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La Noche de las Máscaras en La Habana

La Noche de las Máscaras en La Habana
Me llamo María, tengo 35 años y un apetito sexual que no conoce límites. Aquel viaje a Cuba cambió mi forma de entender el placer para siempre. Mis amigos cubanos, gente abierta y fiestera como pocas, organizaron un baile de máscaras privado en una mansión colonial restaurada en las afueras de La Habana. La única regla estricta: todos con máscara. Nadie podía reconocer a nadie. Perfecto para lo que yo tenía en mente.
Me presenté con una máscara veneciana negra que cubría desde la frente hasta la mitad de la nariz, dejando solo mis labios rojos y mis ojos cargados de lujuria al descubierto. Encima, una capa larga de terciopelo rojo que llegaba hasta los tobillos. Debajo… absolutamente nada. Ni ropa interior, ni zapatos altos, nada. Solo mi cuerpo desnudo, depilado por completo, mis pezones ya duros por la anticipación y mi coño palpitando, húmedo antes siquiera de entrar.
Cuando crucé la puerta, el calor de la noche caribeña y el aroma a ron añejo, sudor y sexo incipiente me golpearon de lleno. La música era una salsa lenta y sensual que hacía mover las caderas de todos los enmascarados. Las luces eran tenues, solo velas y lámparas rojas que proyectaban sombras largas sobre cuerpos semidesnudos. Me quité la capa en un pasillo oscuro y la dejé caer. Sentí el aire fresco rozar mis tetas grandes y firmes, mis pezones erectos como piedrecitas, mi vientre plano y, más abajo, mis labios vaginales hinchados y brillantes por la excitación.



La Noche de las Máscaras en La Habana


Empecé a moverme por la sala principal, bailando sola, dejando que las miradas me recorrieran. Sentía ojos clavados en mis curvas, en mi culo redondo, en mi sexo expuesto. Un hombre alto, torso desnudo y musculoso, con máscara de cuero negro y pantalones ajustados, se acercó por detrás. Sin decir palabra, sus manos grandes me agarraron las caderas y me pegó a él. Sentí su polla dura presionando contra mis nalgas mientras bailábamos. Gemí bajito y empujé el culo hacia atrás, frotándome contra su erección.
Sus manos subieron rápido: una apretó una teta con fuerza, pellizcando el pezón hasta hacerme jadear; la otra bajó directamente entre mis piernas. Sus dedos separaron mis labios mayores y encontraron mi clítoris hinchado al instante. “Joder, estás chorreando”, murmuró con voz ronca y acento cubano. Metió dos dedos dentro de mí sin aviso, profundo, curvándolos para rozar mi punto G. Me folló con los dedos ahí mismo, en medio de la pista, mientras yo me retorcía y gemía contra su cuello.
No pasó mucho antes de que una mujer se uniera. Máscara de plumas doradas, cuerpo escultural, solo llevaba un tanga diminuto y un top transparente. Se colocó frente a mí, me besó con lengua voraz mientras el hombre seguía metiéndome los dedos. Ella bajó la cabeza y succionó uno de mis pezones con fuerza, mordisqueándolo hasta que grité de placer y dolor mezclado. Luego se arrodilló, apartó la mano del hombre y hundió su cara entre mis muslos. Su lengua era experta: lamió mis labios de abajo arriba, chupó mi clítoris como si quisiera arrancármelo, metió la lengua dentro de mí mientras sus dedos abrían mi culo.
El hombre, viendo el espectáculo, se sacó la polla. Era gruesa, venosa, la cabeza brillante de precum. Me la puso en la boca sin pedir permiso y yo la engullí hasta la garganta, babeando, mientras la mujer me comía el coño como una posesa. Me corrí la primera vez ahí mismo, en la pista, con las piernas temblando, chorros de mi orgasmo empapando la cara de ella. Grité alrededor de la polla, pero nadie se inmutó: todos estaban en lo suyo.
Nos movimos a una sala lateral con sofás grandes y cojines en el suelo. Me tumbaron boca arriba. El hombre se colocó entre mis piernas y, sin preámbulos, me clavó su verga hasta el fondo de un solo empujón. Era grande, me abrió por completo, sentí cada centímetro estirándome. Empezó a follarme duro, profundo, sus huevos golpeando mi culo con cada embestida. La mujer se quitó el tanga, se subió a mi cara y se sentó sobre mi boca. Su coño estaba empapado, depilado, con un sabor dulce y salado que me volvió loca. La lamí con hambre: lengua plana sobre su clítoris, luego punta dura metida dentro, chupando sus labios mientras ella se mecía y gemía en cubano.



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El hombre me follaba sin piedad, agarrándome las tetas, dejando marcas rojas con los dedos. “Qué coño más apretado tienes, mamita”, gruñía. Cambiamos de posición: me pusieron a cuatro patas. La mujer se colocó debajo de mí, en 69. Yo devoraba su coño mientras ella lamía el mío y los huevos del hombre que me penetraba por detrás. Sentí su lengua rozar mi clítoris cada vez que él salía y entraba. Luego sacó un arnés con un dildo enorme que se puso rápido. Me untó lubricante (o quizás eran mis propios jugos) en el culo y me penetró por detrás mientras yo seguía lamiendo a la mujer y el hombre me metía los dedos en la boca.
Me follaban los dos agujeros al mismo tiempo: el dildo grueso abriéndome el culo hasta el límite y la polla del hombre entrando y saliendo de mi coño con fuerza. Gritaba de placer puro, perdí la cuenta de los orgasmos. Uno me hacía contraerme alrededor de ambas penetraciones, otro me hacía squirtear sobre la cara de la mujer que bebía todo sin desperdiciar.
La noche se volvió un desenfreno total. Más cuerpos se acercaron. Un hombre con máscara plateada me metió la polla en la boca mientras yo seguía siendo follada por detrás. Otro se masturbaba viéndonos y eyaculó sobre mis tetas. Una pareja me levantó y me pusieron contra la pared: uno me follaba de pie mientras yo chupaba a su chica y ella me metía dedos en el culo. En otro momento me tumbaron en una mesa grande y cuatro personas me tocaron a la vez: bocas en mis pezones, dedos en mi coño y culo, una polla en cada mano mientras yo gemía sin control.
Recuerdo especialmente cuando me pusieron de rodillas en el centro de una alfombra. Cinco pollas duras me rodeaban. Las chupé una a una, lamiendo cabezas, tragando hasta la garganta, dejando que me follaran la boca hasta que me ahogaba en saliva. Me corrieron en la cara, en las tetas, en la boca. Tragué lo que pude, el resto me chorreaba por el cuerpo. Luego dos me penetraron al mismo tiempo en el coño: sentí cómo me estiraban al máximo, dos vergas frotándose dentro de mí mientras yo gritaba y me corría otra vez, un orgasmo tan intenso que casi me desmayo.





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Al amanecer, cuando la música ya había bajado y la mansión olía a sexo puro, me levanté tambaleante, cubierta de semen seco, sudor y mis propios fluidos. Mis piernas apenas me sostenían, mi coño y mi culo palpitaban deliciosamente doloridos. Recogí mi capa roja, me la eché encima y salí sin despedirme de nadie. Nadie sabía mi nombre, ni yo los suyos. Solo quedaban las máscaras tiradas por el suelo y el recuerdo de la noche más salvaje, larga y explícitamente sexual que he vivido jamás.
Todavía hoy, años después, cuando cierro los ojos siento esas pollas dentro de mí, esas lenguas devorándome, esos orgasmos que me rompieron en mil pedazos. Y me mojo solo de recordarlo.

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