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165📑Don Moncho

165📑Don Moncho

En el corazón de un barrio humilde, entre calles de tierra y veredas rotas, vivía Don Moncho. Un hombre de pocas palabras, piel curtida por el sol, manos grandes y una sonrisa que derretía a cualquiera. Tenía más de 40, pero se movía como un toro joven. Su andar era firme, su voz grave y pausada, y cada vez que salía al frente a regar las plantas o lavar su vieja moto, las mujeres del barrio no podían evitar detenerse a mirar.

Solteras, casadas, jóvenes o maduras... todas lo observaban. Algunas disimulaban, otras no tanto. Y aunque la mayoría tenía pareja, más de una soñaba con que Don Moncho le abriera la puerta del galpón del fondo… ese donde nadie sabía exactamente qué pasaba.

Él lo sabía. Y sonreía.

Una mañana, mientras colgaba ropa sin remera, pasó Claudia, la vecina de la esquina. Una rubia teñida, de curvas abundantes y vestidos ajustados. Hacía semanas que lo miraba con hambre. Esa mañana no se aguantó.

—Hola Don Moncho… ¿y si un día me enseña a usar la manguera como usted?

Él bajó la vista y la recorrió de pies a cabeza. Se rascó la barba despacio.

—Si venís sola... puedo enseñarte sin testigos, nena.

Ella sonrió. Y sin decir más, esa misma tarde, golpeó la puerta del galpón.

Claudia entró al galpón con las piernas temblorosas, el corazón acelerado y la bombacha empapada. No era una adolescente, pero hacía años que ningún hombre la hacía sentir así, tan deseada, tan viva. Y Don Moncho… era otra cosa. Macho. Varón. Semental de verdad.

Él la esperaba con el mate en la mano, sentado en un banco de madera. La miró sin apuro, como quien saborea un manjar antes de probarlo.

—¿Estás segura, nena?

Ella se mordió el labio. Se acercó sin decir nada, y cuando estuvo frente a él, se arrodilló.

—Muero por ver si es verdad todo lo que dicen —susurró, desabrochándole el pantalón de trabajo.

Don Moncho se acomodó, relajado. Y cuando ella sacó ese monstruo, casi se le escapó un gemido. Era enorme. Grueso. Caliente. Vibrante. Con una venita palpitando que parecía tener vida propia.

—Dios... —murmuró, antes de llevárselo a la boca.

Claudia lo mamaba como una poseida, con lengua húmeda, profunda, lo tragaba hasta la garganta y volvía a lamerle el tronco con desesperación. Don Moncho soltó un gruñido grave, le agarró el pelo y empezó a moverse, embistiéndola suave pero firme.

—Eso, mamita… tragalo como si fuera tuyo.

Ella lo miraba desde abajo, babosa, lasciva, y no se detenía. Pero él la alzó de un tirón, la puso sobre la mesa y le levantó el vestido.

—Ya venías mojada, ¿eh?

Le bajó la bombacha y pasó los dedos entre los labios de su concha, chorreando.

—Estás lista. 

Y sin más, la empaló. Metiendole la pija en la concha. Despacio. Hasta el fondo.

Claudia gritó.

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—¡Ahhh… Don Monchooo! ¡Me partes!

Él comenzó a moverse. Firme. Rítmico. Cada embestida le hacía crujir la cadera, mientras ella lo agarraba de los hombros y gemía sin control.

—Dale, seguí, no pares, llename la concha, rompelaaaa…

Él la agarró de la cintura, la bajó de la mesa y la puso en cuatro sobre un colchón viejo. Desde atrás, la tomó con fuerza, haciendo chocar sus bolas en sus nalgas con cada estocada.

—Estás hecha para esto, nena… Para que te cojan como se debe.

Ella deliraba. Se venía una y otra vez, mojando todo. Él le escupía la espalda, le agarraba las tetas, el pelo y la dominaba como si fuera suya.

—¿Querés más?

—¡Todo, Moncho! ¡No me saques nunca esa pija!

Entonces él le escupió el culo, y sin aviso, se lo metió.

—¡AHHHH MI CULO! —gritó ella— ¡Sí! ¡Dámelo por ahí también!

Moncho rugía. Ya no hablaba. Solo embestía como un toro.

Cuando estuvo por acabar, la sacó, la hizo girar y apuntó a sus tetas.

—Aguantá la leche…

Y le largó una descarga ardiente, espesa, caliente, que le chorreó por los pezones.

Claudia, jadeante, se lo frotó por las tetas, mientras lo miraba sonriendo, empapada.

—Santo cielo… me dejaste como un trapo. ¿Puedo venir mañana?

Don Moncho encendió un cigarrillo.
—Si aguantás otro round, el galpón está abierto…

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Era una tarde calurosa. Camila, 19 años recién cumplidos, shorts de jean cortísimos y una remera que apenas cubría sus senos pequeños pero firmes, caminó decidida hasta la casa de Don Moncho con una carpeta en la mano.

—Buenas, Don Moncho —dijo con una sonrisa tímida—. Vengo a vender rifas… es para una ayuda social.

Moncho, con el torso desnudo y la transpiración bajándole por el pecho curtido, la miró de pies a cabeza. Le gustaban esas atrevidas que venían con excusas tontas.

—¿Y qué número me querés vender, mami?

Ella dio un paso más cerca. Sus ojos brillaban de picardía.

—En realidad… quería saber si es cierto lo que se dice. Que usted rompe mujeres —dijo bajito, mordiéndose el labio.

Moncho dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y se le acercó lento, hasta que sintió su perfume juvenil.

—Si querés comprobarlo, vení a mi pieza del fondo. Donde se hace la magia de verdad.

Ella dudó un segundo… y lo siguió.

El cuarto era oscuro, fresco, con una cama grande y desordenada. Una sábana blanca y un ventilador viejo que zumbaba en el techo.

—Desnudate —le ordenó Moncho, con voz grave—. Quiero ver qué me trajiste hoy.

Camila, nerviosa pero excitada, se quitó primero la remera, dejando ver sus pechos redondos, turgentes, con pezones rosados que apuntaban al techo. Luego se bajó el short, revelando una diminuta tanga blanca empapada.

—Sos una flor recién cortada, mami…

Él se bajó el pantalón y sacó su dotación: 30 centímetros de carne palpitante, gruesa, morena, que se alzaba como un totem sagrado. Camila se tapó la boca.

—¡Dios mío! ¿Y eso me entra?

—Entra si tenés ganas —respondió él, agarrándola de la cintura.

La puso sobre la cama, le sacó la tanga y le besó la concha, primero con lengua suave, luego con más hambre. Ella se derretía. Le temblaban las piernas.

—¡Me estás chupando como nunca! —gritaba.

Y cuando estaba empapada, lista, Moncho se posicionó sobre ella, apoyando la cabeza de su pija en su entrada.

—Relajáte… y aguantá.

La fue llenando lento, pero firme. Camila gritaba, se agarraba de las sábanas, lo miraba con ojos vidriosos.

—¡Don Moncho! ¡No pares, por favor, no pares!

Él comenzó a moverse, cada embestida más profunda, más salvaje. La tomaba de los tobillos, luego la levantó de las caderas y la partía en el aire, mientras ella lloraba de placer.

—¡Me estás partiendo al mediooo!

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La puso en cuatro, le acarició la espalda y le metió la pija con fuerza. Sus nalgas chocaban con cada embestida. Camila pedía más.

—¡Rompame la concha, Moncho, no me tenga piedad!

Cuando sintió que iba a acabar, ella se giró y abrió la boca con una sonrisa descarada.

—Dámelo todo… quiero probar tu leche de macho…

Y él le acabó en la boca, en la cara, en las tetas, gimiendo como un animal en celo.

Camila se relamió, saboreando.

—Ahora entiendo por qué todas hablan de usted… ¿Puedo traer a una amiga?

Don Moncho encendió un cigarrillo, otra vez.

—Si es igual de puta que vos, traela nomás…

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Era jueves por la siesta. Moncho descansaba en su hamaca, sin remera, fumando tranquilo. De pronto, alguien golpeó el portón con firmeza. Era Sandra, la vecina del lote de al lado: una mujer de unos 35 años, curvas generosas, pechos grandes que saltaban bajo su blusa ajustada, y una mirada que quemaba.

—Buenas, Don Moncho —dijo con tono juguetón—. Mi marido salió de viaje por trabajo… y quería ver si es cierto eso que dicen por el barrio.

Él se la quedó mirando, lento, con media sonrisa.

—¿Y qué dicen?

Sandra se acercó, cruzó el portón sin permiso y se puso frente a él.

—Que tenés un palo sagrado… y que ninguna mujer puede con vos. —Se desabrochó la blusa de golpe—. Quiero saber si esa pija grande puede con estás tetas…

Los dejó al aire: redondos, pesados, con pezones gruesos que pedían boca.

—Entrá al fondo, mami… que hoy vas a salir gritando.

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Moncho cerró la puerta, y antes de que ella dijera algo más, le agarró la cabeza y le bajó la boca a su bulto. Ella lo desabrochó con ansias y sacó su miembro de 30 cm, duro, pulsante.

—¡Uffff! ¡Pero esto es una maldición deliciosa!

Lo chupó con hambre, lo tragaba hasta que le lloraban los ojos, le lamía las venas, los testículos, le besaba el tronco con lengua espesa.

—Hace años que no me dan con una pija de verdad —jadeó Sandra.

Moncho la tomó de la cintura, la sentó encima de él, y ella se bajó la tanga de encaje blanco, mojada como un trapo.

—Agarrate fuerte —le dijo. Mientras le metia la pija en la concha.

Y ella se dejó empalar, con un gemido que sonó como un aullido.

—¡Diosss! ¡Está enorme!

Saltaba sobre él, con las tetas rebotando. Moncho se las devoraba, se las mamaba como si dieran leche.

—¡Así, mamámelas, tragámelas!

La puso en cuatro sobre la cama. Se le paró atrás, y le embistió la concha con fuerza. Sandra se revolvía, empujaba contra él, se abría más y más.

—¡Así me gusta, Moncho! ¡Rompeme como una puta!

Él no tuvo piedad. Le agarró el pelo, las tetas, la azotó con cada movimiento. Y cuando ella pidió más, sin aviso, cambió de agujero: directo al segundo.

—¡Ayyyy! ¡Eso no! ¡Bueno… sí…! ¡Sí! ¡Dale!

Le embistió el culo como un salvaje, mientras ella deliraba de placer, con los ojos en blanco. Al final, la giró, le apretó las tetas enormes y le acabó encima: una lluvia caliente que empapó su pecho.

Sandra se relamía, jadeando.

—Me acabaste toda… sos un animal, Don Moncho…

Él encendió un cigarrillo, como siempre.

—Volvé cuando quieras, mami. Acá nunca falta carne.

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Una tarde, mientras Moncho terminaba de regar el patio, una nueva figura apareció frente a su casa. Una morena de piel blanca, pelo negro como la noche, y ojos grandes. Camila, 25 años, delgada pero con curvas firmes. Usaba un short mínimo y una remera sin sostén que dejaba ver cómo los pezones le marcaban la tela.

—Hola, ¿vos sos Don Moncho? —preguntó con una sonrisa tímida pero provocadora.

—El mismo. ¿Y vos, bomboncito?

—Camila… me mudé hace poco. Pero ya me contaron de vos…

Se mordió el labio. Moncho la miró de arriba abajo. Sabía lo que quería.

—Pasá, nena. Vení al cuarto del fondo…


Adentro, la luz del sol apenas entraba por una cortina entreabierta. Moncho cerró la puerta y se sentó en la cama. Camila se arrodilló frente a él, sin esperar órdenes. Le bajó el pantalón y le sacó el monstruo.

—Dios mío… ¡es real!

Y lo empezó a mamar lento, con hambre, con lengua suave, húmeda, besando la punta, chupando profundo. Moncho soltó un gruñido y se tiró hacia atrás. Ella lo devoraba como una experta.

—Tragalo, mamita… hacelo tuyo…

Cuando estuvo bien empapado, le sacó el short, se subió encima de ella. La abrió de piernas, y le empujó la pija adentro de su concha sin pedir permiso.

—¡Ahhh! ¡Monchooo!

La bombeó con fuerza, sujetándole las muñecas, besándole el cuello. Chupando sus tetas Camila se aferraba a él como si lo necesitara para vivir.

Después, se sentó sobre él, y empezó a cabalgarlo con desesperación. Su pelo negro le volaba mientras rebotaba con fuerza.

—¡Nunca sentí algo así! —gritó—. ¡Nunca!

Moncho la agarró de la cintura, la puso en cuatro. Le embistió tan profundo que ella se desarmaba de placer.

—Ahora vas a saber lo que es el infierno —le dijo, mientras la embocaba por el culo.

—¡Ayyyyy, mi culo! ¡Sí! ¡Rompeme entera, Monchooo!

Y así lo hizo. Hasta que terminó en sus tetas, grandes, sudados, con una lluvia caliente que la dejó jadeando, temblando de placer.


Pero Camila no se levantó enseguida. Se quedó ahí, desnuda, con la cara en su pecho.

—No me quiero ir… —susurró.

Moncho se la quedó mirando. Su pija aún palpitaba.

—¿No?

—No… sos el único que me ha hecho sentir así. Quiero volver. Quiero ser tu puta. Quiero ser tuya.

Moncho, por primera vez, no supo qué responder. Había tenido a decenas, pero algo en Camila lo tocó distinto. Tal vez su mirada, su boca, o la forma en que no quería irse. No era solo sexo.

Y él lo sabía.

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Camila ya no pensaba en otra cosa. Desde que Moncho la hizo suya, no pudo quitárselo de la cabeza. No dormía bien, se tocaba todas las noches recordando cómo la montó, cómo la llenó, cómo la rompió entera.
Él se había convertido en una necesidad, en su adicción carnal.

Ese mediodía, con la excusa de que le traía almuerzo casero, caminó hacia la casa de Don Moncho con una bandeja en la mano. Pero al acercarse, notó algo.

La puerta estaba entornada…
Y adentro se oían gemidos.

Se asomó en silencio. Allí estaba Sandra, la mujer casada de tetas enormes, desnuda sobre Moncho, cabalgándolo como una yegua en celo.

—¡Ayyy sí, Moncho! ¡Esa pija es mía ahora! ¡Dámelo todo!

Él le sujetaba las tetas, la embestía desde abajo con fuerza.
Camila se quedó en silencio. No lloró. No gritó. Solo salió con la bandeja, la dejó sobre la mesa del patio y se sentó a esperar. Fría. Calmada. Poseída por su deseo y su rabia callada.


Pasaron 15 minutos.

Sandra salió arreglándose el vestido, sudada, las piernas temblándole. Al ver a Camila ahí sentada, se detuvo en seco.

—Ah… hola… yo ya me iba…

—Ya vi —dijo Camila, sin sonreír—. Te podés ir tranquila.

Sandra tragó saliva y se fue rápido, nerviosa.

Camila esperó unos segundos, se levantó y entró decidida al cuarto. Moncho seguía en la cama, aún desnudo, el pene descansando, brilloso.

—¿Y vos? —dijo él, sorprendido.

—Te traje almuerzo… y una advertencia.

Se sacó la remera. No llevaba sostén.
Se quitó el short y la tanga.Estaba empapada.

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—¿Qué advertencia, mamita?

—Que no soy como las otras. Si querés seguir cogiendome, vas a tener que empezar a respetar mi lugar.

Moncho sonrió.

—¿Y si no?

Camila se arrodilló, le mamó la pija con hambre, la hizo despertar al instante. Se lo tragó todo, hasta la garganta, mientras lo miraba con esos ojos negros de fuego.

Cuando lo tuvo bien duro, se subió encima sin pedir permiso.

—Ahora me vas a cabalgar a mí —dijo él.

—No, Moncho. Hoy yo te monto como una puta hasta que te olvides del nombre de Sandra.

Y se metió su pija en la concha y empezó a cabalgarlo con furia, sudando, gimiendo, gritándole al oído.

—¡Sos mío, Moncho! ¡MÍO!

Él le agarró las nalgas, le chupó las tetas, los pezones, la puso en cuatro, le embistió tan fuerte que tembló la cama. Luego la abrió atrás, y se lo metió por el culo.

—¡SÍ, ASÍ! ¡HACEME TUYA ENTERA! —gritó Camila.

Terminó empapada, con las tetas llenas de leche caliente. Se quedó respirando sobre él. Y susurró al oído:

—Ahora vas a tener que elegirme… o voy a volver todos los días. Y cada vez, te voy a dejar más vacío.

Moncho no respondió. Solo cerró los ojos.

Camila había llegado para quedarse.

165📑Don Moncho

Moncho seguía en la cama, con el cuerpo empapado por la intensidad del último encuentro con Camila.
Ella, aún desnuda, se sentó sobre su pecho, le acariciaba los pectorales con sus uñas y lo miraba fijo, con una mezcla de deseo y decisión.

—Moncho… —dijo con voz suave, pero firme—. Yo sé que nunca vas a poder descuidar a tus otras chicas… y lo entiendo.

Él la miró en silencio.

—Sos un semental, un macho de verdad y el barrio entero está caliente por vos.
Pero yo soy diferente, Moncho. Yo no quiero que me cojas un rato.
Yo quiero estar contigo de verdad.

Le besó los labios, luego bajó hasta su cuello, y le mordió con dulzura.

—Dejame organizarte las cosas —susurró—. Hacemos una agenda… vos cumplís con todas, pero de día.
Las solteras, las casadas, las vecinas calientes que no pueden esperar…
Pero por las noches… sos mío. Solo mío.

Se inclinó hasta su oído.

—Y me das lo mejor… me coges más duro que a todas esas. ¿Entendés, Moncho?

Él sonrió, divertido, excitado.

—¿Y si alguna se pone celosa?

—Que se jodan. Que pidan turno.
Pero que sepan que la reina de la noche y tu pija soy yo.
La que duerme a tu lado, la que se queda con tu leche última del día… soy yo, Moncho.
Y si no me das lo mejor… te lo saco a la fuerza.

Dicho eso, se bajó otra vez por su cuerpo, le agarró la pija y se lo mamó lento, salivosa, haciéndolo gemir.
Cuando lo tuvo duro y palpitante, se subió y comenzó a cabalgarlo sin piedad, golpeando con sus caderas, rebotando como una poseida.

—¡Sos mío, semental! ¡MÍO!
—Gritaba mientras él le apretaba la cintura y le metía todo.

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La puso en cuatro, le abrió los cachetes con fuerza, y embistió su concha como si la marcara, rugiendo.

—¡Eso! ¡DAME! ¡QUE SE ENTEREN TODAS! —gritaba Camila— ¡Esta es la reina de tus noches!

Él le dio por el culo, fuerte, profundo, hasta que Camila se corrió gritando su nombre, y luego se lo sacó, apuntó a sus tetas, y terminó con una explosión brutal que le cayó caliente sobre la piel.

Camila se limpió con los dedos, se lo llevó a la boca y se relamió.

—Entonces… ¿trato hecho, Moncho?

Él, jadeando, le dijo:

—Trato hecho… reina de la noche.

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Camila cumplió su promesa.

Una tarde, mientras Moncho dormía la siesta luego de una sesión intensa, ella se sentó en su celular, y con una sonrisa maliciosa creó un grupo de WhatsApp.

Con la foto de Moncho como Imagen de perfil y le puso un nombre sencillo, pero poderoso:
“💦 Las Putitas de Moncho 💦”

Agregó a las más fieles: Sandra, la casada atrevida; Yesi, la flaquita ardiente; Raquel, la gordita de pechos enormes; Dai, la jovencita de 20 que lo había mamado entera; y otras más que iban y venían.

Mensaje de bienvenida de Camila:

> “Chicas, acá nos organizamos. Moncho es de todas de día, pero mío de noche. Si quieren leche, turnito con amor. Sin celos, sin escándalos. El semental necesita cuidado y rotación. 😈💋”

Sandra fue la primera en mandar un audio:

> “Ay Dios, Cami, te amo por esto. Estaba toda caliente esperando mi turno y no quería meter quilombo. Gracias, reina. ❤️”

Yesi mandó una foto en ropa interior:

> “Ya estoy lista pa’ mañana a las 10. Que no se le olvide que me debe uno por atrás 😏🔥”

Raquel mandó carcajadas:

> “¡Esto parece una cooperativa de leche! Pero bien ahí, Cami. Vos sos la patrona. A Moncho lo cuidamos entre todas.”

Y así, el grupo fue creciendo, compartiendo horarios, fotos, memes, anécdotas calientes y recomendaciones de posiciones.

Había reglas claras:

Nadie repite más de 2 veces por semana.

Solo Camila duerme con él.

Si alguna quiere más, debe pedir permiso a la Reina.

Moncho, mientras tanto, no podía creerlo.

—¿Un grupo? ¿De ustedes?

—Sí, Moncho —le dijo Camila, sentándose sobre él sin ropa—. Soy tu secretaria sexual.
Les doy alegría, las organizo, y vos solo te dedicás a repartir carne y leche caliente.
Y de noche, me das a mí todo el poder de tu pija mágica.

—Sos diabólica…

—Soy tu bruja… y ellas, tus putitas.

Lo cabalgó como en el primer día, más fuerte, más intenso.
Lo besó, lo apretó, lo tomó toda la noche como si lo marcara para siempre.

Y así fue como Don Moncho, el humilde hombre de barrio con 30 cm de puro placer, terminó sus días rodeado de mujeres felices, coordinadas y calientes, gracias a la astucia y dominio sexual de Camila, su reina putita.

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