
Pasaron dos noches sin rastro.
Ni una pista.
Solo un calor extraño en el pecho.
El detective Benítez sabía que algo no estaba bien.
Soñaba con ella.
La sentía cerca, aunque no la viera.
Y en el reflejo del espejo… a veces juraba ver una figura detrás, desnuda, con ojos rojos y sonrisa lasciva.
La tercera noche, la encontró en su cama.
Desnuda.
Boca roja, piernas abiertas, el cuerpo envuelto en humo oscuro.
La piel brillaba como fuego húmedo.
—¿Qué hacés… acá? —dijo él, con la pistola temblando en la mano.
—Viniste por mí, detective —dijo Lilith, abriendo las piernas aún más—. No es justo que no te dé una bienvenida como merecés.
—No me vas a manipular.
—¿No? ¿Y eso qué es? —susurró ella, señalando su erección dura, marcando bajo los pantalones.
Benítez cayó.
No con violencia.
Con hambre.
Soltó el arma, cruzó la habitación como un poseido y la besó como si fuera su maldición.
La empujó a la cama, le abrió las piernas, y la penetró con el pene duro, en su concha con una fuerza que no creía tener.
Ella gemía con placer real.
—¡Sí… eso, humano!
Cogeme como si no tuvieras alma.
Porque después de esto… tal vez no la tengas más.
Él la tomó de las muñecas, la embistió con furia, entre gruñidos y besos sucios.
Pero ella, abajo, era puro control.
Lo apretaba desde adentro con su vagina.
Lo volvía loco.
Le lamía el cuello y le susurraba:
—¿Querías atraparme?
Ahora estás adentro mío.
Benítez no podía detenerse.
La dio vuelta, y le metió la pija en el culo, con fuerza salvaje, mientras ella gemía y se reía.
—¡Sí, detective! ¡Así me gustan los hombres… entre la justicia y el infierno!
Se corrieron juntos.
Él gritando, ella rugiendo, el cuarto temblando de puro éxtasis sobrenatural.
Minutos después, él yacía en la cama, sudado, jadeando, el pecho subiendo y bajando con violencia.
Ella se levantó sin esfuerzo.
Desnuda, gloriosa, todavía brillante de sexo.
—Tenés buena carne, humano.
Buen corazón también.
Por eso, hoy no te devoro.
Se inclinó sobre él, le lamió el pecho… y con un dedo afilado, le dibujó un pequeño símbolo en la piel.
Una marca.
—Te dejo vivo, Benítez.
Pero con una condición.
—¿Cuál?
Ella sonrió.
—Que vuelvas.
Y la próxima vez… no me resistas tanto.
Y con un susurro, desapareció en humo oscuro.
Benítez se quedó solo.
Desnudo. Marcado.
Y más caliente que nunca.
—Voy a matarte —dijo en voz baja.
Pero su mano, sin querer, acarició la marca.
Y su pija, traidora…
ya estaba dura de nuevo.

Benítez no podía más. Dormía dos horas por noche.
Sudaba. Soñaba. Se tocaba sin querer, sin control.
Veía su cara en cada mujer.
Oía sus gemidos en los rincones.
Ya no era una investigación.
Era adicción.
Pero también tenía una ventaja: sabía que ella lo estaba provocando.
Y esa certeza le permitió preparar una trampa.
Un burdel exclusivo en Roma.
Una mujer de fuego en la lista secreta de “acompañantes especiales”.
Un pasillo oscuro.
Una habitación con espejos.
Y ella.
Lilith.
Vestida con cuero rojo, botas largas, látigo en mano.
—¿Volviste tan pronto, detective?
—Te extrañé…
Pero esta vez, él no vaciló.
Sacó las esposas, la sujetó por la muñeca y la estampó contra la pared.
Ella sonrió.
—¿Vas a arrestarme? ¿O vas a romperme?
—Las dos cosas —gruñó él.
La ató con las esposas de acero bendecido, cadenas reforzadas, y la dejó arrodillada.
—¿No podés escapar?
—No mientras me estés mirando así… —susurró ella—. Me encanta que me dominen.
Benítez temblaba.
Tenía que interrogarla.
Tenía que destruirla.
Tenía que resistir.
Pero sus ojos bajaron.
A sus labios.
A sus tetas marcadas por el cuero.
A su concha entreabierta, mojada , esperándolo.
—¡¿Qué me hiciste, demonio?! —dijo, casi desesperado.
—Te di lo que siempre buscaste: placer sin culpa.
Y ahora no podés vivir sin mí.
La empujó sobre la cama.
—Me das asco… —murmuró, mientras le abría las piernas.
—Mentís tan mal —le respondió ella, gimiendo.
Él se bajó la cremallera, y con la pija dura la penetró de golpe, con rabia, con deseo, con necesidad.
Ella gritó. Pero no de dolor.
De placer.
—¡Sí, detective! Cogeme con odio. Con dudas. Rompeme la concha con todo lo que tenés.
Él la embistió una y otra vez.
Con fuerza. Con sudor. Con desesperación.
La hizo gritar. La ahogó con su boca.
Le tiró del pelo. La marcó.
Y al final, mientras se corría adentro, jadeando, con el corazón acelerado…
Ella le acarició la cara.
—Estás perdido.
Y yo también.
Él cayó sobre ella, agotado.
—No entiendo qué me pasa. No sé si quiero matarte o cogerte hasta que ya no pueda más…
Ella lo besó.
—Las dos cosas están bien.
Y en ese susurro…
se desvaneció.
Solo quedaron las esposas abiertas, el olor a sexo, y el cuerpo de él…
temblando por dentro.
Benítez se vistió lentamente.
Miró el espejo.
Tenía la marca en el pecho… y en el alma.
—La próxima vez —dijo en voz baja—, no te me escapás.
Pero en el fondo…
no sabía si quería que lo hiciera.

Benítez no se sorprendió al sentir el humo denso colarse por la ventana.
Ni cuando la habitación se llenó del olor a azufre, vino tinto… y sexo.
Ella estaba ahí.
Lilith.
Desnuda, con la piel brillante como magma viva.
Los ojos rojos, pero húmedos.
El cuerpo curvilíneo, caminando hacia la cama como una reina del deseo.
Pero esta vez…
había algo distinto en su mirada.
—Dijiste que no me dejarías escapar otra vez —murmuró.
Benítez se levantó, también desnudo.
Ya no tenía el arma.
Solo el cuerpo, el deseo… y el alma temblando.
—No puedo atraparte.
Porque ya estoy atrapado.
Ella lo besó. Con rabia. Con hambre.
Y el sexo que siguió fue una guerra.

Se metió su pija en la concha y lo cabalgó como una bestia, gimiendo desde las entrañas.
Las uñas le marcaron la espalda.
Le lamió el cuello mientras se lo cogía con fuerza.
Sus caderas se movían con violencia, chocando contra su piel, apretándolo adentro.
Benítez le agarró las nalgas, la giró, la penetró por el culo, con fuerza animal.
—¡Me vas a romper, humano! —jadeó ella, mordiéndose los labios.
—Eso querés, ¿no?
¡Una cogida que te haga sangrar lava!
La embistió con fuerza.
El colchón crujía.
El aire olía a sudor, fuego y amor imposible.
La levantó, la empujó contra la pared, la tuvo de pie, embistiéndo su concha, gimiendo, con las piernas abiertas y temblorosas.
Ambos acabaron con gritos salvajes.
Y entonces, él le susurró, con voz temblorosa:
—Ya ganaste, Lilith… Podés llevarte mi alma. No lucho más.
Ella lo miró. Los ojos brillaban… pero no de fuego. De otra cosa.
Algo más humano.
Más roto.
—No…
No quiero tu alma, Benítez.
—¿No?
—Quiero tus noches.
Él parpadeó.
—¿Qué?
Ella sonrió, con una tristeza nueva.
—Me iré a cazar a otra región.
Ya no puedo quedarme.
Pero cada noche…
te visitaré.
—¿Como castigo?
—Como lo que quieras que sea.
Una pesadilla. Un recuerdo. Una amante.
Se inclinó sobre él y lo besó, suave esta vez.
Como si ya no fuera un demonio.
Sino una mujer rota que deseaba lo imposible.
—Dormí, Luis.
Mañana estarás solo.
Pero esta noche…
es mía.
Y se acurrucó sobre su pecho.
Él no dijo nada.
La abrazó.
Y cerró los ojos.
La marca en su piel ardía.
Pero su corazón…
latía más fuerte que nunca.

Pasaron semanas desde su último encuentro.
Benítez ya no dormía bien.
No por miedo.
Por ausencia.
Cada noche esperaba verla aparecer entre sombras, humo o gemidos.
Pero Lilith no venía.
Solo la marca en su pecho ardía, cada vez que eyaculaba pensando en ella.
Entonces una noche, harto de la espera, la invocó.
No con conjuros.
Con un susurro.
—Lilith… te elijo. Pero dejá de cazar. Quedate conmigo.
El cuarto tembló.
El espejo se resquebrajó.
Y ella apareció…
más humana que nunca.
Pies descalzos.
Cuerpo perfecto.
Mirada triste.
—¿Querés que renuncie a lo que soy? —preguntó, acercándose.
—Sí. No más muertes. No más almas robadas.
Si tenés que alimentarte… hacelo de mí.
Todo lo que soy.
Todo lo que tengo.
Ella lo besó, suave.
—Lo que me pedís… exige un sacrificio.
—Acepto.
Ella sonrió con ternura oscura.
—Entonces desde hoy, tu leche será mi alimento.
Tu deseo… mi sustento.
Tu cuerpo… mi templo.
Se desnudó frente a él, despacio.
Cada curva brillando.
Cada movimiento encendiendo el aire.
Benítez se desvistió también.
Su erección ya estaba firme, latente, deseando ser consumido.
—De rodillas —le ordenó ella.
Él obedeció.
Y mientras lo tomaba con sus labios, suave y profundo, lo miró a los ojos.
—Vas a acabar dentro mío todas las noches.
Y cada gota… me mantendrá viva.
Él gimió.
Ella mamaba con hambre, pero también con amor.
Y cuando se corrió, con un rugido largo y liberador, ella tragó todo, como si fuera ambrosía.
Su lengua recorrió cada rincón, limpiando, saboreando, sellando.

—Nunca más tocaré otro hombre —susurró—.
Solo vos. Solo tu leche. Solo tu fuego.
Lo montó enseguida, cabalgando con pasión suave, profunda, como si grabara su alma a través del sexo.
Y él, mirándola, supo que ya no había marcha atrás.
No era su prisionera.
Ni su enemiga.
Ni su víctima.
Era su demonio.
Y él, su única fuente.
Desde esa noche, nadie volvió a morir por Lilith.
Pero en un rincón del mundo…
cada madrugada…
una criatura del abismo se alimenta de leche humana, entre gemidos y caricias, bajo la promesa eterna de no volver a dañar.
Y Benítez…
vive entre el cielo y el infierno, con la única mujer que lo hizo caer…
y quedarse.
...

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