
Domingo. Almuerzo en familia.
El comedor olÃa a carne asada y vino.
Los padres de ElÃas y Isabela charlaban animadamente mientras servÃan las ensaladas.
Isabela llevaba un vestido de verano corto, sin sostén, y una sonrisa demasiado inocente para ser real.
ElÃas intentaba concentrarse en la comida, pero no podÃa evitar observarla. Cada cruce de piernas. Cada mirada fugaz. Ese juego de seducción silencioso que solo ellos entendÃan.
Entonces el padre, con tono alegre, preguntó:
—Dime, ElÃas… ¿y vos para cuándo una novia? ¿Eh? Ya tenés edad para traer a alguien serio a la mesa.
La pregunta cayó como una piedra en el centro de la mesa.
ElÃas tragó saliva. Isabela giró lentamente el rostro hacia él, con una ceja levantada y una mirada asesina disfrazada de ternura.
—¿Una novia? —dijo ella, en voz suave—. No me habÃa contado nada de eso…
ElÃas intentó responder, pero en ese momento sintió una mano metiéndose bajo el mantel.
Deslizando sus dedos por su muslo, despacio, decidida.
La respiración se le cortó. No podÃa moverse.
La mano siguió subiendo hasta encontrar lo que buscaba:
su erección, tensa, atrapada en los jeans.
—¿Estás bien, hijo? —preguntó la madre—. Te pusiste rojo.
—SÃ, sÃ… todo bien. Solo… el picante del chimichurri.
Isabela sonrió con malicia, mientras comenzaba a mover la mano con ritmo lento, imperceptible para los demás.
Él sudaba. MantenÃa la vista en el plato, tratando de no jadear.
Pero los dedos de su hermanastra eran expertos.
Lo acariciaban con suavidad, lo apretaban, lo hacÃan sufrir.
—¿Y, ElÃas? —insistió el padre—. ¿Alguna chica en la facultad que te guste?
—Mmm… puede ser —logró decir, con la voz ronca.
Isabela bajó aún más la mano, desabrochó con maestrÃa el botón del pantalón y siguió jugando con él, ahora agarraba su pija, piel con piel.
—¿Una chica dulce o… salvaje? —preguntó ella, fingiendo ingenuidad.
ElÃas giró apenas el rostro y la miró con furia… y deseo.
Ella le devolvió la mirada, sin dejar de mover la mano. Pajeandolo.
Estaba a punto de correrse ahà mismo.
Pero justo antes del clÃmax, ella se detuvo. Retiró la mano.
Se limpió los dedos con la servilleta.
Y le guiñó un ojo, mientras se servÃa más ensalada como si nada.
Él quedó con el corazón latiendo en la garganta, excitado y frustrado.
Después del postre, mientras los padres lavaban los platos, ella se le acercó al oÃdo y le susurró:
—Para una novia, todavÃa no estás listo…
Pero para mÃ, sÃ.
Esta noche, en mi cuarto.

La casa dormÃa otra vez.
Pero esta vez, él fue quien se deslizó por el pasillo, sigiloso, desnudo, con la piel caliente solo de pensar en lo que iba a pasar.
La puerta de Isabela estaba entreabierta.
Una vela encendida.
Ella, sentada sobre la cama, completamente desnuda, piernas cruzadas, esperándolo como una diosa pagana en su altar.
—Llegaste tarde —dijo ella sin mirarlo, con la voz baja, como un susurro de fuego.
—No pude dejar de pensar en lo que hiciste hoy en el almuerzo.
Ella sonrió.
—¿Te gustó? ¿O te hizo sufrir?
—Ambas.
Se acercó.
Ella lo tomó de la mano y lo guió a la cama.
Él estaba completamente erecto, el cuerpo en tensión.
Isabela se arrodilló frente a él y, sin palabras, comenzó a jugar con su lengua, lenta, profunda, girando la cabeza y tomándolo con sus labios hasta hacerlo temblar.
Lo miraba desde abajo, con los ojos brillantes, lamiéndo su pija como si fuera su dulce favorito.
Cuando él estuvo a punto, ella se detuvo.
—No. Ahora me toca a mÃ.
Se subió sobre él y lo rodeó con las piernas.
Lo dirigió hacia su concha y lo hizo entrar en ella con un movimiento lento pero firme, dejando escapar un gemido suave.

Cabalgó con ritmo constante, firme, con las manos en su pecho, controlándolo todo.
MovÃa las caderas con una cadencia perfecta, mientras sus tetas rebotaban frente a sus ojos, provocándolo.
Cuando lo sintió a punto de llegar, se retiró, lo empujó hacia atrás, y se frotó los pechos lentamente, cubriéndolos con aceite que tenÃa al lado de la cama.
—Ahora mÃrame bien, ElÃas.
Lo tomó su pija entre las tetas, las apretó con suavidad, y comenzó a moverlos arriba y abajo, envolviéndolo en su carne suave y caliente.
Él se arqueaba, jadeando, con los ojos desorbitados.
Nunca habÃa sentido algo asÃ.
—Te gusta, ¿no? —susurró ella—. Asà es como se controla a un hombre.
Cuando él casi explotó, ella lo montó de nuevo de espaldas, empujándo su pija hasta el fondo, con la mirada salvaje.
Pero aún faltaba más.
Ella se giró, poniéndose en cuatro frente a él, y con un movimiento lo invitó a tomarla por detrás.
Él la sujetó por la cintura y le penetró el culo, con un gemido ronco.

Era estrecha, caliente, deliciosa.
Cada embestida arrancaba un jadeo de su garganta.
Ella se mordÃa la almohada para no gritar.
Era salvaje, intensa, suya.
Y cuando él no aguantó más, salió, y terminó sobre su espalda, salpicándola desde el cuello hasta los pechos.
Ella sonrió, jadeando.
—Tu castigo por tardar.
Se quedaron abrazados, sudados, con el corazón galopando.
—Esto es una locura —dijo él, mirándola a los ojos.
—Entonces sigamos volviéndonos locos, pero que nadie lo sepa —susurró ella, besándolo lento—.
Mañana… vuelve a despertarme como hoy. Pero más fuerte.
La noche avanzaba en calma cuando, sin querer, la madre de Isabela bajó a buscar un vaso de agua.
Al pasar por el pasillo, escuchó sonidos que no esperaba.
Una mezcla de jadeos suaves, risas ahogadas, y el roce de cuerpos.
La puerta entreabierta dejó ver la silueta de Isabela, montando a ElÃas, con el cabello desordenado y el rostro rojo por el esfuerzo.
Ella lo miraba con intensidad, y él, perdido en su piel, la seguÃa con devoción.

—¡Isabela! —la voz firme la hizo dar un salto, y ElÃas se sentó de golpe en la cama, sorprendidos ambos.
La madre entró con paso lento, pero sin reproche en la mirada.
—No pensé encontrar esto aquÃ... —dijo con una calma inesperada—. ¿Podemos hablar?
El silencio pesó unos segundos.
Isabela se cubrió con las sábanas, nerviosa.
ElÃas la sostuvo de la mano.
Al dÃa siguiente, la familia entera se reunió en el salón.
Los padres, ElÃas e Isabela, con rostros tensos pero abiertos.
—Esto es algo que no esperábamos —empezó el padre—, pero hemos visto que el amor no siempre sigue las reglas que nosotros pensamos.
—No queremos que se lastimen —dijo la madre—, pero tampoco podemos negar lo que hay entre ustedes.
ElÃas habló con sinceridad:
—Nos respetamos y queremos que esto no afecte la familia. Estamos conscientes de los lÃmites.
Isabela asintió, mirando a sus padres.
—Si aceptan nuestra relación, prometemos mantener la discreción y el respeto.
Después de una larga conversación, entre preguntas y dudas, los padres llegaron a un acuerdo.
—Mientras se cuiden, sean honestos y responsables, —dijo el padre—— nosotros apoyaremos esta relación.
Un silencio de alivio se instaló en la habitación.
ElÃas e Isabela se miraron, sabiendo que tenÃan permiso para ser ellos mismos, aunque el mundo exterior aún no los entendiera.

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