You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

137📑Perdiendo el Pudor

137📑Perdiendo el Pudor


Claudia tenía 42 años, dos hijos, un esposo que hacía tiempo la miraba sin verla y una rutina que se repetía como una canción gastada. Aun así, seguía siendo una mujer deseable. Tenía curvas reales, de esas que se forjan con los años, con experiencia, con vida. Y aunque a veces se miraba al espejo con nostalgia, sabía que aún despertaba miradas… sobre todo la de él.

Él era Julián, el hijo de su vecina, recién vuelto de la universidad. 23 años. Piel joven, mirada atrevida, sonrisa canalla. Cada vez que ella salía al jardín, él parecía encontrar una excusa para aparecer, como si el destino empujara los encuentros con descaro.

Todo empezó con una charla casual, con tragós, al atardecer en el porche. Luego vinieron las miradas sostenidas, los silencios incómodos, las risas que rozaban lo indebido. Claudia se sentía viva, deseada… y eso la aterraba tanto como la excitaba.

—No deberías mirarme así, Julián —le dijo una noche, tras reír por una tontería—. Podrías ser mi hijo.

—Pero no lo soy —contestó él, mirándola a los ojos—. Y si fueras mía… no te dejaría un segundo.

A Claudia se le secó la garganta. Sabía que debía alejarse. Pero no lo hizo.

Esa noche no durmió. Se tocó entre las sábanas con la imagen de Julián en la cabeza. Sintió culpa, deseo, fuego. Al día siguiente, cuando lo vio otra vez, no huyó. Se quedó. Y una semana después, se dejó llevar.

El encuentro fue en su casa, un mediodía de esos donde los niños estaban en la escuela y su marido en la oficina. Julián llegó decidido, con una mirada que la desarmó.

—Estás hermosa —le dijo mientras cerraba la puerta.

Claudia tembló. Se sintió vulnerable y poderosa al mismo tiempo. Julián la besó con hambre contenida, con pasión juvenil, y ella se dejó llevar, con los labios abiertos, con el alma rendida. Sus lenguas se entrelazaron como si se conocieran desde siempre.

Él la empujó suavemente contra la pared y le acarició los muslos, subiéndole el vestido. Claudia jadeaba, cerrando los ojos, sintiendo que su cuerpo ardía como no lo hacía hace años. Cuando Julián bajó las manos a sus caderas y tiró de su ropa interior, ella gimió bajito.

—No sabes cuántas veces soñé con esto —susurró él, bajándole lentamente el vestido hasta los hombros—. Con tenerte así, tan real, tan mujer…

Pero cuando intentó quitarle la ropa interior, Claudia se tensó. Tomó sus manos y susurró:

—Espera… no quiero que me veas ahí. No con la luz así.

—¿Por qué?

—Tengo una cicatriz. De las cesáreas. No es bonita. No quiero que pienses que…

Él la interrumpió, tomando su rostro entre las manos.

—Claudia —dijo con una ternura que la desarmó—. Esa cicatriz no te hace menos deseable. Te hace más mujer. Ser madre no borra tu belleza. La transforma.

Claudia sintió que algo se quebraba por dentro. Una barrera. Un miedo viejo.

Y se rindió.

Dejó caer su ropa. Julián la miró completa, sin juicio, sin vergüenza. Se arrodilló ante ella, besando su vientre, con una devoción que le hizo soltar un suspiro ahogado. Le besó la cicatriz con una dulzura que le sacó lágrimas. Y luego la tomó entre sus brazos y la llevó al sofá.

puta



Con deseo contenido. Le besó las tetas, los muslos, la espalda. Ella lo recibió con las piernas abiertas, con los dedos en su cabello, con el alma entregada.

—Te deseo tanto… —le dijo él mientras se bajaba el pantalón y se acomodaba entre sus muslos.

Cuando entró en ella, Claudia arqueó la espalda. El placer la atravesó como un rayo. Hacía años que no se sentía tan viva, tan mujer, tan… completa.

Gritó su nombre. Se aferró a su espalda. Lo montó, lo besó, lo miró a los ojos mientras se venía encima de él, húmeda, temblorosa, con los gemidos brotando sin control.

Fue más que sexo. Fue redención. Fue perder el pudor, pero también recuperar el deseo.

Y cuando todo terminó, cuando los cuerpos sudaban juntos sobre el sofá, Julián le acarició la cadera y le dijo al oído:

—Eres perfecta. Con cicatriz y todo.

Y Claudia, por primera vez en años, lo creyó.


Habían pasado solo dos días desde que Claudia y Julián se entregaron por primera vez. Dos días en los que ella volvió a la rutina como si nada hubiera pasado, pero con el cuerpo aún sensible y el corazón desordenado. Lo había saboreado todo: su juventud, su pasión, su ternura… y no podía dejar de pensar en él.

Entonces, llegó el mensaje.

"Podés venir un rato a casa? Quiero mostrarte algo. Estoy solo."

El corazón de Claudia se aceleró. Sabía perfectamente qué significaba esa invitación, pero se vistió igual, como si no. Jeans apretados, una blusa liviana sin sostén, labios pintados apenas. Intentó convencerse de que solo iría “a ver algo”, pero su cuerpo ya temblaba con anticipación.

Cuando tocó el timbre, Julián abrió en seguida. Estaba sin remera, apenas con un short de algodón. El torso firme, la sonrisa peligrosa. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo.

—Qué linda estás… —dijo sin vergüenza.

—¿Qué era eso que querías mostrarme? —preguntó ella, con media sonrisa, cruzando los brazos.

Julián dio un paso atrás y la invitó a pasar con un gesto.

—Vení. Está en mi pieza…

Claudia caminó hasta la habitación, el corazón latiendo desbocado. Pero al entrar, no encontró ningún objeto extraño, ni libros, ni cuadros. Lo único que vio fue a Julián parándose frente a ella… y bajándose lentamente el short.

Su pene estaba completamente erecto, duro, pulsante, apuntando hacia ella con descaro.

—Esto —dijo él, mirándola a los ojos, con esa sonrisa insolente que la volvía loca—. Esto es lo que quería mostrarte… Desde que te fuiste, no pienso en otra cosa que en vos lamiéndolo… y montándome como lo hiciste ese día.

Claudia tragó saliva. El pudor volvió a aparecer… por un instante. Pero lo venció con un suspiro cargado de deseo. Dio un paso al frente, lo miró directo, y sin decir una palabra, se arrodilló.

Sacó la lengua y comenzó a lamerle la pija desde la base hasta la punta, lentamente, sintiendo cómo Julián se estremecía ante cada roce. Luego lo tomó entero entre los labios, húmedos, calientes, y empezó a succionarlo como si quisiera devorarlo.

—Dios… Claudia… —murmuró él, acariciándole el cabello—. Sos una diosa…

Ella gemía bajito, sintiendo cómo el poder del momento la recorría entera. Se sentía viva, ardiente, sin miedo. Julián la levantó del suelo de un tirón, la besó con furia, y le desabrochó el pantalón con las manos temblorosas. Se lo bajó junto con la ropa interior, y al ver que no llevaba sostén, la miró maravillado.

—Estás hecha para volverme loco…

—Entonces volvete loco —le respondió ella, tomándolo de la nuca—. Pero hacelo ya.

Julián la tomó de la cintura y la cargó hasta la cama. Ella se montó sobre él, con las piernas abiertas, guiando su erección hacia su concha mojada. Lo sintió entrar en ella con fuerza, con hambre, con urgencia.

Claudia gemía con cada embestida, moviéndose sobre él como si el mundo no existiera, como si todo su cuerpo hubiera esperado ese momento desde siempre. Se inclinó hacia delante, sus tetas rozando su pecho, los labios de ambos encontrándose una y otra vez.

—Me volvés loco, Claudia… —susurró Julián, mordiéndole el cuello—. Sos adictiva.

—Y vos… sos un maldito peligro —le respondió ella, mientras cabalgaba cada vez más rápido—. Pero no puedo parar…

Llegaron juntos. Un grito ahogado, temblores, suspiros, cuerpos empapados y piel pegada. Cuando cayó sobre él, agotada y feliz, Julián la abrazó fuerte.

—La próxima vez no voy a buscar excusas —dijo él, acariciándole la espalda—. Te voy a decir directamente que vengas a cogerme.

Claudia rió, sin culpa, sin pudor.

—Y yo voy a venir… sin pensarlo.

milf



Esa tarde, Claudia estaba en la cocina, preparando el almuerzo para cuando los chicos llegaran. El estofado burbujeaba en la olla y la casa olía a hogar. Pero justo cuando iba a cortar las papas, sonó un mensaje en su celular.

"Estoy en el patio. Si tenés cinco minutos, vení. Solo quiero verte."

Era Julián. Otra vez.

Claudia dudó. Miró la olla, luego la ventana. El corazón le latía fuerte. Al final, soltó el cuchillo, se secó las manos y salio. Julián la esperaba recostado en la reposera, con el sol iluminando su torso desnudo. Tenía un vaso de jugo en una mano y una sonrisa que podía derretir a cualquier mujer.

—Hola, mujer hermosa —dijo él, sin moverse—. Tenía ganas de verte un ratito… ¿Te molesta?

—Molestarme sería no querer verte —respondió ella, ya sin defensas.

Se sentó a su lado. Hablaron de cualquier cosa, pero las miradas eran fuego puro. Él le rozaba el brazo, le acariciaba los dedos, y ella dejaba que el calor creciera, que el deseo latiera debajo de su ropa. No se dieron cuenta del tiempo que pasaba. No hasta que un humo oscuro se alzó desde la cocina de Claudia.

—¡La puta madre! —gritó ella, levantándose de golpe—. ¡La comida!

Corrió a su casa. La olla estaba arruinada, negra por dentro, y un olor amargo inundaba todo. Abrió ventanas, maldijo, trató de salvar algo, pero era tarde. Justo en ese momento entró su esposo, cansado, con cara de rutina.

—¿Qué pasó acá?

—Se me quemó la comida… Me distraje un rato.

—¿Un rato? ¿Tenías todo prendido! ¿Qué hacés, Claudia? ¿Estás en la luna?

—¡No me grites! No es para tanto…

—¡Siempre estás distraída últimamente! ¿Qué pasa con vos? Ya no estás en nada…

Esa frase le dolió. Ya no estás en nada. Como si fuera invisible. Como si solo sirviera para cocinar, lavar, callarse. Claudia apretó los labios, sin responder. Lo dejó discutir solo. Y cuando se encerró en el baño, las lágrimas brotaron.

No por la olla. Por lo que se había apagado en su matrimonio.



Dos horas después, tocaban la ventana del lavadero. Era Julián. Otra vez él. Su refugio. Su peligro.

—¿Estás bien?

—No mucho —dijo ella, abriendo.

—Vi todo por la ventana. Vi cómo te habló. ¿Querés venir un rato a mi casa?

Claudia dudó. Pero ya no podía resistirse.


En el cuarto de Julián, el ambiente era distinto. No había gritos. Solo deseo. Solo ganas. Apenas cerraron la puerta, él la abrazó por detrás, besándole el cuello.

—No te merecés que te hablen así… —le susurró, mientras le levantaba la blusa—. Sos una mujer increíble… hermosa… deseada.

Sus manos bajaron lentamente por su abdomen, abriéndole el pantalón. Claudia suspiró, arqueando el cuerpo. Él la giró, la miró con hambre.

—Hoy quiero hacerte olvidar todo.

La desnudó con paciencia, con devoción. Le besó la cicatriz una vez más, luego le lamió los pezones endurecidos. La llevó a la cama como si fuera sagrada. Y cuando la tuvo debajo, le abrió las piernas y se deslizó entre ellas con su lengua suave, lenta, precisa.

Claudia jadeaba, con los ojos cerrados, aferrada a las sábanas. Cada caricia de Julián era un acto de adoración. Cada movimiento, una ofrenda.

—Dios… sí, así… —susurró, mientras él no dejaba de lamerla.

Cuando la hizo venirse con la lengua, temblando, gemiendo sin control, la besó y luego se acomodó entre sus piernas. La penetro con una lentitud torturante, haciéndola sentir llena, viva, deseada como nunca.

—Montame, Claudia —le dijo al oído—. Quiero verte encima de mí. Quiero que mandes vos.

Ella obedeció. Se sentó sobre él, cabalgándolo con furia contenida, con el fuego acumulado de tantos años. Cada movimiento era una venganza contra la indiferencia, una declaración de libertad.
bien puta


Y cuando acabó, gritando, sudada y en éxtasis, Julián la abrazó fuerte.

—A la mierda el estofado —le dijo, riendo—. Hoy el sabor sos vos.

Claudia sonrió, rendida.

Y entendió que estaba cruzando una línea de la que no había retorno



Claudia se miraba al espejo más de lo habitual. Volvía a usar maquillaje ligero incluso para estar en casa, se pintaba las uñas, se ponía perfume aunque no tuviera que salir. Se había comprado ropa interior nueva, aunque su marido jamás notara el detalle. Pero lo hacía por otra mirada… una que la recorría con deseo sincero.

Últimamente también estaba más distraída. Se le quemaban las cosas, olvidaba las mochilas de los chicos, se le pasaban horarios. Su cuerpo seguía encendido por dentro, su cabeza era un nudo de deseo y culpa. Y su esposo, Marcos, finalmente lo notó.

Fue una noche común. Cenar, bañar a los niños, lavar los platos. Pero cuando se acostaron, él la miró con el ceño fruncido.

—Claudia… ¿qué te pasa?

—¿A qué te referís?

—No sé. Estás rara. Andás todo el día como en otra. Te arreglás más que antes. Dejás cosas sin hacer. Los chicos dicen que estás colgada.

Ella tragó saliva. El corazón le dio un salto.

—¿Ahora también me vas a controlar cómo me visto? —respondió, intentando sonar firme.

—No es eso. Es… que te desconozco. ¿Hay algo que me estás ocultando?

Claudia sintió el nudo en la garganta. ¿Qué podía decir? ¿Que había encontrado placer con otro? ¿Que un pibe de 23 la hacía sentir viva?

—Estoy cansada, eso es todo —murmuró, apagando la lámpara de noche—. Cansada de la rutina.

Marcos no insistió. Pero el silencio entre ellos esa noche fue más ruidoso que cualquier discusión.


Al día siguiente, Claudia no pudo más. Apenas los chicos salieron al colegio y su marido a la oficina, fue junto a Julián con el corazón latiendo en el pecho. Golpeó suavemente la puerta de Julián.

Él abrió con cara de sorpresa y deseo inmediato.

—¿Claudia?

—Necesito verte. No puedo más.

Él no preguntó. La tomó de la cintura, la hizo entrar y cerró la puerta. Apenas quedó dentro, ella lo besó con desesperación. El beso fue húmedo, profundo, descontrolado. Julián le subió la remera de un tirón y le bajó el pantalón como si su vida dependiera de eso.

—¿Qué pasó?

—Mi marido me está empezando a mirar otra vez… pero no como vos.

—¿Y cómo te miro yo?

Ella se acercó, con los ojos encendidos.

—Como una mujer que te calienta. Como una mujer que vale.

Julián la alzó con fuerza y la llevó hasta la cocina. La sentó sobre la mesada y le abrió las piernas. Sonrió. Estaba mojada. Desesperada.

Él se arrodilló , y la besó allí, en su concha, profundo, lujurioso. Ella se mordía los labios para no gritar. Le sujetó el cabello, lo empujó contra su centro, sintiendo el orgasmo venir con violencia.

—¡Julián… sí… no pares…!

Cuando terminó, jadeando, con los muslos temblando, él se puso de pie con la pija ya dura. Ella lo tomó con una mano, lo acarició con ternura… y luego se deslizó hasta el suelo, poniéndose de espaldas, apoyando el pecho en la mesada, ofreciéndose.

—Tomame así… como un secreto. Como lo que somos.

Él penetró su concha de un solo empujón, haciéndola gemir. Las embestidas eran fuertes, rítmicas, brutales y dulces a la vez. Ella cerraba los ojos, pensando en todo lo que arriesgaba… y en lo mucho que valía la pena.

Cuando Julián acabó dentro de ella, ambos quedaron abrazados, sudados, con el corazón desbocado.

—Quedate conmigo —susurró él.

Claudia no respondió. Sabía que no podía. Pero tampoco podía dejar de volver.

El pudor ya no era lo que había perdido. Ahora, comenzaba a perder el control.

Relatos eroticos


Después del último encuentro, algo en Claudia cambió. Ya no era solo fuego. Era ansiedad. Culpa. Miedo.

Se masturbaba cada noche pensando en Julián, sí… pero al día siguiente, lavando los platos o ayudando con la tarea de sus hijos, ese placer se le volvía piedra en el pecho.

Marcos estaba más atento. Le revisaba los ojos como si buscara algo oculto. Le hablaba con frases envenenadas de sospecha, disfrazadas de preocupación.

—¿Hoy no cocinaste? ¿No era tu día libre?

—¿Y ese perfume? Hace años que no lo usabas.

—¿Con quién hablás tanto por WhatsApp?

Claudia sentía que la pared se le venía encima.

Y Julián lo notó. Porque ya no le respondía tan rápido, ya no cruzaba con la misma frecuencia, y cuando lo hacía, miraba por encima del hombro como si alguien pudiera atraparla en cualquier momento.

Fue él quien tomó la iniciativa.

La invitó a su casa con una excusa mínima —“tengo algo que decirte”— y cuando ella entró, lo encontró distinto. No tenía esa energía hambrienta de otras veces. La miró serio, con cariño, pero también con distancia.

—Clau… sentate.

Ella se congeló. Lo obedeció.

—¿Pasa algo?

Julián suspiró.

—Sí. Vos.

Ella lo miró, confundida.

—No puedo dejar de pensar en vos —continuó él—, y cada vez que te tengo cerca quiero comerte viva. Pero te noto mal… cargada, paranoica. Me da miedo estarte arrastrando a algo que te va a romper más de lo que te está dando.

Ella no supo qué decir. Bajó la mirada. Él se acercó, le tomó las manos.

—No quiero ser una carga. Ni un riesgo. Así que escúchame bien: no te voy a volver a llamar, ni a escribir, ni a tocar la ventana. Te voy a esperar. Solo si vos me buscás, si vos querés… ahí estaré. Pero mientras tanto, quiero que te organices. Que no pierdas lo que tenés si no es lo que vos decidís perder.

Las lágrimas le temblaron en los ojos. La ternura de Julián le dolía más que el sexo salvaje. Porque era real.

—¿Estás terminando conmigo?

—No, Claudia. Te estoy cuidando. No quiero que nos descubran. No quiero que te arrepientas. Quiero que me busques… cuando puedas, cuando lo necesites, cuando lo elijas. Y ahí… voy a darte todo.

Ella se lanzó a abrazarlo. Con fuerza. Sin palabras.

Y aunque no hubo sexo esa tarde, el beso que se dieron fue el más profundo de todos. Lento, húmedo, con promesas silenciosas.

Cuando Claudia se fue, lo hizo con un nudo en el estómago… pero con una certeza nueva.

Ahora dependía de ella. El próximo paso… estaba en sus manos.

muy caliente


Pasaron varios días sin mensajes, sin toques en la ventana, sin cruces improvisados. Claudia puso su vida en orden: hizo compras, cocinó con tiempo, adelantó tareas del hogar, organizó la semana de los chicos. Hasta logró que su marido no tuviera nada que reprocharle. Todo estaba bajo control.

Y esa tarde… se la regaló a ella misma.

Dejó a los chicos en la escuela con una sonrisa neutral, volvió a casa, se bañó con calma, se perfumó. Se puso una ropa interior negra, nueva, con encaje fino. Un vestido corto y suelto encima, y en su cartera… un pequeño parlante Bluetooth.

Caminó hasta la casa de Julián. No escribió, no avisó. Solo fue.

Golpeó suavemente. Julián abrió al instante, sorprendido, pero con una sonrisa que le iluminó los ojos.

—¿Claudia?

—Hola.

—¿Estás bien?

Ella entró, cerró la puerta, y lo miró directo a los ojos.

—Gracias por entenderme. Sos mi más dulce secreto.

Él apenas alcanzó a respirar cuando ella puso el parlante sobre la mesa, conectó la música desde su celular y comenzó a sonar un ritmo suave, lento, envolvente. Un beat perfecto para desvestirse al compás.

Claudia se movía frente a él como si estuviera sola en el mundo. Le dio la espalda y se bajó lentamente el cierre del vestido. Dejó que cayera al suelo, quedando solo con el conjunto de encaje. Sus caderas se movían lentas, provocadoras, mientras se acariciaba a sí misma con sensualidad.

—Hoy no vine a hablar, Julián —dijo, mirándolo por encima del hombro—. Vine a usarte. A tenerte para mí.

Julián ya estaba duro dentro del pantalón. Se sentó en el borde de la cama, sin quitarle los ojos de encima, fascinado, devoto.

Claudia se quitó el sostén con delicadeza, dejando al descubierto sus tetas maduras, perfectas. Se acercó a él, bailando entre sus piernas, y mientras lo miraba fijo… se bajó la tanga lentamente.

Él no lo soportó más.

Se levantó, la besó con furia, y ella lo empujó suavemente.

—Todavía no —susurró—. Yo mando hoy.

Lo hizo sentarse otra vez, se arrodilló entre sus piernas y le bajó el pantalón. La pija de Julián estaba dura, gruesa, palpitante. Claudia lo miró con deseo, y sin romper el contacto visual, sacó la lengua y comenzó a lamerlo con lentitud. De base a punta. Luego lo envolvió con los labios y lo chupó con un ritmo hipnótico, húmedo, caliente.

—Dios… Claudia… te juro que no voy a aguantar si seguís así…

Ella se relamió los labios y se subió sobre él, guiándolo hasta su concha mojada. Lo montó despacio, haciéndolo entrar por completo, y dejó que la música siguiera marcando el ritmo.

—¿Así me extrañaste? —preguntó, moviéndose con sensualidad feroz.

—No tenés idea… sos un vicio, sos fuego…

Claudia cabalgaba con intensidad, con pasión contenida, gimiendo bajito, aferrándose a sus hombros. Julián le besaba las tetas, las mordía, las adoraba.

Cuando ella se inclinó hacia atrás, apoyando las manos en sus rodillas y dándole todo el control de su cuerpo, él no pudo resistir más. La sujetó con fuerza, la embistió desde abajo, y los dos gritaron juntos, perdiéndose en el clímax.

Claudia se deslizó de su cuerpo, jadeando, temblando. Se arrodilló entre sus piernas, lo miró con lujuria… y en pocos segundos, con una última caricia de lengua, Julián acabó sobre sus tetas, jadeando su nombre.

Ella sonrió, satisfecha, poderosa.

—Decime la verdad… —susurró, lamiendo una gota que corría por su piel—. ¿Soñás conmigo cuando no estoy?

Julián la miró como a una diosa.

—Cada noche, Claudia. Cada maldita noche.


Era una tarde nublada. El tipo de día que parece anunciar cambios, finales, decisiones difíciles.

Claudia llegó a la casa de Julián en silencio. Había dejado todo organizado: los chicos en actividades, la comida lista, el celular en modo avión. Sabía que no podía seguir estirando lo inevitable. Que ese juego peligroso, dulce y salvaje, tenía que encontrar un cierre.

Julián le abrió la puerta como siempre, con esa sonrisa que la desarmaba. Pero ella no sonrió. Entró seria, tranquila. Lo abrazó fuerte, como si quisiera memorizar su olor.

—Clau… —murmuró él—. ¿Qué pasa?

—Necesito hablar con vos —dijo, mirándolo a los ojos—. Sé que esto no va a durar para siempre. Que un día vas a enamorarte de alguien de tu edad, vas a tener tu vida, tus planes… y yo no voy a encajar ahí.

Él bajó la mirada. No lo negaba. Solo dolía escucharlo en voz alta.

—No me arrepiento de nada —siguió ella, acariciándole la mejilla—. Me devolviste algo que creía perdido. Me hiciste sentir deseada, viva… mujer. Pero no quiero arruinarlo esperando algo que no va a pasar. Solo… quiero darte las gracias. Como se debe.

Julián la abrazó con fuerza, conteniendo emociones que no sabía poner en palabras. Se quedaron así, quietos, respirando el uno contra el otro.

Y luego, sin decir más, se besaron. Largo. Despacio. Con la melancolía de los que saben que es la última vez.

sin pudor



Claudia se quitó la ropa con calma, dejándose mirar. No había pudor. Solo ternura y deseo. Se arrodilló entre sus piernas y tomó su pija entre los labios, lenta, profunda, amorosa. Julián se estremeció, acariciándole el cabello.

—Sos perfecta… —susurró.

Ella lo mamó con pasión serena, como si fuera un acto de amor más que lujuria. Luego se montó sobre él, cabalgándolo con movimientos suaves, envolventes. Sus tetas rozaban su torso, sus caderas bailaban con ritmo sensual.

—Quiero que esta imagen te quede para siempre —le dijo ella, jadeando sobre su boca—. Que cuando estés con otra, recuerdes cómo te hice sentir.

Él le sujetó la cintura con fuerza, sintiendo que el final era hermoso y cruel al mismo tiempo.

Después, la giró. La puso en cuatro, admirando por última vez ese cuerpo que lo había enloquecido desde el primer día. La tomó con fuerza, con pasión, con dolor en el pecho. Claudia gemía, se entregaba sin límites, sabiendo que era la despedida.

—Julián… terminá en mi boca —susurró entre jadeos—. Dame eso… como un regalo final.

Él se retiró al borde del orgasmo, se arrodilló frente a ella. Claudia lo tomó entre los labios, lo acarició con la lengua… y él acabó con fuerza, gimiendo, mientras su semen llenaba su boca. Ella tragó despacio, sin dejar de mirarlo.

—Este cuerpo… este pene… es tuyo —le dijo Julián, aún agitado—. Para cuando desees. Aunque no me llames. Aunque no vuelva a pasar. Va a seguir siéndolo.

Claudia lo besó, con sabor a despedida.

Y se marchó sin mirar atrás.

Porque el amor prohibido a veces no necesita un final feliz. Solo necesita ser real, intenso, inolvidable.

relatos porno


milf puta

1 comentarios - 137📑Perdiendo el Pudor