La casa de Roberto ya no era un hogar; era un negocio de sexo de puertas abiertas. Su aceptación no había sido una decisión, sino una rendición. El día en que se arrodilló y pidió ser usado, algo en él se quebró para siempre, y en su lugar nació una criatura cuyo único propósito era el placer ajeno y la humillación propia. Elena y Sofía, ahora sus dueñas, lo iniciaron de inmediato.
El primer cliente oficial del nuevo "Puto Roberto", como lo llamaban, fue el vecino de al lado, Don Ricardo, un hombre de sesenta años con una próstata problemática y una esposa devota que, según él, ya no le "dejaba tocar ni la mano". Elena lo llamó por teléfono. "Ricardo, amor, tenemos un nuevo servicio en casa. Ven a probarlo".
Don Ricardo llegó con su bata de cuadros y una sonrisa de niño travieso. Lo encontraron a Roberto en el salón, desnudo, de rodillas y con un collar rojo de cuero alrededor del cuello. "Este es Roberto", presentó Elena con solemnidad. "Está aquí para satisfacer todas tus necesidades. Especialmente las que tu esposa ignora".
Don Ricardo, tras una breve vacilación, se abrió la bata. Su miembro, flácido y pequeño, parecía una contradicción a la urgencia en sus ojos. "Pues... a ver, chico. A muérmelo como se hace".
Roberto se acercó y, con la sumisión aprendida, lo tomó en su boca. Usó toda su técnica, toda su humillación, para devolverle la vida a aquel pedazo de carne vieja. Mientras lo hacía, Elena y Sofía observaban desde el sofá, bebiendo vino y dando instrucciones. "Más profundo, Roberto. Haz que sienta que tiene veinte años", se burlaba Sofía. Don Ricardo, rejuvenecido por el poder, se puso brutal. Agarró a Roberto por el pelo y comenzó a follárselo la boca con fuerza, hasta que, con un espasmo, se corrió en su garganta. Roberto se lo tragó todo, su primer tributo oficial.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora en el tranquilo vecindario. Pronto, no solo los vecinos mayores, sino sus hijos acudían en secreto. Pablo, el hijo de dieciocho años de Don Ricardo, fue el siguiente. Llegó tembloroso, excitado por la transgresión. Lo encontró a Roberto en el jardín, arreglando las flores, como le habían ordenado. "Mi... mi padre dijo que...", tartamudeó.
Roberto no necesitó que terminara la frase. Se arrodilló en el césped y le bajó los vaqueros al chaval. El miembro de Pablo era joven, erecto y lleno de una energía casi violenta. Roberto lo absorbió, sintiendo el sabor a juventud y a rebelión. Pablo, perdido en el placer, lo agarró por la nuca y se lo metió a fondo, sin experiencia ni delicadeza, solo con un instinto animal. Se corrió en menos de un minuto, y Roberto, con el semen goteando por su barbilla, simplemente le dijo: "Vuelve mañana cuando quieras, joven amo".
El primer cliente oficial del nuevo "Puto Roberto", como lo llamaban, fue el vecino de al lado, Don Ricardo, un hombre de sesenta años con una próstata problemática y una esposa devota que, según él, ya no le "dejaba tocar ni la mano". Elena lo llamó por teléfono. "Ricardo, amor, tenemos un nuevo servicio en casa. Ven a probarlo".
Don Ricardo llegó con su bata de cuadros y una sonrisa de niño travieso. Lo encontraron a Roberto en el salón, desnudo, de rodillas y con un collar rojo de cuero alrededor del cuello. "Este es Roberto", presentó Elena con solemnidad. "Está aquí para satisfacer todas tus necesidades. Especialmente las que tu esposa ignora".
Don Ricardo, tras una breve vacilación, se abrió la bata. Su miembro, flácido y pequeño, parecía una contradicción a la urgencia en sus ojos. "Pues... a ver, chico. A muérmelo como se hace".
Roberto se acercó y, con la sumisión aprendida, lo tomó en su boca. Usó toda su técnica, toda su humillación, para devolverle la vida a aquel pedazo de carne vieja. Mientras lo hacía, Elena y Sofía observaban desde el sofá, bebiendo vino y dando instrucciones. "Más profundo, Roberto. Haz que sienta que tiene veinte años", se burlaba Sofía. Don Ricardo, rejuvenecido por el poder, se puso brutal. Agarró a Roberto por el pelo y comenzó a follárselo la boca con fuerza, hasta que, con un espasmo, se corrió en su garganta. Roberto se lo tragó todo, su primer tributo oficial.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora en el tranquilo vecindario. Pronto, no solo los vecinos mayores, sino sus hijos acudían en secreto. Pablo, el hijo de dieciocho años de Don Ricardo, fue el siguiente. Llegó tembloroso, excitado por la transgresión. Lo encontró a Roberto en el jardín, arreglando las flores, como le habían ordenado. "Mi... mi padre dijo que...", tartamudeó.
Roberto no necesitó que terminara la frase. Se arrodilló en el césped y le bajó los vaqueros al chaval. El miembro de Pablo era joven, erecto y lleno de una energía casi violenta. Roberto lo absorbió, sintiendo el sabor a juventud y a rebelión. Pablo, perdido en el placer, lo agarró por la nuca y se lo metió a fondo, sin experiencia ni delicadeza, solo con un instinto animal. Se corrió en menos de un minuto, y Roberto, con el semen goteando por su barbilla, simplemente le dijo: "Vuelve mañana cuando quieras, joven amo".
0 comentarios - El verdadero deseo de Roberto