
Hotel Rubens, suite 1905.
Piso ejecutivo. Vista a la ciudad. Cama king. Mini bar abierto.
A las 11:40 AM, Camila, mucama del turno mañana, empujó el carro de limpieza hasta la puerta. Morena, colombiana, 28 años. Uniforme ajustado, labios rojos, piernas firmes y un movimiento de cadera que hacía girar cabezas.
Tocó con suavidad.
—Housekeeping…
Nadie respondió...., abrió despacio.
Adentro, el huésped estaba de pie junto al ventanal, apenas vestido con una toalla.
Un argentino de unos treinta y pico, atlético, barba prolija, mirada segura.
—Disculpe… ¿puedo limpiar?
Él se giró, sonriendo.
—Claro. Pero solo si lo hacés despacio.
Camila entró, sin borrar su sonrisa.
—Yo hago todo despacio… cuando vale la pena.
Él la siguió con la mirada mientras ella comenzaba a hacer la cama. Se agachaba, acomodaba las sábanas, y la falda del uniforme se subía justo lo suficiente para dejar ver parte de sus muslos sin ropa interior.
—¿Siempre trabajás así de… provocativa?
—Solo cuando el huésped lo inspira.
Él se acercó por detrás, la sujetó con una mano suave en la cintura.
—¿Y si necesito un servicio… extra?
Ella se giró despacio, se mordió el labio y le soltó la toalla con un tirón.
Su pene saltó firme, preparado.
—Eso tiene tarifa especial —dijo ella arrodillándose frente a él.
Y sin más, se lo metió entero en la boca.
Comenzó a mamárselo con ritmo lento, profundo, húmedo. Usaba la lengua como una experta, acariciando cada rincón, con la vista clavada en sus ojos. Él le sujetaba el pelo, jadeando, sin poder creer lo que vivía.
—Sos una diosa —dijo entre dientes.
—Y todavía no viste nada.
Se levantó, se subió a la cama, se abrió la blusa, dejó caer las tetas firmes y oscuras frente a él.
—Montame. Pero fuerte. Como si no tuvieras que dejar propina.
Él la tomó de las piernas, la empaló la concha de una sola estocada.
Camila gritó de placer.
—¡Así, así! ¡Más duro!

La cogía con fuerza, de frente, luego de espaldas, luego de lado. Cambiaban de posición como si cada ángulo fuera parte de un juego. El sonido de piel contra piel llenaba la suite. Ella gemía sin pudor, lo apretaba con las piernas, se tocaba mientras lo montaba encima.
Y cuando él estuvo por acabar, ella se arrodilló de nuevo, y lo terminó con la boca, tragando cada gota como si fuera parte del servicio.
Se limpió los labios, se puso de pie, acomodó su uniforme y dijo:
—La habitación quedó limpia. Y usted… también.
Él, todavía jadeando, buscó su billetera. Le dio tres billetes de cien dólares y una tarjeta.
—Propina, y mi contacto.
Quiero que este servicio se repita… pero en mi casa.
Camila sonrió, guardó el dinero y le guiñó un ojo.
—Cuando quiera, mi amor.
Las chicas como yo… siempre dejan la habitación impecable.
Y al cliente… rendido.

Suite 1712. Piso ejecutivo. Jacuzzi con luces tenues.
Camila revisaba su lista de habitaciones cuando el supervisor le avisó:
—El señor Rodríguez pidió atención especial. Dijo que ya te conoce… y que le recomendaron tu servicio.
Ella sonrió con picardía.
—¿Y qué habitación es?
—La 1712. Pero… es un tipo más reservado. Gordo, grande, medio tímido.
Camila alzó una ceja.
—Mientras me pague y me trate bien… todo entra.
Tocó la puerta con su habitual tono suave.
—Housekeeping…
La puerta se abrió sola.
El hombre la esperaba sentado en el sillón. Grande, ancho, camiseta blanca pegada al cuerpo sudoroso. Calvo, lentes gruesos, pero con una presencia firme. En sus ojos… deseo contenido.
Camila entró sin miedo. Lo observó con profesionalismo.
—¿Qué necesita, señor Rodríguez?
Él no dijo nada. Solo señaló la cama, donde había dejado cinco billetes de cien dólares… y un preservativo.
Ella se mordió el labio.
—Directo, ¿eh?

El hombre se paró, y fue ahí cuando Camila lo vio: bajo la panza prominente, colgaba un pene grueso, largo, impresionante.
Se le hizo agua la boca.
—Bueno, bueno… con razón calladito —susurró.
Se arrodilló frente a él y comenzó a lamerlo lentamente.
Era tan grande que no entraba entero en su boca, pero lo intentó.
Lo chupó con fuerza, con baba, con los ojos cerrados. Le masajeaba los testículos mientras se lo tragaba hasta el fondo, sintiendo cómo el hombre respiraba con fuerza.
Rodríguez no decía ni una palabra. Solo la tomaba del pelo, la guiaba.
Camila se subió a la cama, se sacó el uniforme lentamente y quedó completamente desnuda. Se montó sobre él, y cuando se lo metió en la concha , gimió tan fuerte que su propio eco la sorprendió.
—¡Dios! ¡No me entra entero!
Cabalgó lento, luego fuerte, luego giró de espaldas, con él sujetándola de las caderas.

El gordo no hablaba, pero la cogía como un experto: embestidas precisas, profundas, con una mano apretándole la cintura y la otra jugando con sus pezones.
—¡Más! ¡Dámelo todo! —gritaba ella, loca de placer.
Él la puso a cuatro, la abrió bien la concha y se le metió la pija de nuevo. Camila estaba empapada, abierta, temblando.
—¡No pares! ¡Así! ¡Rompeme toda!
Y cuando ya no podía más, él la giró, acabó sobre sus tetas, con un gruñido profundo.
Camila lo miró, sudada, temblorosa, satisfecha.
—Señor Rodríguez… no esperaba tanto. De verdad.
Él le acercó una servilleta y, sin hablar, le tendió otro billete más.
Ella se limpió, se vistió, tomó el dinero y sonrió:
—Cuando quiera que le hagan la cama… o se la revuelvan, ya sabe dónde encontrarme.

Habitación 2103. Piso VIP.
Camila ya lo conocía.
Señor Dante Villar,, 42 años, alto, elegante, mirada oscura y fija.
Desde que llegó, había roto dos vasos de cristal, un florero y hasta un espejo. Siempre llamando a Camila, siempre con una excusa para verla.
—Lo siento, se cayó solo… —decía con una sonrisa ambigua.
Pero Camila no era ingenua. Sabía que él lo hacía a propósito.
Y, en el fondo, no le molestaba. Había algo en ese hombre que la derretía.
Esa tarde, la llamaron otra vez.
—Camila, el 2103 rompió una botella de champagne. Otra vez.
Ella suspiró… y fue.
Entró sin tocar. Dante estaba en bata, recostado en el sillón, con la botella rota sobre la alfombra y dos copas a medio llenar.
—Pasa, por favor. Sé que tenés práctica en limpiar… y otras cosas.
Camila dejó la escoba, lo miró con calma.
—¿No te cansas de hacer desastre?
—No —respondió él, acercándose—. No si eso significa verte de nuevo.
La besó de golpe. Sin permiso, sin rodeos.
Ella, sorprendida, respondió con la misma intensidad.
Se sacó el delantal, él le arrancó el uniforme. La empujó contra la pared y se la comió con los dedos, con la boca, con la lengua. Camila se agarraba de su nuca, gimiendo.
—¡Esperá! Me tengo que ir...
—No. Hoy te quedás —le dijo con firmeza.
La dobló sobre el escritorio, le abrió las piernas y la penetró en la concha sin más. Fuerte. Despacio al principio, luego con ritmo salvaje.
La hacía suya.
Y ella lo disfrutaba.
—¡Así! ¡Duro! ¡No pares!
Después la puso de rodillas, se lo metió en la boca. Ella lo lamía, lo chupaba con hambre.
Luego él la tomó de la nuca y susurró:
—Quiero cogerte por el culo.
Quiero entrar donde nadie entró.
Camila dudó un segundo. Pero la forma en que la miraba… la hizo rendirse.
Se inclinó sobre la cama, se empapó los dedos y se abrió para él.

Dante le metió la pija con cuidado al principio… luego hasta el fondo.
—¡Ahh… sí! ¡Sí! —gemía ella.
La sujetaba con fuerza, embistiéndola cada vez más profundo, más salvaje.
Y cuando él se vino, fue adentro, fuerte, caliente, mientras Camila temblaba de placer y dolor mezclado.
Después, sin vestirse, la tomó del mentón.
—Quedate conmigo. Casate conmigo. Dejá este hotel. Te quiero para mí.
Camila lo miró, sorprendida, sudada, desnuda.
—¿Estás loco?
—Sí. Por vos.
Ella se rió.
—Entonces vas a tener que romper muchas más botellas…
Y se sentó sobre él, cabalgándolo de nuevo, con ganas.

Desde aquella noche del “sí por atrás” y la propuesta insólita de matrimonio, Camila pensó que todo quedaría como una anécdota.
Otro cliente más que se obsesionó con su cuerpo, con su boca, con su entrega.
Pero Dante Villar no era “otro cliente más”.
Al día siguiente, pidió su número por recepción.
Después, la esperó en el pasillo.
Y esa misma noche, la siguió hasta la salida del hotel.
Ella encendió un cigarro y él apareció junto al portón del personal.
—Te acompaño a casa —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Me estás siguiendo?
—Te estoy cuidando.
Camila no sabía si reír o correr.
Pero algo en él… esa mezcla de deseo, poder y locura… seguía encendiéndola.
—Subí al auto —ordenó él.
Ella dudó… y subió.
Dante la llevó a un hotel distinto. Una suite privada, más chica, más íntima.
—Acá no sos empleada —le dijo—. Sos mía. Solo mía.
La desnudó con rabia, con hambre. La empujó sobre la cama y le abrió las piernas sin cuidado.
Le lamió la concha como si quisiera devorarla. Después le metió la pija de una sola estocada, sin preguntar.
Ella gritó de placer y de susto.
—¡Pará! ¡Estás loco!
—Estoy caliente. Y quiero marcarte.
La cogió con fuerza. De frente, de espaldas, la levantó del suelo y se la metió contra la pared.
Sudaban, gemían, se mordían.
Cuando ella trató de tomar aire, él le sostuvo la cara.
—Miráme. Decime que no querés más de esto.
Camila jadeaba, mojada, con las piernas temblando.
—¡Sí quiero! ¡Pero no te pertenezco!
Él se vino con un rugido, adentro. Se dejó caer sobre ella, sin sacarla de su interior.
—Te voy a hacer adicta. Vas a dejar ese hotel. Te voy a mantener. Nadie más te va a tocar.
Camila lo empujó, se levantó, buscó su ropa.
—Una cosa es tener sexo rico… y otra es que me encierres.
—Si te vas, voy a volver. Siempre.
Ella lo miró a los ojos, seria.
—Entonces asegurate de romper algo más fuerte la próxima vez… porque el próximo “servicio” podría dejarte con las bolas azules.
Y se fue.
Pero, en el fondo, sabía que eso… no había terminado.
Camila había evitado la suite 2103 por tres días.
Cambiaba de pasillo. Cambiaba de turno.
Se inventó turnos dobles, limpiezas pendientes, cualquier cosa con tal de no cruzarse con Dante Villar.
Pero no podía evitarlo en su cabeza.
Sus manos. Su lengua. Su forma de dominarla.
Y sobre todo… ese maldito deseo que aún la mojaba cada vez que lo recordaba.
Viernes, 17:20.
La recepcionista la interceptó mientras iba hacia lavandería.
—Camila… el 2103 pidió limpieza urgente. Insistió en que seas vos. Dice que rompió una copa… y que dejó algo para vos.
—¿Otra copa?
—Y un sobre con tu nombre.
Camila lo tomó. Adentro había una nota escrita a mano:
“Una última vez. Después, no te molesto más. Te lo juro. Te tengo un regalo. Solo vení.”
Entró sin llamar.
La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por la luz del atardecer que entraba por los ventanales.
Él estaba de pie, sin camisa, con una copa en la mano.
Y sobre la cama… una caja pequeña, elegante, con cinta dorada.
—Gracias por venir —dijo sin moverse—. No voy a tocarte si no querés. Pero si te sacás la ropa… no te dejo ir hasta que grites mi nombre otra vez.
Camila lo miró largo rato. El silencio quemaba.
—Una sola vez más —susurró, mientras se desabrochaba lentamente la blusa.
Dante dejó la copa a un lado. La tomó de la cintura y la besó con fuerza, con hambre.
La desnudó rápido, como si se le fuera el tiempo.
La besó por todo el cuerpo, la lamió la concha, la hizo temblar con los dedos, con la lengua, con su forma de devorarla entera.
—¡Dios, Dante! ¡Sí, ahí! ¡No pares!
Después la puso boca abajo sobre la cama, la levantó de la cadera y le clavo la pija en la concha, de golpe, mojada, lista.

La cogió de espaldas, con fuerza, con rabia contenida, hablándole al oído:
—Te escapás, pero siempre volvés.
Sos mía, Camila. Mía.
Ella gemía, se mordía los labios, se entregaba.
—¡Cógeme fuerte! ¡Hacelo ahora!
Cambió de posición. La sentó sobre él. La hizo cabalgarlo lento, profundo.
Le apretaba las tetas, le besaba el cuello, le clavaba las uñas en la espalda.
Y cuando ambos estuvieron a punto de explotar, la tomó de la nuca, la miró a los ojos y le dijo:

—Terminá sobre mí. Quiero verte romperte de placer.
Y así fue. Ella se vino con un grito, temblando, empapándolo.
Él acabó dentro, abrazado a su espalda, jadeando como un animal.
Minutos después, él le alcanzó la cajita.
—Para vos.
Camila la abrió.
Adentro, un brazalete de oro, fino, elegante, con su nombre grabado por dentro.
—No es para comprarte —dijo él—. Es para recordarte que yo no te olvido.
Ella se lo puso en silencio.
Y sin decir más… se fue.
Aunque en el fondo, sabía que, con ese brazalete… ya llevaba una parte de él pegada a su cuerpo.

0 comentarios - 116📑Servicio completo