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Paula, Los Padres de Pia

Primera Parte: La Noche de Bodas
El aire del country de Piler era una sopa densa y pegajosa, perfumada con el aroma a cloro de la piscina, a pasto recién cortado y a la desesperación silenciosa de una rubiecita de 23 años. Él, un tipo de cincuenta con el pelo engominado hacia atrás y una panza que protestaba contra el cinturón, la miraba con la posesividad de quien acaba de comprar un caballo de carrera. No era su mujer; era el cierre perfecto de su imagen de poder.
La rubiecita, de 1,70 de altura pura y curvas de locura, 92-60-90, se sentía el centro de un huracán silencioso. Su vestido de novia, un escándalo de encaje y tul translúcido, se pegaba a su piel. Sus ojos verdes, dos esmeraldas asustadas, recorrían la sala buscando una salida que no existía. Los parientes de él, una fauna de machos con miradas de buitre, la devoraban con la vista, imaginándose ya lo que vendría.
Cuando el último vals se apagó, él tomó su mano con una fuerza que le hizo doler los huesos. "Se terminó el show para los amigos, flaca. Ahora vamos a lo nuestro, con la gente de confianza", le sopló en la oreja, su aliento a tabaco y vino tinto haciéndole estremecer la nuca.
La llevaron a una casona de tortugas country, una casa que olía a dinero viejo y a corrupción. En el living, con los postigos cerrados y el aire acondicionado a full, la esperaban el padre de él y tres de sus hermanos. Hombres hechos y derechos, con la misma mirada de predador.
"Quédese tranquilo, don Roberto", dijo el mayor de los hermanos, con una sonrisa de cocodrilo. "Nosotros nos encargamos de que la nena entre bien en familia".
Él se sentó en un sillón de cuero, cruzó las piernas y encendió un habano. "Háganle sentir como en casa", dijo, y sopló una nube de humo.
La orden fue implacable. "Desvístanla".
Cuatro pares de manos se lanzaron sobre ella. Le bajaron la cremallera del vestido y la tela le resbaló por el cuerpo, acumulándose a sus pies. Se quedó allí, en el medio de la sala, con un corpiño de encaje que apenas contenía sus tetas esculturales y una tanga diminuta que se perdía en el hueco de su culo. Sus piernas largas y perfectas temblaban.
"Parate como una estatuita, flaca", ordenó él. "Que te vean bien".
La hicieron girar lentamente. Unos dedos ásperos le pellizcaron un pezón, endureciéndolo a través del encaje. Otro le pasó la mano por el lomo, desde la nuca hasta el principio de su cola, demorándose en la curva perfecta de sus nalgas. El viejo, el suegro, se acercó y le metió una mano entre las piernas, por encima de la tanga, frotándole la concha con una torpeza que la humilló más que la violencia. "Húmeda ya, la putita", se rió.
"Bailen", ordenó él. "Que la flaca les muestre cómo se mueve".
Pusieron un cuarteto de los ochenta, algo con bombo y acordeón. La tomaron entre dos, la hicieron moverse, bailar contra ellos. Una pija dura le apretaba el lomo, unas manos le aferraban la cola, abriéndola, otras le subían por los costados hasta apretarle las tetas. Era un simulacro de orgía, un calentamiento para la violación programada. Un tipo se agachó detrás de ella y le mordió una nalga a través de la tela, dejándole la marca de los dientes. Ella soltó un grito ahogado.
"Basta de joder", dijo él, apagando el habano en un cenicero. "Pónganla en cuatro patas. Ahora sí, a romperla".
La arrojaron a una alfombra persa que rasgó sus rodillas. Le ordenaron que se apoyara en los codos, que abriera las piernas. Su culo, dos globos perfectos y blancos, se ofrecía en el aire. La tanga era un simple hilo que no ocultaba nada.
Él se acercó primero. Se arrodilló, desabrochó su pantalón y sacó una pija gruesa y venosa. No se molestó en tocarla. Alineó la cabeza con su concha y, agarrándola fuerte de las caderas, se la metió de un solo embestida. Un grito ronco se le escapó de la garganta. El dolor fue agudo, como si le hubieran clavado un hierro al rojo vivo. Empezó a cogerla como un animal, sin ritmo, solo con fuerza bruta, mirándola a los ojos por el espejo de la pared para que no olvidara quién era el dueño. Sus testigos le daban palmadas en la espalda, animándolo. "¡Dale, hermano, rompela!".
Se corrió dentro de ella, llenándola, y se retiró con un chasquido húmedo. "Que pruebe el Tano", dijo, y se sentó de nuevo en el sillón, a observar.
El Tano, un flaco de cara rapada y mirada perdida, se colocó detrás. Pero no fue por la concha. La agarró de las nalgas, las abrió con ambas manos y se le tiró al orto a lengua limpia. La rubiecita sintió el calor húmedo y áspero de su lengua lamiéndole el ojito, humedeciéndolo, preparándolo para lo que sabía que venía. El pánico era ácido. "Por favor, no ahí...", suplicó.
Él se levantó, le dio una patada en el culo, no muy fuerte, pero humillante. "Te dije que te callaras, concha de tu madre".
El Tano escupió en su mano, se la untó en el ojito y apoyó la cabeza de su pija. Empujó. La cabeza entró con un dolor que la cegó, como si se le desgarrara adentro. Gritó, esta vez de verdad, un lamento largo y desgarrador. El tipo se la metió toda, hasta los huecos, y empezó a follarla por el culo, cada embestida un recordatorio de su impotencia. Mientras, otro de los hermanos se arrodilló frente a ella, le agarró la cabeza por el pelo y le metió la pija en la boca a la fuerza. "Chupala, perrita". Se la hizo tragar hasta las gagas, cortándole el aire, usándola como un muñeco de carne.
La usaron en todos los agujeros, la pasaron de mano en mano como un fetiche. Le llenaron la boca de leche, le corrieron por la espalda, por el culo. Cuando terminaron, yacía en el suelo, temblando, cubierta de semen y sus propias lágrimas. Su marido se acercó por última vez esa noche, la levantó, la tiró sobre la cama y la volvió a coger, despacio, saboreando cada centímetro de su territorio conquistado. Ella no se movió. Se quedó quieta, con la mirada perdida en el techo, sus ojos verdes apagados. Esa noche, murió y nació de nuevo como su propiedad.
Segunda Parte: El Decimosexto Cumpleaños de Pia en Nápoles (Versión Extendida)
Dieciséis años después, la casona de Nápoles no olía a polvo y naftalina, sino a perfume caro, a whisky y a anticipación. El silencio denso del pasado se había roto. El salón estaba lleno. Estaban los tres hermanos de él, ahora hombres más entrados en años y con más panza, pero con la misma mirada de buitre. Estaban dos de sus primos, jóvenes y ambiciosos, con la misma hambre en los ojos que él tuvo a su edad. Y en una esquina, observando todo con una calma aterradora, estaba el viejo patriarca, el suegro, ahora en una silla de ruedas, pero con el mismo poder en su mirada inyectada en sangre. Eran ocho hombres en total, más el padre de Pia. Nueve lobos rodeando a una sola presa.
En el centro del salón, Pia era un relámpago de nervios. Su vestido de seda color champán le parecía una tela de araña, frágil y reveladora. Sus quince años se sentían como una condena. Miraba a su madre, la rubiecita de treinta y ocho, que sonreía con una serenidad que la aterraba. Su madre no era la víctima; era la maestra de ceremonias.
"Mi familia está aquí para celebrar contigo, mi amor", le dijo su madre, pasándole la mano por el cabello. "Están aquí para darte la bienvenida al mundo de las mujeres. De las mujeres de nuestra familia".
El padre de Pia se levantó de su sillón, el centro de atención. "Hoy, mi hija Pia deja de ser una niña para convertirse en un pilar de este hogar. Y como todo pilar, debe ser probada, consagrada y ofrecida". Su voz resonó con la autoridad de un dictador.
La madre se acercó a Pia y, con la misma delicadeza terrible de antes, le deslizó las tiras del vestido por los hombros. La seda le resbaló por el cuerpo, formando un charco dorado a sus pies. Quedó en su lenceria negra, un contraste dramático con su piel pálida. Un murmullo de aprobación recorrió el grupo de hombres. No eran miradas, eran caricias visuales, violaciones anticipadas.
"Vamos, flaca, mostrales lo que te enseñé", le dijo el padre a su esposa.
La rubiecita, con una gracia ensayada, se quitó su propio vestido. Su cuerpo de 38 años era un manifiesto de supervivencia y poder. Se paró al lado de su hija, creando una diptico de belleza y sumisión: la novia y la iniciada. "Somos la misma sangre, Pia", le susurró. "Y hoy compartimos el mismo honor".
La madre tomó a Pia de la mano y la llevó hacia el centro de la alfombra. Se arrodilló frente a ella. "Primero, aprendemos a servir". Con una mano, guio la de Pia hacia la entrepierna de su propio lencerie, obligándola a sentir el calor. "Sentís esto? Es obediencia. Es lo que ellos esperan".
Luego, la giró hacia los hombres. "Ahora, vamos a saludar a tus tíos, a tu familia".
Uno por uno, los hombres se acercaron. No era un saludo. Era una inspección. El primero, uno de sus hermanos, le pasó el pulgar áspero por el labio de la concha de Pia, sobre la tela, haciendo que la joven retrocediera. Un tirón de pelo de su madre la mantuvo en su sitio. "Se queda quieta", ordenó la mujer.
El segundo, un primo más joven, se arrodilló y le mordisqueó una teta a través del encaje del sostén, dejando una mancha de saliva. Pia soltó un gemido de dolor y asco. El viejo en la silla de ruedas se rió, una tos ahogada y maligna. "Tiene sangre buena, esta nena", dijo.
Cuando todos la tocaron, la humillaron y la marcaron con sus manos y miradas, su padre dio el siguiente paso. Se desabrochó el pantalón y su pija, gruesa y desafiante, salió al aire. "Ahora, el verdadero homenaje. La ofrenda".
La madre se arrodilló frente a su marido, pero mirando a su hija. "Así, Pia. Así se le muestra respeto al hombre de la casa. Así se le agradece todo lo que nos da". Y con una profesionalidad que helaba la sangre, se la comió, demostrando cada técnica, cada movimiento de lengua y labios, como si diera una clase de anatomía perversa.
"Tu turno", dijo el padre, apartando a su esposa y tomando a Pia por la nuca.
La madre se arrodilló al lado de su hija. "No llores, mi vida. Hacelo como te mostré. Pensá que es un caramelo. Un caramelo grande y salado". Con la mano de su madre guíando su cabeza, Pia cerró los ojos y obedeció. El sabor a hombre, a poder, la inundó. Él comenzó a moverse en su boca, usándola, mientras los demás observaban, algunos ya sacándose sus propias pijas, masturbándose lentamente al espectáculo.
"Es suficiente", dijo él, retirándose y dejando a Pia jadeante y con las hebras de saliva brillando en su boca. "Que la preparen".
Dos de sus tíos la levantaron y la llevaron a un diván de terciopelo verde. La acostaron boca arriba. La madre se acercó con una botella de aceite de almendras. "Esto va a ayudar, mi amor. Para que no duela tanto". Con unas manos expertas, le untó el aceite en toda su concha, sus dedos deslizándose, abriéndola, preparándola para la invasión. Pia se retorcía, pero la sujetaban otros hombres.
El padre se acercó, se paró entre sus piernas. Miró a su esposa, que asintió con una sonrisa. "Sí, mi amor. Es tuya. Es nuestra".
Y se la metió de un tirón seco y profundo. El grito de Pia fue ahogado por la mano de su madre, que se inclinó y le besó la frente. "Shhh, tranquila. Es solo un momento. Es el paso que todas damos". El hombre empezó a follarla con una fuerza brutal, cada embestida un martillazo contra su juventud. Los demás hombres rodeaban el diván, observando, comentando en voz baja. "Mirá esa concha", "Qué bien la aguanta", "Dale, rompela".
Uno de los tíos no pudo más. Se acercó a la cabeza de Pia y, mientras su padre la seguía cogiendo, le metió la pija en la boca. "No te la vayas a tragar toda, perrita", se rió. Pia estaba atrapada, usada por ambos extremos, un objeto en medio de un círculo de lujuria y poder.
Cuando su padre se corrió dentro de ella, con un rugido de triunfo, otro lo reemplazó. Y luego otro. La convirtieron en el centro de una orgía familiar, un rito de paso donde ella era la ofrenda y el altar. Su madre observaba todo desde una silla cercana, con las piernas cruzadas, tocándose lentamente la entrepierna sobre el vestido, con una sonrisa de orgullo siniestro. Estaba viendo a su hija convertirse en lo que ella era: una propiedad, un símbolo, un legado de sumisión.
Cuando el último hombre terminó, Pia yacía en el diván, inmóvil, cubierta de semen, aceite y lágrimas. Su cuerpo ya no le pertenecía. Le pertenecía a ellos. A la familia. Su madre se acercó, le limpió la cara con un pañuelo de seda y le susurró al oído: "Feliz cumpleaños, mi amor. Ahora sí, eres una de nosotras".

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