
Nunca se había desnudado frente a desconocidos.
Y sin embargo, ahí estaba Valentina, veinte años, cuerpo natural, piel dorada, pezones sensibles por el viento salado, parada al borde de una playa nudista en la costa de Andalucía. Su amiga le había dicho que era liberador. Que todos estaban en paz con su cuerpo. Que no era sexual. Pero cuando ella se quitó el bikini… todo su cuerpo se estremeció.
—Bienvenida —le dijo una voz masculina detrás.

Se dio vuelta.
Era un hombre de unos cuarenta, bronceado, alto, con el torso firme, el miembro suelto y largo colgando entre sus piernas. La miraba sin vergüenza. Sin morbo… pero con deseo latente.
—Soy Elías, vengo cada fin de semana —dijo con una sonrisa calma—. Primera vez tuya, ¿verdad?
Valentina asintió.
Su mirada se desvió inevitablemente hacia ese colgante entre sus piernas.
Grande. Semi endurecido. Palpitando.
—Tranquila —le dijo él—. No estás obligada a nada.
Pero su cuerpo hablaba distinto. Sus pezones se erizaban. Entre sus muslos, una humedad suave empezaba a despertarse.
Caminaron juntos por la arena.
Se recostaron en una zona aislada entre dunas.
Nadie cerca. Solo el sonido del mar y el viento jugando con sus cuerpos desnudos.
—¿Estás cómoda? —preguntó Elías, acercando una mano a su rodilla.
—Sí… demasiado —dijo ella, con voz temblorosa.
Él le acarició el muslo. Despacio. Subiendo, sin invadir.
Valentina abrió un poco más las piernas, sin pensarlo.
—Si algo no querés… me lo decís —susurró él.
—Y si quiero… ¿también te lo digo? —respondió ella, mirándolo directo a los ojos.
Él se inclinó, la besó en el cuello.
Sus dedos ya estaban entre los labios de su vagina, separados por la brisa y el deseo.
La tocó, suave, sintiendo cómo su humedad crecía rápido.
—Estás mojada desde que te quitaste el bikini —le susurró al oído—. ¿Te excita que te vean?
—Me excita que vos me estés mirando así —jadeó ella.
Elías se arrodilló entre sus piernas.
Le abrió la concha con dos dedos y le metió la lengua hasta el fondo, con hambre, con precisión. Valentina arqueó la espalda, con las manos en su cabeza, gimiendo sin vergüenza.
—¡Sí… sigue… ahí…! —jadeaba—. Me corro si no parás…
Y se corrió. Con un gemido fuerte, mojando su cara, temblando entre sus piernas.
Pero no terminó ahí.
Él se subió sobre ella. Su pija ya estaba dura, gorda, caliente.
Se la apoyó en la entrada y la miró:
—¿Puedo?
—Entrá… ya.
La penetración fue lenta, profunda. Ella lo sintió todo. El grosor, el calor, el placer que se expandía desde su vientre. Se abrazó a él, moviendo las caderas, buscando más.
—¡Cogeme fuerte! —le rogó al oído—. ¡Quiero sentirlo hasta la garganta!
Elías la tomó de las piernas, las subió a sus hombros y comenzó a embestir su concha sin piedad.
La arena se pegaba a su espalda.
Los gemidos eran música en la brisa.
Él entraba y salía con ritmo, con precisión, haciéndola gritar, reír, rogar.
—¡Me corro otra vez…! —gritó ella—. ¡Dame tu leche, dámela adentro!
Elías gruñó, se enterró hasta el fondo, y se corrió. Todo. Llenándola. Dejando su semen caliente dentro de ella, que aún temblaba bajo su cuerpo.
Quedaron abrazados, jadeando.
—¿Pensabas que las playas nudistas no eran sexuales? —le susurró él.
—Ahora ya no pienso nada.
Solo que quiero volver mañana.

El sol caía como miel sobre su piel desnuda.
Valentina caminaba por la arena como si nunca hubiera usado ropa en su vida. Libre. Ardiente. Empapada de sal y deseo. Después de su primer encuentro con Elías, algo había cambiado en ella. No solo se sentía viva… se sentía poderosa.
Y él la esperaba.
Estaba acostado en una colchoneta entre las dunas, completamente desnudo, su pene medio erecto apenas cubierto por su mano. Sonrió al verla acercarse.
—Creí que no volverías —dijo él.
—Me pasé toda la noche soñando con tu lengua —respondió ella, sentándose sobre su cintura.
Se besaron con hambre. Las lenguas jugando. Los cuerpos encajando. Ella ya estaba mojada. Su concha resbalaba contra su pija sin penetrarla todavía, solo rozándolo con movimientos circulares.
—Hoy quiero jugar —le susurró ella—. Y no me importa quién mire.
Elías la sujetó de la cintura, y sin esperar más, se la metió. Valentina jadeó con la boca abierta, bajando lentamente, sintiéndolo todo otra vez.
—¡Ahhh… sí… así! —gimió—. Quiero cabalgarte frente al mar.
Y lo hizo.
Se apoyó en su pecho y empezó a moverse, arriba y abajo, haciéndolo entrar y salir con fuerza. Sus tetas rebotaban al ritmo de sus caderas. Su mirada fija en él, dominando.
—¿Sabés lo mojada que estoy desde que me levanté? —le susurró al oído—. Me toqué en la ducha pensando en cómo me llenaste ayer.
Elías la empujó hacia atrás, dejándola sentada, y le agarró los muslos para que abriera más las piernas.
—¿Querés que te miren? —preguntó.
—Sí —dijo ella, jadeando—. Que vean cómo me cogés. Cómo me haces tuya.
Entonces, sin aviso, él se salió de ella, la tomó de la muñeca y la hizo pararse.
—Vení. Te voy a coger de pie, contra esa roca.
La llevó a unos metros, donde una gran roca redondeada se elevaba junto al agua. La puso de frente, con las manos apoyadas, el culo al aire. Valentina estaba tan mojada que chorreaba.
Él se arrodilló y la lamió desde atrás, con lujuria, separándole las nalgas con ambas manos, metiendo la lengua, escupiéndola, chupándole la concha como si fuera su única fuente de agua en el desierto.
—¡Ahhh, Elías… sí… sí…! —gritaba ella.
Cuando no aguantó más, se la metió otra vez, de golpe.
La cogió con fuerza, con ritmo animal, mientras el mar golpeaba cerca, mientras el viento acariciaba su piel ardiente. Sus manos la sujetaban por la cintura, y los gemidos se mezclaban con el sonido de las olas.
—¡Dame tu leche otra vez…! —rogó ella—. ¡Corréte adentro!
Elías gruñó, la penetró hasta el fondo y acabó con un gemido grave, mordiéndole el cuello mientras su semen caliente la llenaba otra vez.
Valentina se dejó caer sobre la roca, jadeando, aún temblando.
—¿Y ahora qué? —preguntó él.
Ella lo miró con picardía, los labios hinchados, el cuerpo cubierto de sudor y sal.
—Ahora quiero conocer el lado privado de esta playa…

—¿Confías en mí? —preguntó Elías, tomando a Valentina de la mano.
—¿Después de hacerme acabar dos veces en la arena? Claro que sí.
Caminaron descalzos por un sendero entre las rocas, alejándose de la playa principal. El sol comenzaba a bajar, y el aire tenía ese perfume salado y dulce del atardecer. Valentina iba completamente desnuda, la piel bronceada, el cabello húmedo pegado a la espalda, los pezones duros por la brisa.
Doblaron detrás de unas formaciones rocosas… y allí estaba:
Una poza de lodo cálido, color oscuro, burbujeante, rodeada de vegetación. Vapor subía como suspiros del suelo. Un rincón oculto, prohibido. Perfecto.
—Dicen que es volcánico… —susurró él—. Buen exfoliante. Pero mejor si lo aplicás con las manos.
Valentina sonrió.
Se metió primero, el lodo cubriéndole los tobillos, luego las pantorrillas, los muslos…
—¡Está caliente! —jadeó—. ¡Rico!
Cuando estuvo hundida hasta la cintura, Elías se metió detrás, y ambos quedaron de pie, frente a frente, cubiertos de barro caliente, con la piel resbalosa, los cuerpos brillantes y primitivos.
Valentina hundió las manos en el lodo y se lo pasó por el pecho, masajeándose las tetas con lentitud, los dedos presionando los pezones.
—¿Así? —preguntó con voz provocadora.
—Más abajo —dijo él, jadeando.
Ella se embadurnó el vientre, bajó hasta la entrepierna y se acarició sin pudor.
Elías la tomó de la nuca y la besó con fuerza. Sus lenguas se buscaban con ansiedad. Con las manos cubiertas de lodo, la tomó por las nalgas y la alzó. Valentina rodeó su cintura con las piernas y él la penetró de una sola estocada, dentro del barro caliente.
—¡Ahhh, sí! —gimió ella, con la cabeza hacia atrás—. ¡Qué rico se siente!
El lodo hacía que cada embestida fuera más suave y profunda. El cuerpo de Valentina rebotaba entre sus brazos, cubierta de barro, con los gemidos escapando al viento.
—¡Más fuerte, más! —gritaba—. ¡Ensuciame toda!
Elías la bajó de golpe, la puso contra una roca plana, y se arrodilló detrás. Le separó las piernas y le lamió la entrepierna embarrada, succionando, mordiendo, sin preocuparse por el barro. Valentina gritaba, se agarraba de la piedra, el lodo corriéndole por los muslos.
Después, él se colocó detrás y la tomó por el cabello.
—¿Querés sentirlo por atrás, así, resbalosa? —le susurró.
—Sí… ¡dámelo todo!
La penetró lentamente por el culo, con el barro como lubricante natural, mientras ella gemía con desesperación, abriéndose más, moviendo las caderas.
—¡Me encanta este lugar! —gritó—. ¡Estoy tan caliente que me arde el alma!
Él se movía con fuerza, resbaloso, animal. Los cuerpos chocaban embarrados, jadeando, gruñendo, hasta que Elías explotó dentro de ella, agarrándola con fuerza por la cintura.
Ambos cayeron rendidos en el barro, riendo, empapados, llenos de placer y tierra.
—¿Decías que esto era un exfoliante? —jadeó ella.
—Sí —respondió él, besándola en el cuello—. Y también… un portal al infierno.
—Entonces me quiero quedar a vivir en él.

El sol bajaba lento sobre la costa.
Valentina y Elías caminaban tomados de la mano, cubiertos de lodo seco y placer reciente. No necesitaban hablar. Sus cuerpos aún vibraban. Pero ahora, algo más latía entre ellos.
Conexión. Obsesión. Fuego compartido.
Cruzaron el sendero hacia la zona común, donde un grupo de nudistas charlaba relajadamente bajo las duchas abiertas que colgaban de una pérgola de madera. El agua caía fresca, constante, entre cuerpos desnudos, risas suaves y miradas curiosas.
Valentina entró sin dudar.
Elías la siguió.
El chorro de agua cayó sobre sus cuerpos, arrastrando el barro, la sal y los restos del pecado. Ella echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, dejando que el agua resbalara por sus pechos, por su vientre, entre sus muslos aún temblorosos.
Él la miraba.
Y no pudo resistir.
—Dame la última, Valen —susurró—. Frente a todos.
Para que vean que sos mía.
Ella abrió los ojos. Sonrió.
—Entonces cogeme fuerte. Que vean.
Lo besó con rabia. Elías la empujó contra la pared de piedra, bajo la ducha. La alzó en brazos y penetró su concha de golpe, mojada, resbalosa, con fuerza y deseo brutal.
Valentina soltó un gemido que hizo que todos los nudistas giraran a mirarlos.
Pero ninguno se escandalizó.
Al contrario.
Los miraban con sonrisas. Con deseo. Con respeto.
Ella cabalgaba en el aire, sujetada por los brazos de él, el agua cayendo constante sobre sus cuerpos encendidos. Sus gemidos eran música sobre el sonido del agua.
—¡Cogeme más fuerte! ¡Hazme tuya frente al mundo!
—Ya lo sos —jadeó él—. Te juro, Valentina… amor y lujuria eternos. No quiero otra piel.
Solo la tuya. Solo este fuego.
Ella lo abrazó, gimiendo, mientras él se corría dentro de ella una vez más, temblando, rugiendo como un dios primitivo bajo la lluvia.
Y entonces…
Los aplausos llegaron.
Lentos, cálidos, de todos los nudistas alrededor. Celebrando el acto. La entrega.
La libertad sin vergüenza.
Valentina sonreía. Desnuda.
Llena. Amada.
Sucia de deseo y limpia de todo pudor.
Y supo que ese no era solo el final de una aventura…
Sino el comienzo de una vida entera de placer sin cadenas.

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