
â›”Relato Aportado por Una Seguidora
"Mi Yerno"
Narrado por Olga, una mujer de 54 años con curvas que no pasan desapercibidas.
Tengo 54 años. Y no me da vergüenza decirlo: soy una mujer de curvas escandalosas. Me cuido, claro. Pero lo mÃo es natural. Una cintura marcada, unas caderas generosas y un busto que siempre me obliga a usar escote… aunque no quiera. La gente dice que tengo un aire a las actrices latinas de antes. Pero yo no me hago la linda. Ya no.
Bueno… a veces sÃ.
Sobre todo cuando viene Mingo a casa.
Es la pareja de mi hija. Yo le abro la puerta con una sonrisa que ya es costumbre. Pero por dentro… por dentro me enciendo.
Hoy vino con una remera blanca bien ajustada, de esas que marcan los pectorales y los brazos. Y yo venÃa justo de darme una ducha. Usaba una blusa con escote y unos short sexy. No fue a propósito. Bueno… no completamente.
—Hola, Olga —me dijo con esa voz que tiene.
—Hola, Mingo —le respondÃ, mirándolo directo a los ojos—.
Entró. Lo vi mirarme de reojo. Mis piernas estaban al descubierto, y la blusa… Dios, creo que se abrÃa más de lo debido con cada paso.
Preparé un té, me incliné un poco más de lo necesario mientras lo servÃa, y noté su mirada clavada en mi escote. Fue solo un segundo, pero lo noté. Esa tensión invisible que se forma cuando alguien quiere mirar… pero no deberÃa.
Nos sentamos en la cocina. Él me hablaba de un trabajo, pero yo apenas lo escuchaba. Me enfoqué en la manera en que sus labios se movÃan, cómo apretaba la mandÃbula cuando se concentraba. El calor subÃa por mi pecho, lentamente. Y mi imaginación ya volaba muy lejos.
Cuando mi hija bajó, él se levantó enseguida.
—Gracias por el té —me dijo.
—Cuando quieras —le respondÃ, con una sonrisa que decÃa más que mil palabras.
Y mientras se iba, me quedé sola en la cocina, cruzando las piernas con suavidad, sintiendo esa humedad callada entre ellas.
No pasó nada. Pero también pasó todo.
Porque desde ese dÃa, empecé a imaginarme con él.
Y las fantasÃas que tengo… no son nada inocentes.
Esa tarde, mi hija no estaba.
Se habÃa ido a pasar el fin de semana con unas amigas, y me dejó la casa en silencio. Yo sabÃa que Mingo iba a venir, y por supuesto, lo esperé.
No como madre. Como mujer.
Me vestà sin exagerar: un short de jean apretado, de esos que marcan hasta el alma, y una musculosa sin sostén, apenas lo suficiente para cubrir. Y aunque me sentÃa un poco loca, también me sentÃa viva.
A las seis en punto, sonó el timbre.
—Hola, Olga —dijo Mingo con esa sonrisa tÃmida.
—Hola, Mingo. Pasá…
—SÃ, claro.
Subió. Yo lo seguà con la mirada. Ese cuerpo... esos hombros anchos, esa forma de moverse. Me hacÃa sentir cosas que hace mucho no sentÃa. Y algo dentro de mà me decÃa que él también lo sentÃa.
Cuando bajó, me acerqué con dos vasos de limonada.
—¿Tenés un minuto para quedarte? —le dije, y él asintió.
Nos sentamos en el living. El calor era insoportable. La tensión, peor.
Yo crucé las piernas despacio, sabiendo lo que mostraba. Él tragó saliva. Lo vi.
—Hace calor, ¿no? —le dije, jugando con el borde de mi vaso.
—SÃ… bastante.
Entonces me levanté. Fui hasta el ventilador, y al darme vuelta, noté que mi short se habÃa subido, dejando la mitad de mis glúteos al descubierto.
Lo miré. Él tenÃa los ojos donde no debÃa.
—¿Te gusta lo que ves, Mingo?
El silencio duró un segundo eterno.
—Olga… yo…
Me acerqué. Puse mi dedo sobre sus labios.
—Shhh… no digas nada.
Me senté sobre sus piernas, de lado, con el corazón latiéndome en el pecho como un tambor. Su cuerpo estaba duro. Entero. Y no solo los músculos.
—Hace tiempo que te veo mirarme —susurré—. Yo también te miro, Mingo. ¿Qué creÃas? ¿Que no me doy cuenta?
Él intentó hablar, pero yo me incliné y lo besé. Lento. Caliente. Profundo. Un beso que no dejaba dudas.
Su mano me sujetó por la cintura, y yo sentà cómo su deseo crecÃa debajo de mÃ, desesperado, firme, latiendo contra mi cuerpo.
—No puedo creer esto… —susurró.
—Yo sà —le dije, sacandole la remera mientras le lamÃa el cuello—. No digas nada. Solo tocame.
Y él lo hizo.
Sus manos grandes me recorrÃan como si me hubiera estado esperando toda su vida. Yo ya estaba mojada, desesperada, deseando que no hubiera más lÃmites.
Me desnudó, y llevó al sofá, sus manos me recorrieron entera, me chupaba y me apretaba los pechos. Y cuando bajó a besar mi vagina me hizo estremecer. Luego se sacó la ropa y se subió encima, penetrandome con su duro pene.
Fui montada como hacÃa años no me montaban.
Le di todo. Le mostré todo.
Y al final, terminé sobre la alfombra del living, desnuda, con su respiración caliente sobre mi piel, diciéndome que jamás me habÃa tocado una mujer como yo.
Y yo, con una sonrisa torcida, le dije:
—Y eso que recién estamos empezando.

No sé por qué fui con él al gimnasio esa mañana. Tal vez solo querÃa verlo transpirado, con la remera pegada al cuerpo, con esas manos grandes sujetando las pesas. O tal vez porque desde que me tomó en el living, mi cuerpo se habÃa vuelto adicto a él.
Pero ahà estábamos.
Yo en mis leggings negros bien ajustados, que marcaban cada curva, y un top que apenas me cubrÃa los pezones. SabÃa lo que hacÃa. QuerÃa provocarlo.
Y lo logré.
En cada sentadilla, en cada estiramiento, él me miraba como si quisiera romperme. Y yo le daba motivos.
—Estás haciendo mal el movimiento, Olga —me dijo, acercándose por detrás.
Sus manos se posaron sobre mis caderas y me corrigió la postura. Su cuerpo rozó el mÃo y sentà su dureza, ya despierta, frotarse apenas.
—¿As� —le pregunté con una sonrisa perversa.
—SÃ... justo asà —dijo con voz grave, mirándome desde atrás.
Cuando terminamos la rutina, yo estaba sudada, excitada, y completamente mojada. Lo llevé al vestuario de mujeres, que a esa hora estaba vacÃo.
—Cerrá la puerta —le dije.
La cerró. Y la trancó.
Yo me apoyé contra los espejos, levantándome el top para que viera mis pechos y mis pezones endurecidos.
—Decime que me querés coger acá, Mingo —le susurré—. Decime que lo pensaste desde que entramos.
—Desde que entraste con ese legging —.
Se me vino encima. Me levantó como si no pesara nada, sujetándome con fuerza por el trasero, y me apretó contra la pared. Nos besamos con furia, como si el tiempo no existiera. Me bajó los leggins de un tirón, me abrió las piernas, y sin avisar, me hizo suya.
—¡Ahhh, Mingo! —gemà en voz baja— mientras me penetraba. No pares… rompeme...
Los espejos vibraban. Las duchas eran testigos mudos. Yo me colgaba de sus hombros, moviéndome como una salvaje, sintiéndolo entero, profundo, dentro de mÃ.
En un momento, le susurré al oÃdo:
—Quiero sentirte en el otro lado... ese que nadie me toma.
Él me miró, con los ojos encendidos. Me bajó con cuidado. Me giró. Se agachó, y con la lengua húmeda y caliente, me preparó. Me temblaban las piernas.
—¿Estás lista? —preguntó, jadeando.
—Hacelo. Dame todo.
Entró despacio, estirándome, llenándome, haciéndome gemir contra el espejo. Yo me mordÃa la mano para no gritar, pero era imposible no estremecerme. Me sentÃa completamente suya. Tomada. Abierta. Entregada.
Cuando ya no pudo más, me sacó, y yo me arrodillé en el suelo frÃo del vestuario, ofreciéndole mis nalgas, mirándolo por encima del hombro.
—Dame todo en la piel, papi.
Y me lo dio. Caliente, espeso, chorreando entre mis curvas mientras sonreÃa con la boca entreabierta, sin creer lo que acabábamos de hacer.
Nos miramos. Respiramos. Y luego me dijo, con la voz ronca:
—Voy a cogerte en cada lugar de esta ciudad, Olga.
—Entonces empezá a entrenar, mi amor —le contesté—. Porque soy insaciable.
La casa estaba en silencio. Mi Hija habÃa salido temprano, dejándonos el terreno libre a Mingo y a mÃ. Por primera vez, sin prisas ni miradas ajenas, estábamos solos.
Él entró con esa sonrisa que ya me pone a mil, y yo, sin pensarlo, me acerqué. Sin palabras, lo tomé por la camisa y lo besé con ganas, profundo, reclamando todo lo que sentÃa.
—Olga… —jadeó cuando separamos los labios—, ¿estás segura?
—Más que nunca —le respondÃ, mirándolo a los ojos—. Pero tenemos que ser cuidadosos. Ella no debe enterarse.
Nos miramos, cómplices, y en ese instante sellamos un pacto: este deseo serÃa nuestro secreto mejor guardado. Un juego prohibido que solo nosotros conocerÃamos.
Me guiñó un ojo y me llevó hasta el sofá, donde me dejó caer suavemente. Mi vestido se subió, dejando mis curvas al descubierto, y él empezó a recorrer cada centÃmetro de mi piel con las manos, provocándome escalofrÃos.
—¿Sabés lo que más me gusta de esto? —susurró mientras me besaba el cuello—. Que nadie puede tocarnos asÃ. Solo vos y yo.
Su boca bajó hasta mis pechos, y sus manos apretaron con fuerza, despertando un fuego que ya no podÃa controlar. Lo tomé de la nuca y le di un beso urgente, ansiosa por más.
—Quiero sentirte dentro de mÃ, sin miedo, sin nadie que interrumpa —le dije, dejando claro que esto era solo el comienzo.
Con cuidado, desabrochó mi vestido, y poco a poco, me fue desnudando. Cada caricia era una promesa, cada roce un juramento silencioso de que este placer era solo nuestro.
Cuando entró en mÃ, lo hizo lento, disfrutando de cada movimiento, de cada gemido que escapaba de mis labios. Nos perdimos en el deseo, en el calor, en la pasión secreta que nos unÃa.
Al final, agotados pero satisfechos, nos abrazamos.
—Esto se queda entre nosotros —dijo, besándome la frente.
—Para siempre —le respondà con una sonrisa.
Y asÃ, en esa casa tranquila, nació nuestro secreto más ardiente.

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