
Dany tenÃa el corazón hecho pedazos. Sentado en el pequeño muro del patio, con la mirada clavada en el piso y las manos sudadas, revivÃa una y otra vez el momento. La declaración. El rechazo. Esa frase de la sobrina de Marizza que aún le quemaba el pecho:
"Sos bueno… pero no me gustás asÃ."
Era ridÃculo. HabÃa reunido coraje durante meses.
Le habÃa escrito, la habÃa invitado a salir, le dedicó canciones, sonrisas y miradas.
Y ella… simplemente lo dejó caer.
Fue entonces cuando Marizza apareció por detrás de la reja.
Su vecina. Su amiga de siempre. La mujer que lo conocÃa desde que tenÃa 10 años. Rubia, con el pelo recogido en un rodete casual, shorts de algodón, y una musculosa ajustada sin sostén.
Natural. Madura. Atractiva como el pecado.
—¿Estás bien? —preguntó con voz suave.
Dany intentó sonreÃr, pero no le salió.
—No. Me comà un portazo… emocional.
Marizza se acercó, se agachó frente a él, le levantó la cara con una mano.
—¿Te rechazó?
Él asintió, con los ojos algo húmedos.
—Ella se lo pierde —dijo Marizza, con una sonrisa pÃcara—.
Si yo tuviera tu edad… o si no estuviera casada… te juro que no te dejaba ir tan fácil.
Dany la miró, confundido, casi sorprendido.
—¿Me estás diciendo eso en serio?
Ella rió suave. Esa risa suya, entre traviesa y maternal.
—Claro que sÃ. Siempre supe que ibas a crecer bien.
Y lo hiciste. Sos lindo, atento, sensible. Tenés todo para hacerle perder la cabeza a una mujer.
—Menos a ella —murmuró él.
Marizza se sentó a su lado y lo rodeó con el brazo.
—Porque es una nena. No sabe lo que quiere. Las mujeres que sabemos… reconocemos lo que vale un hombre.
Hubo un silencio. Tenso. Cargado.
El calor del atardecer se mezclaba con el olor a jazmÃn y el sonido lejano de los autos.
Y la cercanÃa de Marizza… le empezaba a cambiar la respiración.
—Gracias —dijo Dany, tragando saliva.
—No me agradezcas todavÃa —susurró ella.
Y le dejó un beso en la mejilla… lento, apenas más abajo de lo socialmente aceptable.
Él giró. Ella lo miró a los ojos.
Y durante un segundo eterno, sus bocas estuvieron tan cerca que se sentÃa el aliento del otro.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él, con un temblor en la voz.
—Nada que no hayas deseado alguna vez —respondió Marizza, sin moverse—.
Pero vos decidÃs, Dany.
Podés quedarte acá triste… o entrar conmigo y dejar que alguien te muestre cuánto vale lo que sos.
Él no respondió. Pero se levantó. Y la siguió.
La puerta de la casa de Marizza se cerró con suavidad.
Adentro, el aire estaba perfumado con esencia de vainilla y algo más… algo que flotaba entre lo corporal y lo emocional. La tensión. Esa que no se ve, pero se siente en la piel, como electricidad antes de una tormenta.
Dany se quedó parado cerca del comedor, nervioso, con las manos en los bolsillos.
Marizza lo miraba desde la cocina, mientras servÃa agua en dos vasos.
—¿Querés algo más fuerte? —preguntó con media sonrisa.
—No… creo que si tomo algo, no voy a saber qué digo.
Ella rió suave.
—¿Y eso serÃa tan malo?
Se acercó y le extendió el vaso. Los dedos se rozaron. Un simple contacto… que quemó.
Marizza lo miró unos segundos.
Y entonces, bajó la mirada. Suspiró.
Se sentó en el sillón, cruzó las piernas lentamente y murmuró:
—Hay algo que tengo que decirte.
Y no sé si está bien.
Dany se sentó frente a ella, expectante.
—¿Qué cosa?
Marizza se acomodó el escote.
La musculosa fina se moldeaba a su cuerpo como una segunda piel.
Sus pezones marcaban apenas el algodón… y él intentaba no mirar, pero no podÃa evitarlo.
—Desde que creciste… desde que dejaste de ser el nene que ayudaba con las bolsas…
te empecé a mirar distinto.
Dany se quedó en silencio.
Ella continuó, bajando la voz.
—No voy a mentirte: me resistÃ. Me dije que era ridÃculo, que eras muy joven, que soy casada, que tengo un hijo.
Pero hay algo en vos… algo en cómo me mirás, cómo me escuchás, cómo me hablas…
que me hace sentir viva. Deseada. Mujer.
Dany sintió que el corazón le latÃa en los labios.
—Yo… siempre te admiré. Y sÃ, me gustás. Desde hace años.
Marizza sonrió, con cierta tristeza.
—Y yo me odio por admitirlo, pero vos también me gustás.
Aunque sé que no deberÃa.
Aunque sé que esto no tiene sentido.
Aunque no haya futuro…
Se detuvo.
El silencio pesaba. Él se acercó. Se sentó junto a ella.
—Tal vez no tenga que haber futuro.
Solo este momento.
Ella lo miró. Firme. A fondo.
Le acarició la mejilla con la yema de los dedos.
—¿Estás seguro?
—No. Pero te deseo.
Y si vos también me deseás… no me pidas que me detenga.
Marizza tembló. Cerró los ojos.
Y lo besó.
Un beso lento, hondo, cargado de años de tensión acumulada.
Sus bocas se buscaron como si se conocieran desde siempre, como si toda esa espera hubiese sido solo el prólogo.
Cuando se separaron, Marizza murmuró:
—Subamos. Si vamos a cruzar esta lÃnea… que sea con todo.
Y él la tomó de la mano.
Subieron juntos. Sin prisa. Sin culpa.
Dany entró detrás de ella, sintiendo que cada paso pesaba como una decisión.
Marizza se detuvo frente a la cama, dio media vuelta y lo miró.
HabÃa deseo en sus ojos… pero también una especie de ternura contenida.
—Aún podés decir que no —susurró.
—No quiero decir que no —respondió él, sin dudar.
Ella sonrió. Una sonrisa leve, pero cargada de todo.
Se quitó la musculosa despacio, dejando que su piel se revelara como un secreto largamente guardado.
Sus tetas quedaron expuestas, firmes, generosas, naturales.
La mirada de Dany se detuvo ahÃ… y luego subió, encontrando los ojos de ella.
No dijo nada. Solo la deseó. Entera.
—Venà —le dijo Marizza, suave, con la voz algo ronca.
Él se acercó. Ella lo recibió con los brazos abiertos y el cuerpo encendido.
Se besaron con hambre. Con fuego. Con todo lo que se habÃan callado.
Las manos de él la recorrÃan como si la descubriera por primera vez, y ella… se dejaba hacer.
Cuando Dany bajó a besar su cuello, su clavÃcula, sus tetas, Marizza se arqueó apenas, soltando un suspiro contenido:
—SÃ… asÃ.
Se bajó el short y se sentó sobre la cama abriéndose de piernas, mostrandole su concha, entregada, susurrando palabras que apenas se entendÃan.
El se desnudó, agarró su pija dura como piedra, y se la frotó en la entrada, la penetró despacio, se movÃa lento al principio, como si quisiera saborear cada roce… cada jadeo.
Pero el ritmo fue subiendo. Y empezó a embestirla más rápido, apretandole las tetas.
Marizza montó sobre él, los muslos apretando su cadera, las manos en su pecho, el pelo cayéndole al rostro.
Se movÃa con cadencia y seguridad, guiando el momento como si fuera su territorio…
hasta que Dany la tomó por la cintura y la volteó, llevándola debajo de él.
—Me volvés loco —jadeó él, mientras embestÃa su concha.
—Y vos a mÃ, me encanta tu pija—contestó ella, mordiéndose el labio—
Estás mejor de lo que imaginé.
Y te imaginé muchas veces…
El calor, el sudor, los cuerpos entrelazados, el deseo sin freno.
Los sonidos del placer llenaban la habitación.
Y cuando llegaron al clÃmax, juntos, temblando, pegados, sabÃan que acababan de cruzar una lÃnea sin retorno.
Se quedaron en silencio, respirando agitados.
Marizza lo abrazó. Le besó el cuello.
Y luego, al oÃdo, le susurró:
—Esto no tendrÃa que haber pasado.
Pero… qué bien que pasó.
Dany sonrió.
Y supo, sin palabras, que ese fue el primero… de muchos encuentros.

Era jueves. Casi las tres de la tarde.
El sol rajaba la vereda, y en el barrio reinaba una calma sospechosa.
Dany tocó el portón con suavidad.
Marizza no respondió. Solo abrió.
Lo esperaba con un vestido liviano, sin ropa interior, y los labios pintados de rojo.
—Entrá —le dijo en voz baja—. Estoy sola… por ahora.
Él cruzó la puerta. Apenas la cerraron, se abalanzaron el uno sobre el otro. Besos sin presentación, manos desesperadas, bocas hambrientas.
El vestido cayó como una hoja al suelo.
Dany la alzó en brazos, pegando su espalda contra la pared del pasillo.
—No quiero que seas suave hoy —le dijo ella entre jadeos—.
Quiero que me cojas como si fuera la última vez.
La penetró allà mismo, en el pasillo, sosteniéndola de los muslos, embistiéndo su concha con fuerza.
Ella gemÃa al oÃdo, con una mano en su nuca y la otra arañándole la espalda.
—¡SÃ, Dany! Más… más fuerte… no pares…
El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la casa.
El placer era tan real, tan urgente, que los envolvÃa por completo.
La llevó al sofá, sin salir de ella. La recostó boca abajo, subiéndole la cadera.
Ella lo miró por encima del hombro, jadeante, sudada, con el cabello suelto y la boca entreabierta.
—¡Dame todo! —susurró—. ¡AsÃ… como te enseñé!
Él la cogÃa desde atrás, dándole duro, mientras le tocaba las tetas.

Hasta que, de pronto… el ruido inconfundible de una llave girando en la cerradura.
—¡Mi marido! —susurró ella, congelada—. ¡Apurate! ¡Vestite!
Dany, todavÃa dentro de ella, se salió de golpe. Corrieron.
Él se metió en el baño. Marizza se puso el vestido sin ropa interior, despeinada, apenas recompuesta.
—¡Hola! —gritó su esposo desde la entrada—. Vine a buscar unos papeles que olvidé.
—¡Están en tu escritorio! —respondió ella, haciendo fuerza por no parecer agitada.
Dany escuchaba todo desde el baño, el corazón en la garganta.
Sus pantalones a medio subir, el cuerpo aún tenso por el deseo cortado.
Minutos después, escucharon la puerta cerrarse.
Marizza entró al baño y lo encontró sentado, respirando agitado.
—Eso… estuvo cerca —murmuró él.
Ella sonrió. Le acarició el pelo.
Y, con una voz ronca, aún cargada de lujuria, le susurró:
—La próxima, en el coche.
O en el lavadero.
Pero no vamos a parar… hasta que no quede ni una gota de este fuego sin apagar.
Dany estaba en la esquina, bajo el árbol, riéndose con Camila, una chica nueva de la facultad.
Alta, morena, simpática.
TenÃa ese tipo de sonrisa despreocupada que invitaba a quedarse.
Él hablaba animado. Gesticulaba. Y reÃa.
Y eso fue lo que Marizza vio desde la ventana de su cocina.
La taza de café tembló apenas entre sus dedos.
Sus cejas se fruncieron con suavidad, y los labios se tensaron en una lÃnea delgada.
—Qué rápido te divertÃs, nene… —murmuró, para sà misma.
No entendÃa del todo qué era eso que sentÃa… ¿Rabia? ¿Celos? ¿Miedo? ¿No era ella la que habÃa dicho que esto no era nada serio?
Entonces, ¿por qué el simple hecho de verlo sonriendo con una chica más joven le apretaba el pecho?
Esa noche, Dany entró a su casa despreocupado.
Minutos después, un mensaje:
"Venite. Ahora. Tengo que hablar con vos."
Cuando llegó, Marizza lo estaba esperando en la sala.
Short ajustado. Camiseta sin mangas. Pelo suelto.
Pero algo distinto en la mirada.
—¿Pasó algo? —preguntó él.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Quién era la nena con la que te reÃas hoy?
—¿Camila? Una compañera nueva.
Buena onda.
—¿Buena onda? ¿O buena en otros sentidos?
Dany la miró, sonriendo apenas.
—¿Estás celosa?
Ella se acercó, hasta quedar frente a él.
—No. Solo me sorprendió que con tan poco ya tengas reemplazo.
—No busco reemplazos. Solo hablo con gente.
Ella lo miró fijo, los ojos brillando de molestia y deseo al mismo tiempo.
—¿Sabés qué, Dany?
—¿Qué?
Se acercó más. Le agarró la nuca con una mano y lo besó.
No fue un beso dulce. Fue un beso posesivo. Con lengua. Con presión.
Lo empujó contra la pared. Le subió la remera, le bajó el pantalón. Se montó sobre él.
—Hoy no vengo a enseñarte nada —susurró con voz ronca—.
Hoy vengo a recordarte… que conmigo conociste lo que ninguna de ellas va a darte jamás.
Él la sostuvo de la cintura.
—Entonces hacémelo olvidar.
Ahà mismo, contra la pared, entre jadeos contenidos, mordidas, uñas en la espalda y frases como:
—Sos mÃo, Dany. MÃo.
—Ella puede hacerte reÃr, pero yo te hago temblar.
Cuando terminaron, los dos sudados, respirando agitados, Dany le acarició la mejilla.
—¿Estás bien?
Marizza cerró los ojos.
—No sé.
—¿Por qué?
—Porque esto no era parte del plan.
Y Dany entendió. Que detrás de todo su fuego… también habÃa un corazón que empezaba a arder.

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