ti.

Me ofreció el libro que habíamos tomado en la librería.

Era un detalle que, en su lugar, nunca habría tenido Alex. Él no se fijaba en estas cosas.



Así que al día siguiente tomamos la moto de Robert y fuimos para el pueblo.

Condujimos por carreteras secundarias paralelas a la costa donde nos bañaba la luz del sol otoñal entre los pinos, el viento nos traía el olor del mar que aparecía azul entre los árboles.

Mi cuerpo pegado al cuerpo de Robert, detrás de su espalda ancha, mis brazos enlazando su cintura, abrazando su talle, sintiendo su respiración.

Íbamos tranquilos, sin prisa. La mañana era fresca. La lluvia de la tarde anterior había limpiado el ambiente.

Robert aminoró un poco la marcha.

- ¿Vas bien? – me preguntó por encima del viento.
- Tengo las manos heladas – le dije.

Tomó mis manos sin dejar de conducir y las metió debajo de la americana. Un botón de su camisa estaba abierto, y mis dedos acariciaron el vello del pecho. Noté un breve respingo de su vientre.

Sentí calor.

Mis muslos estaban tensos sobre la moto.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

- ¡ Robert, paremos! – le grité.

Paramos a la orilla de la carretera. Robert se adelantó acomodándose la camisa.

Robert, aunque alto, era un poco más bajo que Alex y algo más corpulento, pero tenía la misma forma de caminar que Alex. Elegante, lenta y suave, con un toque rebelde. Un poco a lo Paul Newman.

- ¡Mónica, ven! – me llamó en la distancia – Quiero enseñarte algo.

Me tomó la mano y caminamos entre los pinos. Enseguida vimos el mar.


- ¿Has visto la roca agujereada? - Me dijo. Señalando con una mano. Su otra mano aún tomaba la mía.

Su mano rodeaba con sus dedos mi mano pequeña. Acariciaba distraído el dorso de mi mano con su dedo. Acaricié con las yemas de mis dedos las falanges de sus dedos largos. En un movimiento circular. Mis dedos se enlazaron con sus dedos.

Miramos el mar en silencio. Nuestras respiraciones acompasadas parecían latir al mismo ritmo que las olas del mar rompían abajo, en el acantilado.

Nos sentamos un rincón seco y soleado, bajo los pinos, el sol dibujaba en nuestros rostros las formas caprichosas de los árboles.

Robert se acomodó junto a mí, mientras miraba hacia el mar.

- ¿No escuchas la música? Parece que el viento bufa entre las olas y la roca suena como un instrumento.

- ¿Si? ¿qué música suena?

- La melodía del mundo al revés.

- ¿El mundo al revés?

- Si miras fijamente al otro lado del agujero verás que existe un mundo paralelo al nuestro. Al otro lado del agujero en vez de brillar el sol, brilla la luna. El mar está arriba y el cielo abajo.


En ese mundo paralelo se encuentran dos amantes que son como nosotros pero diferentes.

- ¿Dos amantes? ¿y qué hacen allí?

- Se están besando.

- ¿Se besan?

- Sí, él se acerca a ella y se besan, lentamente, suavemente, sintiendo la piel fina y delicada de los labios húmeda de mar, salada. Lamiéndose con lenguas ávidas como olas.

Nadan sumergidos en el mar, siguiendo el camino de la luna al otro lado, y se encuentran en un abrazo de manos y de piernas.


- Pero ¿cómo? ¿por qué nadan?

- Porque viven bajo el mar que está encima del cielo.

Nadan igual que nosotros caminamos. Se mueven fácilmente por el agua, iluminada por los reflejos de la luna que le muestra el camino para encontrarse. Entonces se funden en un abrazo tierno.

- ¿y cómo es ese abrazo?

- Él la rodea por la cintura acariciando la parte inferior de su espalda y ella enlaza sus brazos sobre hombros de él y las piernas en las caderas y poco a poco el agua que los separa se va desplazando, burbujeante, espumosa, hasta que tan sólo sienten la piel húmeda entre los dos.

Estando tan cerca, él acaricia su espalda y, mientras sostiene sus nalgas con una mano, sus dedos suaves van acariciando la hendidura entre ellas hasta sentir el vello rizado y empapado de su pubis.

Di un respingo.

- ¿Te gusta?

- Si, sigue contando.

- Ella se mece al ritmo de las olas, acariciando con su cuerpo el cuerpo de su amante y recibiendo con cada ola las caricias de sus dedos en el interior de su pubis.

- Es delicioso, sigue.

- Ella se deja acunar por el ritmo suave, mientras besa, lame, muerde, la piel de su amante que a su vez besa, lame, muerde la piel de ella.

- ¿y qué más?

- Ella recorre con sus manos los hombros, el pecho, el vientre, y toma tiernamente el pene de él.

Silencio.

Las olas se oyen en el acantilado.

- Cuéntame más, Robert.

- En la humedad del mar, él la busca a ella. Sus manos que acarician y sostienen las nalgas de ella, la elevan un instante sobre su pene y la penetra entre la efervescencia espumante del mar.

Con suave cadencia, lentamente, se hunde en ella como el mar se adentra en la roca, se agita, tiembla, embiste mojado y duro en su interior.

Enlazados los brazos y las piernas, unidos por un lazo de luna, meciéndose por las olas que acompañan rítmicamente las embestidas del coito, los gemidos de los amantes suenan como el ulular del viento entre las rocas, se mueven, se acarician, gimen, mientras sienten como viene el orgasmo estallando como las olas que lamen, lamen, lamen la orilla.

Él ruge, se estremece, brama, mientras se deshace en espuma blanca, sedosa, tibia. Se funde con ella en un suave susurro de arena que absorbe la espuma.


- Ha sido muy bonito.

Nos quedamos unos minutos en silencio, escuchando la música del mar, tranquilos.


- Vamos, Mónica. Queda un rato para llegar.


Su mano se desenlazó entonces para pasar sus dedos entre el pelo corto, castaño, sin canas aparentes.

Me levanté y sacudí las agujas de los pinos de mis vaqueros.

Proseguimos el camino.

Hacía el final del recorrido, nos desviamos hasta el interior, dejando atrás la costa concurrida, hasta el Pueblo. Atravesamos el pueblo y en las afueras, entre los pinos, divisamos la casa.

La casa de Antonia, la madre de Alex, era una casa de piedra típica de la zona, con un porche de columnas emparrado.

Afuera todavía conservaba la vieja cocina de piedra.

Antonia estaba atareada con una escultura en el porche.

- ¡Robert, dichosos los ojos! – dijo con un poco de ironía Antonia, al vernos llegar.
- Yo también estoy encantado de verte, Antonia – respondió Robert, besándola, sin embargo, con cariño.
- ¡Mónica, Alex está arriba! Sube a avisarlo – me dijo Antonia.

Subí por las escaleras al segundo piso. Mientras subía, oí que Robert le decía a Antonia,

- Vengo a por el polvo que me debes.
- ¿Yo te debo un polvo? ¡Serás cochino!

Me acerqué a Alex, que aún dormía tranquilo. Me tumbé a su lado. Esperando. Observé su parecido a Robert en un rostro más fino y aniñado. Pegué mi nariz a su nariz, respirándonos el aliento, casi besándonos, pero sin hacerlo. Alex abrió los ojos. Sus ojos eran azules. Los de Robert eran marrones. Me miró en silencio. Me abrazó cubriéndome con las sábanas, estaba desnudo, sentí su piel caliente. Esperé a que hablara.

- Mónica. Has venido. Ya no estás enfadada conmigo.

Nos miramos con los ojos brillantes.

- Me gustan tus ojos. Cuando te alegras parece que su color es más intenso. Hay como un círculo negro más oscuro que rodea el iris. – me dijo.

Besó mis ojos, con los párpados cerrados, besó entonces mi nariz, besó mis labios, abrazándome y acercándose aún más a mí. Besó mi cuello y me olió. Hundió su cabeza en mi hombro, respirando profundamente.

- Estoy loco por ti. Nunca he sentido nada parecido antes. Me vuelves loco.

Le abracé y lo acerqué aún más a mí. Hundí mis manos en su pelo, tan diferente al de Robert, pero igual de corto, acariciando el cuero cabelludo. Besándolo por todas partes y olisqueándolo como si fuera un cachorro. Alex olía a mar y a tierra. Su olor muy parecido al de Robert. Lamí su hombro, mientras él se hundía más y más en mí.

Me desabrochó la camisa, me beso los pezones, miró curioso las aureolas rosas, las acarició con la lengua, chupó succionando, mientras tomaba con sus manos los dos pechos, suavemente, acariciando.

Bajó hacia abajo con la nariz pegada. Me quitó los vaqueros y las bragas. Hundió su nariz en el sexo. Era un cachorrito olisqueando. Luego me acarició con la lengua. La hundió en el sexo, abriéndolo poco a poco. Con la lengua dura y tensa acarició el clítoris, lo rodeó en movimientos circulares, suaves y rápidos, haciendo que oleadas de placer me invadieran como ondas a través del cuerpo, pero no le dejé terminar.

Lo subí hacia mí, besando su boca mojada de mí y lamiendo todos sus recovecos. Lo besé en el cuello. Besé sus hombros, besé sus pezones pequeños y puntiagudos. Lamí su pecho sin vello, liso, aún de chico, a diferencia del de Robert, aún no tenía tanto vello como su padre.

Seguí con la lengua húmeda la fina línea de vello que iba del ombligo al sexo, lamí su pene salado, medio erecto y el pene respondió tensándose, endureciéndose, con las caricias de mi lengua.

Volví a su boca, de labios finos pero carnosos, como los de Robert, y nos besamos largamente, entrecruzando las lenguas, mordiendo los labios, chocando los dientes, mientras la mano de Alex buscaba mi clítoris y mi vagina húmeda y caliente.

Me buscó con el pene, y acarició con él los labios de mi sexo. Espera. Busqué un condón en su mesilla. ¿Dónde los tienes? Se incorporó un poco y buscó un condón en el cajón. Tomé el condón. Chupé su pene con la lengua. La metí en mi boca, acariciándola con los labios con suavidad, y luego puse el condón.

A horcajadas, comencé a follarle lentamente, sus manos en mis caderas marcando el ritmo.

Alex me pidió silencio, y paramos un momento. Escuchamos.

- ¿Quién está abajo? – preguntó.
- Son tus padres y creo que están follando.
- ¿Mis padres? – preguntó incrédulo – ¡Mis padres! –repitió otra vez sorprendido.
- Si, niño, los padres también follan.
- ¡pero si están divorciados!
- Esos también.

Volvió a follarme con más ritmo. Cambió de postura. Quería experimentar. Niño, me descoyuntas. No soy de chicle.

Me tomó de lado, aguantando las ganas de correrse, bajando el ritmo de la follada. Así la penetración era profunda, pero no me gustaba.

Probó otras posturas. Al final, me tomó subiendo las piernas sobre los hombros, mirándonos cara a cara, sosteniendo mi culo entre sus manos, follando rítmicamente, acariciando el interior del culo con las dos manos. Las mejillas estaban sonrosadas, la respiración contenida, silenciosa, mientras escuchábamos como Robert y Antonia echaban el polvo que se debían. Alex subió el ritmo, tomo mis manos con sus manos, enlazando los dedos, apretando contra las sábanas, sintiendo como el placer subía, venía, lentamente con cada embestida, cada vez más cerca, oímos como Robert se corría, y Antonia, gemía, discreta, apagando sus gemidos, yo me corrí y Alex también se corrió.




Al cabo del rato, bajé dejando a Alex en la ducha. Robert también tarareaba una melodía desde la ducha del patio.

Antonia colgaba de un árbol una de sus pequeñas esculturas móviles. Me acerqué a ella, que me dio un beso fresco, con olor a jabón Heno de Pravia. Yo olía a Tulipán Verde.

Me senté en el porche con una lectura en mi regazo, sintiendo el olor a pino que, tras la lluvia, parecía más intenso. Los pequeños móviles de Antonia lucían sonoros y brillantes, reflejando la luz del sol destelleante del mediodía.


Alex apareció limpio y sonriente, recién duchado, y, tras él, Robert, con el pelo mojado, las gotitas salpicando sus mejillas y sus hombros. Se enlazaron por los hombros un momento, intercambiando palabras cariñosas. Los dos tan parecidos como gotas de agua y, a la vez, tan diferentes.

Alex me saludó y se acercó para ver la escultura que Antonia estaba colocando en el árbol.

Robert pasó por mi lado de camino a Antonia, y, brevemente, cómplice, acarició mi mejilla.

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