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59/1📑La Chica del Bus - Parte 1

59/1📑La Chica del Bus - Parte 1

El calor dentro del bus era insoportable. Martín se había subido casi último, maleta al hombro, buscando el asiento 14A. Justo cuando se sentó, la vio llegar.

Pelirroja, pelo lacio recogido en un moño alto, labios gruesos pintados de rojo suave. Un jean que le marcaba el culo como si fuera una provocación personal. La blusa blanca, semiabierta, dejaba entrever el canal de unos senos firmes que parecían pedir ser lamidos.

—¿Perdón, este es el 14B? —preguntó, con una voz suave pero decidida.

—Sí, claro —dijo él, poniéndose de pie para dejarla pasar.

Cuando se sentó, sus piernas se rozaron. Martín sintió la electricidad inmediata. Ella también. Se acomodó, sacó su celular, pero no dejó de mirarlo de reojo. Una mirada descarada, atrevida.

Durante el trayecto intercambiaron algunas palabras. Nombre, ciudad, qué hacían. Ella se llamaba Clara. Estaba visitando a su hermana. Tenía una risa fácil y una mirada intensa.

En una curva del camino, el bus se sacudió. Clara cayó hacia él, apoyando su mano sobre su muslo.

—Uy, perdón… —dijo, pero no se apartó enseguida.

Martín notó cómo su mano había quedado demasiado cerca de su entrepierna. Y que ella lo sabía.

El deseo era evidente.

Al llegar, ella bajó primero. Martín creyó que eso era todo, un encuentro fugaz. Pero al girar, la encontró esperándolo. Le extendió el celular.

—¿Y si volvemos a compartir asiento, aunque no sea en un bus?

Martín escribió su número. Se despidieron con una sonrisa, pero los dos sabían que algo había comenzado ahí. Algo caliente. Algo inevitable.

Esa misma noche, ella le escribió:

> “No puedo dormir. ¿Vos también estás pensando en lo que no pasó?”


Él respondió:

> “Sí. En tu boca. En tu olor. En cómo te apretaba el jean…”


Los días siguientes al viaje fueron una mezcla de ansiedad y calentura contenida. Martín revisaba el celular cada hora. Clara no fallaba: le escribía cada noche, como un ritual.

Primero fueron mensajes suaves.

> “Hoy usé el jean que llevaba en el bus… me acordé de cómo me mirabas el culo.”


Después, más atrevidos.

> “Me acabo de meter en la ducha… ¿querés imaginar qué parte me estoy enjabonando?”


Una noche, Martín recibió una foto.

Clara, frente al espejo. Sin ropa. Pelo mojado, pezones erectos, una mano abriéndose la concha.

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—“Esto es lo que te perdiste en el asiento 14B” —escribió.

Martín no supo si responder o hacerse una paja de inmediato. Terminó haciendo las dos cosas.

Le mandó una foto también. La pija dura, tomada desde arriba, con la mano apretándola.

Clara contestó:

> “Mmm… quiero tragarme esa pija. Quiero sentarme encima tuyo como en el bus… pero sin ropa.”


La tensión era insoportable. El deseo crecía. No podían verse por motivos de agenda, pero eso solo aumentaba el morbo.

Una noche, hicieron videollamada.

Clara apareció en la cama, en ropa interior. Se fue desnudando frente a él, lenta, provocadora, hablándole con voz baja:

—Mirá cómo estoy por tu culpa… ¿Te tocas cuando pensás en mí?

Martín no respondió con palabras. Solo enfocó la cámara en su pija, mientras ella se tocaba el clítoris con dos dedos, mordiéndose los labios.

—Acabame encima, papi… quiero sentir cómo me goteás la leche aunque sea en la pantalla…

Gemidos. Respiraciones entrecortadas. Él acabó. Ella también.

Luego se quedaron en silencio, mirándose, riendo como dos adolescentes calientes.

—Te voy a coger tan fuerte cuando te vea —prometió él.

—Y yo te voy a dejar sin alma —dijo ella—. Pero todavía no… quiero que me desees más.

Y cortó.

Martín se quedó con el corazón latiendo como un tambor. Nunca había deseado tanto a alguien que aún no había tocado.


Día tras día, el juego continuaba. Clara mandaba fotos al despertar: tetas al aire, culo al natural, dedos entre las piernas.

Por las tardes, le grababa audios:

> “Hoy me senté en la silla y me toqué pensando en vos. Me metí dos dedos. Me acabé gemiendo tu nombre. Quiero que me rompas entera.”

Martín se pajeaba hasta dos veces por día solo leyendo sus mensajes y fotos.

Pero ya no era solo deseo. Empezaban a conocerse. Se contaban cosas. Se reían. Había algo más allá del morbo.

Una noche, ella escribió:

> “No me pasa esto con nadie. Me siento una puta por lo que te digo… pero también siento que solo vos me entendés.”

Martín no respondió de inmediato. Solo sonrió. Algo se estaba gestando. Caliente, oscuro… y tal vez real.

—Quiero verte ya —le dijo Martín, con la voz rota por la ansiedad.

Clara no dudó.

—Decime dónde y voy ahora mismo. Estoy húmeda desde que abrí los ojos.

Le pasó la dirección. Un departamento chico, pero limpio, con luz cálida. Puso una toalla en la cama y bajó las persianas. No quería que nada distrajera lo que iba a pasar.

Sonó el timbre, Martín abrió. Y ahí estaba.

Clara, jeans ajustados, musculosa negra sin sostén, los pezones marcándose descaradamente. El pelo suelto, los labios brillosos. Una puta hecha arte.

—Hola, papi —dijo, entrando sin permiso—. ¿Me extrañaste?

No lo dejó responder. Lo besó como si fuera su oxígeno. Lenguas desesperadas, manos explorando, respiraciones agitadas.

Martín le apretó el culo con fuerza y la empujó contra la pared.

—Estás tan buena que me duele la pija desde que te vi en ese bus de mierda…

Ella se rió, sacándole la remera.

—¿Y sabés qué? Me vine con las tangas mojadas. Porque sabía que esta vez me ibas a coger como merezco.

La besó otra vez. La alzó y la llevó a la cama.

Le arrancó los jeans. Nada de ropa interior.

—Sos una hija de puta —murmuró él, hundiéndose de rodillas.

Le abrió las piernas y empezó a lamerle la concha como si llevara años soñando con ese sabor. Clara gemía, se retorcía, le apretaba el pelo.

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—¡Sí, papi! ¡Chupame toda, meteme la lengua!

Martín no paró hasta hacerla acabar con espasmos, la cara enterrada en su entrepierna, empapado.

Después se paró, se bajó el pantalón y la pija salió dura, brillosa, palpitando.

Ella se la tragó entera .

—¡Mmmmmm…! ¡Ay, esto es mío ahora! —jadeó, mientras lo miraba desde abajo con los labios llenos de saliva y leche preseminal.

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Martín la puso en cuatro, le escupió la concha y se la metió entera, de una sola embestida.

—¡AHHH! ¡Sí! ¡Rompeme, papi, haceme tu puta!

Sonidos obscenos llenaban el departamento, gemidos, jadeos animales. Él le tiró del pelo, la cogió como una bestia, como quien cobra una deuda atrasada.

—¡No podés acabar todavía! —le dijo ella— ¡Ahora por el culo, ahora, ahora!

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Le escupió el culo, lo preparó rápido y se lo metió con furia. Clara gritó como si le arrancaran el alma… y le encantaba. Se tocaba mientras él la partía por atrás, hasta que se vinieron los dos, sudando, temblando, llenándola.

Ella se tiró boca arriba, jadeando.

—Esto fue mejor que todas las fantasías juntas…

Martín se acostó al lado, aún agitado.

—Y eso que recién empezamos.

Ella lo besó.

—Quedate conmigo esta noche. Y mañana. Y el finde. Y después vemos.

Y él supo que ya no quería soltarla.


Clara no volvió a su casa esa noche. Ni la siguiente. Ni la siguiente. En cuestión de días, ya tenía su cepillo de dientes en el baño, ropa interior en el cajón y un cepillo de pelo olvidado en la mesita de luz.

—¿Y si me quedo? —dijo, con un guiño—. Total, ya tenés servicio de mamadas incluido.

Martín se rió, pero en el fondo le encantaba. Tenerla cerca, tocarla, olerla, cogerla cuando quisiera. Estaba atrapado en su propio paraíso carnal.

Esa mañana, Clara salió de la ducha envuelta en una toalla, el pelo chorreando, la piel aún húmeda. Martín la miró y le dijo:

—Volvé adentro.

—¿Eh?

—A la ducha. Pero conmigo.

No dijo una palabra más. Se sacó la ropa y entró tras ella. El agua seguía cayendo caliente, llenando el pequeño espacio de vapor y tensión.

Martín la arrinconó contra la pared de cerámica. Le abrió la toalla y le mordió el cuello, le chupó las tetas, mientras sus manos la recorrían como si tuviera que redescubrirla cada día.

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—Estás tan mojada que no sé si es agua o concha —le dijo, bajando la cabeza y metiéndole la lengua entre las piernas.

Clara se aferró a su pelo y gimió con fuerza. Se corrió en segundos, pero no bastaba.

Él la levantó, la apoyó contra la pared y le metió la pija hasta el fondo, mientras el agua caía sobre sus cuerpos.

—¡Sí, cogeme así, mojame toda, llename entera! —jadeaba Clara.

Martín la cabalgó con fuerza, como un animal. Después la bajó, la puso de rodillas y acabó en su boca, viéndola tragarlo todo con una sonrisa de diosa sucia.

—Mmm… buen desayuno, papi, rica leche.

Más tarde, ya medio vestidos—, Clara entró a la cocina mientras él preparaba café.

Se acercó por detrás, le bajó el pantalón y le agarró la pija desde atrás.

—¿Otra vez? —preguntó él, medio riendo.

—Siempre —dijo ella, mordiéndole el cuello.

Se bajó la tanga, se subió a la mesada, abrió las piernas y lo miró desafiante.

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—Ponela. Acá. Ya.

Martín no lo dudó. Se la metió en la concha, de una, mientras el café goteaba olvidado. Cogieron sobre la mesada, los platos vibrando con cada sacudida. Clara cabalgaba con fuerza, las tetas rebotándole, mordiéndose los labios para no gritar.

—¡Me encanta que me cojas así en todos lados! ¡Casi me da miedo lo mucho que te necesito!

Cuando se vino, lo hizo mojando la madera de la mesa. Martín la levantó, la puso en cuatro sobre el piso y le metió la pija en el culo, mientras ella se tocaba el clítoris y decía:

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—¡Dámelo todo, rompéme, papi, haceme tuya otra vez!

Y cuando acabaron, se rieron desnudos sobre el piso, sudados, exhaustos.

Las horas pasaban entre cogidas. Vivían desnudos, calientes, adictos.

Pero detrás de ese paraíso de carne y gemidos, algo se movía…

Una notificación en el celular de Clara, un mensaje de un nombre masculino.

Martín lo vio. Lo leyó. Frunció el ceño.

—¿Quién es Santiago?

Clara se quedó en silencio, mordiendo su labio.

—Después te cuento…

Y así, mientras sus cuerpos seguían encajando perfectos, el pasado empezaba a asomar por la puerta.

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