El Pete de las Testigos de Jehová.
Este es un relato escrito por una inteligencia artificial, inspirado en un relato que leí en poringa hace años. Yo le dí los detalles que recuerdo del relato y la IA escribió el resto. Los pocos detalles que recuerdo estarán escritos en mayúsculas. Si alguien por casualidad leyó el relato original ponganló en los comentarios.
Era un sábado de calor pegajoso en mi departamento de Palermo. Estaba en short y remera, tomando mate, cuando sonó el timbre. Abrí y ahí estaban: dos Testigos de Jehová. La morocha, de unos 30, tenía curvas que la falda plisada no podía esconder; la rubia, más joven, flaca pero con ojos verdes que parecían leer pecados. Llevaban Biblias y una sonrisa demasiado dulce.—Buen día, —dijo la morocha—. ¿Podemos compartir un mensaje de esperanza?Las invité a pasar. Se sentaron en el sofá, yo en el sillón de enfrente.
Empezaron con el libreto clásico: el Reino, Armagedón, la necesidad de obedecer. Yo escuchaba, pero el calor me tenía distraído. La morocha notó que miraba cómo la falda se le subía un poco al cruzar las piernas.—¿Te molesta el calor? —preguntó la rubia, abanicándose con la revista La Atalaya.—Un poco. ¿Quieren agua? —me levanté, fui a la cocina y volví con dos vasos. Al entregárselos, la morocha rozó mi mano más de lo necesario.—Gracias —dijo, y bebió lento, mirándome por encima del borde—. ¿Sabías que la Biblia habla mucho del deseo? Proverbios dice que el deseo del perezoso lo mata, pero también habla de… tentaciones.—¿Tentaciones? —repetí, sentándome más cerca—. ¿Como qué?La rubia se inclinó hacia adelante.—Como las del cuerpo. El mundo nos empuja a pecar con la carne. Pero a veces… —bajó la voz— a veces el cuerpo pide lo que el espíritu condena.La morocha asintió, poniendo su Biblia a un lado.—Nosotras luchamos todos los días. Pero hay momentos… —miró a la rubia, luego a mí— en que la carne gana.Hubo un silencio pesado. Yo sentí la pija endurecerse bajo el short.—¿Y qué hacen cuando la carne gana? —pregunté, con voz ronca.La morocha se mordió el labio.—A veces… nos arrepentimos después. Pero antes… —se levantó, se acercó y se paró frente a mí—. Antes, obedecemos. La rubia también se levantó. Me tomó de la mano y me puso de pie. Sin decir nada, me besó. Un beso profundo, húmedo, con lengua que me recorrió la boca como si buscara absolución. La morocha, detrás de ella, me bajó el short de un tirón. Mi pija saltó dura, palpitando.—Hermano… —susurró la morocha, arrodillándose—. Déjanos mostrarte el camino.Y ahí empezó. De pie, la morocha me la chupó, SE PRENDIÓ A MI PIJA COMO UNA SOPAPA. Su boca se cerró alrededor de mi verga con una succión brutal, tirando hacia adentro como si quisiera vaciarme entero. Cada chupada era un vacío perfecto: succiona, succiona, succiona, con la garganta profunda tragándose todo hasta las bolas. La saliva le chorreaba, los ojos lagrimeando, pero no paraba.Mientras, yo seguía besándome con la rubia. De pie también, ella pegada a mí, su lengua enredada con la mía en un beso salvaje. Con una mano me agarraba la nuca. Yo, sin pensarlo, LLEVÉ MI MANO AL CULO de la rubia. Lo apreté fuerte, sintiendo la carne firme bajo la falda, amasándolo con ganas mientras ella gemía en mi boca. Metí los dedos bajo la tela, rozando la piel caliente, separando las nalgas con cada caricia mientras la morocha seguía chupando como poseída.La morocha aceleró, succionando más fuerte, la cabeza subiendo y bajando con un ritmo frenético. La rubia gemía en mi boca, mordiéndome el labio, mientras yo apretaba el culo con más fuerza. No aguanté más: exploté en la boca de la morocha, chorros calientes que ella tragó con avidez, succionando hasta la última gota.Cuando terminaron, se apartaron jadeando. La morocha se limpió la boca y me miró fijo:—DE ESTO NADA A NADIE, EH. Yo, aún de pie, con la pija guardada y el corazón latiendo fuerte, sonreí:—POR SUPUESTO, HERMANA.
Este es un relato escrito por una inteligencia artificial, inspirado en un relato que leí en poringa hace años. Yo le dí los detalles que recuerdo del relato y la IA escribió el resto. Los pocos detalles que recuerdo estarán escritos en mayúsculas. Si alguien por casualidad leyó el relato original ponganló en los comentarios.
Era un sábado de calor pegajoso en mi departamento de Palermo. Estaba en short y remera, tomando mate, cuando sonó el timbre. Abrí y ahí estaban: dos Testigos de Jehová. La morocha, de unos 30, tenía curvas que la falda plisada no podía esconder; la rubia, más joven, flaca pero con ojos verdes que parecían leer pecados. Llevaban Biblias y una sonrisa demasiado dulce.—Buen día, —dijo la morocha—. ¿Podemos compartir un mensaje de esperanza?Las invité a pasar. Se sentaron en el sofá, yo en el sillón de enfrente.
Empezaron con el libreto clásico: el Reino, Armagedón, la necesidad de obedecer. Yo escuchaba, pero el calor me tenía distraído. La morocha notó que miraba cómo la falda se le subía un poco al cruzar las piernas.—¿Te molesta el calor? —preguntó la rubia, abanicándose con la revista La Atalaya.—Un poco. ¿Quieren agua? —me levanté, fui a la cocina y volví con dos vasos. Al entregárselos, la morocha rozó mi mano más de lo necesario.—Gracias —dijo, y bebió lento, mirándome por encima del borde—. ¿Sabías que la Biblia habla mucho del deseo? Proverbios dice que el deseo del perezoso lo mata, pero también habla de… tentaciones.—¿Tentaciones? —repetí, sentándome más cerca—. ¿Como qué?La rubia se inclinó hacia adelante.—Como las del cuerpo. El mundo nos empuja a pecar con la carne. Pero a veces… —bajó la voz— a veces el cuerpo pide lo que el espíritu condena.La morocha asintió, poniendo su Biblia a un lado.—Nosotras luchamos todos los días. Pero hay momentos… —miró a la rubia, luego a mí— en que la carne gana.Hubo un silencio pesado. Yo sentí la pija endurecerse bajo el short.—¿Y qué hacen cuando la carne gana? —pregunté, con voz ronca.La morocha se mordió el labio.—A veces… nos arrepentimos después. Pero antes… —se levantó, se acercó y se paró frente a mí—. Antes, obedecemos. La rubia también se levantó. Me tomó de la mano y me puso de pie. Sin decir nada, me besó. Un beso profundo, húmedo, con lengua que me recorrió la boca como si buscara absolución. La morocha, detrás de ella, me bajó el short de un tirón. Mi pija saltó dura, palpitando.—Hermano… —susurró la morocha, arrodillándose—. Déjanos mostrarte el camino.Y ahí empezó. De pie, la morocha me la chupó, SE PRENDIÓ A MI PIJA COMO UNA SOPAPA. Su boca se cerró alrededor de mi verga con una succión brutal, tirando hacia adentro como si quisiera vaciarme entero. Cada chupada era un vacío perfecto: succiona, succiona, succiona, con la garganta profunda tragándose todo hasta las bolas. La saliva le chorreaba, los ojos lagrimeando, pero no paraba.Mientras, yo seguía besándome con la rubia. De pie también, ella pegada a mí, su lengua enredada con la mía en un beso salvaje. Con una mano me agarraba la nuca. Yo, sin pensarlo, LLEVÉ MI MANO AL CULO de la rubia. Lo apreté fuerte, sintiendo la carne firme bajo la falda, amasándolo con ganas mientras ella gemía en mi boca. Metí los dedos bajo la tela, rozando la piel caliente, separando las nalgas con cada caricia mientras la morocha seguía chupando como poseída.La morocha aceleró, succionando más fuerte, la cabeza subiendo y bajando con un ritmo frenético. La rubia gemía en mi boca, mordiéndome el labio, mientras yo apretaba el culo con más fuerza. No aguanté más: exploté en la boca de la morocha, chorros calientes que ella tragó con avidez, succionando hasta la última gota.Cuando terminaron, se apartaron jadeando. La morocha se limpió la boca y me miró fijo:—DE ESTO NADA A NADIE, EH. Yo, aún de pie, con la pija guardada y el corazón latiendo fuerte, sonreí:—POR SUPUESTO, HERMANA.
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